Insuficiencia emotiva
De forma experimental, el ambiente empobrecido, escasamente estimulante, con bajo nivel de interacción social, produce una disminución del peso de la masa cerebral, del espesor del córtex cerebral y de la actividad colinesterásica, especialmente por lo que se refiere al área visual y sonestésica (sensorial) (Bennett et al, 1969; Rosenzweig, 1966, etc.). Igualmente, otros autores han encontrado que la privación de estos factores psicosociales se traduce en un potente agente estresante que conlleva una hipertrofia de la glándula pineal, alteraciones del comportamiento sexual y de la capacidad de aprendizaje y memorización (Bennett et al, 1970; Spevak et al, 1973, etc.). Especialmente en los primates, se llega a la incapacidad de reincorporación social, al entorpecimiento de la actividad sexual y del juego, a la evasión de contactos con otros componentes del grupo, a la pérdida del hábito de asearse, a comportamientos estereotipados, a una notable superirritabilidad y a una mortalidad prematura (Davenport et al, 1966; Turner et al, 1969, etcétera).
Esta compleja sintomatología constatada también en los animales de laboratorio es muy parecida a la que se manifiesta en la edad senil, con cansancio vital, ruptura de los esquemas ideales, familiares, sociales, etc. Ello conduce en la persona anciana a una quiebra en los procesos de autoafirmación y de autoidentificación, así como a una despersonalización y desinterés de sí mismo y de los otros. Asimismo, existen estudios evidentes de que la deficiencia «afectiva-emotiva» conduce a alteraciones de la sensibilidad somestésica, a dificultades en la valoración de estímulos dolorosos, alteraciones del comportamiento con impulsividad, inquietud, inestabilidad de ánimo, sobreexcitación y accesos de violencia y agresividad. Se trata, en definitiva, de un potente agente estresante que induce a la apatía, la introversión y el decaimiento orgánico.
También hay que subrayar que la insuficiencia afectiva y la limitación de los vínculos socioambientales en los ancianos conducen a una rigidez mental comportamental, con aumento y consolidación de modos de actuar estereotipados y con ulterior deterioro de sus capacidades cognitivas y de aprendizaje (Zigler, 1963). La deficiencia socioambiental obra de modo profundamente negativo en el individuo anciano, facilitando comportamientos de hostilidad, al tiempo que disminuyen las interacciones sociales y la acción de los estímulos ambientales, produciendo un comportamiento agresivo favorable, repetitivo y compulsivo (Valzelli, 1966; Essman, 1969, etc.). Por otro lado, el aislamiento psicosocial del anciano en el hospital o en el medio familiar, produce respuestas psicofisiológicas típicas de reacción al estrés (hiperreactividad, irritabilidad, propensión a la formación de úlceras gástricas, hipertrofia suprarrenal, etc.) (Valzelli, 1973).
Por el contrario, el enriquecimiento de los estímulos socioambientales justifica una terapia cultural de tiempo libre y ocio en el anciano. Este tipo de «enriquecimiento socioambiental» facilita un aumento del espesor cortical de la corteza occipital, incremento de las células neurogliares, etc. (Diamond et al, 1966). Naturalmente, este tipo de intervención terapéutica puede frenar o moderar el deterioro psicoorgánico del anciano.
Por otra parte, Amster y Krauss (1974) han señalado nuevos factores de estrés, peculiares de la población de edad avanzada, como pérdida del permiso de conducir, ingreso en instituciones de cuidados prolongados y «sensación de enlentecimiento». De igual manera, Guttman (1978) apunta que las vacaciones y los viajes son incluidos entre los acontecimientos vitales más importantes en las personas de edad avanzada. De cualquier manera, los factores de estrés ambientales afectan de forma distinta a cada persona y dependen de la interpretación de la situación, del contexto psicosocial y de su propia personalidad. Asimismo, ciertas enfermedades, como la hipertensión o la diabetes (tan frecuentes en el anciano), pueden producir un efecto negativo sobre algunas funciones superiores, como la memoria y la velocidad (Junqué y Jodar, 1990).
El soporte social en el anciano constituye un «servocontrol» significativo, apropiado y protector, desde el ambiente social hacia la persona; ello le permitirá enfrentarse con éxito a los factores de estrés ambientales, ya sean intermitentes o continuos. En este sentido, algunos estudios han hallado una correlación del funcionamiento cognitivo con la situación socioeconómica, el nivel de educación y el grado de actividad diaria (Craik, 1977). En efecto, una serie de estudios apoyan, sin embargo, el hecho de que los ancianos socialmente activos se adaptan psicológicamente mejor que los ancianos inactivos. Según el estudio longitudinal de Duke (Duke Longitudinal Study), parece claro que los ancianos más activos mencionan una moral más elevada (Maddox, 1968) y declaran ser más felices.
Butler (1975) ha señalado una serie de motivos de estrés predecibles a los que ha de enfrentarse el anciano, como los intentos de incluirlo en una «definición cultural preconcebida», que le consideran dependiente, sin papel a desempeñar, quisquilloso, olvidadizo, impertinente e irritable. Es decir, se trata de una actitud gerontofóbica, que incrementa aún más el estrés. Igualmente, la jubilación, la ausencia de papel social, la falta de funciones atribuidas por la sociedad a los ancianos, el descenso en el nivel económico y las pérdidas psicoafectivas determinan también la aparición de la función y el estrés, contribuyendo a un mayor y rápido deterioro cognitivo y psicoafectivo. Sin embargo, los individuos más escolarizados, con un nivel de vida más elevado y que mantienen un grado importante de actividad diaria poseen menos déficit neuropsicológicos.
El aislamiento psicosocial
Los ancianos, igualmente, se enfrentan a circunstancias sociales peculiares («anemia») que trastornan la red de soporte; muchos ancianos se encuentran aislados, en ocasiones por propio deseo, en otras sin embargo no; en cualquier caso, esta circunstancia psicosocial limita su capacidad para participar en las actividades sociales y en la promoción de la salud, con lo cual aumenta significativamente el estrés.
El conjunto de fenómenos psicológicos (comportamentales y representacionales e intrapsíquicos y mentales) que se ponen en marcha ante cualquier tipo de «pérdida», frustración o dolor constituyen vivencias de una gran tensión y estrés en el anciano. En el anciano, la pérdida (de la autonomía, de la salud, de las capacidades del organismo), la frustración (por las limitaciones) y el dolor son elementos consustanciales a la propia enfermedad y representan, en su conjunto, una buena parte del estrés que soporta su psiquismo. Ante el estrés en el anciano, existen reacciones de protesta, tristeza y desesperanza, pudiendo llegar a un retroceso progresivo de todas sus funciones; es decir, un aletargamiento afectivo (emocional) e intelectual. Algunos pacientes ancianos no son capaces de admitir y convivir con los trastornos propios de la edad (artrosis, trastornos circulatorios, trastornos arterioscleróticos, etc.), siendo una fuente muy importante de tensión y de estrés. Naturalmente, en estas circunstancias los problemas de la memoria parecen ser más frecuentes. Ésta es una de las quejas habituales de las personas mayores. La memoria falla en relación con las actividades diarias, el manejo de los ingresos económicos, las labores domésticas, el cuidado de sí mismo, etc. De hecho, Yesavage (1984) ha podido demostrar que reduciendo la ansiedad mediante entrenamiento de relajación se aumenta la capacidad de los ancianos de aprender un método mnemotécnico y, por tanto, de mejorar la rememoración.
El conflicto psicológico que vive el anciano entre la «integridad» y la «desesperación» (Erikson, 1963) también constituye otra fuente importante de estrés. Igualmente, el conjunto de sentimientos de culpa en el anciano constituye otro factor importante de estrés; eso que añora el anciano por haber perdido oportunidades, posibilidades, aumenta los sentimientos de que «podría haberlo hecho mejor», etc., lo cual genera una situación psicológica de tensión y estrés que contribuye a deteriorar aún más las funciones psíquicas (memoria, atención, lenguaje, pensamiento, rapidez mental, etc.) y comportamentales (lentitud, irritabilidad, nerviosismo, falta de rendimiento psicomotor, etc.).
Otra forma de estrés es la «desesperanza» que puede aparecer con cierta frecuencia en la vejez, es decir el sentimiento de desesperación, de frustración y de futilidad de la vida. Ello sobreviene por las pérdidas de satisfacciones en el anciano, aceptando que nada puede hacerse para vencerlo, siendo menester resignarse al fracaso (Laín Entralgo, 1957).
Igualmente, los cambios en las relaciones sociales, en los hábitos rutinarios de vida, de alimentación, la supercivilización, las presiones socioeconómicas y la ausencia de ejercicio y la falta de cohesión social determinan importantes «tensiones» en el anciano que se traducen finalmente en desequilibrios «adrenérgicos-colinérgicos», con alteraciones significativas del carácter. De esa monotonía de su vida cotidiana se origina un hastío, un aburrimiento, que podríamos llamar «cansancio de la vida».
En la persona anciana, la experiencia de estrés psicosocial puede generar trastornos mentales y orgánicos (Lipowski, 1986; Henry et al, 1993). Además en el anciano al igual que en cualquier otra etapa evolutiva la enfermedad también puede preceder y ser causa del estrés (Leventhal y Tomarken, 1987).
Desarraigo social y declive neuropsicológico
En efecto, en una de las investigaciones más serias efectuadas al respecto, Paykel et al (1969) encuentran que los ancianos depresivos exponen casi tres veces más frecuentemente circunstancias especiales, en los 6 meses previos al inicio del cuadro, que las que refiere la población general. Los episodios estresantes más significativos del grupo de ancianos depresivos fueron: desavenencias o separaciones matrimoniales, muerte de familiares directos, enfermedades físicas personales importantes y abandono del hogar de alguno de los miembros de la familia. Todas estas situaciones estresantes corresponden a estímulos de calidad desagradable y concretamente formando parte de lo que los autores califican de «salidas» (exit) (muerte, separación, divorcio, casamiento de hijos, etc.).
En todo caso, Paykel (1979) estima que la vulnerabilidad del anciano al estrés depende del soporte emocional (confianza en esposa, amigos, clase social, etc.), de la estructura de la personalidad (obsesiva, histérica, depresiva, sensitiva, etc.), a su vez condicionada genética y ambientalmente. Y por último, del sustrato biológico, donde incide el efecto psicológico del estresante para interactuar con aspectos genéticos, bioquímicos, neuropsicológicos, etc. Como consecuencia de este intenso estrés, el proceso in crescendo de deterioro físico y/o mental va impidiendo lentamente que las relaciones sociales se desarrollen con normalidad. Al mismo tiempo, el estrés aumenta las dificultades físicas y la capacidad visual, auditiva y de retención.
Asimismo, las condiciones del hogar, la capacidad económica, la soledad, el temor a la muerte, la alimentación inadecuada, las escasas condiciones de comodidad y funcionalidad, la falta de apoyo familiar, la viudedad, las actitudes gerontológicas de la sociedad, etc., se revelan como potentes agentes estresantes, capaces de provocar o inducir una actitud de desesperación en el anciano o de «cansancio de la vida», que acelera aún más todo el proceso de envejecimiento psicofisiológico (Flórez Lozano, 1994).
Sin duda, uno de los factores disfuncionales más importantes es el desarraigo social del anciano, es decir, la rotura o disolución de la «red social» del anciano que termina separándose del grupo de pertenencia anterior sin adscribirse a ningún otro grupo (formal o informal). En cualquier caso, el desarraigo social del anciano se produce porque éste vive lejos de su familia filial o bien carece de ella y no tiene a nadie con quien mantener una interacción social íntima y funcional, a pesar de vivir en un hábitat perfectamente conocido (Feriegla, 1992).
Además, el desarraigo social se produce cuando el anciano es trasladado a una residencia «extraña», y ello implica alejarse de sus referencias espaciales y de las personas con las que ha establecido sus grupos de pertenencia; el anciano ya no es capaz de constituir una nueva red social, perdiendo su identidad, integración, autoestima e ilusión por la vida.
Además, el envejecimiento normal se manifiesta con una serie de rasgos neuropsicológicos que se caracterizan básicamente por una preservación del lenguaje lo cual le diferencia de las demencias primarias y de las habilidades de razonamiento verbal. Empero, existe un acuerdo generalizado en la literatura científica en el sentido de un déficit de habilidades visuoespaciales, visuoperceptivas y visuoconstrictivas, así como déficit específicos de la memoria, enlentecimiento y deterioro de las «funciones frontales» (capacidad de planificar, habilidades conceptuales, estrategias de afrontamiento, etcétera).
El envejecimiento normal se asocia, en fin, con el enlentecimiento de todas las actividades en las que está involucrado el sistema nervioso central, lo que da lugar a un enlentecimiento progresivo del tiempo de reacción simple, así como del tiempo empleado en la solución de problemas mentales. Posiblemente, en la base de la disminución de la memoria en la vejez se refleja más bien un funcionamiento ineficaz de los procesos involucrados en ella (codificación, recuperación, etc.), en lugar de un conocido deterioro o pérdidas irreversibles. En cualquier caso, hay diferencias cualitativas en esas pérdidas y, además, la pérdida de memoria en la vejez no es universal.
En efecto, si se examinan los diversos argumentos, la variable «edad» aparece como una entre muchas variables que determinan la capacidad de rendimiento intelectual en la edad provecta. Las posibles variables intervinientes en el probable declive de la inteligencia son, entre otras, la formación escolar, el entorno estimulante, el estado de salud, las condiciones de motivación, etc. Aspectos relacionados con la inteligencia, como «información general», «pensamiento aritmétrico», hallar «semejanzas» y «símbolos numéricos», se ven sensiblemente afectados en el proceso del envejecimiento. Así pues, el número de años de vida que el anciano tiene detrás de sí ni es, en modo alguno, el factor decisivo de la capacidad de rendimiento mental: la formación escolar, la profesión, así como el estado de salud poseen, en este sentido, una importancia mucho más trascendental. Igualmente, la disminución de la capacidad de aprendizaje en el anciano debe ser valorada en relación con las variables anteriormente comentadas. Así pues, a través de los estudios transversales y longitudinales se ha podido constatar un declive generalizado del funcionamiento intelectual a partir de los 60 años; además, existen ciertos factores socioeconómicos y educativos, la salud, la motivación, el equilibrio familiar y el apoyo socioafectivo.
Las necesidades de apoyo
En fin, el envejecimiento de los individuos y la acción de todas las variables psicosociales que actúan sobre el individuo en una etapa crítica configuran lo que denominamos «síndrome general de la vejez» y que se caracteriza por disminución de la memoria, disminución de la capacidad visual y analítica, rigidez motriz, disminución de la movilidad, tendencia la sedentarismo y negación del propio cuerpo que se percibe como fuente de angustia, ya que aparece frágil y con tendencia a enfermar. En efecto, los ancianos mantienen un comportamiento de alerta sobre el funcionamiento de su cuerpo, lo que aumenta los síntomas físicos y la sintomatología hipocondríaca.
En términos generales, por otra parte, el anciano presenta mayor vulnerabilidad psicológica frente a situaciones adaptativas; el estrés es más activo y nocivo, produciéndose reacciones conductuales y psicoafectivas típicas, al no ser capaz de enfrentarse adecuadamente y neutralizarlo. Las reacciones más frecuentes son: ansiedad, depresión, sentimiento de «desesperanza» y falta de planes futuros (Hackett et al, 1982), pérdida de autonomía, retraimiento social y síntomas somáticos funcionales, irritabilidad, hostilidad, insatisfacción social y excesivo cansancio. Si se tiene en cuenta la frecuencia como el amplio abanico de pérdidas afectivas que se producen inexorablemente en el envejecimiento, parece razonable comprender que la depresión es el trastorno mental más habitual de los ancianos (Hanley y Braikie, 1984). De igual forma, las tasas de tentativas de suicidios son muy elevadas, estimándose que en varones mayores de 65 años se cometen cuatro veces más intentos de suicidio que los menores de 25 años (Chaisson-Stewart, 1985).
Así pues, el estrés del anciano se considera el factor central en la etiología de la enfermedad, siendo el apoyo social una variable moderadora que actuaría como un amortiguador contra el estrés. Capildeo et al (1976) señalan la conveniencia de realizar un diagrama de la red social del paciente en el momento de su ingreso al hospital. Ello permitiría conocer su entorno social y las necesidades de apoyo, y facilitaría la actuación de médicos y trabajadores sociales. La identificación de cualquier crisis en su ambiente permitiría la facilitación del adecuado soporte y la evitación de ingresos hospitalarios innecesarios. En esta línea, Escobar y Randolph (1982) afirman que las personas con pocos lazos sociales activos, o las que los pierden por muerte, separación, divorcio, aislamiento, etc., son más propensas a padecer enfermedades psíquicas. House (1985) llega incluso a afirmar que el poder predictivo de los índices sociales es igual o mayor a otros ampliamente estudiados y aceptados como factores de riesgo en enfermedades físicas, como la obesidad, la hipertensión arterial, la hipercolesterolemia, etc. Asimismo, la aparición de trastornos (sordera, pérdida de la agudeza visual, artritis reumatoide, etc.) y discapacidades físicas es mucho más frecuente en la vejez, lo que conlleva consecuencias negativas. Naturalmente, este tipo de alteraciones disminuye las posibilidades de autonomía funcional, incrementándose al unísono las necesidades de dependencia, lo que fomenta el aislamiento social y la pérdida de oportunidades para obtener las gratificaciones imprescindibles para conseguir la armonía en las relaciones sociales y en el desarrollo del propio proyecto vital.
El aislamiento social resulta, por otro lado, un peligroso factor estresante en tanto en cuanto se relaciona psíquicamente con las tasas de enfermedad mental (Gruenberg, 1956). Por el contrario, en el anciano, el sentimiento de pertenecer a un grupo y de participar en el mismo sustenta la autovaloración y la autoestima imprescindibles para el equilibrio psíquico (Salcedo et al, 1987). Según Olea y Prieto (1995), el aislamiento de los ancianos que viven en sus domicilios es también significativo, aunque algo menor de los que se hallan institucionalizados.
Finalmente, el trabajo de Olea y Prieto (1995) ha evidenciado que una red social mixta y con contactos frecuentes, aunque no sea muy numerosa (9-15 componentes), proporciona mayor enriquecimiento personal al fomentar la independencia de la persona anciana. La dependencia psicoafectiva también puede actuar como factor estresante en los ancianos, ya que fomenta el sentimiento de inutilidad, a la vez que hace aumentar la infravaloración y disminuir la autoestima del anciano.
En último lugar, el envejecimiento se puede acompañar de alteraciones de la arquitectura del sueño que se expresan en alteraciones de las funciones superiores y de la personalidad. En efecto, la estructura global del sueño nocturno cambia con la edad; el tiempo total del sueño nocturno disminuye y los períodos de vigilia (estadio 0) se hacen más frecuentes y prolongados. La cantidad de cambios de estadios, particularmente de estadio 0 y I está aumentada y este incremento se considera como un signo de alteración del sueño. El estadio III del sueño no sufre prácticamente ninguna alteración, pero el estadio IV muestra una absoluta relativa reducción. Concretamente a partir de los 60 años, el 25% de la población puede no presentar estadio IV. Este declive tan notable en el sueño de onda lenta puede ser un marcador biológico del envejecimiento del sistema nervioso central y del deterioro psicoorgánico subyacente.
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