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Inicio Península EL MUNDO HISPANOAMERICANO COLONIAL EN LA REVISTA DE FILOSOFÍA
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Vol. 12. Núm. 2.
Páginas 49-68 (julio - diciembre 2017)
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EL MUNDO HISPANOAMERICANO COLONIAL EN LA REVISTA DE FILOSOFÍA
THE COLONIAL HISPANICAMERICAN WORLD IN THE REVISTA DE FILOSOFÍA
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Cristina Beatriz Fernández1
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RESUMEN

En la extensa colección de la Revista de Filosofía (Buenos Aires, 1915-1929) hay algunos artículos cuyo tema es la historia, la sociedad o la cultura en la América Hispana colonial. Si bien el número de estos artículos no es dominante en relación con otros temas de esa publicación, interesa esclarecer qué clase de mirada ofrece la revista sobre ese campo del saber, sobre todo teniendo en consideración que el perfil ideológico de la publicación es predominantemente cientificista y modernizador. En consecuencia, la mirada sobre el mundo colonial americano, presente en estos trabajos, amerita ser analizada y sistematizada para establecer su función en el seno de la publicación así como las relaciones mutuas y jerarquías de las disciplinas desde las cuales se aborda la cuestión.

Palabras clave:
Revista de Filosofía
José Ingenieros
América Latina
Colonia
saberes
ABSTRACT

The aim of this paper is to analyze extensive collection of the journal Revista de Filosofía (Buenos Aires, 1915-1929) where there are some articles devoted to the study of the history, the society or the culture of the Colonial Spanish America. The number of the articles on this topic is lower than the number of other themes, because the ideological orientation of the publication is modern and scientific. Consequently, even if reduced in number, the view on Colonial America merits an analysis in order to comprehend the place and function of these texts within the journal and the relationship between the object, the colonial world, and the disciplines that examine it.

Keywords:
Revista de Filosofía
José Ingenieros
Latin America
Colony
knowledge
Texto completo
LA REVISTA DE FILOSOFÍA

La Revista de Filosofía, Cultura, Ciencias y Educación fue uno de los más conocidos proyectos editoriales del médico e intelectual José Ingenieros, que comenzó a publicarse en el año 1915, cuando su director y fundador regresó de su segundo viaje a Europa, año en que también inició la edición de la colección de libros La Cultura Argentina.1 Nuestro intelectual tuvo una amplia trayectoria como gestor de proyectos culturales, particularmente como responsable de distintas publicaciones periódicas. De hecho, la RF cuenta con algunos precedentes notables, como los Archivos de psiquiatría, criminología, medicina legal y ciencias afines,2 entre otros. Pero aunque esta publicación, como lo indica su título, ya otorgaba cierto espacio a las “ciencias afines” —especialmente la pedagogía y el derecho—, el perfil temático de la RF es significativamente más amplio, y ello se debe a que ilustra el cambio de eje disciplinario en la producción de Ingenieros, un investigador precoz de las enfermedades mentales, la medicina legal y la psiquiatría, reconocido por el mundo científico-académico, quien se embarcaba ahora en un proyecto de orientación filosófica que signaría la última década de su vida. Al decir de Oscar Terán (1986), este giro disciplinario se relacionaba con el desplazamiento de su ideología, desde un individualismo de corte stirneriano hacia la ética social, que recuperaba sus inclinaciones juveniles por el socialismo y que le permitía percibir con entusiasmo la Revolución rusa. Un desplazamiento que lo llevaba de la ciencia a la educación y la filosofía, y que lo vincularía con los ideólogos de la Reforma Universitaria. Al mismo tiempo, exhibía la influencia de Emerson y las iglesias liberales norteamericanas en una serie de libros de la misma época como Hacia una moral sin dogmas (1917), Los tiempos nuevos (1921) o Las fuerzas morales (1925), en la línea ya iniciada por su clásico El hombre mediocre (1913). Huelga decir que la guerra, que había puesto en crisis el impulso civilizatorio europeo, también impactó en esta reorientación de las preocupaciones de Ingenieros.

La RF fue un proyecto editorial claramente asociado con el nombre de Ingenieros como figura intelectual rectora, pues además de fundarla fue su gestor principal, autor de muchos de los artículos y su corrector, aunque contase con colaboradores como Aníbal Ponce, quien la codirigió desde 1923, y pasó a dirigirla de 1925, año de la muerte del fundador, hasta el cierre de la publicación en 1929. Pero no figura en ninguno de los números el nombre de los integrantes de un consejo editorial o de redacción, solamente el del director y del codirector, cuando lo hubo. Salvo casos excepcionales, la RF se publicaba con frecuencia bimestral y cada número constaba de unas ciento sesenta páginas, aproximadamente. Cada tres números se conformaba un tomo, es decir, que cada año estaba compendiado en dos tomos. Comenzó a salir en enero de 1915, bajo el sello tipográfico de “La Semana Médica - Imp. de Obras de E. Spinelli-Buenos Aires” y más tarde registraría el pie de imprenta de “L.J. Rosso y Cía. impresores”. Sabemos que la financiaba el mismo Ingenieros. Aunque no era en extremo costosa —la suscripción anual de seis números costaba diez pesos—, no estaba orientada a los sectores populares.

La mayoría de los artículos de la RF ofrecen una mirada sobre la cultura moderna, desde una perspectiva ideológica en general compartida por los colaboradores: la aproximación a distintos aspectos de la realidad natural y social mediante el recurso a métodos científicos y una constante defensa de la secularización como sustrato cultural de la Argentina moderna. No obstante, y aunque escasos en número, hay también algunos artículos centrados en la historia, la sociedad o la cultura en la América Hispana colonial. Precisamente su relativa excentricidad nos impulsa a preguntarnos por el lugar de los temas coloniales, como objeto de saber, en el marco de una revista donde no son, prima facie, la clase de saberes esperados —aunque ya se sabe que la recuperación o reinvención de la época colonial americana fue, en gran medida, una operación ligada a la conformación del imaginario de las naciones modernas en el continente—. Quizás por ello resulte de interés esbozar un mínimo repaso por esos artículos para responder a la pregunta acerca del sentido y función de lo colonial en la RF.

LAS MÚLTIPLES COLONIAS

El primero de los artículos que se refieren a estos temas corresponde a la pluma de Agustín Álvarez y fue publicado póstumamente, en 1915: “La herencia moral de los pueblos hispanoamericanos”. En él se sientan las bases de lo que será la mirada dominante respecto del mundo colonial en la RF, la idea de que la tradición colonial equivale a la herencia hispánica y de que esta última se caracteriza por el escaso desarrollo científico, la superstición religiosa y la inclinación a formas no democráticas de gobierno: “La mentalidad española poco ha inventado para mejorar la condición del hombre en el mundo, y los pueblos hispanoamericanos debieron a su influencia, durante la época colonial, su ulterior incapacidad política para usar de las instituciones democráticas, ya que en todas partes las libertades públicas han estado en razón inversa del fanatismo y la superstición” (Álvarez, 1915, 337).

El interés de Álvarez por el período colonial y el legado hispánico —que juzga negativos— se justifica porque “Mejor que en ninguna otra parte, la explicación de la vida hispano-americana puede encontrarse en el análisis del contenido espiritual de la ética española, porque los accidentes del espíritu son tan importantes como los del suelo y los del clima en la trayectoria de las agrupaciones humanas” (Álvarez, 1915, 338). A juicio de este autor, en la tradición de la conquista hispánica estaba el origen del “culto del coraje” (341), un rasgo social que también Ingenieros consideraba retrógrado cuando comentaba La ciudad indiana, de Juan Agustín García.3

Se trataba, obviamente, de medir la distancia entre ese legado hispánico-colonial y la “moral contemporánea”, fundada en “la técnica y los ideales humanitarios” (344). Por eso, el recorrido de Álvarez concluye en una defensa de la escuela neutra, el matrimonio civil, el cementerio laico, las escuelas normales, la ciencia, la cultura, el arte, la higiene, la industria y el comercio. Lógicamente, como bien señala Dante Ramaglia (2005), Álvarez no alcanzó a conocer la crisis de la idea de progreso que trajo aparejada la Primera Guerra Mundial. Por ello, en su pensamiento no cabían dudas sobre las ventajas del conocimiento científico y técnico, que lo veía como el motor de una transformación sin precedentes, mientras que en el dogmatismo, solidario de las religiones, percibía un obstáculo serio para su concepción del desarrollo humano. En ese sentido, el período colonial no podía sino cumplir el rol de una etapa que ameritaba ser superada en el proceso civilizatorio.

En la RF Ingenieros también escribió sobre las “ideas coloniales” en dos artículos de 1916 y 1917, que homologan la Colonia a la “dictadura de Rosas”. El autor no se enfoca en la Colonia histórica, sino en lo que llama “el espíritu colonial” que, a su juicio, convivió con el mismo progreso decimonónico. Con pretensiones más sociológicas que historiográficas, Ingenieros explica, a partir de las corrientes migratorias y las diferencias raciales, el divergente grado de desarrollo entre la Zona Andina y en el Cono Sur. Siempre en su opinión, ese diferencial de desarrollo había sido heredado del proceso de colonización y se había replicado, durante el siglo xix argentino, en la dicotomía entre las ciudades rioplatenses y el interior. En otras palabras, su argumentación tiende a demostrar que en las diferencias geográficas que perfilaron dos regiones bien distintas durante la administración virreinal radicaba el distinto grado de occidentalización y acceso a la modernidad. Por eso dice:

Formaban una sociedad relativamente homogénea las provincias convergentes al Río de la Plata —Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Uruguay—, que estaban en contacto directo con el continente civilizador [o sea, Europa], ocupando una zona cuyo círculo virtual tenía su centro sobre el eje del estuario, en el punto donde confluyen sus dos grandes afluentes, el Paraná y el Uruguay.

Las provincias restantes, que hasta la formación política del Virreinato, poco antes de la Revolución, habían dependido más directamente del Perú, constituían sociológicamente una nacionalidad distinta; su espíritu predominante fue hispanocolonial y se mostró esquivo a la civilización europeísta, siendo indígena o mestizada la casi totalidad de su población (Ingenieros, 1916, 259).

Para Ingenieros, la modernización en la región rioplatense se había visto frenada u obstaculizada durante el rosismo a causa, precisamente, de la pervivencia de las ideas coloniales en la época de Rosas, siguiendo en esto la perspectiva sarmientina y de autores como Ernesto Quesada o Vicente Fidel López, quienes veían en la época colonial un medioevo dislocado en el tiempo y el espacio que había reaparecido, como una suerte de rasgo atávico, en pleno siglo xix. Dice Ingenieros:

Con este predominio del país feudal se restauraron las tendencias hispano-coloniales en el orden cultural. La ideología y las costumbres “argentinas” de los revolucionarios urbanos, resultaron prematuras para los caudillos de las masas rurales; el país, modelado a imagen y semejanza de la metrópoli, se resistió a la imposición de un régimen concebido en Buenos Aires según las doctrinas de Europa. El barniz de la emancipación no había conseguido disfrazar la mentalidad medioeval de los caudillos, que nada sabían de fisiócratas ni de enciclopedistas; para ellos, contra el unitarismo liberal, la causa del pretendido federalismo acabó por identificarse con la restauración del dogmatismo intolerante (Ingenieros, 1916, 262-263).

La identificación de las “tendencias hispano-coloniales” con la “mentalidad medioeval” de los caudillos, cuyo sesgo cultural dominante era el “dogmatismo intolerante”, le permite elaborar, a su vez, una serie de binomios con potencial explicativo: europeísmo/hispanoindigenismo, secularización/clericalismo, emancipación/caudillismo, ilustración/mentalidad medieval, liberales/federalismo, libertad/dogmatismo intolerante, Europa/España. En síntesis: “Esta restauración hispano-colonial definía claramente su carácter conservador y antiliberal” (Ingenieros, 1916, 263). Nuestro autor no está lejos de identificar la Colonia con una suerte de medioevo americano, cuya construcción simbólica, como bien estudió Amanda Salvioni, fue estratégica para el nacionalismo argentino. En la misma línea, argumenta que la solidaridad entre el sistema colonial y la educación escolástica tuvieron un nuevo avatar durante el rosismo, cuando la restitución del sistema educativo en manos jesuitas fue una herramienta para atentar contra el librepensamiento: “Esa política educacional fue perfectamente lógica; el cambio correspondía a una reacción antirrevolucionaria, cuyo hombre representativo era, de hecho, el ‘restaurador’, no ‘de las leyes’, como se dijo, sino de los intereses y de las ideas coloniales propias del país feudal cuya representación asumió” (Ingenieros, 1916, 287).

En este contexto, el cristianismo ocupa un lugar complejo, que es visto positivamente cuando se lo interpreta como el síntoma de una primaria europeización. Pero cuando la creencia religiosa es llevada al nivel del “dogmatismo intolerante”, se convierte en síntoma de un retroceso cultural, siempre desde el ángulo de esa versión temporal lineal que procuraba replicar, en tierras americanas, un patrón de desarrollo histórico obviamente calcado del europeo. Religión y educación eran, tanto para Álvarez como Ingenieros, señales de la mentalidad colonial, ya se tratase de la colonia histórica o del rosismo, un momento en el cual Ingenieros veía, como quedó dicho, una restauración del sistema colonial. El primero usa como prueba de sus argumentos el refranero español: “fíate a la Virgen y no corras”, “suerte te dé Dios, hijo, que el saber de nada te vale” (Álvarez, 1915, 346), mientras que el segundo señala:

En ese medio y con esos hombres hubiera sido ilógico que la reacción colonial no tomara un subido cariz de fanatismo religioso; adviértase bien, de fanatismo, que es una actitud colectiva, política e intolerante, muy distinta cosa de la religiosidad, siempre estimable porque es individual, privada y respetuosa. Los caudillos no pedían virtud a la religión, convertían a ésta en instrumento de odio y en arma de exterminio (Ingenieros, 1916, 267).

Al tema religioso se suma, asimismo, la cuestión racial, en pasajes como el siguiente:

La plebe colonial, gente de color la más, nunca fue conquistada espiritualmente al cristianismo, aunque aceptó resignadamente las creencias de sus amos blancos. Los negros trajeron de África sus supersticiones, corrompiendo con ellas el catolicismo que los frailes importaban de España. Los indígenas no se convirtieron nunca, aunque llegaron a adaptarse, mejor que los negros, al ceremonial externo del culto; las mismas misiones jesuíticas, después de someterlos por largo tiempo a su poderoso sindicato comercial, no dejaron tras de sí una sola tribu que continuara profesando la religión católica (Ingenieros, 1916, 256).

En otros párrafos, la crítica al mestizaje como resultado de prácticas violentas e hipócritas es aún mayor: “florecía la creciente progenie de mestizos, fruto en mancomún de la milicia y el clero, con más gazmoñería que devoción, pues antes que en la doctrina de los padres —y lo eran doblemente— creían en las artes hechicerescas de las voluptuosas zambas coloniales” (255-256). O bien, dice que en las colonias españolas, “la maternidad siguió siendo privilegio de las indígenas, al propio tiempo que discutían sobre su carácter humano los mismos que las encintaban. La progenie mestizada constituyó la masa inmensa de la población colonial, mezclándose en su espíritu las supersticiones ingenuas del mundo autóctono con las complicadas supercherías del fanatismo peninsular” (1916, 260).

Otro artículo, esta vez debido a la pluma de Horacio Ramos Mejía y correspondiente al año 1917,4 se apoya en los estudios de un grupo de “eruditos americanos” —Juan María Gutiérrez, Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre, Vicente G. Quesada— para analizar la pervivencia de las formas de la literatura española más allá de los procesos independentistas (Ramos Mejía, 1917, 40). Su conclusión es una mirada que desnuda la continuidad de formas encubiertas de colonialismo:

En la literatura argentina ha residido el último baluarte de la dominación española. Cuando las ideas y los gustos íbanse hacia Francia, o hacia cualquier otra parte, nuestra literatura permanecía inobediente al sentimiento íntimo, afirmando su absoluto españolismo. Es esto perfectamente visible en Luca, en Echeverría, en Varela, en Mármol, y aun en poetas posteriores a estos, aunque en forma menos absoluta ya. […] Bueno es precisar —y de la reciente digresión surge un hecho que lo confirma— que las dos características coloniales persisten en esta literatura de la independencia: la una, su inclinación a inspirarse en fuentes extrañas a su propio medio, y la otra, esa armazón de retórica y sequedad con que la educación y el ambiente envolvieron al alma nativa hasta formarle una segunda naturaleza (Ramos Mejía, 1917, 50).

Si reparamos ahora en la vinculación estrecha entre los estudios coloniales, la recuperación de archivos y el trabajo filológico, no nos sorprenderá que algunos de los artículos de la RF que abordan temas coloniales lo hagan desde los estudios literarios y lingüísticos. Entre ellos, un artículo de 1918 del dominicano Pedro Henríquez Ureña, dedicado a responder la pregunta: “¿Cuál es el libro más antiguo de escritor nacido en América?” (Henríquez Ureña, 1918, 317). Tras pasar revista a bibliografía mexicana, cubana y de Santo Domingo, el autor construye un minucioso entramado filológico y documental para determinar las fechas de edición de algunos volúmenes y concluir en que el primer libro de escritor americano corresponde al mexicano Juan de Guevara, quien había publicado una doctrina cristiana en lengua huasteca en 1548. Pero entre los libros escritos en castellano, la precedencia le correspondía a Pedro de Agurto, autor de un tratado de los sacramentos, de 1573. El problema del origen de la cultura literaria en América se liga así a la cultura impresa y pone en escena la pluralidad lingüística propia de la producción intelectual en la colonia, aunque el artículo no ahonda en problematizaciones sobre el particular.

El valor de los saberes filológicos en el marco de la reflexión sobre la historia cultural, alcanza su punto más explícito en la conferencia que Martiniano Leguizamón, como miembro de la Junta de Historia y Numismática, pronunció en “El centenario de Antonio Zinny”, el 8 de octubre de 1921 en la sede de la Junta en Buenos Aires. El elogio al erudito se convierte, en ese discurso, en un elogio a los estudiosos del pasado americano, cuando se habla del “bibliófilo Antonio Zinny, a quien nuestra corporación que ama el encanto apacible de lo remoto americano, consagra esta sesión recordatoria de la primer centuria de su natalicio” (Leguizamón, 1921, 390). A partir de este homenaje se traza la línea de una genealogía de precursores en la recopilación de fuentes y documentos coloniales, en la cual se destaca la presencia de Juan María Gutiérrez y Pedro de Angelis, quienes son presentados como prefiguraciones de un futuro donde los estudios filológicos de corte cientificista serían solidarios de una evolución política que permitiría superar la irracionalidad del período rosista. Tanto en este como en otros artículos de la RF, ese momento de la historia argentina era visto como visceralmente hostil al trabajo intelectual, muy a pesar de la cita expresa de la figura de Pedro de Angelis, cuyo trabajo archivístico y documental sobre el período colonial no estuvo del todo desligado de la construcción de un discurso político para el rosismo (Salvioni, 2003, 59):

Tal vez mientras las muchedumbres recorrían frenéticas las calles voceando su adhesión al “Ilustre Restaurador”, con mueras de odio implacable a los “inmundos asquerosos salvajes unitarios”, aquellos hombres solitarios y temerosos se refugiaban en alguna habitación apartada con sus libros y papeles viejos, y veían correr las horas —steriles trans missimus annos— pensando en un lejano devenir (Leguizamón, 1921, 392).

Recordemos que fue recién en 1854 cuando el presidente e historiador Bartolomé Mitre fundó el Instituto Histórico-Geográfico del Río de la Plata, antecedente de la Academia de la Historia, convocando a figuras como Pedro de Angelis y Vicente López y Planes. Tal parece que la conferencia de Martiniano Leguizamón cae en un anacronismo al ficcionalizar, en plena época de Rosas, una convivencia armoniosa entre intelectuales de diverso signo político que se concretaría años después, en el marco del mitrismo.

Por su parte, Ricardo Levene se concentrará en las cuestiones educacionales en la época colonial, en un artículo de 1918 donde procura establecer el estado de la educación primaria en el coloniaje, para determinar el grado de cultura general en el año de la Revolución (Levene 1928, 70).5 También Sergio Cuevas Zequeira, presentado como “Profesor en la Universidad de La Habana”, en su artículo de 1921, “Para la historia de la filosofía en Cuba”, aborda la época colonial, particularmente el siglo xviii para rastrear, a través de la actuación del sacerdote cubano Félix Varela, los cambios educativos que llevaron a enseñar filosofía en español y no en latín, mientras se secularizaban tanto la ciencia como la filosofía y se otorgaba espacio a la enseñanza de la fisiología, en virtud de lo cual “echó Varela entre nosotros los cimientos de toda Psicología científica en lo porvenir” (Cuevas Zequeira, 1921, 445). Al año siguiente, Isaac Barrera, miembro de la Academia Nacional de Historia del Ecuador, colabora con un artículo sobre “La filosofía en el Ecuador colonial”. Del mismo modo en que Cuevas Zequeira veía en el cubano Varela un precursor de la enseñanza filosófica y científica moderna, Barrera verá en el jesuita y poeta Juan Bautista Aguirre, quien también vivió en el siglo xviii, una figura digna de elogio porque no enseñó la filosofía de Aristóteles sino que, “avanzando un paso más que Magnin, el arrojado jesuita que fue el primero en explicar el sistema de Descartes, introdujo y desenvolvió también algunos principios y doctrinas de Leibnitz” (Barrera, 1922, 389).

Quizás el único artículo que desentona ideológicamente respecto del resto sea el del crítico y novelista venezolano Rufino Blanco Fombona, “Psicología del conquistador español del siglo xvi”, de 1921. A diferencia de los otros artículos, es una apología de los descubridores y conquistadores españoles, a quienes califica como “hombres maravillosos” que “Descubrieron y sometieron casi la cuarta parte del planeta”, “en medio de los mayores obstáculos que sea dable vencer al hombre y en proporción numérica irrisoria con respecto a los conquistados”. La explicación del éxito de la conquista española en América, no se sale, sin embargo, del esquema de matriz racista para explicar los procesos históricos, aunque en el caso de Blanco Fombona las conclusiones sean de signo inverso. Dice: “Allí no venció el número, ni siquiera el arrojo, sino una raza superior sobre una inferior” (Blanco Fombona, 1921, 72), o bien “No olvidemos, para ser justos, que en la lucha de dos civilizaciones prevalece la superior, que fue lo ocurrido en América” (106). Su explicación revierte el argumento de Agustín Álvarez según la cual el grado de hispanismo y catolicismo era inversamente proporcional a la capacidad para la democracia. Al decir del venezolano, los primeros conquistadores provenían de “las clases humildes, el pueblo” (80) y por eso “El conquistador primitivo representa en América la democracia” (81), además de que “A ellos se debe, en primer término, el origen caucásico de las modernas sociedades de América” (112). Siempre en esta línea argumental, invierte el tópico epocal acerca de la superioridad de la raza anglosajona:

Los ingleses, raza más práctica y menos idealista que la española, van al Nuevo Mundo, pero ni lo descubren. Solo colonizan las costas. Cuando avanzan, al interior del continente norteamericano, es poco a poco, sobre seguro. Los españoles irrumpen América adentro y encuentran y subyugan sin preparación y en una continua realización de imposibles, imperios y razas exóticos. Mucho antes de haberse internado los ingleses en las soledades de Norte América, ya hubo españoles que, en parte, las recorrieran (Blanco Fombona, 1921, 94).

De más está decir que semejante posición no iba a quedar sin debate, y en una conferencia brindada en el mismo año por el jurista, profesor y político Antonio Sagarna, dedicada al Perú virreinal, se cuestionará esta visión idealizada de la Conquista. Desde luego, hay que considerar que Blanco Fombona había derivado en una defensa del hispanismo como resultado de su rechazo al imperialismo norteamericano. Pero Sagarna ofrecía una visión más crítica del legado hispánico y señalaba que, en las ciudades virreinales del Perú, la presencia de núcleos fuertes de colonización española había propiciado una inmigración de corte militarista y aristocratizante. Eso había hecho de ese país, ya desde la colonia, una entidad de rasgos sociales diferenciados respecto de la América del Sur. Su crítica al hispanismo conducía, a su vez, a una revalorización del indígena, pues Sagarna llegaba a afirmar que cuanto “más mezclados los conquistadores con la raza aborigen, más unificado y enérgico se manifiesta el espíritu disconformista, altivo y rebelde, como lo demostrarán los pronunciamientos y la energía de la lucha por la independencia” (Sagarna, 1921, 210), algo que, en su opinión, se notaba más en la zona serrana del Perú que en los enclaves urbanos. La idea de que la herencia española había propiciado en toda América cierta propulsión al militarismo, es cuestionada por Sagarna, quien busca refutar otro escrito de Blanco Fombona:

Luchamos nosotros, dentro y fuera de la patria, contra el enemigo común y con nuestros hermanos, desde las invasiones inglesas hasta la terminación de la guerra del Paraguay, sin descanso, con todos los elementos y todas las energías de la nación, sin que arraigara la planta militarista; circunstancia que, a pesar de su agresiva petulancia, parece ignorar en su anti-argentinismo y anti-peruanismo, el venezolano Blanco Fombona, en el prólogo tendencioso a las “Páginas Libres” de González Prada (211).

Como se puede ver en los fragmentos citados, ya se trate de cuestiones educacionales, filosóficas o literarias, tanto el factor religioso como el racial son ineludibles al hablar de la Colonia, que puede ser concebida como la época de la Conquista, el siglo xviii o como esa suerte de colonia restaurada que fue, al decir de Ingenieros, la época de Rosas.

LAS MIRADAS DISCIPLINARIAS: FILOLOGÍA, SOCIOLOGÍA, PSIQUIATRÍA

Quien trata, de algún modo, la cuestión desde un lugar de enunciación que se pretende disciplinario, es Ernesto Quesada, autor que, recordemos, inauguró la cátedra de Sociología en la Universidad de Buenos Aires. En su artículo, dice que se va a encuadrar en la “sociología americana”, y no en una sociología teórica, sino práctica o aplicada. Entre otros aspectos de interés, su trabajo tiene el mérito de poner en evidencia la consolidación del campo de estudios americanistas y su afinidad con saberes como la filología:

[…] ha conquistado carta de ciudadanía en el mundo intelectual “la ciencia del americanismo”, que tiene en su haber toda una copiosa bibliografía y los anales de una veintena de congresos internacionales […] la filología de las lenguas indígenas americanas está constantemente cambiando la orientación sociológica de nuestros conocimientos sobre las sociedades precolombianas, tanto las de alta civilización como las de verdadero salvajismo (Quesada, 1917, 354).

Su visión también se centra en cuestiones raciales, que articula pesimistamente con la capacidad para el desarrollo de sociedades modernas. Sintetizando un poco su idea, se podría decir que en Sudamérica, salvo en el Río de la Plata, perduraba un alto porcentaje de sujetos mestizados con lo indígena, lo que hacía casi imposible establecer un orden republicano en sociedades donde la raza blanca era minoritaria, y donde los blancos, para colmo de males, mantenían rasgos heredados del conquistador español, a los cuales se sumaban los atavismos precolombinos. Es muy ilustrativa al respecto la anécdota en la cual Quesada narra su encuentro con el antropólogo mexicano Manuel Gamio, presidente de la delegación de su país en el Congreso Científico Panamericano de Washington. Gamio, agudamente, le había hecho notar que en el congreso estaban representadas, en raza, idioma y cultura, no más de un 25% de las poblaciones de sus respectivos países (Quesada, 1917, 474), un comentario transcripto por Quesada como una verdadera cita de autoridad.6 A diferencia de otros colaboradores de la RF, éste no niega la predominancia numérica de las etnias indígenas o mestizas, pero no las ve susceptibles de integrarse en sociedades modernas, como pretendía Gamio, ni comparte el utopismo de Ingenieros, que cifraba sus esperanzas en la inmigración europea y el progresivo blanqueamiento —si se nos permite el término— de la población. Por ello, se alarma ante lo que llama un problema sociológico “pavoroso” (Quesada, 1917, 475), pues de esa conformación racial, heredada de los tiempos de la colonia, dependían nada menos que la formación de la patria y la nacionalidad.

La vinculación de la raza7 —indígena o española— con el catolicismo o sus sucedáneos —las supersticiones hibridadas por mestizos, negros e indios— es un factor que se menciona con frecuencia en estos artículos, en general en forma negativa. Una mirada menos adversa respecto de las instituciones religiosas es, no obstante, la de Josefina Coda, quien es presentada como “Doctora en Filosofía y Letras” y que en dos artículos de 1923 —cuya escritura parece afín a una monografía o tesis académica— desenvuelve su exposición sobre la Iglesia católica en la sociedad colonial. Según plantea, la Iglesia había cumplido cierto papel civilizatorio en América porque había luchado contra la poligamia indígena, garantizado el sustento de todos —al menos, de todos los habitantes de las misiones jesuíticas— y sentado las bases de los estudios americanos puesto que sus miembros —especialmente los sacerdotes de la Compañía— lograron reunir valiosa información geográfica, etnográfica y lingüística (Coda, 1923, 266). Por supuesto hay en sus páginas un cuestionamiento al accionar de la Inquisición, motivado, muchas veces, por la persecución de ganancias económicas, pero en líneas generales afirma que la Iglesia cumplió una función social de protección a la mujer y la familia aunque su actuación fue relativamente ineficaz al tratar de controlar el desorden racial, pues no pudo evitar el mestizaje, que también es problemático para esta autora. En sus palabras: “En conclusión: la Iglesia trataba de que las hijas se casaran con la aprobación de los padres de modo que no existiera la menor desavenencia. Vigilaba el estado de paz y concordia del hogar, evitaba amancebamientos entre personas notables del pueblo pero no pudo reprimir el estado de los matrimonios ilegales de la numerosa población negra e india con todos sus derivados” (Coda, 1923, 392, el resaltado es nuestro). O bien:

Cuando se formó cristianamente la familia, la niñez se confiaba a los negros esclavos que corrompían las costumbres españolas implantadas, e imprimían en los pequeños, que acompañaban siempre, las huellas de sus bajos sentimientos que agregados a la herencia indígena de los pueblos americanos se hicieron generaciones católicas de ideas fetichistas o idólatras con tantas supersticiones, que el desarrollo natural sentía todo su peso (404).

Tal como ha señalado Amanda Salvioni, la interpretación de la colonia americana replicó, en gran medida, el uso de categorías e imágenes que en Europa habían sido empleadas para la representación de la Edad Media en la construcción, sostenida en la historia y la filología, de las tradiciones nacionales: desde la concepción de una era de oscurantismo y miseria material y moral hasta la idealización caballeresca y heroica de una edad considerada fundacional, con todos sus matices intermedios (Salvioni, 2003, 12). En este proceso de invención, en el sentido retórico del término, hay ciertos rasgos o atributos de la Colonia que adquieren la dimensión de tópicos o lugares del discurso: raza, religión, lengua, barbarie, tiranía, despotismo, etc.

Como se ha visto en los casos precedentes, dependiendo de la imagen o concepto de la Colonia o lo colonial en lo cual pone el foco cada colaborador de la RF, se recurre a fuentes de información diferenciadas: libros antiguos o documentos de valor filológico en el caso de Henríquez Ureña, archivos y estudios históricos en el caso de Quesada, la literatura coetánea a la época de la independencia, en el escrito de Horacio Ramos Mejía, etc. En ese mismo artículo de Ramos Mejía hay una referencia al diseño urbanístico en la época colonial, al cual el autor atribuye un valor hermenéutico, ya que infiere de la forma de los edificios en la ciudad colonial una verdadera organización jerárquica de la sociedad, con la religión y sus instituciones en el vértice: “Sobre la apacible igualdad de la edificación restante, el atrevido seguimiento de los campanarios innumerables tenía todos los caracteres de un símbolo. Y el repique de sus campanas […] semejaría más bien, entonces, la exhortación conminatoria del señor despótico, cuya desobediencia era peligrosa” (Ramos Mejía, 1917, 47).

Lo que está en juego, en definitiva, es un debate sobre los orígenes que se torna necesario para predecir el futuro posible, y no es menor la importancia concedida a la forma en que esos orígenes son representados, así como la selección de los tópicos mediante los cuales se va estructurando la argumentación. Si en los primeros estudiosos del mundo colonial en el Río de la Plata —digamos, Juan María Gutiérrez, Pedro de Angelis e incluso el mencionado Antonio Zinny— era fundamental el recurso al archivo constituido por fuentes históricas de primera mano, los colaboradores de la RF contarán ya, obviamente, con una tradición de obras historiográficas y literarias en las cuales apoyarse. Veamos, por ejemplo, el caso de Ingenieros en los dos artículos mencionados sobre la mentalidad colonial en el rosismo, en los cuales, como es su estilo, recurre a una profusa bibliografía para sostener sus afirmaciones. Así, desfilan por estos artículos citas de los Estudios económicos (1895, póstumos), de Juan Bautista Alberdi; la Historia de la Confederación Argentina (1881/1883), de Adolfo Saldías; Rosas y su tiempo (1907), de José María Ramos Mejía; La creación del mundo moral (1913), de Agustín Álvarez; el Manual de la Historia Argentina (1910, póstumo), la Autobiografía (1896) y La novia del hereje, o la Inquisición de Lima (1854), de Vicente Fidel López; varias obras de Ernesto Quesada; La ciudad indiana (1900), de Juan Agustín García; Nuestra América (1903), de Carlos Octavio Bunge, o La religión en la sociedad argentina a fines del siglo xviii (1916), de Julio Noé. Horacio Ramos Mejía, en sus reflexiones sobre la literatura colonial —que en su opinión sobrevive, como quedó dicho, a la declaración de la Independencia— recurre a fuentes diversas, más abiertas al resto de América Latina, como la obra clásica de Riva Palacio, México a través de los siglos (1884), o a la Antología de poetas hispanoamericanos (1893-1895), de Menéndez y Pelayo, además de citar obras del período colonial como los Comentarios reales, del Inca Garcilaso, La Araucana, o la Historia verdadera, de Bernal Díaz del Castillo.

Quizás el caso más significativo en estas operaciones de selección de fuentes para leer los procesos coloniales sea el del ecuatoriano Julio Endara, quien se propone estudiar “La cultura filosófica en el Ecuador durante la Colonia”. Endara fue, como Ingenieros, un médico y escritor con inclinaciones filosóficas, que se consideraba discípulo del pensamiento del director de la RF y que llegó a fundar, en Quito, en 1937, los Archivos de Criminología, Neuropsiquiatría y Disciplinas Conexas, cuya vinculación con la revista casi homónima que durante tantos años dirigió Ingenieros es más que evidente. Endara publicó asimismo un escrito sobre José Ingenieros y el porvenir de la filosofía, primero en Ecuador y luego reeditado en Buenos Aires. Ese libro fue reseñado en la sección de “Análisis de libros y revistas” de la RF en 1922. Pero antes de esta reseña, en 1920, Endara publicó el artículo que nos ocupa y que, al decir de Arturo Roig, se editó casi simultáneamente en la Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria de Quito (Roig, 1977, 71-84). Lo notable es que, a pesar de elegir como su objeto un contexto socio-cultural marcadamente diferente del rioplatense —comenzando por el legado indígena inexcusable en Quito—, toma como sus referentes intelectuales a los autores argentinos, con Ingenieros a la cabeza, para reinterpretar el pasado colonial y la cultura ecuatoriana. La argumentación de Endara, que se apoya en los trabajos de Vicente Quesada, Bartolomé Mitre, Paul Groussac o Agustín Álvarez, llega al punto de afirmar que en el Ecuador precolombino, la “civilización incásica” tenía por norma la tolerancia religiosa, pues “se respetaban las creencias de los pueblos conquistados, sin exigir, al decir de los historiadores, otra cosa que la conformidad con la organización política y económica” (Endara, 1920, 400) y que se realizaban en la práctica “los ideales más avanzados de las posteriores doctrinas socialistas” (401), lo cual impedía que hubiera conflictos entre el capital y el trabajo, según su anacrónica conclusión.

De algún modo, en la perspectiva de Endara se deshace, forzosamente, la solidaridad hispano-indígena que para Ingenieros era causa del obstaculizado camino al desarrollo latinoamericano, cifrando en la cultura española la mayor carga de los males heredados de la situación colonial:

Decididamente la Conquista de América fue una casualidad muy desgraciada. El Imperio de los Incas, en especial, cuyo grado de civilización parecía haber llegado a respetable altura, bajo la imposición de particulares circunstancias, fue sujetado al dominio de un poderío ignorante, lleno de prejuicios e inconvenientes. No es posible comparar el adelanto de las civilizaciones americanas de entonces con la alarmante postración española (400).

Y aunque incluye en sus lecturas los inevitables libros de Juan de Velasco, Historia del reino de Quito, el célebre informe de Jorge Juan y Antonio Ulloa o las obras de Eugenio Espejo como fuentes sobre la filosofía y la educación coloniales, la misma RF pasa a ser la bibliografía de referencia, particularmente el artículo de Ingenieros sobre la mentalidad colonial que mencionamos antes. Es decir, gran parte de las fuentes bibliográficas que citaba Ingenieros y su mismo artículo, que versaba —recordemos— sobre la época de Rosas, se convierten en citas de autoridad en el trabajo de Endara, que se refiere al Ecuador y a la época colonial propiamente dicha. Incluso cuando hace referencia a pensadores españoles, como Emilio Castelar y su afirmación de que “España se ha suicidado por salvar el catolicismo”, encontramos que la cita no es de primera mano sino que está tomada de La cultura filosófica en España, del mismo Ingenieros. Veamos, si no, lo que afirma sobre las culturas indígenas, con la relativa excepción de los pueblos incásicos, en un párrafo que parece un eco de aquel de Ingenieros sobre un tema similar que leímos antes:

Y qué decir de las tribus salvajes, catequizadas por los jesuitas, cuya ponderada religiosidad se esfumó cuando la expulsión de sus mentores. Los aborígenes americanos, en especial los que no habían sido educados en la modalidad incásica, han sido siempre y son incapaces de asimilar cultura. Han llegado a adultos sin noción educativa alguna, y las prácticas impuestas por los misioneros, por más que fueron repetidas cada hora, no pudieron ni pueden tener otro valor ni significación que la imitación simiesca, es decir, el de un funcionalismo de orden mecánico (Endara, 1920, 412).

Una lectura especular, que es visible en el seno de la misma RF y que pone en evidencia un circuito de influencias mutuas que nos dicen mucho acerca del relativo prestigio personal de los autores y de la hegemonía de unas disciplinas sobre otras: la condición discipular de Endara respecto de Ingenieros, marcada por cuestiones generacionales; el prestigio de la producción historiográfica rioplatense en relación con el mundo colonial, que Ingenieros colabora en difundir y que es reapropiada para interpretar la historia de la filosofía ecuatoriana, y, finalmente, el peso de una disciplina como la psiquiatría, que parece habilitar a Ingenieros para estudiar “la mentalidad colonial”, como reza el título de su artículo cuyas conclusiones, como si se tratase de enunciados de validez científica universal, Endara traslada al “caso” ecuatoriano.

BREVES CONCLUSIONES

Los artículos de la RF comentados hasta aquí nos han permitido observar cómo la remisión al concepto de lo colonial, entendido como período histórico y como matriz sociológica y cultural, es funcional a la reflexión sobre los orígenes y posibilidades de una Argentina y una América Latina modernas. Asimismo, esa reflexión se torna solidaria de la institucionalización de ciertas disciplinas, entre las cuales destacamos la sociología y la filología que, desde el siglo xix, se estaban constituyendo como discursividades asociadas a la cientificidad esperable de saberes que se pretendían modernos. Por otro lado, factores como la raza y la religión, de tanto predicamento en el ensayo positivista y su afán por explicar el origen de los males políticos y sociales sudamericanos, atraviesan casi todos los enfoques, desde los históricos y sociológicos hasta los literarios y filológicos. Esto permite apreciar la hegemonía interpretativa que algunos conceptos adquirieron en el desarrollo de un corpus caracterizado por la heterogeneidad de sus tipologías discursivas: recordemos que los artículos comentados se derivan de clases magistrales, de trabajos de tesis, prólogos de libros, etc. Corpus que constituye, no obstante, un discurso unificado por la remisión a un referente: lo colonial, la Colonia, el coloniaje, que recubre una zona conceptual resbaladiza: la Colonia puede ser la época heroica y violenta de la conquista, el ámbito espacio–temporal de actuación del fundamentalismo y dogmatismo religioso católico, pero también la compleja ilustración dieciochesca americana que llega de la mano de los educadores pertenecientes a las órdenes religiosas e, incluso, esa suerte de Colonia restaurada que fue, al decir de Ingenieros, la época de Rosas. Todos casos que ilustran los diversos lugares de enunciación —geoculturales, ideológicos, disciplinarios— desde los cuales es interrogado el mundo hispanoamericano de aquella época.

En síntesis, lo que tenemos es una zona de producción discursiva sobre lo colonial/la colonia/el coloniaje, en el seno de una revista que se presenta como un proyecto funcional a la modernización cultural argentina. Eso conlleva un uso estratégico de la mirada sobre la Colonia, tanto si es entendida en términos históricos como si se la identifica adrede con otras manifestaciones político-sociales, como el rosismo en la pluma de Ingenieros. Aunque no sea el tema dominante en la revista, hemos observado que las reflexiones sobre el mundo colonial no escapan a las matrices de interpretación ideológica que la revista hereda del positivismo y de su visión cientificista y secularizada: cuestiones como la raza, en sus diferentes concepciones, o la relación entre la modernidad y el dogmatismo religioso están en el seno de la argumentación de los diversos artículos, cuya aparente neutralidad expositiva no oculta el hecho de que fueron escritos al calor de debates propios de la época: el caso Sagarna/Blanco Fombona, y su enfrentamiento respecto de la cuestión indígena y el hispanismo, es bien ilustrativo. Respecto del mencionado hispanismo, que es uno de los grandes tópicos que se asocia con lo colonial, la adhesión o no de los autores no responde a simples afiliaciones estéticas sino que se explica en virtud de posiciones ideológico-políticas propias de los años de entreguerra en que se publicó la RF, entre las cuales es de destacar el avance del imperialismo norteamericano.

Entonces, aunque en apariencia periféricos, podríamos decir que estos escritos sobre el mundo colonial siguen siendo funcionales al proyecto cultural de la revista: estimulan la reflexión sobre el lugar de la cultura sudamericana —y argentina, en particular— en el seno de la modernidad occidental y tratan de elaborar una historia geocultural del subcontinente tomando en consideración variables etnográficas, religiosas, lingüísticas y tradiciones sociopolíticas: pensemos en el complejo concepto de raza, el tópico de la herencia católica, el hispanismo visto como una matriz lingüístico-social, etc. A su vez, la legitimación de ciertos lugares de enunciación disciplinarios para formular un análisis de lo colonial, pone en evidencia la escala jerárquica de ciertos saberes en el marco de la RF: el peso de la medicina como ciencia desde el cual puede explicarse el complejo funcionamiento social, queda claramente visualizado en el diálogo intelectual entre Endara e Ingenieros, así como la progresiva institucionalización de la filología y la sociología quedan a la vista en artículos como los de Henríquez Ureña o Quesada. En todos los casos, es evidente que el regreso a la Colonia es una forma, para los colaboradores de la RF, de intervenir en los debates de su tiempo y de sentar posición respecto de cuestiones que fueron acuciosas en la segunda y tercera décadas del siglo xx.

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Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (conicet), Centro de Letras Hispanoamericanas (celehis), Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata (unmdp), cristina.fernandez@conicet.gov.ar, cristinabeatrizfernandez@gmail.com.

Sobre el proyecto editorial La Cultura Argentina y su definición ideológica, particularmente en contraposición con la colección coetánea editada por Ricardo Rojas, remitimos a Degiovanni, 2007, y Merbilhaá 2014. De aquí en más, haremos referencia a la Revista de Filosofía como RF.

Esta revista fue fundada en 1902 por Francisco de Veyga y la dirigió José Ingenieros, incluso durante su auto-exilio europeo, que tuvo lugar entre 1911 y 1913, aunque formalmente esa función fuese ejercida por el médico Helvio Fernández. Como bien explica Alejandra Mailhe, las sucesivas modificaciones de su título tienen interpretaciones epistemológico-políticas, pues desde el título original de Archivos de criminalogía, psiquiatría y medicina legal al de Archivos de psiquiatría, criminología y ciencias afines, cobra peso el avance hegemonizante de la psiquiatría y la criminología sobre otros campos del saber social (Mailhe, 2013, 3, nota 1). La misma autora señala que la aspiración cultural integradora que proyecta Ingenieros en la RF probablemente se vea anticipada en la heterogeneidad de voces disciplinares, provenientes de la psiquiatría y la criminología, pero también de “ciencias afines” como la pedagogía y el derecho, ya presentes en Archivos (Mailhe, 2014).

Respecto del libro de García, una de las fuentes de este artículo de Álvarez, decía Ingenieros: “esos sentimientos que dominan en La Ciudad Indiana no creemos puedan haberse incorporado de manera permanente y definitiva a nuestra psicología nacional: ello equivaldría a proclamar que, psicológicamente, seremos eternamente los legítimos herederos del culto del coraje, del desprecio a la ley, del pundonor criollo y de la declamación retórica sobre la futura grandeza del país. Confiemos en que la incorporación progresiva de nuevos elementos étnicos concurrirá, con la evolución económica del país, a corregir esa suposición pesimista”. Publicado inicialmente en la Revista de Derecho, Historia y Letras, Bs. As., en 1900, el artículo pasó a integrar el libro Sociología Argentina, en particular el subtítulo “La ciudad indiana” (Ingenieros, 1962, 75).

Escrito originalmente para oficiar como prólogo a La vida intelectual en la América española, durante los siglos XVI, XVII y XVIII, de Vicente Quesada, libro que iba a publicar La Cultura Argentina.

Con este propósito, la RF publica un documento del cabildo de Luján concerniente a un decreto del virrey Cisneros quien, asesorado por su consejero Manuel Belgrano, procuraba garantizar la obligatoriedad de la educación primaria.

Recordemos que Manuel Gamio (1883-1960), quien fue inspector general de Monumentos Públicos durante el gobierno de Victoriano Huerta (1913-1916), es una de las figuras emblemáticas de los estudios antropológicos surgidos en el contexto de la Revolución Mexicana con la finalidad de incorporar a la población indígena a la cultura nacional mexicana. Ya en el Porfiriato se había repensado la evolución histórica de México como el proceso de formación de una raza que fuera, a la vez, mestiza y moderna. En consonancia con esas líneas ideológicas y con obras historiográficas como México a través de los siglos, de Vicente Riva Palacio o México, su evolución social, coordinada por Justo Sierra, hubo durante los años ochenta del siglo xix un rescate arqueológico de monumentos, proyectado en las exposiciones internacionales de la época. Hacia fines de 1910, por impulso de Ezequiel Chávez y Justo Sierra, se fundó la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas, auspiciada por México, Francia, Estados Unidos y Prusia. Manuel Gamio adoptó en parte el relativismo cultural de Franz Boas, quien fue director de la mencionada Escuela Internacional, y defendió un concepto de nacionalidad alejado de las jerarquías raciales, y marcado por la unidad étnica de la población, un idioma común y manifestaciones culturales esenciales compartidas. Gamio, presidente de la delegación de México al Segundo Congreso Científico Panamericano (Washington, 1915-1916), presentó algunas de sus ideas en esa ocasión, luego recogidas en su libro, fundacional para el indigenismo revolucionario, Forjando patria: pro-nacionalismo (véase Kourí, 2013).

Haciendo referencia a los procesos de clasificación y categorización humana resultantes del proceso de conquista y colonización de América, afirma Mignolo: “Cuando el término raza (principalmente en el siglo xix) reemplazó a etnia y así se puso el acento en la sangre y el color de la piel en desmedro de otras características de la comunidad, raza se transformó en sinónimo de racismo. El racismo surge cuando los miembros de cierta raza o etnia tienen el privilegio de clasificar a las personas e influir en las palabras y los conceptos de ese grupo. El racismo ha sido una matriz clasificatoria que no sólo abarca las características físicas del ser humano (sangre y color de piel, entre otras) sino que se extiende al plano interpersonal de las actividades humanas, que comprende la religión, las lenguas […] y las clasificaciones geopolíticas del mundo […] Es importante recordar que la categorización racial no se aplica únicamente a las personas sino también a las lenguas, las religiones, los conocimientos, los países y los continentes” (Mignolo, 2005, 41-42).

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