En la práctica clínica surgen a diario preguntas que no se resuelven con la evidencia disponible1. Pero son más aún las situaciones en que no solo falta evidencia sino que ni siquiera hay conciencia de duda. La mayor parte de las decisiones rutinarias están guiadas de manera casi instintiva por el sentido común y la experiencia, no por la evidencia. Enfrentados a la sencillez de esta práctica habitual están los problemas que aparecen cuando una buena norma como es la evaluación minuciosa de los síntomas se exacerba hasta la divinización de las escalas y los cuestionarios. Y eso que escalas y cuestionarios no son la realidad ni una fotografía de la realidad sino una estimación de algo difícil de objetivar2. Al fin y al cabo, los cuestionarios estructuran y ponderan de manera estandarizada las mismas variables que entrarían en una conversación abierta sobre cada problema específico del paciente. Una prueba de que ningún cuestionario ni ninguna escala son el ideal es la amplia oferta que existe de ambos para evaluar un mismo problema. En el fondo, resulta paradójico que en la atención de enfermos avanzados asumamos con facilidad la limitación de técnicas diagnósticas (para evitar ser gravosos al paciente y al sistema), sobre todo en el domicilio, pero que dudemos por sistema de las estimaciones que no emplean cuestionarios validados.
Ante la discrepancia entre la sencillez de la práctica habitual y el rigor de la evaluación propio de los cuestionarios validados surgen dos preguntas. La primera: ¿es posible evaluar y, sobre todo, hacer una buena práctica clínica sin depender de escalas y cuestionarios? Y la segunda: ¿nos podemos fiar de lo que percibimos, decidimos y comunicamos sin la ayuda de estos instrumentos? La mayor parte de la práctica habitual (observar, estimar de manera intuitiva, preguntar) no está validada. ¿Qué quiere decir esto? Pues que el modo en que afrontamos la mayor parte de las situaciones (muchas veces de modo instintivo) nos aporta muchos datos prácticos que no se han confirmado aún como validos y fiables. Validez, fiabilidad y otras condiciones que debe superar cualquier cuestionario para ser validado no están estudiadas sistemáticamente para la mayor parte de la práctica diaria3.
Sí que hay resultados de una primera línea de trabajos que muestran la validez y las limitaciones de algunas de las estimaciones intuitivas habituales que se pueden realizar sin ayuda de escalas o índices, como la de la expectativa de supervivencia4 o la del estado general5. También hay estudios que aportan datos sobre la validez diagnóstica (en acierto y error) de preguntas sencillas, rápidas y discriminantes, del tipo de «¿estás desanimado?6», que son propias de la práctica habitual y que se consideran preguntas de rastreo para evaluar con más calma mediante cuestionarios validados. Pero siguen faltando estudios que aporten evidencia sobre muchas otras percepciones del día a día que influyen en nuestra toma de decisiones. Las actitudes de la rutina diaria tienen limitaciones, pero es bueno que se estudien y se valoren para poder saber el grado de certeza que aportan. No parece justo relegar al limbo de la incertidumbre o de la falta de fundamento al que se apoya en lo que sigue siendo el modo de hacer normal del trabajo clínico. La valoración directa, sencilla, se merece más respeto metodológico pero también (¡y esto es importante!) se lo debería ir ganando. Empieza a ser preciso trabajar y diseñar estudios que nos permitan dar validez metodológica a la práctica diaria (sencilla) habitual, es decir, que nos permitan valorar y validar el sentido común.