La aparición de convulsiones con fiebre generalmente elevada es una circunstancia dependiente de la edad, frecuente y alarmante que se observa especialmente en las primeras horas de un proceso febril. La presencia previa de convulsiones afebriles, conceptualmente excluye el diagnóstico de convulsión febril en ese mismo paciente.
Es una manifestación determinada genéticamente, posiblemente en relación con un umbral excitatorio más bajo de lo habitual. La presencia de un sistema gabaérgico inmaduro en el niño menor de 5 años se ha propuesto como un factor implicado en la génesis de este fenómeno.
Incidencia
Las convulsiones febriles afectan a un 2-5% de la población infantil menor de 5 años, y suceden más a menudo entre los 18 meses y los 2 años de edad, aunque pueden presentarse entre los 6 meses y los 5 años (85%). Con frecuencia existen antecedentes familiares positivos de convulsiones febriles o epilepsia (15-30%). En la misma línea, la presencia de convulsiones febriles en hermanos supera el 10%. Se ha propuesto la presencia de un patrón hereditario poligénico o autosómico dominante con una penetrancia incompleta. Igualmente se presupone una relación genética entre las convulsiones febriles y algunos de los síndromes epilépticos generalizados y parciales más frecuentes de la infancia.
Clínica
Las convulsiones febriles aparecen en cualquier tipo de proceso febril, más frecuentemente en el de vías respiratorias o aparato gastrointestinal. La asociación con infecciones bacterianas graves es excepcional. Generalmente aparace en las primeras 24 h de iniciado el proceso febril, con temperaturas corporales superiores a 38 °C, aunque no es infrecuente observarlas en la subida o bajada de la temperatura.
Según las características clínicas de la propia convulsión febril, la clasificaremos en convulsión febril típica o atípica. Las convulsiones febriles típicas o simples son las más frecuentes (65-80%) y se caracterizan por ser breves (menos de 15-20 min), aparecer una sola crisis por proceso febril y ser generalizadas y simétricas, usualmente clónicas (80%), tónicas (15%) o atónicas (5%), así como asociarse con una poscrisis corta. Las convulsiones febriles atípicas, complejas o complicadas son menos frecuentes (15-35%), y son prolongadas, múltiples, focales o unilaterales, con poscrisis prolongada o asociación con parálisis de Todd.
La inclusión de la convulsión en uno de los subtipos mencionados se relacionará con el abordaje diagnóstico que se debe realizar, así como el pronóstico del paciente.
Abordaje diagnóstico
El primer eslabón en el diagnóstico pasa por realizar una historia clínica detallada. En la historia debemos recoger las características de la convulsión, así como la sintomatología infecciosa asociada. La historia clínica nos aproximará de forma precisa a diagnósticos diferentes, que se inician de forma paroxística en relación con la fiebre, como los delirios, temblores o síncopes febriles (crisis anóxicas).
Sumaremos a la historia clínica los antecedentes personales que puedan relacionar la convulsión febril con factores perinatales o posnatales de riesgo neurológico (prematuridad, cardiopatía, encefalitis, etc.), aunque ésta se complete tras la exploración y estabilización del paciente. Finalmente, siempre se deberá estudiar los antecedentes familiares, indagando especialmente sobre la presencia de convulsiones febriles o epilepsia en la familia.
La exploración será completa. Ésta irá encaminada esencialmente a la detección del foco infeccioso y a la constatación de una normalidad neurológica tras la convulsión. Siempre será obligado descartar la presencia de infección intracraneal, especialmente la meningitis y la encefalitis. La presencia de convulsiones, focales o generalizadas, en estos procesos supera el 10% de los casos. Se debe realizar punción lumbar a todo paciente que ha presentado una convulsión febril, con signos meníngeos positivos, rigidez de nuca o alteración de la conciencia persistente. Ante la inespecificidad clínica del lactante en relación con estos procesos, se valorará meticulosamente la realización de punción lumbar en el niño menor de 18 meses, y se realizará sistemáticamente en el menor de 6 meses. Esta exploración debe ser valorada igualmente ante cualquier convulsión febril compleja.
Otros exámenes analíticos, como el hemograma, la bioquímica sanguínea, el análisis de la orina o el cribado bacteriológico, pueden tener utilidad en el diagnóstico etiológico.
La utilidad del electroencefalograma en el diagnóstico de las convulsiones febriles es escasa. Se observan con frecuencia trazados electroencefalográficos de base lentos, simétricos o asimétricos, así como descargas focales paroxísticas en los primeros días tras una convulsión febril, especialmente si ésta ha sido prolongada. No se ha demostrado una correlación entre la presencia de alteraciones electroencefalográficas en estos pacientes y el desarrollo posterior de convulsiones afebriles. Por otra parte, la presencia de un trazado normal inicial no descarta la posibilidad de una futura epilepsia; así, en síndromes epilépticos tan complicados como la epilepsia mioclónica grave del lactante es constante la presencia de convulsiones febriles durante la lactancia, con trazados electroencefalográficos iniciales normales.
La realización sistemática de estudios neurorradiológicos no está indicada en los pacientes con convulsiones febriles. Como excepciones, solicitaremos una tomografía axial computarizada (TAC) craneal ante la sospecha clínica de hipertensión intracraneal, especialmente si se va a realizar una punción lumbar. Igualmente recomendamos la realización de resonancia magnética nuclear (RMN) cerebral en aquellos pacientes con convulsiones, fiebre y alteración persistente de la conciencia, con independencia del estudio citoquímico del líquido cefalorraquídeo (LCR). La normalidad del LCR no descarta la posibilidad de diagnósticos como la encefalitis infecciosa o el síndrome de Reye.
Pronóstico
Aunque el pronóstico general de las convulsiones febriles es bueno, el riesgo de recurrencia en general es del 35%, y asciende por encima del 50% tras una segunda convulsión febril. El índice de recurrencia es mayor en los lactantes y en niñas, cuando las convulsiones aparecen con temperaturas inferiores a 40 °C, si existen antecedentes familiares positivos o si la primera convulsión ha sido atípica.
El riesgo de epilepsia posterior es del 3-5%, tres a 10 veces mayor que en la población general. Aumenta hasta el 10% en los lactantes, si las convulsiones fueron complejas, focalidad neurológica o retraso psicomotor previos, antecedentes personales con factores de riesgo neurológico (prematuridad, cardiopatía, sufrimiento, etc.), antecedentes familiares de epilepsia o convulsión coincidente con febrícula. El riesgo de epilepsia asciende hasta el 50% cuando varios de los factores expuestos están presentes (tabla 1).
En aquellos que comienzan con crisis afebriles, éstas se observan en el 75% de los casos en los primeros 3 años tras la primera convulsión febril, y prácticamente en todos los casos, en los primeros 5 años.
La presencia de convulsiones frecuentes en pocas horas, así como convulsiones febriles prolongadas (superior a 15-30 min) en un paciente, pueden causar un daño cerebral constatado, especialmente en áreas temporales. Sin embargo, es difícil justificar la relación entre las convulsiones febriles y afebriles exclusivamente por esta circunstancia. Probablemente intervengan otros factores en esta evolución, como una relación genética entre las convulsiones febriles y la epilepsia, o bien la presencia de una alteración cerebral previa que justifique ambos fenómenos.
Apoyando estas últimas teorías, observamos cómo la mayor parte de los pacientes que evolucionan de modo desfavorable hacia convulsiones afebriles desarrollan generalmente síndromes epilépticos generalizados que tienden a desaparecer antes de la pubertad, y que se controlan de forma adecuada con la medicación antiepiléptica habitual. En contrapartida, un grupo menor padece posteriormente convulsiones parciales, simples o complejas; estos pacientes a menudo han presentado crisis febriles parciales y prolongadas, circunstancia que apoya la teoría lesiva de las convulsiones febriles de larga duración.
Finalmente, se ha asociado la presencia de convulsiones febriles con el desarrollo de dificultades escolares o retraso mental. Prácticamente todos los estudios prospectivos al respecto revelan una escasa relación entre ambos fenómenos. Se ha descrito una incidencia de retraso mental en un 1% de los niños con antecedentes de convulsiones febriles, aunque prácticamente la totalidad de estos pacientes presentaba retraso psicomotor previo a la aparición de las crisis o antecedentes pre o perinatales anormales. Por otra parte, se ha constatado una mayor frecuencia de retraso mental en aquellos pacientes que tras las convulsiones febriles presentan crisis afebriles.
Tratamiento
La convulsión febril, fuera de ser un fenómeno alarmante para la familia, es un trastorno paroxístico benigno que generalmente no requiere más tratamiento que el del proceso infeccioso. Debemos recordar a los padres que la posibilidad de fallecimiento durante el proceso crítico es prácticamente nula, y queda reservada a aquellos pacientes con otros problemas neurológicos asociados.
El tratamiento inmediato de la convulsión febril debe incluir la aplicación de antitérmicos y la colocación del niño en semipronación. Si la convulsión persiste por encima de 1-2 min, se administrará diazepam rectal a 0,5-0,9 mg/kg de peso (dosis máxima 10 mg), para acudir posteriormente a un servicio médico de urgencias.
En el supuesto de que la crisis se perpetúe hasta la llegada al departamento de urgencias médicas, si no cede con una dosis adicional de diazepam rectal, se podrá optar por la administración intravenosa de diazepam a 0,3 mg/kg en infusión lenta (máximo 10 mg por dosis). Si no se obtiene una mejoría en 10 min, se optará por aplicar el protocolo de estatus convulsivo.
Se deberá valorar el ingreso hospitalario en aquellos niños con crisis prolongadas, focalidad neurológica, crisis múltiples o si existe gran angustia familiar. Se remitirá al neurólogo infantil a aquellos pacientes con edad menor de 12 meses o mayores de 5 años, a los que presenten una primera convulsión atípica o ante una segunda convulsión febril típica.
En última instancia, se valorará el inicio de un tratamiento profiláctico dependiendo de las características del paciente. Las pautas intermitentes se aplicarán durante el proceso febril, especialmente en las primeras 48 h del mismo. Nosotros recomendamos este tipo de profilaxis en los casos que han presentado al menos dos episodios o cuando exista alto riesgo de recurrencia. Para este propósito, podremos hacer uso del diazepam a 0,6 mg/kg/dosis rectal o 0,15-0,3 mg/kg/dosis oral, repitiendo la dosis dos o tres veces al día si la fiebre persiste, o bien clonazepam 0,03 mg/kg/dosis oral cada 8-12 h. La aparición de la convulsión precede en el 25% de los casos a la fiebre, lo que implica una menor utilidad de estas medidas. Por otro lado, se ha apuntado un pronóstico similar en pacientes tratados con profilaxis intermitente con diazepam, en relación con los que utilizan esta medicación en la fase aguda exclusivamente.
La pauta preventiva continua no está indicada de forma sistematizada. Se valorará su empleo en los niños menores de 10 meses, convulsiones frecuentes en poco tiempo, convulsiones complejas repetidas o antecedentes familiares de epilepsia. Se puede emplear para este propósito el ácido valproico (más utilizado generalmente) o el fenobarbital (más aconsejado en el lactante) a las dosis habituales. La medicación antiepiléptica continuada se asocia a un control superior al 60-70% de las crisis febriles, aunque su empleo no está exento de efectos adversos que deben ser vigilados de forma periódica. Del mismo modo, no existen datos objetivos que señalen un mejor pronóstico en los pacientes tratados con medicación antiepiléptica, en relación con el desarrollo de una epilepsia posterior.
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