La hipertensión arterial (HTA) es la principal responsable de la mortalidad prematura en el planeta y constituye, por tanto, la principal carga global de enfermedad. Hallazgos recientes atribuyen a la elevación de la presión arterial (PA) (cifras por encima de 115 mmHg de PA sistólica) un total de 7,6 millones de muertes (el 13,5% del total de la mortalidad) y 92 millones (6% del total) de la suma de muertes y años de vida perdidos por discapacidad (DALYs). Esta carga afecta no solo a los países desarrollados, sino en una gran proporción a países en desarrollo e, igualmente, no solo a individuos claramente hipertensos, sino a aquellos con cifras de PA situadas en categorías más bajas, pero superiores a los valores considerados óptimos1.
Los ensayos clínicos llevados a cabo en las últimas 5 décadas han puesto de manifiesto que el tratamiento antihipertensivo, básicamente farmacológico2, pero también algunos cambios en el estilo de vida3, se asocian todos a una mejoría del pronóstico de los pacientes hipertensos y que dicha mejoría es directamente proporcional a la reducción obtenida en las cifras de presión, más allá de los efectos específicos relacionados con el tipo de tratamiento o la modificación de hábitos. En este sentido parece claramente establecido que las cifras de PA alcanzadas durante el tratamiento constituyen el principal indicador pronóstico, mucho más importante que el grado de elevación inicial de la PA.
Tomando como base estas evidencias obtenidas de la investigación clínica, todas las guías de práctica clínica ponen especial énfasis en la necesidad de controlar a los pacientes hipertensos, alcanzando unos objetivos terapéuticos que presuntamente resultarán beneficiosos de cara al pronóstico de los pacientes. Las cifras de corte de 140/90 mmHg para la mayoría de hipertensos, sin límite de edad, o de 130/80 mmHg para diabéticos y pacientes con enfermedad renal crónica, son habituales en la mayoría de las guías clínicas4-6 .
En contraste con la rotundidad de dichas recomendaciones, la práctica clínica diaria se encuentra muy alejada de lo propuesto en las guías clínicas. Las encuestas epidemiológicas que se han llevado a cabo en diferentes partes del mundo ponen de manifiesto que en el mejor de los casos menos del 50%, y en la mayoría de las situaciones menos de una tercera parte de los pacientes, alcanzan los objetivos terapéuticos y consiguen tener sus cifras de PA controladas7. No solo llama la atención el bajo porcentaje, sino que todavía más sorprendente parece la incapacidad de los médicos de mejorar de forma sustancial la proporción de pacientes que se encuentran controlados, especialmente si tenemos en cuenta la enorme difusión que se ha ido llevando a cabo sobre la bondad de alcanzar dichos objetivos.
El trabajo de Rodríguez-Roca et al8 en este mismo número ilustra de forma elegante este proceso en el subgrupo de hipertensos mayores de 65 años incluidos en el estudio PRESCAP 2006. Los autores encuentran un grado de control del 38%, cifras que probablemente todavía resultarían más bajas si la PA se hubiera medido en todos los pacientes al final del intervalo de dosis de tratamiento. Es igualmente notable que las cifras no han mejorado en exceso desde el corte anterior llevado a cabo 4 años antes y donde el grado de control en esta misma población era del 34%9. Los datos presentados son consistentes con los de otros estudios que han examinado el grado de control en circunstancias similares10 y que igualmente han observado esta falta de mejoría cuando la misma encuesta se repite tras varios años, incluso en pacientes considerados de mucho mayor riesgo, como los portadores de enfermedad coronaria11 .
Esta situación nos invita a reflexionar y a plantearnos por qué es tan difícil conseguir el control en la mayoría de nuestros pacientes. Es evidente que no tenemos la solución a este problema, de otra forma hubiéramos esperado una gran mejoría en las cifras de control a lo largo de los últimos años. De cualquier forma, algunos elementos sí nos pueden ayudar a explicar lo sucedido. Entre ellos cabe destacar el valor que damos a la medida clínica de la PA, las discrepancias entre los datos de la investigación clínica y las recomendaciones contenidas en las guías, y la situación difícil en la que se encuentra el médico, al que se le riñe tanto por no tener a sus pacientes controlados, como por tratarlos excesivamente, incrementando el gasto farmacéutico.
El primer punto que influye en la falta de mejoría del control de la HTA es el valor que le otorga el médico a una medida clínica puntual. Es evidente que la información proporcionada por una medida en la clínica de la PA, aún de gran valor epidemiológico, tiene un valor clínico y de guía de decisiones limitado. La utilización de técnicas de medida más adecuadas, como la automedida domiciliaria o la monitorización ambulatoria (MAPA), ha puesto de manifiesto la presencia de un importante efecto de “bata blanca” en los pacientes hipertensos tanto tratados como no. Un análisis reciente del Registro Nacional de MAPA puso de manifiesto que el porcentaje de pacientes con cifras controladas se duplicaba al sistematizar el uso de la MAPA, pasando de un 25% con medida clínica a un 50% con medida ambulatoria12. Este efecto de “bata blanca” es más importante en los individuos de más edad, cuanto mayores cifras de PA tiene el paciente y en aquellos con HTA resistente al tratamiento. El conocimiento de estos datos motiva igualmente una mayor prudencia de los médicos en el momento de intentar reducir más las cifras de presión, evidenciando que la mayoría considera que la ventana terapéutica de seguridad es relativamente estrecha, todavía más en esta franja de población de edad avanzada, propensa a la hipotensión ortostática y a la aparición de fenómenos isquémicos en casos de bajo gasto.
Es evidente que una mayor utilización de la medida de la PA fuera de la consulta mejora la gestión de la enfermedad hipertensiva, seleccionando a los pacientes candidatos a un tratamiento más intenso y descartando a aquellos en los que dicha intensificación no solo no va a ser beneficiosa, sino que puede estar ligada a la aparición de efectos adversos, especialmente en el subgrupo de edad más avanzada. Esta solución, no obstante, no va a servir para que en futuras encuestas mejore el control de la PA, a no ser que dichas técnicas de medida se utilicen igualmente en dichas encuestas. Si, como se ha venido haciendo hasta ahora, el grado de control se sigue evaluando mediante la medida clínica, la única solución es encontrar formas de efectuar dicha medida clínica que proporcionen valores más cercanos a los de la automedida o medida ambulatoria, es decir a la realidad de la verdadera presión del paciente.
Un segundo aspecto que posiblemente influye en un cierto grado de inercia o pesimismo adelantado a la hora de intentar conseguir los objetivos terapéuticos es la distancia que existe entre las recomendaciones y las cifras reales alcanzadas en los ensayos clínicos. Si nos centramos en los estudios llevados a cabo en población de edad avanzada, los más importantes que han evaluado el efecto del tratamiento han tenido objetivos terapéuticos generalmente superiores a las cifras de 140. Así, tanto en el estudio Syst-Eur13 como en el HYVET14, el objetivo se situó por debajo de 150 mmHg, mientras que en el estudio SHEP15 , los objetivos dependían de la presión previa, pero mayoritariamente se situaban por debajo de 160 mmHg. Esta situación todavía es más evidente en los estudios en pacientes diabéticos, donde las cifras alcanzadas se han situado igualmente por encima de la recomendación de 130/80 mmHg. Así, en el estudio UKPDS16, la rama de tratamiento intensivo alcanzó cifras de 144/82 mmHg, y en el estudio ADVANCE17 de 136/73 mmHg. Solo el estudio ABCD18 incluyó una rama de pacientes normotensos que alcanzaron cifras de 128/75 mmHg al final del estudio. No obstante, las evidencias de protección cardiovascular relacionadas con dicho descenso tensional fueron más bien escasas.
Es cierto que análisis post-hocde varios ensayos clínicos sugieren una mayor protección de los que alcanzan cifras de presión más bajas, aunque ello tampoco ha sido una constante en todos los ensayos. En cualquier caso, no resulta fácil estimular al médico a alcanzar en la práctica clínica unos objetivos terapéuticos nunca conseguidos en los ensayos controlados. Así, no es de extrañar, como resaltan Rodríguez-Roca et al8 en su trabajo, que los médicos consideren que muchos de sus pacientes, aun con cifras por encima de las recomendadas, están bien controlados, y que no se modifique el tratamiento en la inmensa mayoría de ellos.
Una tercera causa que también puede influir en el bajo grado de control tensional y en la escasa evolución al alza que ha existido en los últimos años es la progresiva burocratización de la medicina, con la aparición de muchos elementos de control que, en la mayoría de los casos, se concentran en trabas a la libertad de prescripción, con el objetivo de contener el gasto farmacéutico. Es evidente que el tratamiento de la HTA ha ido mejorando con la aparición de nuevos fármacos mejor tolerados y, por tanto, más susceptibles de facilitar la adherencia y la persistencia, que se traducirá en un mejor control. Igualmente, la presencia de combinaciones con mecanismos de acción complementarios y efectos antihipertensivos aditivos constituye una ventaja, especialmente si pueden utilizarse en forma de asociación fija con un impacto igualmente positivo en la adherencia19. Estas teóricas ventajas contrastan con el hecho de que los indicadores de calidad por los que los distintos proveedores de salud evalúan a sus médicos penalizan la utilización de dichas mejoras terapéuticas, al estar incluidas dentro de los productos que generan un mayor gasto farmacéutico. En este sentido, no cabe sino apelar a la responsabilidad del médico en la utilización racional de los recursos, entendiendo que su misión más importante es proporcionar al paciente el mejor tratamiento disponible.
En conclusión, algunos de los elementos descritos afectan a la actuación médica y son responsables tanto del bajo grado de control de la PA en la práctica clínica, como de la relativa estabilidad de las cifras en estos últimos años. Todas las estrategias deben ser obligatoriamente multifactoriales y deben contemplar los puntos aquí planteados, así como otros igualmente importantes de la relación médico-paciente. El objetivo no es otro que reducir el impacto de la enfermedad cardiovascular, la primera causa de muerte en nuestro país y la principal complicación de la elevada carga de presión que sufren nuestros pacientes hipertensos.