Llevamos meses con la pandemia más estudiada de la historia de la Medicina (récord de publicaciones científicas en unidad de tiempo sobre un tema específico), la más mediática, incluyendo récord de webinars sobre un contenido científico por unidad de tiempo, siendo el tema más tratado en cualquier medio divulgativo general o especializado, desde los programas de radio y televisión a las redes sociales. Al ser la pandemia más mediática, es la más decisiva de nuestra era en el devenir universal del ser humano tanto por sus efectos en la salud/enfermedad como por el consumo de recursos para su afrontamiento, y, por tanto, por las devastadoras consecuencias económicas globales. La enorme morbimortalidad instaurada de forma sorpresiva por este coronavirus ha puesto en tensión a todos los sistemas sanitarios del mundo globalizado, donde es imposible limitar la libertad de movilidad de todas las personas. Un importante porcentaje de los fallecidos en nuestro país, donde se tardará aún en conocer mejor toda su complejidad, han sido pacientes de edad avanzada. Estos fallecimientos han acontecido en gran número en domicilios particulares, entre los que incluimos las residencias de mayores porque son el hogar de muchos ancianos. Este hecho ha provocado enormes controversias y ha puesto en tela de juicio la política sanitaria española, europea y mundial1,2.
Esta crisis, que aún perdura a pesar de las esperanzas de un control de la misma más cercano que lejano, ha puesto de manifiesto la importancia de una buena infraestructura sanitaria hospitalaria y extrahospitalaria, donde el papel de la Atención Primaria (AP) en el cuidado de estos enfermos ha sido fundamental, sin menoscabar la importancia de la asistencia indispensable de los casos especialmente más graves por los servicios de urgencias (extra e intrahospitalarios), laboratorio, cuidados intensivos e intermedios, anestesia, medicina interna y afines, sobre todo infeccioso, etc. La AP ha atendido la mayoría de los casos, que, al ser menos graves, permiten una atención más continuada y estrecha (telefónica, correos electrónicos, videoconferencia y presencial), ayudada en algunos casos de las nuevas tecnologías, lo que ha permitido al primer nivel asistencial que una persona con COVID-19 o alta sospecha pudiera permanecer monitorizada en casa y en aislamiento. Todo ello en una carrera meteórica por el conocimiento y la mejor aplicación de los medios disponibles, provocando cambios de actuaciones y opiniones en un corto espacio de tiempo, favoreciendo aún más la incertidumbre en la opinión pública y en los propios profesionales sanitarios, lo cual ha exigido, para evitar la iatrogenia, un riguroso estudio sin descansos. Algunos de los pacientes con seguimiento desde los centros de salud y ambulatorios, además, presentaban un pronóstico de vida muy corto, ya fuera por sus enfermedades de base (normalmente en ancianos) o por la irrupción del posible coronavirus; y siempre que se cumplieran los requisitos y todas las garantías en su proceso de enfermedad, se debía proporcionar la posibilidad de ser atendido hasta el final de su vida en su domicilio (incluidos aquellos cuya casa estaba en el ámbito residencial), con la ayuda de equipos específicos de cuidados paliativos (CP) si existía complejidad en el caso y estaban disponibles. Una red integral de AP y CP (como proclama la Declaración de Astaná desde la OMS en 2018) es más necesaria que nunca, como ya hemos reiterado y escrito: antes, durante y tras la «era de la COVID-19». España se encuentra en la actualidad entre los países de Europa que han disminuido más su ratio de servicios especializados en CP en los últimos 7 años, con la consiguiente menor integración con AP (Portugal, por ejemplo, está en la actualidad en una situación muy similar, pero en este periodo claramente ha experimentado una aceleración, aumentando estos recursos interrelacionados)3–6.
El valor de nuestros mayores en nuestra sociedad actual, la importancia de su legado y su derecho a vivir dignamente hasta el final deben prevalecer en una sociedad moderna donde, una vez más, una mayor dotación real y una reestructuración de los recursos disponibles para AP hubieran mitigado los efectos negativos producidos (aún esto es posible). La atención domiciliaria será posible si existe el deseo del paciente o en su defecto del representante, junto a la presencia de al menos un cuidador que proporcione los cuidados necesarios, junto a todas las medidas necesarias de prevención y seguridad (distancia social, higiene personal y de la habitación, mascarilla, limitación de número de personas en la estancia…), que puedan permitir si fuera preciso el aislamiento en el propio hogar2–4.
Los CP aportan una visión integral e integradora para ayudar al enfermo en el final de su vida (desde horas a años) y a su entorno a mejorar su calidad de vida, colaborando en el control adecuado de los síntomas que padezca, para favorecer una vida digna. Este encuadre debe ser conocido y aplicado en la medida en que sea necesario por todos los profesionales sanitarios. Un buen soporte familiar y de CP, especialmente cuanto más precoces sean, proporcionan mayor supervivencia, efectividad y eficiencia sobre todo en el domicilio, dado que para más del 70% de los enfermos es su lugar preferido de atención y de fallecimiento. Por lo tanto, los CP son un derecho universal que debe asegurarse ante todo paciente que requiere CP, muy especialmente en la situación de los últimos días de vida, incluidos los enfermos de COVID-19 o con una alta sospecha de padecerla. Si la muerte es inevitable o puede estar próxima (horas, días), cuando el paciente presente al menos un síntoma refractario (disnea como el más habitual en la COVID-19, dolor, delirium, etc.) porque no se puede controlar con las medidas habituales en un tiempo prudencial y adecuado, se debe instaurar una sedación paliativa, cuyo objetivo es disminuir el nivel de conciencia que cada sujeto necesite, durante el tiempo necesario, sin que ello acelere la muerte, con el objeto de disminuir el sufrimiento y proporcionar bienestar. Todo esto debe estar bien explicado y escrito tanto en la historia clínica del paciente como en las instrucciones a dejar en el domicilio para los cuidadores, especialmente para el uso seguro de medicación de rescate. El objetivo básico es garantizar el control de los síntomas, para lo cual la vía más adecuada en el domicilio será la subcutánea, dado que la vía oral se pierde en la situación de los últimos días de vida. Para ello contamos con los opioides, cuyo patrón oro es la morfina, que se utiliza para la disnea y el dolor, al igual que espasmolíticos como la buscapina, para los estertores premortem. El midazolam será el fármaco más utilizado para la sedación paliativa y, en segundo lugar, especialmente si existe delirium refractario, la levomepromazina, pudiéndose asociar ambos si fuera necesario3,7–10.
Poner en valor al médico de familia es poner en valor todo el sistema sanitario (público y también privado), dado que su ámbito de actuación es el más extenso y representado y, al mismo tiempo, tiene que seguir siendo el más exigente en sus competencias: AP, urgencias extra e intrahospitalarias, unidades o equipos de: CP, Dolor, Salud Mental, Oncología, etc. El médico de familia está especializado en la atención domiciliaria, por lo que conoce sus debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades, al igual que la enfermería de AP y los profesionales de CP o de Salud Mental domiciliarios. Esta riqueza de conocimientos y experiencias sustentan la responsabilidad de la atención a los enfermos especialmente vulnerables, tengan o no COVID-19, y que la adaptación a esta nueva era no suponga un menoscabo de la atención de los enfermos que deben ser valorados y tratados en casa, porque un sistema sanitario no puede perder este derecho, que, además, cuando se aplica, ayuda a la sostenibilidad del mismo (menor número de traslados y hospitalizaciones, etc.)1,2,5.
Debemos estar preparados para abordar los posibles escenarios sanitarios a corto plazo (2020-2021) y al menos también a medio plazo. Dado que una de las funciones de los médicos y enfermeras es la prevención en el más amplio sentido de la palabra, esta es más necesaria que nunca, hecho por el que los sistemas de salud, las sociedades científicas, los laboratorios y otras entidades están colaborando estrechamente más que nunca (por ejemplo, en junio de 2020 nació el documento técnico del Ministerio de Sanidad en colaboración con las principales sociedades científicas «Manejo en domicilio de pacientes al final de la vida que requieran sedación paliativa en el contexto de la pandemia por COVID-19»). Y para que realmente se pueda tener éxito en este propósito, es preciso más que nunca la colaboración de la ciudadanía y de los sistemas de salud, donde el médico de familia debe ser un claro elemento de unión2,3,10.
Dedicado a las víctimas directas e indirectas de la COVID-19 y a sus familias.