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Inicio Medicina de Familia. SEMERGEN Aspectos éticos en la atención sanitaria de la violencia de género
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Vol. 40. Núm. 5.
Páginas 280-285 (julio - agosto 2014)
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Aspectos éticos en la atención sanitaria de la violencia de género
Ethical issues in health care of gender violence
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R. Bugarín-Gonzáleza,
Autor para correspondencia
rosendo.bugarin.gonzalez@sergas.es

Autor para correspondencia.
, C. Bugarín-Dizb
a Estructura de Gestión Integrada de las Áreas de Lugo, Cervo y Monforte, SERGAS, España
b Facultad de Medicina, Universidad de Lleida, Lleida, España
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Resumen

La violencia de género es un problema de salud que, en ocasiones, causa controversias éticas en la consulta del médico de familia. Probablemente, el conflicto más importante se produce cuando una paciente que admite haber sido maltratada por su pareja, apelando a la confidencialidad, solicita que no se emita un parte de lesiones. Además, pueden producirse otras situaciones problemáticas. Este trabajo pretende ser una reflexión sobre estas eventualidades para contribuir a ayudar al profesional en la toma de decisiones.

Palabras clave:
Mujer maltratada
Violencia de pareja
Violencia doméstica
Cuestiones éticas
Abstract

Gender violence is a health problem that occasionally gives rise to ethical dilemmas for the family doctor. One of the most important conflict is probably when a patient admits to being abused by her partner, but appeals to keep the information confidential, and refuses to present an injury report. There also other problematic situations. This essayattempts to reflect on these issues and help professionals in making decisions.

Keywords:
Battered women
Spouse abuse
Domestic violence
Bioethical issues
Texto completo

Parece oportuno comenzar planteándonos la siguiente pregunta: ¿cuál es la consideración del maltrato de género (MG) desde el punto de vista de la ética? La violencia de género (VG) emana de un deseo de dominio y poder e implica la desigualdad entre los seres humanos, entre los hombres y las mujeres1. Por tanto, su calificación moral no admite duda, es injusta y rotundamente maleficente. Si bien en bioética muchas veces es difícil distinguir entre lo maleficente y lo no beneficente, maltratar supone causar daño a una persona. Así por ejemplo, utilizar un lenguaje androcentrista que, en consecuencia, invisibiliza el género femenino, es una actitud que puede calificarse como no beneficente pero no necesariamente podría considerarse como «contraindicada» y por tanto, maleficente. Ahora bien, un insulto o, por supuesto, una bofetada es un acto de maleficencia2. En consecuencia, si tenemos claro que el maltrato a la pareja es maleficente, también lo será la falta de diligencia y la inhibición o conducta de omisión por parte de los y las profesionales que nos lleva a no detectarlo.

Siguiendo con esta sistemática, podemos analizar la cuestión dentro del marco de los 4 principios clásicos de la bioética3–5:

I. El principio de no maleficencia

La violencia infringe daño, en consecuencia, está contraindicada. No ser diligente en su detección, no ser proactivo, no realizar un acompañamiento de la mujer maltratada, también provoca daño por lo que también atenta contra el principio de no maleficencia.

Está perfectamente protocolizado que ante determinados indicios, el o la profesional debe investigar. Debe crear un clima de confianza, empatía y confidencialidad que favorezca la expresión de sentimientos y tiene que preguntar. Existe una estrategia en la entrevista. Se debe comenzar por preguntas facilitadoras como por ejemplo «¿cómo van las cosas por casa?» y posteriormente más explícitas, tratando así de, tal como dice Barbero2, des-velar (quitar el velo) el maltrato. Esta actitud forma parte de la lex artis. En consecuencia, no llevarla a cabo es mala praxis, maleficencia.

II. El principio de justicia

Aún existen grandes desequilibrios sociales entre los hombres y las mujeres. La regla de la oportunidad justa considera que nadie debe tener beneficios sociales garantizados a partir de condiciones ventajosas no merecidas –adquiridas en la «lotería de la vida»– y que a nadie se deberían negar beneficios sociales en función de condiciones desventajosas no merecidas. Por ello, teorías de la justica como la de Rawls, propugnan que la sociedad está obligada a anular o aminorar las barreras que imposibilitan la igualdad de oportunidades. Esta obligación se extiende a promover medidas legislativas que corrijan, mediante discriminación positiva, las distintas desventajas que sufran los miembros menos favorecidos de dicha sociedad6. El objetivo de las acciones positivas es, en definitiva, tratar de que se establezca la igualdad entre un colectivo dominante y un colectivo subyugado7.

Entre la víctima y el agresor existe un desequilibrio de poder y, en muchas ocasiones, de recursos. La víctima puede tener dificultades para denunciar el maltrato o para separarse, simplemente por una situación económica precaria. Es necesario que la sociedad palíe estas carencias habilitando recursos como por ejemplo casas de acogida, gabinetes de asesoría jurídica y otros servicios de apoyo para favorecer la toma decisiones de la mujer.

III. El principio de beneficencia

Nos exige hacer el bien, promover el bienestar y buscar el mayor beneficio posible para nuestros pacientes. Nos lleva a formularnos una serie de preguntas: ¿hasta dónde debo implicarme con una mujer maltratada?, ¿cuánto tiempo debo dedicarle en las consultas?, ¿hasta dónde llego como médico «amigo» tal como sugiere el modelo deliberativo de relación médico-paciente?

Es importante tener presente que debemos respetar lo que la mujer maltratada entiende como beneficioso para ella ya que, en caso contrario, caeremos en el paternalismo que es, ni más ni menos, una beneficencia mal entendida. El paternalismo consiste en tratar a la mujer maltratada como si fuera nuestra hija pudiendo llegar, en algunos casos, a lo que se ha denominado beneficencia coercitiva8. Debemos ser respetuosos con las decisiones que tome la mujer, no le podemos imponer nuestro criterio. No son admisibles presiones como por ejemplo «¡tienes que separarte ya!». Si pretendemos su obediencia, de alguna manera, también estamos provocando una relación de dominio, una transferencia de roles de poder del marido al sanitario y eso es precisamente lo que tratamos de evitar. Debe ser ella la que tome las decisiones y marque los tiempos. Tenemos que ayudarla y no juzgarla ni abandonarla aunque no compartamos sus actitudes.

IV. El principio de autonomía

Gracia8 afirma que para que una decisión sea autónoma, debe reunir 3 requisitos o condiciones: que sea intencionada, que la paciente conozca los pros y los contras y que haya una ausencia de control externo (en relación con coerción, manipulación o persuasión). Algunos autores sugieren que se necesita una cuarta, la autenticidad. Es decir, la coherencia con el sistema de valores que una persona ha asumido reflexivamente. Una mujer (y un hombre) es autónoma cuando es independiente, dueña de sí misma, auténtica y con unos valores, creencias y planes de vida personales6. En realidad, la autonomía es un ideal, una utopía. Lo que hay que valorar es, caso a caso, si el grado de autonomía es suficiente. La situación de maltrato, genera unas condiciones de enorme vulnerabilidad y fragilidad a la mujer. En cualquier caso, hay que precisar que esta dramática situación no priva a la mujer maltratada de su autonomía moral por lo que, mientras no se demuestre lo contrario, es ella la que tiene que tomar las decisiones sobre su proyecto vital2. Los profesionales tenemos la obligación de promover las condiciones necesarias para que esto sea así.

El gran conflicto ético: la mujer maltratada que no quiere que se emita un parte de lesiones

No es infrecuente que la mujer maltratada nos comunique su «secreto» simplemente con el «ánimo de desahogar» y nos solicita expresamente que no quede reflejado en la historia clínica9 o bien, apelando a la confidencialidad, rechaza la emisión de un parte de lesiones. Sin duda alguna, esta situación nos genera mucho desasosiego. ¿Cómo tomar una decisión?:

I. Deliberación sobre los hechos

Al igual que con otro problema de salud, evaluaremos si se trata de una urgencia que requiere medidas inmediatas no demorables para proteger la integridad de la persona asistida. Es decir, necesitamos valorar si la mujer se encuentra en una situación de peligro inminente. El Protocolo Común para la Actuación Sanitaria ante la Violencia de Género10 nos proporciona pistas al respecto.

En lo relativo a la actitud, curiosamente aunque tengamos sospechas fundadas de que nos hallamos ante un caso de maltrato, salvo que existan testigos, el Protocolo Común no lo considera un «caso confirmado» si la paciente lo niega11 y, así, recomienda en estas situaciones únicamente anotar la sospecha en la historia clínica y realizar un seguimiento (creemos que esta es una de las críticas que se le pueden realizar a dicho Protocolo). Cuando la mujer sí admite ser víctima de la violencia, el Protocolo distingue 2 estrategias dependiendo de que se halle o no en peligro extremo. En ambos casos, dentro de las medidas propuestas, se incluye la emisión de un parte de lesiones. Si existe peligro inminente se cumplimentará siempre mientras que si no lo existe, el Protocolo dice textualmente que dicho parte se emitirá «cuando proceda». El problema surge cuando la mujer, a la que tratamos de ayudar, rechaza esta medida. Además, puede darse la paradoja de que un caso con sospecha de maltrato, no admitido por la mujer, se halle en una situación de mayor peligro que en otro que sí es reconocido por la víctima.

Por otra parte, hay que tener en cuenta otros factores como, por ejemplo, la posibilidad de que tenga mermada su capacidad de decisión como ocurre en los casos de malos tratos en mujeres con discapacidad intelectual.

II. Deliberación sobre los valores

Hay confidencialidad siempre que una persona revela información a otra y la persona a la que se revela la información promete no divulgarla a un tercero sin el permiso de la persona que se ha confiado6. Todo ser humano tiene el valor incondicional y la capacidad de determinar su propio destino6. La mujer es la protagonista y la que decide lo que es bueno para ella12. Una paciente competente puede tomar decisiones perjudiciales para su salud y, en principio, se deben respetar.

Por otro lado, debemos evitar el daño. El maltrato es un riesgo para la mujer que lo sufre puesto que le puede causar múltiples secuelas e incluso la muerte. Además, no se puede decir que la relación médico-paciente sea estrictamente privada, en los casos de maltrato, ya que también puede afectar a terceras personas como son las hijas y los hijos o personas mayores a su cargo. Por otra parte, no sólo es un deber ético evitar la maleficencia, sino que también es una obligación legal.

En cualquier caso, una actitud no consensuada puede tener consecuencias no deseadas. Una de ellas es provocar en la mujer una pérdida de confianza en el profesional y que deje de asistir a los controles de salud, privándose así de la continuidad asistencial y de las ayudas posteriores. En este sentido, hay expertos que han llegado a hablar del posible efecto iatrogénico derivado de la notificación obligatoria13. Hay autoras14,15 que consideran que la judicialización de todas las situaciones puede producir un efecto perverso que puede incrementar la violencia hacia la víctima. No podemos obviar que el hecho de que se adopten medidas judiciales no es una garantía de protección de la mujer. En efecto, los medios de comunicación nos ilustran de muchos ejemplos, con resultado de muerte, en los que se habían realizado denuncias previas. Por último, también podría ocurrir que la mujer se enroque y niegue los hechos cuando la llamen a declarar11.

III. Deliberación sobre los deberes

El ser humano tiene una especial tendencia a reducir todos los cursos de acción a 2, que se caracterizan además por ser extremos. Decantarse por uno de ellos, conlleva la lesión completa del otro16. En este conflicto son posibles 2 cursos extremos de acción: no emitir el parte de lesiones y dejar a la mujer «a su libre evolución» o bien cursar el parte al juzgado, sin consensuarlo con la paciente, truncando así el proceso relacional lo que conlleva el bloqueo de la continuidad asistencial. En efecto, la experiencia demuestra que la elección de un curso extremo, lleva a la otra parte a reaccionar y justificar su elección por el extremo opuesto. Se acaba, así, el diálogo. Tal como dice la máxima: fiat iustitia et pereat mundus, cúmplase la ley aunque se acabe el mundo.

Sin embargo, no es bueno mantener exclusivamente un punto de vista sino que «hay grises». Es fundamental la deliberación para buscar cursos intermedios. Algunos de ellos, podrían ser los siguientes2,13:

  • -

    Explicarle que la tramitación del parte de lesiones es una obligación legal y cuál es su sentido. No se trata de un «castigo» sino que debe entenderse como una herramienta preventivo-terapéutica. Es decir, lo hacemos para protegerla.

  • -

    Analizar las consecuencias y el peligro potencial que implican las diferentes opciones (emitir el parte o no hacerlo) tanto para ella como para las hijas y los hijos y otras personas que vivan en el domicilio familiar.

  • -

    Proponerle una atención multidisciplinar de apoyo, contactando y exponiéndole el caso a las y los profesionales de servicios sociales para estudiar los recursos disponibles y otros aspectos de soporte.

  • -

    Si estimamos que no existe una situación de riesgo extremo, se puede aplazar durante unos días la toma de decisiones para que la mujer pueda reflexionar acerca de la situación.

  • -

    Establecer un seguimiento, pactar las siguientes visitas. Debemos entender la atención como un proceso y no como algo puntual. Nuestra función es el acompañamiento.

Dentro de todos los cursos intermedios, se encontrará el curso óptimo que deberemos elegir. No son excluyentes. Sólo es legítimo optar por un curso extremo cuando hayan fracasado todos los intermedios16.

IV. Pruebas de consistencia de la decisión

Ya nos hemos decantado por un curso óptimo. La sensatez hace pertinente filtrarlo a través de unas pruebas llamadas de «consistencia» o de «seguridad». La primera es la prueba de legalidad que consiste en comprobar que la decisión que hemos tomado no es contraria a derecho. En efecto, con carácter general, no podemos adoptar medidas que sean ilegales por lo que en el caso de que no encontráramos ningún curso intermedio óptimo y decidiéramos optar por la no emisión del parte de lesiones, tendría que existir una buena motivación y justificación.

En este sentido, Simón et al.17 consideran una serie de diferencias entre el ámbito normativo y el de las excepciones. Este último se caracteriza por tener una validez subjetiva y circunstancial y está relacionado con un caso particular, con una situación en concreto y como último recurso mientras que el primero tiene una validez intersubjetiva y permanente, es universal y, por lo tanto, de primera elección. Por ello, el ámbito de lo excepcional se justifica como un mal menor ya que a priori lo normativo es lo correcto y obliga al que toma dicha decisión a cargar con el peso de la prueba y a la justificación pública. Si la palabra que define lo normativo es la «justicia», la que define lo excepcional es la «prudencia». La segunda prueba es la del tiempo, asegurarnos que no se trata de una decisión precipitada, fruto de la emoción e irreflexiva, sino que la volveríamos a elegir de igual forma al cabo de unos días. Por último, está la prueba de la publicidad: ¿defenderíamos públicamente la decisión? Una vez pasado este tamiz, se tomarían definitivamente las decisiones.

La consideración del maltratador, ¿enfermo o delincuente?

¿Qué hacemos si un maltratador «nos pide ayuda» o solicita que lo derivemos a la unidad de salud mental ya que «no se puede controlar»?, ¿cuáles son nuestras responsabilidades profesionales con respecto a él?, ¿es simplemente un delincuente o estamos ante un enfermo?, ¿se puede rehabilitar?, ¿estaría justificado derivarlo a una unidad de salud mental?, ¿podría beneficiarse de algún tipo de atención especializada?2

Parece claro que no se puede generalizar. Hay que considerar caso a caso ya que el perfil de los maltratadores no es, en absoluto, homogéneo. Sin embargo, se asume que la mayoría no son enfermos mentales ya que sólo tiene esta consideración en torno a un 20% de los casos18,19. Se consideran entre los posibles trastornos mentales las psicosis, la celotipia, las adicciones al alcohol o a otras drogas y los trastornos de la personalidad. En cualquier caso, hay que matizar que los maltratadores con abuso crónico de alcohol o de otras drogas tienen 2 problemas que deben considerarse de forma independiente.

Los trastornos de la personalidad, tal como sugiere su denominación, no se consideran, en sentido estricto, enfermedades mentales. Los que más frecuentemente se relacionan con el maltrato son el trastorno antisocial o psicopatía, el límite o borderline y el paranoide. En efecto, el psicópata no es un enfermo mental. Se caracteriza por «no tener sentimientos», ausencia de empatía, manipulación, carecer de remordimientos, no mostrar apego por las normas sociales y con frecuencia cometer actos delictivos. El psicópata no tiene tratamiento y lo habitual es que vuelva a realizar conductas violentas una vez que cumple su condena. Su consideración jurídica es compleja, así hay estados que consideran a este trastorno un agravante mientras que para otros, constituye un atenuante.

En cuanto a la posible rehabilitación, David Adams, psicólogo del programa de ayuda a maltratadores de Boston, nos invita a la reflexión con esta pregunta20: «¿El dueño de un esclavo necesita psicoterapia o ser castigado?». Si bien ha quedado claro que la mayoría de los maltratadores no son enfermos, esto no quiere decir que con ellos no puedan realizarse programas de intervención. En cualquier caso, siguiendo a Bonino21, estos programas no son estrictamente «tratamientos» ni tan siquiera una «rehabilitación» ya que estos hombres nunca estuvieron habilitados para ejercer la no violencia, sino que su objetivo tiene como prioridad la protección de la víctima o de nuevas víctimas. Se admite que las terapias con maltratadores han de cumplir una serie de características20,21: los y las profesionales que las lleven a cabo deben estar específicamente formados para ello; no es adecuado que el eje fundamental gire en torno al control de la ira ni tampoco en la exploración de una infancia traumática sino que deben basarse en el enfoque de género; no tiene sentido la terapia familiar o de parejas (un matiz: hay experiencias de terapias con parejas, recomendadas exclusivamente a casos concretos como son los individuos de bajo riesgo, con violencia leve, alta motivación y sin abuso de drogas22), ni la mediación ya que la responsabilidad de la violencia es exclusiva del agresor, en ningún caso de la víctima; en cuanto a su duración, debe ser prolongada, a largo plazo, llegándose a proponer hasta 7 años.

En los últimos años se han desarrollado iniciativas con diferentes formatos. Así, según el contexto, se pueden diferenciar las que se realizan en régimen privativo de libertad frente a las que se llevan a cabo en la comunidad (y estas a su vez en voluntarias o por orden judicial); en cuanto a las modalidades, pueden ser individuales, grupales o mixtas.

Es complicado conocer la eficacia de estos programas. Uno de los problemas es la adherencia. En efecto, se calcula que sólo finalizan las actividades terapéuticas menos de la mitad de los hombres que las comienzan. Según Bonino21 la reincidencia en hombres que completan el programa, en seguimientos de 4 años, ocurre en torno al 15-20% de los casos frente al 40-70% de aquellos que no lo realizan o no lo completan. Según Loinaz y Echeburúa22, esta ineficacia parcial ha sido achacada a que el diseño de estos programas es estándar y, por lo tanto, no se tiene en cuenta la idiosincrasia y los distintos perfiles de agresores así como sus necesidades terapéuticas. La tendencia actual pasa por adaptar las estrategias de intervención a las diferentes tipologías de maltratadores así como a ciertas variables específicas que pueden diferenciarlos (como por ejemplo el abuso de drogas). Lo ideal sería un tratamiento individualizado a cada maltratador, si bien, esta no es una posibilidad realista.

A modo de resumen, las 2 opciones antagónicas posibles son derivarlo, sin más, a la unidad de salud mental tal como nuestro paciente nos solicita o, por el contrario no atender a su demanda y anular la continuidad asistencial. Como sucede habitualmente, ninguno de los cursos extremos parece ser óptimo ya que ni con uno ni con otro vamos a obtener cambios su comportamiento y, lo que es más importante, tampoco vamos a proteger a la víctima o a futuras víctimas. Los cursos intermedios de intervención consisten en informarle que su conducta es inadmisible y él es su único responsable, que así está causando un importante deterioro en la salud de su pareja (y en la de los hijos si los tuviera) y que también va a tener consecuencias para sí mismo, incluidas las penales. Es importante informarle y orientarle acerca de los posibles programas específicos de terapia, en su ámbito geográfico, a los que puede pedir ayuda.

Estudios de investigación sobre violencia de género

La investigación de este problema, basada en encuestas a una muestra de mujeres, entraña riesgos ya que algunos maltratadores cuando se enteran de la participación de su pareja pueden incrementar la agresividad hacia ella o incluso hacia las propias investigadoras. Este hecho singular, así como otras particularidades, ha llevado a la Organización Mundial de la Salud23,24 a elaborar una serie de recomendaciones de ética y seguridad para las investigaciones sobre violencia doméstica.

Es básico el consentimiento informado de cada persona a la que se vaya a entrevistar. Existen controversias acerca de si debe advertir específicamente de que se abordarán temas de violencia o es suficiente explicar que se hablará sobre cuestiones sensibles. Otra alternativa, sería solicitar un segundo consentimiento cuando empiecen las preguntas relativas al maltrato.

Lo prioritario en este tipo de estudios es la seguridad de las mujeres entrevistadas y del equipo de investigación. Para ello se proponen una serie de estrategias: la mujer debe estar sola y la investigadora debe estar adiestrada para cambiar de tema si aparece otra persona durante la entrevista.

La falta de conocimiento sobre la magnitud o la gravedad de la VG en una comunidad, puede hacer que los recursos disponibles se desvíen para otros problemas menos prioritarios. El equipo investigador tiene el deber ético de diseñar una metodología sólida y rigurosa que permita obtener resultados fiables. El principal peligro es la infraestimación. Un estudio mal diseñado puede obtener unos resultados inferiores a los reales y motivar que los gestores cambien su estrategia de planificación. Por eso, se considera que es mejor carecer de información que disponer de datos que puedan estar equivocados23.

Sesgo de género, investigación y asistencia sanitaria

El sesgo de género en la investigación consiste en asumir los estereotipos de género como supuestos científicos sin desagregar los resultados para su análisis, teniendo en cuenta el sexo y el género25. El sesgo de género se puede producir de 2 formas diferentes26:

  • 1.

    Cuando erróneamente se igualan a los hombres y a las mujeres en cuanto a la fisiopatología y sintomatología de un síndrome o enfermedad, así como de su pronóstico, y sin embargo se comportan de forma distinta.

  • 2.

    Cuando erróneamente se consideran diferentes las características de las mujeres y de los hombres en lo relativo a un síndrome o enfermedad y en realidad son superponibles.

El primero de los errores está en relación con el lastre del androcentrismo que identifica lo masculino con lo humano en general y hace invisible lo femenino. Podemos hablar, por ello, de violencia simbólica. Los ensayos clínicos han utilizado a los hombres como prototipos poblacionales y los resultados obtenidos los infieren a las mujeres27. Por ello muchos de los fármacos, que salen al mercado, nunca han sido testados en mujeres fértiles. Se asume que la eficacia y seguridad serán equiparables a la de los hombres. Parece mentira que no se haya caído en la cuenta de que los diferentes parámetros farmacocinéticos así como los farmacodinámicos pueden mostrar diferencias significativas dependientes del sexo28. La mejor manera de entenderlo es mediante algún ejemplo25 como puede ser la sintomatología del síndrome coronario agudo. Se asumió como cuadro «típico» o «de libro» el que consistía en dolor opresivo retroesternal que irradia al hombro y miembro superior izquierdos. Sin embargo, las mujeres con mucha más frecuencia que los hombres, tienen síntomas «atípicos» (disnea, dolor mandibular…) por lo que, en ellas, tarda más tiempo en diagnosticarse el evento y, en consecuencia, su pronóstico se ensombrece.

El segundo error, al establecer de forma incorrecta diferencias entre mujeres y hombres, crea un doble estándar que sesga la práctica médica25. El doble estándar hace referencia a que signos, síntomas, datos analíticos o comportamientos idénticos tengan una consideración o interpretación diferente según el sexo del paciente. Así por ejemplo, los valores de referencia de la ferritina se consideran más bajos en la mujer lo que propicia el infradiagnóstico de anemias25.

Otros aspectos

En algunas autonomías con el auge de la inmigración, miembros de determinados colectivos por motivos socioculturales, comenzaron a realizar solicitudes controvertidas a los profesionales de la salud: ¿debe un médico o una médica hacer un certificado de virginidad?, ¿en los centros sanitarios se debe atender la solicitud de las pacientes que quieren ser atendidas exclusivamente por mujeres? El Comité Consultivo de Bioética de Cataluña29 ha reflexionado sobre estos aspectos. Entendida la virginidad como la ausencia de relaciones sexuales, no puede diagnosticarse ya que ni la exploración física ni ningún tipo de prueba complementaria proporcionan esta información. Además, una solicitud de este tipo, no tiene nada que ver con el estado de salud o de enfermedad de una persona y dicha actividad no consiste en una intervención sanitaria. En lo relativo a la solicitud de que sólo pueda ser una profesional la que realice la atención sanitaria, decir que de forma genérica, el servicio de salud considera como un derecho la elección de médico o médica, sin bien en la vida real esto no será siempre posible.

Conflicto de intereses

Los autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.

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