A finales del siglo XVIII, en el año 1796, Edward Jenner inició en Inglaterra la vacunación antivariólica, inoculando a personas sanas el contenido de las lesiones de personas afectadas de una enfermedad común entre los ganaderos: la vacuna. Ni Jenner, ni nadie, sabía entonces que el virus vacuna y el virus viruela estaban antigénicamente emparentados, razón por la que la exposición al primer virus daba lugar a una ulterior protección frente al segundo. Casi 100 años después, Louis Pasteur sentaría las bases científicas de la vacunación. Pasteur, denominaría vacunación a la estrategia preventiva introducida por Jenner. Con la excepción de la vacunación antivariólica, hasta los años treinta o cuarenta del pasado siglo xx en que comienza a extenderse el uso de los toxoides tetánico y diftérico, el uso de vacunas es muy limitado en el ámbito mundial. A finales de los años cincuenta o sesenta se implantan los primeros calendarios sistemáticos de vacunación y en los años ochenta la Organización Mundial de la Salud (OMS) desarrolla el denominado Programa Ampliado de Inmunización (tétanos, difteria, poliomielitis, sarampión, hepatitis B y tuberculosis) que, por primera vez, consigue alcanzar elevadas coberturas vacunales en la población mundial.
En 1980 la OMS anunció solemnemente la erradicación oficial de la viruela de la faz de la Tierra. Este organismo estima que en el 2005 se producirá el último caso de poliomielitis. Se prevé que el sarampión será la próxima enfermedad a erradicar. La importancia que ha adquirido la inmunización activa o vacunación en la reducción de la mortalidad y en el crecimiento poblacional en los últimos setenta años ha sido sin duda extraordinaria, sólo comparable a la potabilización del agua.
Hasta fechas muy recientes, la vacunación ha sido una estrategia preventiva esencialmente enfocada al ámbito pediátrico, debido a la elevada incidencia en la infancia de enfermedades que de forma progresiva han podido ser prevenidas mediante vacunas (poliomielitis, difteria, tos ferina, sarampión, etc.). El éxito logrado en el control de estas enfermedades, unido al histórico papel jugado por la pediatría, ha podido dar la errónea impresión de que la vacunación, como estrategia preventiva, tenía un interés restringido a la infancia. Aunque ciertamente la mayoría de las inmunizaciones deben practicarse en los primeros 15 años de vida, existen varios motivos para vacunar a los sujetos adultos.
Una importante proporción de adultos no recibieron vacunas en la infancia, fundamentalmente porque no estaban disponibles. Muchos de estos adultos han adquirido inmunidad por exposición a los agentes salvajes, otros permanecen susceptibles y, además, en muchos casos (p. ej., sarampión, varicela) el riesgo de complicaciones de la infección natural es relativamente más elevado que en la infancia. Por otro lado, la protección contra enfermedades como el tétanos o la difteria precisa la administración periódica de dosis de recuerdo que garantice el mantenimiento de la inmunidad durante toda la vida. Cabe añadir que ciertas inmunizaciones, como la antigripal o la antineumocócica, al menos con las vacunas actualmente disponibles, están especialmente indicadas en los adultos de edad avanzada y en pacientes afectados de ciertas patologías. Otras serían recomendables en personas cuyas condiciones médicas, estilos de vida, profesión, etc., favorecieran la adquisición de enfermedades prevenibles con vacunas (hepatitis B, hepatitis A, etc.). Finalmente, es preciso señalar que el acelerado ritmo de disponibilidad de nuevos y perfeccionados antígenos vacunales permitirá el uso de nuevas vacunas en niños y adultos.
Actualmente, en los países desarrollados la mortalidad en adultos por enfermedades como gripe y enfermedad invasora neumocócica, en buena medida prevenibles mediante vacunación, supera ampliamente a la mortalidad infantil que se previene con vacunas. Se ha estimado que, a principios de la década de los noventa en EE.UU., la mortalidad en adultos por las mencionadas enfermedades sería de más de 60.000 casos/año, varios miles de veces la mortalidad pediátrica por enfermedades prevenibles mediante inmunización activa.
Tradicionalmente la medicina pediátrica, más allá de los aspectos meramente curativos, se ha planteado la situación del estado vacunal del niño, corrigiendo éste en los casos pertinentes. De modo análogo, cada médico que visita a un paciente adulto debería considerar siempre la posibilidad de inmunizaciones. Es decir, no sólo limitarse a atender los aspectos curativos que motivaron la consulta, sino también ocuparse de aspectos preventivos y de promoción de la salud, entre los que merecen mención la educación sanitaria (consejo alimentario, consejo antitabaco, etc.), la detección precoz de enfermedades (cribado de hipertensión arterial, cáncer de mama, etc.), y por supuesto la inmunización activa o vacunación. Todo ello es consustancial al propio concepto de atención primaria de salud, tal y como fue definido en la célebre conferencia de Alma-Ata en 1978.
Aunque el ámbito de la atención primaria parece el lugar natural de fomentar la vacunación, no deben desaprovecharse otras oportunidades de contacto de los individuos con el sistema sanitario para conseguir la inmunización de los adultos susceptibles (p. ej., vacunación antineumocócica y antigripal) en el momento del alta hospitalaria en pacientes con enfermedades crónicas respiratorias y cardíacas.
La vacunación pediátrica se realiza generalmente de acuerdo a lo contemplado en los calendarios sistemáticos de vacunación. Así, los niños de la misma edad y mismo ámbito geográfico reciben, salvo situaciones individuales singulares (p. ej., de tipo alérgico), idénticas vacunas. Las vacunas a recomendar al adulto son mucho más heterogéneas, como lo es la situación de partida. Las recomendaciones de vacunación de los adultos requieren la previa recogida y valoración de un conjunto de información básica orientada a realizar una prescripción médica personalizada, adaptada a las necesidades particulares de cada individuo. Con frecuencia los adultos no son capaces de aportar información objetiva de sus antecedentes de vacunación, en forma de carnés u otros documentos, lo cual obliga a menudo a realizar recomendaciones vacunales basadas en criterios de probabilidad.
En la vacunación del adulto, la prescripción ha de ser siempre individualizada, debe considerar al menos los siguientes aspectos: edad, sexo, ocupación o profesión, condiciones médicas, tratamientos, situación ambiental, estilo de vida y viajes a realizar.
La edad del individuo permite presumir los antecedentes de vacunaciones recibidas, si se conocen las fechas aproximadas de introducción de las diferentes vacunas en los calendarios sistemáticos de vacunación. En España la inmunización sistemática frente a tétanos, difteria, tos ferina y poliomielitis se inició en 1964. A finales de los años setenta y parte de los ochenta se desarrollaron en las escuelas campañas de vacunación antirrubeólica en las niñas de 11-13 años. Durante los años ochenta, las distintas comunidades autónomas (CCAA) incorporaron la vacuna combinada contra el sarampión, la rubéola y la parotiditis (triple vírica o SRP) en niños de ambos sexos, a los 15 meses de edad, y algunas CCAA además, a los 11 años. A lo largo de la década de los años noventa se ha ido incorporando de forma progresiva la vacunación contra la hepatitis B (en preadolescentes y en recién nacidos).
En España, en los adultos nacidos después de 1964 o 1965, debe considerarse la conveniencia de administrar dosis de recuerdo de toxoide tetánico y diftérico, empleando para ello la vacuna Td (Tétanos-difteria tipo adulto). Las encuestas seroepidemiológicas demuestran altos niveles de inmunidad en las cohortes de nacimiento anteriores a 1966 frente al sarampión, rubéola y parotiditis. En los nacidos posteriormente, deben considerarse los antecedentes de padecimiento de estas enfermedades y de vacunación SRP.
En las mujeres en edad fértil, como ya ha sido expuesto, es preciso garantizar la inmunidad frente a la rubéola, empleando para ello en caso necesario la vacunación SRP. La vacunación de mujeres en edad fértil obliga inexcusablemente a averiguar, previamente a la vacunación, la existencia de un posible embarazo, ya que esto contraindica de modo genérico el uso de vacunas vivas, y obliga a adoptar ciertas precauciones durante el primer trimestre de gestación en el uso de vacunas en general.
La ocupación o profesión puede favorecer por sí misma la exposición a ciertas enfermedades y constituir por ello indicación formal de ciertas inmunizaciones. Sería el caso, por ejemplo, de la vacunación contra la hepatitis A en trabajadores de guarderías infantiles.
El padecimiento de determinadas enfermedades y la realización de ciertos tratamientos limita el uso de algunas vacunas, a la vez que indica el empleo de otras. En las personas muy inmunocomprometidas, no deben utilizarse generalmente vacunas vivas. En estos pacientes, y aunque la eficacia de la vacunación sea limitada, vacunas como la antigripal y la antineumocócica están indicadas. Otras enfermedades o situaciones, como insuficiencia renal, hepatopatías, diabetes mellitus o asplenia funcional o anatómica, no suponen ninguna limitación en el uso de vacunas.
Determinadas situaciones ambientales, como las que afectan a las personas que residen, trabajan o visitan lugares como residencias geriátricas o de deficientes mentales, pueden tener más riesgo de padecer determinadas enfermedades infecciosas y sus complicaciones. Otras veces constituye la oportunidad de llegar a grupos de población con dificultades de acceso al sistema sanitario (p. ej., vacunación antihepatitis B en los centros penitenciarios). Ciertos estilos de vida, por ejemplo, la promiscuidad sexual, suponen una mayor probabilidad de contraer ciertas enfermedades.
La demanda de vacunación con ocasión de viajes internacionales de turismo o trabajo constituye muchas veces una excelente oportunidad para realizar no sólo las inmunizaciones directamente relacionadas con el viaje en cuestión, sino también otras, recomendables con independencia del viaje. Las inmunizaciones que se recomiendan al viajero dependen de las propias características del viajero (edad, sexo, etc.). Entre las características del viaje es preciso considerar: países de destino e itinerario a seguir, duración total del viaje y tiempo de permanencia en cada área geográfica, tipo de viaje (urbano, rural) y de alojamiento durante el mismo (viajeros de «hotel» y de «mochila»), y actividades a realizar en el curso del viaje. Un plazo de tiempo no inferior a un mes es casi siempre imprescindible para poder conseguir una aceptable inmunización.
Como ya ha sido comentado, generalmente los adultos tienen una idea muy imprecisa de sus antecedentes vacunales. Allí donde se practiquen vacunaciones deben mantenerse sistemas de registro que permitan la búsqueda retrospectiva de información. Por otro lado, al igual que el niño, el adulto debe disponer de un carné vacunal, en el que se constaten dosis de vacunas administradas y se especifiquen otras próximas. Tal documento permite disponer de información permanente al vacunado, lo cual favorece que éste se responsabilice en el cuidado de su salud, al tiempo que permite el intercambio de información entre los profesionales sanitarios.
La vacunación de los adultos debe ir más allá de la vacunación de los ancianos, los heridos o los viajeros, beneficiando a la totalidad de la población adulta.
Biblografía recomendada
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