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Vol. 25. Núm. 1.
Páginas 127-135 (enero 2014)
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No te velo, sueño contigo porque te amo (Homenaje de Eros a Rubén Bonifaz Nuño a un año de su partida)
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María Rosa Palazón Mayoral
Centro de Estudios Literarios, Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México
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Yo me asomo a las almas cuando lloran

y escucho su hondo rezo,

humilde y solitario,

ese que llamas salmo verdadero;

pero en las hondas bóvedas del alma

no sé si el llano es una voz o un eco.

Antonio Machado (xxxvii)

El maestro. Me asomé al latín a los quince años en la Nacional Preparatoria 6 Nocturna. Eran clases apasionantes y cansadas, porque se impartían de nueve a diez de la noche. A la sazón era una adolescente indisciplinada, normal, pues. Tenía muchas ganas de compartir las experiencias de aquel cartero que, mochila al hombro, asistía conmigo a las lecciones del doctor Germán Viveros. La profunda ambición de aquel trabajador de la posta sin caballo ni moto, cabeceaba a las altas horas de la asignatura. No se daba por vencido en su lucha contra el agotamiento y, para no perderse ni una sola palabra de la lección, me pedía que le repitiera aquellos trozos que se le llevaba Morfeo. El profesor Viveros, sin alzar la vista, sentenciaba contra mi alboroto: “Señorita Palazón, tiene usted cero”. A la clase siguiente, salía del embrollo demostrando que cumplía sin falta la tarea para desvanecer aquella cadena de ceros, círculos malditos que me encadenaban. También una amiga, casi tan pesadita como yo, me arrancaba los pelos de las piernas, mientras lanzaba la adivinanza “¿pares o nones?”. Me retorcía para no gritar, pero el brinco y la agitación en mi pupitre era inevitable: otro cero. Todo era cuestión de acumularlos e ir desacumulándolos. Sin embargo, el latín me parecía un reto interesante que daba felicidad a una casi niña cansada, con una fuerte comezón (que nunca tuve en la primaria ni en la secundaria) por acumular conocimientos, y agredida por el juego de la depilación gratuita.

En el segundo año de la carrera de Letras, me inscribí con otro profesor inolvidable: Rubén Bonifaz Nuño. Había leído los cuentos de su hermano, pero no a aquel por entonces joven galán de cabellera rizada y mostacho. Siempre iba trajeado y encorbatado (de pisa-corbatas llevaba una mosca de brillantes —las “inevitables golosas” en decir de Antonio Machado si mal no me acuerdo— o de algo por el estilo), nunca le faltaba el chaleco del cual pendía una leontina cuyo extremo se escondía en un bolsillo donde el profesor guardaba su redondo reloj de tapa plateada y si mal no recuerdo, amartillada. Solo le ganaba en gustos raros González Montesinos con sus polainas y clavel en el ojal.

Había cumplido cuatro años más después de la preparatoria. Según los estándares de la época estaba en edad casadera, y esto quiere decir que no hacía travesuras en clase, sino afuera del aula. Por obligación y hábito adquirido y gustoso traducía, igual que mis compañeros, La Guerra de las Galias, a la sazón sin versiones a la mano en español, inglés, ni en francés. ¡Qué problemas y embrollos intentar una narración no demasiado fuera de lógica de aquel Julio, el César un tanto esquizofrénico porque hablaba de sí mismo en tercera persona. Total, en mis tareas experimentaba momentos de rabia durante los cuales invocaba a Bruto y a Casio. No debo hablar solo en hipérbole. Lo cierto es que el doctor Bonifaz nos dio un manual de reglas y excepciones que allanaban el camino. En la Facultad de Filosofía y Letras cursé las inolvidables lecciones de latín y gramática de mi maestro Bonifaz (doctores hay muchos; maestros, pocos). Como alumna “empollona” trabajé duro. Me hubiera avergonzado, hasta diluirme, el cometer gazapos ante aquella personalidad luminosa. De sus manos brota la perfección: “te puedo dar, como si fuera tarde, / una sola palabra, y retornar / a lo perfecto que en mis manos arde” (La muerte de un ángel en 1986: 11).1

Hoy, con tantos años sobre mi lomo, y mi columna, y mi colon y todo lo demás, apropiándome de la destinataria (ladrona es una de mis vocaciones frustradas), escucho una petición imposible. Ya sé, con envidia, que nunca he sido su Musa; pero me pongo en las filas de sus musarañas, y me siento aludida y triste frente a su reclamo, de voz perdida y encontrada: “Amiga a la que amo: no envejezcas / […] / Inmóvil / junto a tu cuerpo de muchacha dulce / quede, al hallarte, el tiempo” (El manto y la corona en 1986: 185). Maestro, le supliqué que no hiciéramos un credo de las palabras de Heidegger. Mejor recordemos que nacimos para vivir y el último acto de este proceso es morir. Su muerte no le pertenece. Ahora, hace un año, la suya pesa en mí, aunque la vejez también nos fue llenando de amor en muchos grados, y tipos, entre otros, el de maestro y la discípula lectora. Muchos permanecemos “coligados”: ecos de la penumbra iluminada amorosamente por usted. No como un deber ciceroniano, sino porque sí, porque aprendimos de usted a dejar que nuestra parte buena gane la carrera a la mala (Cicerón: I, XVII, 24). Hay que dejar pasar al Eros carnal cuando, necio, ya no lo flecha a uno; lección que ignoró el anciano rey David en la ocasión que se apropió de la “Sulamita”: “Sola en el seno de la sombra muda / dices mi nombre, y en tu sueño triste / vagas en busca del amor que hubiste. / Tú, con el vuelo de tu voz desnuda” (“Sonetos a la Sulamita”, Imágenes en 1986: 65).

Pese a lo dicho, ¡ay de quien fingiera pragmáticamente ser aquello que no era! Desde el presidente hasta el último de los investigadores aprendió de este traductor-investigador-funcionario-maestro-poeta que tratarlo con dobleces era como jugar ajedrez con Capa Blanca y demás campeones ajedrecistas de ayer y actuales. Hacerlo con el corazón en la mano fue acercarse a quien sabe qué es la educación productiva y enriquecedora. No en vano se formó en la educación socialista (en los días de las gloriosas normales rurales) gracias a la cual se le abrieron las puertas de la enseñanza a un niño que, por instrucciones maternas, se sobaba el estómago para engañar el hambre. Bonifaz, amador, amante y amable o digno de ser amado, declara. “Y recibí siempre lo que he dado; /es decir, un resto de amargura, / un sabor de pérdida, de costumbre / desesperanzada” (Los demonios y los días en 1986: 154). Discrepo: miraba sus extrañas y no sus entrañas. A mí nunca me dio ni una gota de amargura este amigo de Hilario Cárdenas, quien fue oficial de intendencia de mi instituto.

La solidaridad. 1968. Año convulsionado. México era y es antidemocrático, hoy ha empeorado. En el ambiente aún no se adivinaba este horror del neoliberalismo globalizado de empresarios voraces; pero sí las manos tendidas con una ametralladora en sus palmas. Díaz Ordaz es malo y feo, coreábamos en las manifestaciones. “Muchas cosas se fueron, Bolívar. / Muchas cosas tuyas están dormidas o muertas. / General, en las dolientes provincias de tu sombra, / las cosas se han ido marchitando. Cayeron” a causa de tiranos y mercaderes, abogados sin ley y verdugos con antifaz. Nosotros todavía “Aquí estamos, esperando en la noche. / Naciones, hombres, mujeres. / Y tú, México; patria, mi patria” (Canto llano a Simón Bolívar en 1986: 218, 220).

Tanto mi padre como mi entrañable amigo Carlos Montemayor me previnieron de que no fuera a la Plaza de las Tres Culturas. Obcecada, estuve en primera fila. Entre tantas peripecias causadas por las Furias, renacimos algunos. Muchos, no. Desde aquella noche quedé desolada. Rubén Bonifaz estaba desolado. Se preocupó por la suerte que había corrido entre balas-truenos y rayos-fulminantes: “Hundidos en una corriente / turbia. Con los ojos abiertos. / Anudados de sensaciones / tristes, de pensamientos tristes; / debajo de los cielos de lluvia” (Imágenes en 1986: 41). Templado por los movimientos sociales, Rubén Bonifaz nunca se olvidó de que las revoluciones las hacen individuos a-normales y las mujeres, género por entonces muy discriminado, que aceleró el paso de su liberación hacia delante, aunque en ciertos casos hacia el precipicio. No me olvido de que cuando parí a mi primer hijo, el maestro Bonifaz me dijo: “¡Qué bárbara María Rosa, ya me hizo abuelo!”

El poeta de ocurrencias. Confieso que al paso de los días, años, decenas y veintenas, he dejado de lado las andanzas de mi juventud “cucharera”, o sea, robadora experta de la plata y el oro discursivos, pero nada puedo hacer mejor que seguir las huellas de Bonifaz Nuño y hacerlas mías, porque afinó siempre. Afinaba la lira, y como solitario poeta cantó y dijo algo del mundo, de su manera de estar en el mundo: “Se mezcle la música con el tema / formando una misma sola hermosura; /que en trance de ritmo la palabra / adquiera la voz de la poesía” (“Poética”, Imágenes en 1986: 71). ¿Por qué la voz de mi maestro no envejece? Sé que estuvo poseso. En el Fedro, Platón asegura que quien se cree poeta por ser solo dueño en técnicas, sin estar tocado de locura de Musas, fracasa. El poeta Bonifaz asiente: “Las palabras saben hacer extraños / juegos. Ellas solas dicen. Nosotros / somos la guitarra que alguien toca. / Cuando yo te digo: ‘te amo’, es cierto / que te amo. / Pero no es verdad que yo te lo digo” (Algunos poemas no coleccionados en 1986: 109).

De pronto llega, y uno no quiere que llegue, el acudido delirante, el hallazgo, el don de amor que reclama compartirlo, quizá con el rostro enrojecido: jugar ese juego es participar en la fiesta de la vida: “Es hora, pues, de fiesta; / de aceptar que son breves las raíces / […] / Y hay cantares aquí, y he merecido / tomar mi parte en el cantar. / Amigos, / ¿qué podemos perder con alegrarnos?” (Fuego de pobres en 1986: 271). En la casa de la Flor y del Canto han quedado las figuras de Netzahualcóyotl y de Rubén Bonifaz.

Cigarra y libélula en medio de la sombría lluvia, una máscara y un guitarrista, el poeta Rubén Bonifaz Nuño cantó, dejando pausas que no son mutismo, sino que sugieren lo inefable, el sueño del otro yo que nos sueña: “El lirio del silencio, embellecido, / en sus callados muros aprisiona / para este sueño el último sonido” (La muerte del ángel en 1986: 16). La belleza esconde lo siniestro, el dolor que brota escondido entre formas atractivas. El compás de espera poético gratifica al que sabe técnicas, al maniático o inspirado y al amigo de fiestas que sufre: “Y esta soledad me dice que escriba. / Me he vuelto ambicioso con la pobreza” (Los demonios y los días en 1986: 123), porque también el dolor “disfraza de fiesta su agonía” (“La flor”, Imágenes en 1986: 95). La vida es el Carnaval que, entre gritos de regocijo, oculta el llanto: “[…] He conseguido / que ni tú misma sepas / que estoy quebrado en dos, que disimulo; / que no soy yo quien habla con las gentes, / que mis dientes se ríen por su cuenta / mientras estoy, aquí detrás, llorando” (El manto y la corona en 1986: 167), ¿dónde es detrás?, permítame ir a consolarlo riendo.

Poeta del amor. Rubén Bonifaz me enamoró con sus amores. Por eso, y por envidia, he hecho mías algunas estrofas de sus poemas, como si me hablaran al oído; no podré cambiarlas nunca por otras: “Algo en mi alma se parece / a ti. Eres tú. No puedes irte / del todo, amiga, aunque te vayas. / Como almendra del fuego, o núcleo / maizal del aire, estás conmigo / dentro de mí, para quedarte. / […] / Como el silencio donde el gozo / termina, o la ceniza mansa / de cada luz, estoy contigo. / Y algo de tu alma me recuerda / sin remedio. No podrás dejarme / del todo, amiga, aunque me dejes” (El ala del tigre en 1986: 370–371).2

El amor es el contrario del odio y la contraparte de la soledad; es vida y creación. Los platónicos filósofos y pintores renacentistas del quattrocento (Marsilio Ficino, Pico della Mirandola, León Hebreo, Castiglione) cayeron en la trampa de los mitos recogidos en El banquete: Eros, hijo de Venus, demonio flechador siempre niño es libidinoso, carnal, amante de la belleza que aspira a reunir individuos partidos en dos, en una soledad ávida del tú, del otro. Sus dobles, la pareja celestial de Venus y Eros no son madre e hijo, sino que, siguiendo las teorías platónicas, acaban siendo algo siniestro: Venus nació de la espuma que se formó en el mar cuando Cronos castró a su padre Uranos. A esta hija del horror la percibió, quizá inconscientemente, el lienzo “El nacimiento de Venus” de Sandro Botticelli:3 pintada sobre la vieira, la sagrada concha, y en el agua, tiene las proporciones y belleza clásicas; pero nos muestra un brazo anormal que con la mano quebrada cubre su vagina con su cabellera. Eolo sopla junto con Aurora un viento frío mientras Hora, la Venus desproporcionada, trata de cubrir a su doble con un manto. Venus está rodeada de una rosa, símbolo femenino, ascendente, esto es, desarraigada y está rodeada de insectos, clásico símbolo del mal (pregúntese, si no, a Kafka o al caballete que Van Gogh dejó antes de suicidarse). Dice El banquete que es la belleza impasible, culta, y Eros el impulso que eleva al Topos Uranos, donde la vida, despojada de la carne y los sentidos, ya no es vida, sino conjuntos matemáticos y geometría. Se contradice Platón: el amor es un faro creativo que ilumina la libido.

Dijiste un día que el amor no siempre es correspondido pero siempre está enamorado de la belleza y es don creativo para el otro y los otros. “Yo quisiera vivir el sentimiento / de ti; tu inmensidad, vivir tu aliento / y el ciego amor de ser en tu belleza” (La muerte del ángel en 1986: 14). En formas métricas consagradas y por consagrar, Rubén Bonifaz, hombre de maíz y de espiga, muestra la moneda que lleva el amor en la cara y la soledad en la cruz, nunca está de un solo lado, sino en equilibrio inestable: “Y ábrese el amor misericorde, / y brilla un rumor alborozado / de mecidos maizales tiernos / junto a sus pies; una esperanza / de plenitudes movedizas, /de nupciales mesas congregadas / en la mazorca única y múltiple” (La flama en el espejo en 1986: 421).

El juego de escondidas entre ser amado o morir en soledad está arraigado en la Tierra, y sus fenómenos naturales (como el rapto de la Primavera o su periodicidad), y con las trampas de las pasiones, como la que padece la Gracia que mira a Hermes, prendada a causa del demonio Eros, según La Primavera, el lienzo oscuro, del tríptico, que nunca completó Botticcelli. Con los pies bien puestos en la Tierra, como Flora, Bonifaz nos enseñó que Eros no es un valor ni un logoi, sino que genera experiencias éticas y estéticas. “En todo estás, amor. Plácidamente / llegas en la caricia floreciente / que entre mis horas ávidas derramas” (“Canto del afán amoroso”, Imágenes en 1986: 82). Para los griegos las locuras son manías buenas (la única mala es la de Furias), un frenesí. Así, prendado por la belleza, el loco enamorado al delirar exageraba: “Rosa del sol, paloma de la luna. / Perfecta, pues te amo, en todas eres, / y todas son en ti, porque eres una” (“Sonetos a la Sulamita”, Imágenes en 1986: 66). El amor es vida, nuestro paso por el mundo, y vida es comunidad: “No es lo mismo estar enamorado / que amar. / El que ama, seguramente, / no está solo, sufre de otra manera; / encuentra la paz, se cumple gozoso / pudiendo sufrir por los que ama” (Los demonios y los días en 1986: 117).

El amor no correspondido es el envés de la moneda: “¿Por amor de qué amor preguntas?/ ¿Por qué te dueles, alma mía?” (El ala del tigre en 1986: 355). En el mismo diálogo platónico, Diótima afirma que Eros es hijo de Poros, la riqueza, y de Penia, la carencia; es rico y pobre, es sensual y rico en estrategias, también en decepciones. El poeta lo conoce mediante sus ocurrencias retóricas: “Hacer un poema de amor: hablarte / como si estrechara tu cuerpo / con un cinturón de llamas quietas” (“Cuaderno de agosto”, Algunos poemas no coleccionados en 1986: 108). Porque “Llegas, amor, y ciñes y fecundas / las soledades quietas y profundas / do el corazón oscuro canta y gime” (“La flor”, Imágenes en 1986: 91). En voz baja se dice que la moneda cayó en el lado fatal y deviene una ilusión, un sueño de vigilia: “Te vi caminar en la playa, alegre / como las espumas verdes y el canto, / o como el amor que empieza y calla / y es sólo un secreto dicho entre sueños” (Algunos poemas no coleccionados en 1986: 37), un pozo oscuro: “Buscamos sin hallar, pidiendo / en vano siempre; recordando; / llamando sin que se nos oiga. / Lejos, inalcanzada, brilla / la ausente luz que no tuvimos” (“Balada”, Imágenes en 1986: 61–62).

Quien es fiel a sus ideales amorosos forja su dignidad, un atributo de la belleza moral, siempre futurista y solidaria: “A ti esperanza, ritmo / —¿resurrección acaso?— / llama que surge, ya de la ceniza; / espiga primordial, caricia, muerte. / A ti, para tu amor, van mis palabras” (Algunos poemas no coleccionados en 1986: 27). Hoy te lanzo el boomerang y de tu espiga primordial. A nosotros, generaciones del porvenir, sabemos que la espiga es charitas o amor caritativo: riqueza de las esferas más altas de la moral siempre lanzadas al mañana. Caridad es un don, un ágape, y este fue tuyo.

La caridad es un amor que, impregnando a la pareja, nunca permite que uno domine al otro: “No busques, mi amor, amada, un vaso / donde guardar tu amor; no la muralla / que quiera detenerlo” (“La flor”, Imágenes en 1986: 93). Se ama la vida en plenitud y Rubén Bonifaz gritó “Porque te amo, estoy en paz conmigo” (“Canto al afán amoroso”, Imágenes en 1986: 83). Hoy, en medio de tanta oscuridad, tu luz ilumina, aunque también un poco antes se miró la destrucción: “Tú das la vista a mis pupilas ciegas / y a mi voz la ternura que te nombra; / amor, cuánta amargura, cuánta sombra / se destruye en la luz en que me anegas” (“La flor”, Imágenes en 1986: 94). Pero es verdad que “Nada tenía yo, no pedí nada / —nada en amor puede pedirse— / y, así, me diste todo” (El manto y la corona en 1986: 203). En compensación: “No me pidas, amada, que te pida; / déjame dar […] / Concédeme que entregue simplemente, / no más por entregar; déjame el gozo / de ser sólo por ser. / Me libre Dios de dar con la esperanza / de recibir en cambio” (“La flor”, Imágenes en 1986: 95). Tu caridad fue gracia amante que aún enamora.

En la actual etapa nihilista, de guerras intermitentes, de hambrunas, de incultura globalizada, de México vendido, patria perdida en el caos, los cantos de Rubén Bonifaz pregonaron y pregonan que nunca como ahora se necesita tanto la esperanza: “Mujer que me has querido, hermanos: / Hoy más que nunca necesito /echarme por las plazas, por las calles, / para llamar desesperadamente a la esperanza” (Algunos poemas no coleccionados en 1986: 224), porque “Sólo es verdadero lo que hacemos / para compartirnos con los otros, / para construir un sitio habitable / por hombres” (Los demonios y los días en 1986: 139).

Termino con una coda, mi coda. Rubén Bonifaz Nuño, mi y amado y excelso maestro, mi amigo solidario de voz amoro, en recuerdo de aquel 2 de octubre, me toca el turno de repetirte por segunda vez: ahora sé, que te sueño, y cuando velo te extraño.4

Bibliografia
[Bonifaz Nuño, 1986]
Rubén Bonifaz Nuño.
De otro modo lo mismo, 1a, Fondo de Cultura Económica, (1986),
[Cicerón, 2009]
Cicerón.
Acerca de los deberes.
Introducción, versión y notas de Rubén Bonifaz Nuño, Universidad Nacional Autónoma de México, (2009),
[Machado, 1964]
Antonio Machado.
Obras. Poesía y prosa.
Edición de Aurora Albornoz y Guillermo de Torre, ensayo preliminar de Guillermo de Torre, Editorial Losada, (1964),
[Trías, 2006]
Eugenio Trías.
Lo bello y lo siniestro, 6a, Editorial Ariel, (2006),

Las demás citas son de este libro de libros. ¿Se nota que soy eco de mi maestro?

El inicio de este verso recuerda el “Non omnis moriar” de Manuel Gutiérrez Nájera: “No moriré del todo, amiga mía”, aunque el de Bonifaz Nuño habla no de la permanencia en la palabra, sino de amores que Tánatos acaba.

Para esta digresión consúltese Trías 2006.

Paráfrasis de “Canciones para velar su sueño”, Imágenes en 1986: 78.

Copyright © 2014. Universidad Nacional Autónoma de México
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