A lo largo de la historia de la humanidad, el hombre ha tratado de luchar contra la senilidad; por ello, ha dado un carácter prioritario a la preservación de sus facultades sexuales. Esta utopía se ha pretendido conseguir intentando conocer y utilizar afrodisíacos, en forma de las más variables sustancias, tanto de origen vegetal como animal.
La búsqueda del elixir de la juventud, orientada a la esfera sexual, tiene en la actualidad otra significación. En efecto, en la actualidad la disfunción eréctil (DE) es considerada como una señal de alarma para la búsqueda y detección de diversas enfermedades. En un estudio epidemiológico, basado en el análisis de 980 varones estudiados en un centro de salud norteamericano durante un período de 18 meses, los resultados mostraron que del total de pacientes con DE, el 18% sufría hipertensión, el 16% diabetes mellitus, el 15% hiperplasia prostática benigna, el 4% cáncer de próstata, el 5% enfermedades cardíacas isquémicas y el 8% síndrome depresivos. En todos los casos, el paciente desconocía la existencia de estas afecciones, cuya detección precoz mejora, en muchos casos, el pronóstico, y reduce los costes de la asistencia médica.
La DE, aparte de un posible indicador de patologías subclínicas, es la traducción de una androgenodeficiencia que, de forma incorrecta, se sigue denominando andropausia por analogía con la menopausia; pero en la mujer hay cambios hormonales profundos de manera generalizada al llegar a cierta edad, mientras que en el varón existe una gran variabilidad entre diferentes individuos que, en todo caso, experimentan de modo gradual este déficit hormonal. De hecho, a partir de los 40 años se produce una disminución lenta, progresiva y variable de unos hombres a otros en los niveles de testosterona, no sólo por una menor síntesis por parte de las células de Leydig del testículo, sino que además hay menos testosterona libre, puesto que con la edad aumenta la proteína transportadora. Cuando el descenso de esta hormona alcanza un determinado umbral, se produce la andropausia, con un cuadro clínico que en la esfera sexual supone un descenso de la libido, de la potencia sexual y la aparición de la disfunción eréctil. Si bien estas manifestaciones han constituido una preocupación ancestral del hombre, el médico debe ampliar el conocimiento de otras consecuencias tales como el riesgo de osteoporosis, la disminución de la masa muscular y la distribución de la grasa del cuerpo, y de trastornos psicológicos (tendencia a la depresión, cambios de humor con irritabilidad, dificultad para conciliar el sueño, etcétera).
Aparte de determinadas situaciones en las que se produce un déficit de testosterona, como pueden ser el tratamiento con ciertos medicamentos, la diabetes, la cirrosis hepática, el hipertiroidismo y otras enfermedades sistémicas importantes, el déficit de testosterona está relacionado con la edad. A partir de los 40 años va decayendo el nivel de esta hormona, lo que se acentúa a edades más avanzadas y constituye un problema creciente al aumentar la supervivencia del hombre. Al igual que ocurre frente a la variabilidad de otras características biológicas, hay hombres que a edades avanzadas, por encima de los 80 años, pueden mantener niveles de testosterona similares a personas más jóvenes, pero constituyen una excepción.
Con el fin de diagnosticar un déficit de testosterona en sus fases iniciales, hay que valorar los síntomas clínicos, para lo cual se han elaborado cuestionarios que inducen la sospecha de esta situación biológica que se confirma mediante la cuantificación de los niveles de testosterona en sangre (testosterona total, testosterona libre y proteína transportadora). También es conveniente la cuantificación de las hormonas que estimulan las células de Leydig y la prolactina, dada su relación inversa con la testosterona. Una vez reconocido el déficit de testosterona, el tratamiento no va exclusiva ni predominantemente dirigido a los aspectos sexuales, sino que la finalidad es mucho más amplia. El objetivo fundamental no estriba en conseguir una mayor expectativa de vida, que se ha logrado por otros medios, sino de salud, retrasando la ancianidad decrépita y limitante en esa población, que se eleva de forma constante y demanda una mayor calidad de vida, con mayores posibilidades de actividad en los individuos mayores.
El declive gradual de todas las funciones fisiológicas del varón, tanto cognitivas como físicas, constituye la primera señal del envejecimiento y coincide con la andropausia. El tratamiento de esta disfunción, análogamente a lo que ocurre en la mujer con la terapéutica hormonal sustitutiva, puede aportar grandes beneficios sobre la calidad de vida. En efecto, a pesar de las dudas iniciales sobre estos beneficios y en especial el temor a sus consecuencias desfavorables (cáncer de mama y endometrio), esta práctica preventiva se ha ido generalizando y se han reconocido nuevos efectos favorables para la salud. Esto ha motivado la investigación en este campo hasta culminar en el descubrimiento de los moduladores selectivos de los receptores estrogénicos. De modo análogo en el hombre, frente a las indudables ventajas de la terapéutica hormonal sustitutiva, surge la duda de que pueda provocar una hipertrofia prostática e incluso favorecer el desarrollo de un cáncer de próstata. Esto señala la importancia del urólogo en la búsqueda de una mayor calidad de vida de los hombres mayores.
Establecido el diagnóstico precoz, sin necesidad de que el paciente presente síntomas o signos manifiestos, puede procederse a la terapéutica hormonal sustitutiva de forma que se consigan niveles plasmáticos de testosterona sin grandes oscilaciones, incluso respetando los ritmos circadianos con el pico matutino y el descenso vespertino. Para este fin existen preparados por vía intramuscular, orales y transdérmicos, y se investigan implantes subcutáneos.
Es probable que de esta forma, y bajo control por parte del urólogo, se puedan restaurar las funciones sexuales y, sobre todo, la sensación de ganas de vivir, prevenir la osteoporosis y otras enfermedades crónicas y asociadas a la edad y mantener el vigor físico e intelectual. Esta actividad preventiva ha de formar parte del conjunto de medidas que pretenden conseguir un envejecimiento saludable.