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Vol. 49. Núm. 2.
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Editorial
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A propósito de la crisis en atención primaria
About the crisis in Primary Care
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R. Bugarín González
Medicina de Familia, Centro de Salud de Monforte de Lemos, Área Sanitaria de Lugo, A Mariña e Monforte de Lemos, SERGAS, Monforte de Lemos, Lugo, España
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En los últimos años son muy frecuentes, en los medios de comunicación, noticias acerca del grave deterioro que está sufriendo la atención primaria (AP), y todas ellas tienen como denominador común atribuir como motivo, único y exclusivo, la deficiente gestión de los dirigentes sanitarios1. Si la causalidad fuera tan simple y sencilla, habría alguna autonomía que lo estaría haciendo «menos mal», y eso permitiría al resto tomar estrategias de cambio, de benchmarking, utilizándola como referente para la aplicación de medidas correctoras. Sin embargo, la decadencia es generalizada independientemente del signo político del área geográfica, y, aún más, también acontece, con mayores o menores similitudes, en otros países de nuestro entorno2.

El planteamiento, por tanto, es que como en todo problema complejo las causas son multifactoriales, y además de las relacionadas con la deficiente gestión, se podrían añadir, al menos, otras dos categorías: las que atañen a los propios profesionales y las relacionadas con los pacientes o usuarios.

No se trata de culpabilizar, ni de cuantificar el grado de responsabilidad, sino de apelar a la autocrítica para hacer un buen diagnóstico de la situación y que todos los agentes implicados, políticos/gestores, profesionales y pacientes, tomemos conciencia de lo que nos estamos jugando y no nos convirtamos en un obstáculo, sino que formemos parte de la solución.

A modo de declaración de intenciones, procede dejar constancia de que al ser este canal de comunicación una revista científica —cuyos lectores somos mayoritariamente médicos de familia—, las reflexiones que a continuación se van a exponer se referirán exclusivamente a la pata del trípode que nos compete, la relativa a los profesionales. Sobre la responsabilidad de los directivos ya se han escrito ríos de tinta, y los factores relacionados con el compromiso (o la falta de este) de los usuarios probablemente deban analizarse en otros foros.

En cualquier caso, es importante tener en cuenta que al ser esta una sistemática de análisis fragmentada puede proporcionar una información limitada y sesgada, ya que todas las partes afectadas están interrelacionadas; está claro que una deficiente gestión por parte de los directivos o la falta de compromiso y el abuso de muchos usuarios conllevan un importante impacto emocional en los profesionales, que tiene consecuencias en la motivación y en la calidad de su labor.

Los que ya peinamos canas vivimos con mucha ilusión, hace ya casi 40años, la paulatina puesta en marcha del «nuevo modelo de atención primaria». El proceso de cambio no fue fácil y, con problemas similares a los de otros países, tal vez se desarrolló con dosis altas de precipitación e improvisación y adoleció de unas inversiones adecuadas en recursos humanos y materiales. En cualquier caso, fue muy gratificante, ya que al cabo de muy poco tiempo se consiguieron resultados espectaculares con respecto al modelo tradicional, tanto en la calidad de la asistencia como en los resultados en salud. Sin embargo, realmente siempre estuvimos en crisis —no hace falta más que consultar las hemerotecas—, y con el paso de las décadas, el sistema comenzó a dar síntomas de agotamiento que se intensificaron con el crack económico de 2008 y la pandemia de COVID once años después3.

Si bien no se puede generalizar, la forma de trabajo actual ha sufrido una regresión al obsoleto modelo clásico: ya no trabajamos en centros de salud (aunque se sigan denominando así), sino que hemos vuelto a los ambulatorios. La mayor parte de nuestro tiempo lo dedicamos de forma reactiva a las consultas de problemas agudos, no somos proactivos en la detección y el seguimiento de la cronicidad y apenas llevamos a cabo actividades de prevención y promoción de la salud. La parte «comunitaria» de nuestra especialidad brilla por su ausencia. Ya no somos un equipo, la mayor parte de los días permanecemos encerrados en nuestras consultas. Las actividades formativas conjuntas (sesiones clínicas, revisiones bibliográficas) prácticamente han desaparecido.

También sería conveniente reflexionar sobre la eclosión que se produjo en la última década —y sobre todo tras la última pandemia de COVID— en el uso de las nuevas tecnologías, fundamentalmente las consultas virtuales. Es posible que nos hayan distanciado tanto de los pacientes como de los colegas hospitalarios, conllevando, sin duda, un importante desapego.

La AP clásica siempre se caracterizó por una gran variabilidad diagnóstica y terapéutica entre los diferentes profesionales y centros, probablemente por múltiples motivos, entre ellos la heterogeneidad en la formación y el aislamiento. Esta anomalía no se ha corregido con el paso de los años. Así, por poner un ejemplo paradigmático, en Galicia existe un programa de prácticas de prescripción segura —seguramente también se aplicará en otras comunidades— que periódicamente nos alerta de los pacientes en los que existen riesgos de interacciones farmacológicas; pues bien, en un mismo centro puede haber profesionales con porcentajes por debajo del 0,5% conviviendo con otros que se sitúan por encima del 5%. Esto es inadmisible.

La falta de cultura investigadora también ha sido una de las grandes limitaciones que ha caracterizado a nuestro ámbito asistencial. Es difícil conocer los motivos, y se ha atribuido al aislamiento, a la lejanía de las unidades de apoyo a la investigación, a la falta de tiempo y a otros factores. Poco hemos mejorado con el paso de los años. Es importante corregir esta debilidad, así como la escasa presencia de la medicina de familia en la docencia universitaria. Sin duda, las mejoras en este sentido serían estimulantes, contribuirían a la autoestima y ayudarían a dar una imagen más atractiva de la especialidad a los estudiantes.

Está claro que estamos viviendo una situación dramática en lo relativo a los recursos humanos. Las plétoras de bolsas de parados nunca volverán a existir. Además, las plantillas hemos envejecido, lo que implica una mayor morbilidad, que, junto con la sobrecarga laboral, ha generado un desmesurado incremento del absentismo, es como una pescadilla que se muerde la cola. Muchos podemos pensar que en estas condiciones es imposible trabajar mejor, pero debemos tener claro que, si no somos los médicos de familia los que nos esforcemos y lideremos el cambio, nadie —ni pacientes, ni gestores— lo hará por nosotros. Es preciso recuperar la ilusión. Un profesional, simplemente por transmitir que disfruta de su trabajo, realiza una atención de mayor calidad que otro que transmita crispación o desmotivación. Tal vez este envejecimiento de los profesionales pueda suponer, si se canaliza bien, una oportunidad, ya que implicará en los próximos años una significativa renovación de los equipos. Es básico, por tanto, el diseño de estrategias de estabilidad laboral y que incentiven una práctica asistencial de calidad para que las generaciones que se incorporen tomen el testigo y se conviertan en el motor del cambio.

Son, cuando menos, dudosas algunas de las medidas que se barajan para solventar el déficit de profesionales. Puede ser que tengan cierta eficacia a medio plazo, pero a la larga nos distanciarán aun más de la atención hospitalaria. Propuestas como la contratación de médicos extrahospitalarios o bajar el listón de la superación del MIR aumentarán la brecha ya existente. La residencia como condición sine qua non para ejercer en AP fue un logro en la garantía de calidad asistencial al que no podemos renunciar. Nuestra especialidad nunca estuvo en el top de las más codiciadas por los recién licenciados y cada año que pasa es menor el interés por ella. Muchos médicos no han escogido medicina de familia por vocación, sino por ser la única opción que les quedaba. Esto origina, por un lado, renuncias y, por otro, frustración.

Tampoco parece adecuado que deban acreditarse como docentes todos los centros de salud. La docencia MIR de medicina de familia también requiere una acreditación de calidad, como ocurre con las otras especialidades. Si muchos hospitales con servicio de neurología o de cardiología no reúnen criterios para formar a médicos en estas especialidades, ¿por qué sí, en la nuestra, cualquier servicio de AP podría ser válido para impartir docencia?

El futuro pasa por un significativo incremento del presupuesto, pero también por una AP más eficiente. Probablemente sea necesario cerrar consultorios rurales y centralizar la asistencia en los grandes centros; la atención continuada debe ser realizada por los propios equipos y no por personal específico y ajeno, evitando así la existencia de «dos atenciones primarias estancas», sin objetivos comunes, que conducen a una asistencia fragmentada. Es preciso potenciar el papel de la enfermería, que debe asumir más responsabilidades y, entre ellas, una labor de filtro de las sobredemandas. Obviamente, también habrá que repensar la atención pediátrica.

Reflexionemos, actuemos de forma juiciosa y con sosiego, que las prisas y la ansiedad no nos lleven a empeorar la situación. Y, sobre todo, no nos instalemos en la cultura de la queja y ¡recuperemos la ilusión!

Financiación

Ninguna.

Conflicto de intereses

El autor declara no tener conflicto de intereses.

Bibliografía
[1]
R. Bugarín.
La crisis en la atención primaria.
La Voz de Galicia, (18 de Ago de 2022),
[2]
T. Sánchez-Sagrado.
La atención primaria en Portugal.
Semergen., 44 (2018), pp. 207-210
[3]
J. Simó-Miñana.
La causa de la causa del ocaso de la Atención Primaria española.
Rev Clin Med Fam., 14 (2021), pp. 129-130
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