En Historias que regresan. Topología y renarración en la segunda mitad del siglo xx mexicano, José Ramón Ruisánchez se aproxima a siete obras claves de la literatura mexicana con un doble objetivo: explorar el modo en que estas fic-ciones, crónicas y testimonios desplazan, desestabilizan y ponen en tela de juicio la cartografía estática de la versión oficial de la historia mexicana del siglo xx; y señalar las continuidades y contigüidades entre las obras del corpus, y la inevitable presencia de Pedro Páramo en cada una de ellas. Desde un complejo andamiaje teórico en el que colindan y dialogan Michel de Certeau, Slavoj Zizek y Ernesto Laclau, entre otros, el crítico insiste en que las obras más resonantes de las letras mexicanas han sabido narrar, y aún más, “topo-grafar”, lo que había quedado excluido o silenciado de la historia estatal u oficial sobre los momentos más criticos de la historia de Mexico durante la segunda mitad del siglo xx. Así es como el análisis de las obras estudiadas vuelve una y otra vez a los siguientes eventos: la transición que lleva a México a los umbrales de una economía global a partir del Tratado de Libre Comercio de América del Norte de 1994, los movimientos estudiantiles de 1968, el terremoto de 1985, el proyecto de industrialización de los años cincuenta, y, en menor grado, las elecciones del 2000. Las siete obras a partir de las cuales Ruisánchez se propone demostrar su ambicioso argumento son El disparo de argón de Juan Villoro, los ensayos de Entrada libre: crónicas de la sociedad que se organiza de Carlos Monsiváis, El principio del placer de José Emilio Pacheco, La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, De perfil de José Agustín, La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes y Pedro Páramo de Juan Rulfo. Según el crítico, estos textos “demuestran la potencia de la renarración como agente de modificación de los lugares de autoridad, creando el espacio topológico para cuestionar no solo una versión de la historia, sino las reglas mismas de su legitimación” (24).
La distinción entre la mirada cartográfica y la topológica que el autor propone en su introducción se aprecia claramente en el capítulo “Juan Vi-lloro: topología de la ciudad acéntrica”. Reconociendo la influencia de De Certeau y de Homi Bhaba en su lectura de la novela, Ruisánchez recalca el modo en que el autor contrapone la narración de los espacios habituales (topológicos) del protagonista al espacio utópico del fundador de la Clínica. Amenazando a ambos está el espacio anónimo pero rígidamente controlado del neoliberalismo y sus nuevos mercados. Para Ruisánchez, El disparo alegoriza el cierre de (la posibilidad narrativa de) lo utópico para señalar la apertura aún sin medidas fables de “lo abierto-utilitario del mercado” (41). La discusión de Ruisánchez de las “reacciones utópicas” en la novela aporta una contribución importante a la lectura de esta novela. Menos convincente me resulta su argumento de que no solo el protagonista, sino el México del que supuestamente se fuga (el México entre la modernidad y el caos del barrio de San Lorenzo que tan magistralmente recrea Villoro) proyectan señales no solo de resistencia sino de permanencia (el eco de Faulkner aquí sobre las posibilidades del futuro de la especie humana resulta demasiado optimista en mi opinión y quizás refleje una miopía momentánea de parte del propio crítico).
El siguiente capítulo, “Carlos Monsiváis: el momento de reconstrucción”, se centra en varios ensayos de Entrada libre. Bajo la tutela de El sublime objeto de la ideología de Žižek, Ruisánchez se acerca al ensayo “Los días del temblor” a través de la escritura del trauma, una lectura que resulta particularmente reveladora y poco común para acercarse a los textos de Monsiváis. La lectura de estos ensayos desde lo traumático le permite a Ruisánchez sacar a relucir no solo el modo en que los ensayos de Entrada libre señalan las fisuras y omisiones de la versión oficial (para exportación) del terremoto sino el hecho de que Monsiváis ve en el tratamiento desigual de las víctimas del terremoto la “renarración” de la tragedia estudiantil de 1968. “La capacidad que caracteriza el texto de Monsiváis es precisamente la de enfrentar un hecho traumático y asumirlo como punto nodal” (53).
El capítulo “José Emilio Pacheco: placer, represión y fantasma” examina los relatos de El principio de placer. Lo ampliamente reconocido es que “la reconversión del pasado” es el móvil de la narrativa de Pacheco. La contribución de Ruisánchez al archivo crítico sobre Pacheco reside en su exploración del modo de ver (o de mirar) de Pacheco. Es a través de una mirada “torcida”, nota el crítico, que Pacheco transforma “[una] narración gastada por el lugar común en novedad”, una “cartografía en topología” (72). Aludiendo una vez más a Žižek (o a Lacan filtrado por Žižek), Ruisánchez explora el carácter “anamórfco” de la mirada del narrador para hacernos ver que solo a través de esta corrección (o perversión) de la normalidad logra Pacheco transformar los lugares comunes de las memorias de sus protagonistas en una topología simbólico-cultural abierta a nuevas revelaciones sobre el pasado. Es sumamente persuasiva la lectura del relato “El principio del placer”. La breve conclusión al final del capítulo introduce una nota discordante con lo que tan persuasivamente se ha establecido en las páginas anteriores. Si lo que rescata a los personajes de Pacheco de los lugares comunes de la memoria autorizada es la mirada amorfa, ¿quiénes son los “personajes [que] ven, escriben, recuerdan de manera directa”? Si Ruisánchez nos convence de la necesidad de adoptar una mirada de soslayo, o torva, o de algún modo perversa para renarrar y releer el pasado, ya no podemos compartir con el autor el deseo de volver a ser “testigos ingenuos” —ni siquiera al releer a Pacheco.
Ruisánchez considera que La noche de Tlatelolco debe (re)leerse “como piedra angular de la contrahistoriografía del movimiento estudiantil de 1968, como la historia que se eligió para desdecir la versión oficial del mayor acontecimiento de la segunda mitad del siglo xx” (104).
Según nota el crítico en su introducción, la atención crítica que se le ha dedicado al contenido testimonial de la obra de Poniatowska ha resultado en una falta de atención a los elementos formales de la misma. Influido por las propuestas de De Certeau sobre los procesos de tomar y dar la palabra, Rui-sánchez hace hincapié en el modo en que La noche de Tlatelolco saca a relucir “la marginalia” de las narrativas oficiales sobre los días infames de 1968: “[l]a máquina contrahistoriográfica se autoriza mediante las inclusiones horizontales en un solo espacio textual, que logran la coexistencia en la misma página tanto de las voces que poseen la autoridad tradicional, como de aquellas crónicas brutalmente silenciadas, (con)fundiendo lo aprentemente diferenciado en una serie de infinitas gradaciones” (111). Con el paso del tiempo, lo que ha garantizado la persistente relevancia de esta obra de Poniatowska no es (solo) su contenido histórico sino las tácticas y estrategias narrativas que permiten “romper la monotonía de lo que se ha llamado el género testimonial”. Al mismo tiempo, es a través de este convincente análisis de los aspectos formales de la obra que el crítico nos ayuda a entender por qué La noche de Tlatelolco “cambió de manera permanente nuestra manera de leer las novelas fundacionales de la narrativa contemporánea de México” (119). Además de una de las demostraciones más exitosas de la lectura topológica del crítico, el capítulo es también una de las lecturas más provechosas de la obra en cuestión.
El capítulo sobre De perfil de José Agustín expone las diferencias entre el Bildungsroman de Agustín, de 1966, y el de Pacheco, de 1972. Lo que tienen en común ambas obras, aclara el crítico, es que —a diferencia de otras estudiadas en el volumen— no atestiguan momentos de crisis sino “los largos entretiempos que preceden al momento en que la sociedad. . . da el salto topológico hacia su modifcación” (20). En la experiencia del protagonista, dice el crítico, apreciamos el cáncer que va carcomiendo silenciosamente la versión oficial del progreso industrial del México de mediados del siglo xx. La relectura de esta novela de Agustín le permite a Ruisánchez reconocer, en la experiencia del protagonista, la imposibilidad de pactar un acuerdo con los distintos sectores/ representantes de la urbe a la que pertenece. Al mismo tiempo, es la imposibilidad del pacto lo que permite su papel de testigo, pero resulta ser un testigo incapaz de articular lo que descubre de sí mismo y sus alrededores. Integrando algunas propuestas de Judith Butler en El grito de Antígona, Ruisánchez relee la novela de Agustín como una expresión del “deseo ético” desviado, y llega a la conclusión de que, leída desde el presente y con Pedro Páramo mordiéndole los talones, De perfil es un intento de convencerse y convencernos que es preferible “la desviación del deseo ético” al “surco de una moral imbécil” (141).
Como lo indica su título, el capítulo siguiente, “Carlos Fuentes: Del nuevo caudillo al testigo”, retoma la preocupación con la figura del testigo histórico pero ahora filtrado a través de Giorgio Agamben y su conceptualización de la vergüenza del sobrevivente. La archifamosa novela de Fuentes se aparta de las otras estudiadas, según el crítico, porque en esta “el pasado comienza aparentando una solidez cartográfi’ca que excluye la agencia de lo topológico” (143). Es solo en el momento de su última agonía —es decir, al final de la novela— cuando la memoria del protagonista, hasta entonces totalitaria y totalizante, es reemplazada por una “memoria involuntaria”. Y esa memoria involuntaria es la consecuencia directa de la experiencia del asco que el personaje siente hacia sí mismo. Aunque es posible detectar cierta resistencia inicial de parte del crítico a incluir esta obra en su corpus, es evidente que el acercamiento a la novela a través de la conjunción abyección-testigo permite que este sea un eslabón importante en el sondeo topológico del volumen.
A través de la obra, Ruisánchez ha ido identificando con sumo cuidado la persistente y variada estela de Pedro Páramo en las otras obras de su corpus. Por ello resulta particularmente satisfactorio descubrir que aún tiene mucho más que decir en su capítulo dedicado a la novela. Aunque es difícil imaginar nuevas revelaciones sobre la novela de Rulfo, la relectura de esta novela en un volumen en que todos los demás textos se centran en el espacio de la ciudad de México genera sutiles diferencias con lecturas anteriores. El repensar los personajes de Dolores Preciado y Susana San Juan principalmente como personajes que “logran salir de Comala” (165) nos obliga a verlos desde un ángulo inesperado. Pensar en quienes logran salir de Comala, nota el crítico, “da pistas sobre las grietas que cuartean el espacio aparentemente cartográfico y permiten su comunicación con el exterior” (165). Pero es en la conclusión al volumen, en mi opinión, que Ruisánchez logra sus aportes más originales a la lectura de esta novela.
El gran logro de Rulfo, señala el crítico en la conclusión a este volumen, reside en su invención, o articulación, de un discurso intersubjetivo autónomo que no depende de sujetos puntuales. De este modo, Rulfo logra incorporar a la narrativa de la Revolución mexicana las voces —con frecuencia anónimas o con pocas señas de identidad— que habían quedado excluidas, censuradas o silenciadas en la narrativa de la primera parte del siglo xx. De ese modo, indica el crítico, Rulfo posibilita las promesas no cumplidas de la narrativa revolucionaria. Al mismo tiempo, este logro, este discurso intersubjetivo plural que “alcanza autonomía y sigue existiendo antes de los cuerpos o después de su desaparición” modifica irreversiblemente “la manera de producir textos que no solo representan un salto topológico, sino que lo hacen con tal potencia que modifican la idea de nación” (187).
Historias que regresan es lectura necesaria para todo estudioso de las letras mexicanas del siglo xx e imprescindible para aquellos interesados en la narrativa relacionada a la ciudad de México.