Sr. Director: Desde hace una década se viene hablando, y escribiendo, del interminable y doloroso alumbramiento de la reforma de la Atención Primaria. Esto ha originado que llegue a cuestionarse la validez del actual modelo, incluso ya desde su origen.
Recordemos que la asistencia primaria a la salud antes de la reforma de 1984 pintaba un panorama desolador: dos horas de consulta en ambulatorios masificados,
ausencia de actividades de prevención y promoción, escasos tres minutos de consulta por paciente, nula existencia de historias clínicas, descoordinación con el nivel hospitalario y un largo etcétera. Ello configuraba un modelo asistencial irracional, deshumanizado, con profesionales sumidos en la frustración y pacientes insatisfechos.
Sería de necios negar los cambios surgidos de la reforma: incremento de la dedicación horaria de los profesionales, mejoras en la racionalidad y calidad de la asistencia, introducción de la historia clínica informatizada, racionalización del gasto farmacéutico, mejoras en la formación profesional y el desarrollo de actividades docentes e investigadoras en los centros de salud, entre otras. No obstante, las objeciones que han ido apareciendo al actual modelo de reforma han sido muchas y variadas, pero quizás puedan resumirse en dos: su desigual implantación en todo el territorio español y las importantes discordancias entre el modelo teórico inicial y la práctica asistencial diaria. Pasados 20 años desde el inicio de la Reforma, muchas de las reivindicaciones se han ido subsanando: adecuación del tamaño de los cupos por profesional, mayor estabilidad en el puesto de trabajo, libre elección del médico de Atención Primaria, informatización de las consultas, incremento (aunque escaso) del sueldo en proporción a las tarjetas sanitarias ajustadas por edad, mayor coordinación con el segundo nivel y la incorporación de nuevas tecnologías que posibilitan aumentar la capacidad resolutiva del médico de Atención Primaria. He de reconocer que los logros mencionados están implantados de forma desigual según las diferentes Comunidades Autónomas, pero no nos engañemos, a pesar de dichos logros la Atención Primaria a la salud se encuentra inmersa en una profunda crisis: la medicina integral, básica en el quehacer cotidiano del médico de familia, es actualmente una quimera, porque casi todo nuestro esfuerzo se centra en la ontención/reestructuración de la demanda y el ahorro, la prevención y la promoción de la salud son testimoniales, las tareas puramente administrativas siguen ocupando gran parte del tiempo de consulta (el primer motivo de consulta es la prescripción repetida), la demanda de cuidados sociosanitarios es tal que ahoga nuestra actividad asistencial, por lo que difícilmente le podemos dedicar más de 5 minutos a cada consulta. Todo ello se agrava aún más si tenemos en cuenta que los médicos de familia (principal baluarte de la suerte que corra la Atención Primaria) se encuentran desmotivados, perdida la satisfacción por su trabajo y escasamente comprometidos con los principios de la organización sanitaria. Llegados a este punto, debemos preguntarnos: ¿es el modelo actual de Atención Primaria lo que falla? Sería de simples o de excesivamente presuntuosos contestar que sí. Centrémonos: la situación actual es fruto de cambios político-administrativos y laborales, de un incremento de la protección social, en ausencia de un proceso planificado en el tiempo con objetivos nítidos y recursos para lograrlos. Se puede afirmar, con algunos matices, que el déficit o una ineficiente gestión de los recursos constituye el principal factor condicionante de los problemas. Existe una discordancia crónica entre lo que la población espera, lo que ofrece y puede dar el Sistema Nacional de Salud (SNS). Esta discordancia entre cantidad, calidad, costes y satisfacción de la población parece evidente y la Atención Primaria, de la que depende gran parte del éxito del SNS, es utilizada como su pozo ciego, donde vierte sus deficiencias. Por tanto, parece evidente la imposibilidad de separar el futuro de la Atención Primaria del resto del sistema sanitario.
Estando pendiente para la próxima primavera una nueva propuesta de financiación sanitaria, los rectores políticos deberían aprender de errores pasados: implantación de sistemas de financiación basados en una mayor aportación de recursos modelos finalistas sin efectuarse previamente una evaluación de los resultados del modelo anterior. Dichos modelos han demostrado su incapacidad para satisfacer la creciente evolución del gasto sanitario, presumiblemente por no actuar sobre los factores que inducen e impulsan el crecimiento del mismo.
¿Realmente todo incremento del gasto sanitario por encima de los recursos asignados se encuentra plenamente legitimado? O dicho de otra forma, ¿la exigencia de incrementar los recursos financieros destinados a la cobertura del gasto sanitario se encuentra justificada por las actuaciones eficaces y eficientes en la gestión de los servicios de salud?
El actual debate sobre la gestión sanitaria pública se encuentra volcado (creo que intencionadamente) en torno a temas como la sostenibilidad financiera, la carrera profesional (deberíamos hablar de desarrollo profesional) o las listas de espera. Perdiendo protagonismo la discusión en torno a la eficiencia en la gestión, la gestión clínica o la descentralización de la capacidad de decisión, ¿qué prestaciones y por qué han de ser financiadas públicamente?, el copago, la financiación pública del gasto farmacéutico y una coherente política de recursos humanos integral, incentivadora y coherente en sus remuneraciones.
Como corolario de lo expuesto, es innegable que los profesionales de Atención Primaria deben asumir cambios importantes en su forma de trabajar para adaptarlos al nuevo entorno de nuestro actual Estado de Bienestar, pero qué duda cabe que nuestro SNS debe asumir los retos que crónicamente tiene pendientes.