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The fact that I have it isn't a fact about me like the colour of my skin... Keeping the money is just a choice that I'm making every day. I could perfectly well put an end to the whole elaborate performance. If people are starving, give them food. If I have more than others, share what I have until I have no more than they do. Live simply. Give up everything. Become poor myself.</p><p class="elsevierStylePara">The fever. W. Shawn</p><p class="elsevierStylePara"></p><p class="elsevierStylePara">It's just this, my dear boy. One must do one of two things: either admit that the existing order of society is just, and then stick up for one's right in it; or acknowledge that you are enjoying unjust privileges, as I do, and then enjoy them and be satisfied.</p><p class="elsevierStylePara">Anna Karenina. L. Tolstói</p><p class="elsevierStylePara"></p><p class="elsevierStylePara">Ladrón no es aquel que ha tomado algo que necesita, sino aquel que retiene, sin darlo a los demás, lo que para él no es necesario y para los otros es indispensable.</p><p class="elsevierStylePara">Diarios 1847-1894. L. Tolstói</p><p class="elsevierStylePara"></p><p class="elsevierStylePara">Es que no hi ha res més trist, per a les persones sensibles, que haver de constatar, sense poder remediar-ho, l'existència de tantes persones situades a l'intempèrie, la misèria i la inseguretat. El sentiment de llàstima és tolerable i fins i tot agradable si, de llàstima, no se n'ha de tenir massa. Si es passa de mida, pot ésser un sentiment contraproduent i d'efectes contraris. Pot crear posicions glacials.</p><p class="elsevierStylePara">Cinc històries del mar. J. Pla</p><hr></hr><p class="elsevierStylePara"></p><p class="elsevierStylePara">No tenía la intención de relatar esta historia, pero ha ocurrido un pequeño milagro y me animo a contarla. Creo que puede ser un buen ejemplo de cómo podemos incidir (o no incidir) en la vida de nuestros pacientes, de las relaciones henchidas de dificultades y malentendidos que pueden surgir entre ellos y nosotros, los trabajadores de la salud, y con las grandes instituciones que, en teoría, se constituyeron para velar por su bienestar.</p><p class="elsevierStylePara">Hará algo más de un año que Rose fue internada en nuestro hospital rural ugandés. Pocos días después de su hospitalización, caquéctica y con una avanzada tuberculosis pulmonar, dio a luz a una niña que pesaba apenas 2 kg. La grave desnutrición de la madre provocaba que su leche escaseara y que la niña ­a la que también le dio el nombre de Rose­ sollozara sin descanso y no aumentara de peso. Yo, durante mis visitas, después de comprobar el mal estado de la recién nacida, y sabiendo cómo las carencias nutricionales afectan gravemente no sólo el desarrollo físico sano, sino también el intelectual<span class="elsevierStyleSup">1</span>, pensaba en qué futuro más incierto iban a enfrentar madre e hija. Sin embargo, contra todo pronóstico, observaba a diario cómo Rose hija se aferraba con fuerza a los senos desecados de Rose madre y nos demostraba a todos sus pocas ganas de abandonarnos (fig. 1).</p><p class="elsevierStylePara"><img src="2v127n01-13089867fig01.jpg"></img></p><p class="elsevierStylePara">Fig. 1. Rose hija a los 3 meses de nacer.</p><p class="elsevierStylePara">Pasaron unas semanas y un antiguo colega funcionario de la Organización Mundial de la Salud (OMS) me llamó desde la capital. Deseaba visitar nuestro hospital junto con un reportero para tomar fotos de nuestros enfermos; sus imágenes se utilizarían para publicar unos sellos de correos que, promocionados por la OMS, pretendían sensibilizar al público y dar a conocer el Programa Nacional de Tuberculosis. Acepté la idea con entusiasmo al no ignorar el profundo estigma que esta enfermedad todavía genera entre nosotros.</p><p class="elsevierStylePara">En un flamante vehículo llegaron unos días más tarde y poco después recorrimos el hospital en busca de los pacientes adecuados para la joven fotógrafa alemana que acompañaba a mi amigo. Al ver a las dos Rose, madre e hija, les expuse su historia y comprobamos que la pequeña, ya con 3 meses de edad, seguía pesando 2 kg. La periodista tomó las fotos y luego, asombrada, nos preguntó por qué no proporcionábamos a la madre algún preparado comercial para alimentar a su hija. Le respondí que yo no estaba seguro de que éste fuera el mejor curso a seguir. La enferma volvería pronto a su casa y entonces ¿quién le compraría la leche en polvo? Si la madre la diluía en exceso o utilizaba agua contaminada, ¿sabía que ello provocaría diarreas que empeorarían la ya muy delicada salud de la niña? ¿Se daba cuenta de que si la niña empezaba a beber del biberón pronto dejaría de tomar el seno y la madre perdería la poca leche que todavía tenía? ¿Durante cuánto tiempo compraríamos los productos envasados? ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Cómo se los haríamos llegar? Le expliqué que éstos eran algunos de los problemas a que nos enfrentábamos a diario y que muchos no tenían, a mi modo de ver, una solución inmediata, dado el estado de nuestra sociedad y la forma en que vivían muchos de nuestros pacientes. Mis explicaciones, obviamente, no la convencieron; afirmó que yo llevaba mucho tiempo trabajando allí y que a todas luces me había vuelto un cínico; opté por no contestar.</p><p class="elsevierStylePara">Durante el almuerzo que tomamos en mi casa la periodista mencionó otra vez a la pequeña Rose e insistió en que ella estaba dispuesta, si nosotros no lo estábamos, a costear su alimentación. Intenté soslayar el tema y únicamente mencioné que el envase menos caro costaba unos 6 euros...</p><p class="elsevierStylePara">En el curso de la semana siguiente, y ante mi sorpresa, nuestra amiga telefoneó 2 veces (¡desde Alemania!); dijo estar profundamente afectada por los enfermos que había visto en nuestro hospital, y especialmente por las dos Rose, y quería asegurarse de que yo hubiese adquirido la leche para la niña desnutrida. Estuve a punto de mentir y decirle que había fallecido (y así evitarle mayores preocupaciones), pero tampoco dije toda la verdad y le aseguré que ya lo había hecho. Lo que sí hice fue dar a Rose madre el equivalente a unos 20 euros para que se los gastara como quisiera, agradeciéndole el haber brindado su imagen para los sellos postales (que ella a buen seguro no vería nunca). Los días pasaron y no volví a recibir más noticias de la muy lejana Alemania.</p><p class="elsevierStylePara">Mi colega me llamó poco tiempo después para explicarme con un cierto embarazo que se había presupuestado medio euro para dar a cada enfermo cuya imagen apareciera en los sellos postales; encontraba la cantidad irrisoria y estaba seguro de que alguien se había equivocado al hacer las cuentas. Le dije que no se preocupara.</p><p class="elsevierStylePara">Al marchar del país, unos meses más tarde, le rogué que me enviara los sellos, cuya próxima aparición vi anunciada en el servicio de correos (fig. 2). Me aseguró que así lo haría y ambos evitamos volver a hablar de dinero. Nunca recibí los sellos y, sin duda, los rostros de mis enfermos anónimos han sido ya olvidados.</p><p class="elsevierStylePara"><img src="2v127n01-13089867fig02.jpg"></img></p><p class="elsevierStylePara">Fig. 2. Los sellos con las imágenes de Rose madre e hija y de Rose hija.</p><p class="elsevierStylePara">Pasaron unos meses y ahora he visitado mi antiguo hospital después de hacer un viaje con Sumaya y otras compañeras del orfelinato de la cercana ciudad de Jinja<span class="elsevierStyleSup">2</span>.</p><p class="elsevierStylePara">Apenas he entrado y una enfermera, después de saludarme con alegría, me anuncia que Rose está de nuevo internada. Vamos a verla y ella me explica que interrumpió el tratamiento porque no tiene medios para acudir a las visitas mensuales; su baciloscopia vuelve a ser positiva. Todo ello no es de extrañar; conozco las condiciones en que vive y, aunque los medicamentos sean gratuitos, los gastos en que deben incurrir los pacientes para acudir a las visitas de seguimiento y obtenerlos no son desdeñables<span class="elsevierStyleSup">3</span>. La observo incrédulo y veo que tiene entre los brazos a la pequeña Rose: ¡ha sobrevivido todo este tiempo y esto es poco menos que un milagro! La tomo y la peso: ¡no llega a los 6 kg! Antes de marchar doy a la madre una suma de dinero e insisto en que debe seguir su tratamiento hasta el final; le explico que si de nuevo tiene algún problema la enfermera me avisará; rodeados de los demás enfermos, me da las gracias efusivamente y nos despedimos.</p><p class="elsevierStylePara">De nuevo en el hotel, con una vista magnífica sobre el lago que me permite disfrutar de atardeceres espectaculares, no puedo conciliar el sueño. Mientras estoy echado confortablemente sobre la cama amplia y mullida, pienso en todo lo que habrá hecho Rose durante este año pasado. Sé que el padre de la niña no convive con ella, que su casa es de adobe y paja y que por las noches duerme sobre una estera en el duro suelo, a merced de los mosquitos y otros insectos. ¿Qué hace para vivir? ¿Cómo obtiene los alimentos para su familia? ¿Piensa en su futuro? ¿En su hija? ¿En sus otros niños (de 5 hijos han muerto ya 2)? ¿O su vida no es más que un mero esfuerzo para llegar al siguiente amanecer sin desfallecer? Recuerdo sus muestras de agradecimiento, que ahora me causan desazón. ¿Es justo que por haberle dado el equivalente al costo de medio día de hotel alguien deba sentirse agradecido? Maldigo el estado de cosas que provoca dicho comportamiento. Pero luego cavilo que quizá debería haberle dado más... ¿O quizá mejor hubiera sido no darle nada?<span class="elsevierStyleSup">4</span>. Estas y otras preguntas (a las que ya sé que no voy a encontrar respuesta) me inquietan y mantienen despierto. Esta noche intento olvidar a todos aquellos que demuestran sus buenas intenciones, que apenas duran unos minutos, y a todas las grandes instituciones que planifican siempre costosos programas (que hoy no pueden dejar de ser «sostenibles» y no tener un «enfoque de género»), pero que nunca conocen ni el rostro ni el nombre de mis pacientes. Sigo pensando y me viene a la memoria la frase del poeta y pintor William Blake: «El bien hay que hacerlo en forma de hechos concretos y pequeños. El bien general es el alegato del sinvergüenza». 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