Sr. Director: Médicos titulares, interinos, sustitutos, de área o de refuerzo: los nombres son muchos, los protagonistas los mismos y los perjudicados los de siempre, nuestros pacientes. Como suele pasar en los grandes conflictos bélicos o en las crisis económicas de países emergentes, la peor parte se la llevan los indefensos, y esos son los civiles, los más pobres o, en este caso, los pacientes, según el caso a que hagamos referencia.
En la salud pública española, más precisamente en varias comunidades autónomas, existe un conflicto silencioso y no por ello de menor alcance. Un conflicto que podría verse desde fuera, entre dos cohortes, dos grupos diferenciados por varios aspectos que son en gran parte los que alimentan y en los que se sostiene esta cuestión.
Planteemos las dos posiciones en estos términos. Por un lado está un grupo de médicos cuya situación laboral se apoya principalmente en su antigüedad en el cargo. Son médicos que sufrieron el "exilio" de tener que trabajar muchos de ellos en el medio rural cuando nadie quería hacerse cargo, y que pertenecen a la generación "no MIR" (formación de Médico Interno Residente). Si tuviésemos que ponerles un promedio de edad diríamos que rondan los 55 años. En el otro lado está el grupo de médicos de la generación "MIR", más jóvenes, con formas de trabajo basadas en la evidencia, en conceptos como la efectividad, y que hoy comienzan a competir en concursos públicos una vez terminada su etapa de entrenamiento como futuros especialistas. Ambos grupos conviven día a día en muchos centros de Atención Primaria. Allí se libran conflictos cotidianos al intentar compaginar sus formas y caracteres en pos de acordar decisiones terapéuticas, responsabilidades, guardias y vacaciones. Este es uno de los escenarios donde las tensiones de la Atención Primaria se hacen más evidentes. ¿Las consecuencias? Pueblos con tres y hasta cuatro médicos distintos que cubren las vacaciones del titular o sus días de permiso, decisiones que no se toman por no poder dar un seguimiento adecuado al paciente, por carecer de información o por la simple determinación del paciente de no contar con "su" médico de confianza. En el último verano fueron varios los centros de salud de distintas comunidades que no otorgaron vacaciones a sus médicos o donde debieron ser escalonadas debido a la escasez de profesionales. Las renuncias de profesionales por tener que acatar decisiones arbitrarias sobre cambios de destino, o las numerosas reclamaciones de las sociedades profesionales regionales por no haber sido suficientemente reconocidos en las baremaciones que otorgan puntaje del MIR, también han sido públicas. ¿El resultado? Una calidad de atención inadecuada. Si hurgáramos en busca del origen de estos problemas, el argumento más escuchado podría ser que la falta de médicos es lo que genera esta situación. Los más memoriosos mencionan las decisiones tomadas en los ochenta y principios de los noventa, cuando el exceso de médicos motivó privilegios en los que se sustenta el marco laboral de los médicos con más antigüedad. Desde otros sectores, frente al argumento de la falta de profesionales, se habla de una mala distribución, alimentada por la falta de "cuidados" o incentivos.
En este esquema también se ubican las administraciones regionales, que intentan mediar entre estas dos lógicas. Comunidades con distintos honorarios, formas de baremación o reconocimiento profesional no ayudan a "fidelizar" a sus trabajadores. Vistos los resultados, la administración central aún no ha podido encontrar una solución.
Pero volvamos a la raíz del asunto, la de los propios médicos. Ni los jóvenes deben ser vistos como una amenaza para las cohortes de mayores, ni estos deben ser vistos como personas anticuadas que no logran adaptarse a las nuevas exigencias de la medicina. En ello va nuestra profesionalidad, nuestra dignidad y nuestra vocación, primer motivo en la elección de nuestra carrera al decidir estudiar medicina. Ahora bien, en esta sociedad de la información tan medicalizada, nuestros pacientes también han cambiado: hoy son más viejos y más numerosos, son más exigentes, están más informados y son más responsables y demandantes. Todo esto en el marco de un sistema sanitario asistencial extremadamente generoso, casi paternalista, como es el español. Poco falta para que en los llamados servicios de Urgencias se pida por teléfono una consulta a domicilio por un catarro, con los costes que ello implica y que el paciente desconoce. Esto debería ser un desafío para el gobierno central en su nuevo periodo de administración y gestión. Cada vez suenan más las voces sobre hasta cuándo aguantará un sistema con grandes fortalezas pero con notorias debilidades. La de no pedir nada a cambio es una. No con el objetivo de cofinanciación, sino con la meta de desalentar ciertas prácticas que se tornarían perjudiciales para la sostenibilidad del sistema.
La medicina ha cambiado, los médicos estamos en ello y la administración debe acompañar esta línea. No premiando a unos o castigando a otros sean quienes sean, porque, en definitiva, la administración también somos nosotros. La vida, tan cíclica como es, nos puede llevar algún día a ocupar una posición de gestión pública donde seamos nosotros quienes juzguemos a nuestros colegas.
Se conjuga un futuro un tanto incierto. Un futuro que, de no modificar estas condiciones, podría llevarnos a actitudes que terminen en una medicina defensiva como se hace en otros lugares. Lo que resulta claro es que el perjudicado es el paciente, y pacientes también somos todos: nuestros padres, novias o esposas, nuestros hijos y, en definitiva, nosotros mismos.