A fines del siglo pasado hubo cuatro situaciones dramáticas vinculadas con problemas neurológicos que fueron resueltas legalmente y dieron un fuerte impulso a la bioética:
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En 1976, la autorización para retirar la asistencia respiratoria a Karen Quinlan mientras permanecía en estado vegetativo.
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En 1982, la muerte por inanición de Baby Doe, con síndrome de Down, por no repararle una fístula traqueoesofágica.
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En 1983, la negativa a cerrar la espina bífida y colocarle una válvula para hidrocefalia a Baby Jane Doe, con posible retardo mental.
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En 1990, la autorización para interrumpir la hidratación y la alimentación a Nancy Cruzan, que se mantenía en estado vegetativo desde 1983.
Estos dilemas éticos aparecieron porque las preferencias de las familias diferían de las de los médicos y demostraban que el cuidado integral del paciente requería algo más que la reparación del órgano dañado, y que para lograrlo eran insuficientes las actitudes y los conocimientos de la formación biológica tradicional.
En este contexto, las principales escuelas médicas del mundo decidieron incorporar la bioética a los currícula de pregrado, aunque experiencias ulteriores sugirieron que el mejor momento para educar sobre los aspectos morales del ejercicio de la medicina es durante la Residencia, cuando se establece la primera y estrecha relación con el enfermo y su familia.
La enseñanza y el ejercicio de la neurología en nuestro país padecen de las mismas carencias que dieron lugar a aquellos conflictos, y son los directores de los programas de capacitación quienes tienen la responsabilidad de asegurar que los futuros neurólogos estén preparados para reconocerlos y tratarlos, incorporando la bioética al programa de enseñanza y seleccionando los temas y la estrategia.
En nuestra opinión, nada estimula mejor el aprendizaje de la bioética que la cotidiana y metódica reflexión sobre las circunstancias habituales de la relación con el enfermo: el compromiso de decir la verdad y sus límites; obtener su consentimiento para intervenciones que lo involucren; resolver si está capacitado para comprender las consecuencias de su autorización; definir los criterios para la elección del sustituto, si fuera necesario; mantener la confidencialidad de la información que obtenemos a través del acto médico; tomar decisiones en pacientes terminales; soportar la tensión entre brindar lo mejor al paciente y el compromiso de distribuir los recursos con equidad, etc.
Creemos que los mejores lugar y momento para hacerlo es junto a la cama del enfermo, mientras lo examinamos, haciendo semiología física y semiología bioética, incorporando datos biográficos en la historia clínica, de la misma manera que anotamos el estado de los reflejos, sean normales o no. Los cursos extracurriculares y las conferencias en Congresos que han sostenido la atención sobre este aspecto del cuidado de los enfermos resultan poco eficaces para resolver los conflictos que aparecen durante el habitual ejercicio de la neurología.
Mientras estos temas se refieren a nuestro vínculo individual con los pacientes y su tratamiento es estrictamente personal, hay otros no menos frecuentes ni importantes que nos relacionan con la sociedad y afectan a todos los médicos, que están siendo influidos por empresas sobre las que no tenemos ninguna posibilidad de control y generan un escenario que nos propone un casi inevitable conflicto de intereses que debemos resolver.
Desde la segunda mitad del siglo pasado la práctica de la medicina incorporó como actores a la industria (tecnológica y farmacéutica) y a los sistemas privados para el cuidado de la salud, cuyos objetivos y compromisos son diferentes de los que tomamos con el juramento hipocrático, y ello demanda una redefinición de nuestra responsabilidad profesional.
Al mismo tiempo que percibimos como cuestionable que políticos o funcionarios reciban obsequios de empresas relacionadas con su función, los médicos estamos permanentemente tentados a atenuar nuestro compromiso primario con el enfermo a cambio de beneficios personales (obsequios, becas, subsidios, honorarios). Como los límites entre lo aceptable y lo inaceptable de estos incentivos son imprecisos, es necesario capacitar para reducir la brecha entre la retórica y la práctica.
Ya durante su formación, los Residentes participan en investigaciones financiadas por la industria farmacéutica, con lo que toman el arriesgado doble rol de médico e investigador de sus propios pacientes y delegan su inexcusable juicio en la resolución de un Comité de Ética. Sin una adecuada capacitación bioética son incorporados a estudios que, por la aportación empresarial, ven comprometida la confiabilidad de sus conclusiones, porque mientras la industria pretende obtener resultados comercialmente favorables, los médicos debemos actuar libres de ayuda interesada.
Cuando el estudio se refiere a medicamentos, aun en ausencia de beneficios personales para el investigador, el conflicto a resolver es si es ético o no transferirle todos los gastos al enfermo que habíamos jurado defender.
Para enfrentar aquellos y estos conflictos son necesarios argumentos racionales y sinceros, evitando los de los sofistas para quienes la verdad y la moral son materias opinables. La formal capacitación en bioética durante la Residencia proporcionará a los futuros neurólogos la mejor herramienta para hacer defendibles sus decisiones.