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Vol. 12. Núm. 2.
Páginas 29-48 (julio - diciembre 2017)
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LA GUERRA DE CASTAS EN LA REBELIÓN DE LOS CRUZOOB, DE MIGUEL ÁNGEL SUÁREZ CAAMAL: DE LA VERACIDAD HISTÓRICA A LA FICCIÓN NOVELESCA
THE CASTE WAR IN THE REBELLION OF THE CRUZOOB, BY MIGUEL ANGEL SUÁREZ CAAMAL: FROM HISTORICAL VERACITY TO FICTIONAL NOVEL
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Carlos Vadillo Buenfil1
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RESUMEN

En este texto se analiza la novela La rebelión de los Cruzoob (1997), del campechano Miguel Ángel Suárez Caamal, desde una doble perspectiva discursiva: como realidad histórica y como realidad ficcional. En esta narración, que tiene como trasfondo histórico el conflicto armado denominado Guerra de Castas, la focalización del narrador se centra en la visión de los vencidos: los insurrectos mayas y su Cruz Parlante, por lo que este relato constituiría una representación de quienes se rebelaron contra la consuetudinaria opresión de los blancos yucatecos. Esta breve novela sobre el pasado peninsular mexicano actualiza y cuestiona temas vigentes en la contemporaneidad, ya que la problemática planteada no ha sido del todo resuelta; de este modo, concluimos, la lucha de la raza maya clama ser novelada para que su gesta no se pierda y permanezca en la memoria histórica.

Palabras clave:
Guerra de Castas
novela histórica
cruzoob
Suárez Caamal
mayas
ABSTRACT

In this text we analyze the campechano Miguel Ángel Suárez Caamal's novel The rebellion of the Cruzoob (1997) from a double discursive perspective: as a historical reality and as a fictional reality. In this story, that takes as a historical background the armed conflict designated the Caste War, the narrator focuses on the vision of the defeated: the Mayan rebels and their “Talking Cross,” making this text a representation of the point of those who rebelled against the customary oppression of the white yucatecos. This short novel on the peninsular Mexican past updates and questions relevant topics in the present, since the problems raised have not been completely solved; thus, we conclude, the struggle of the Mayan race yearns to be novelized so that their historical deeds be forever preserved in memory.

Keywords:
Caste War
historical novel
Cruzoob
Suárez Caamal
Maya
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Se trata más bien de retomar el combate allí donde ellos lo dejaron, sin olvidar la violencia que los venció, la que también es necesario intentar comprender.

Pierre Bourdieu

PRELIMINARES

“Voy a morir hijo mío, le dijo, por haberme comprometido incautamente en una gran guerra que pronto deberá estallar contra los blancos, guerra cuyas consecuencias quién sabe hasta dónde llegarán, ni quién sabe hasta cuándo acabarán […] no vayas a tomar parte en la guerra que va a destrozar el país” (Baqueiro, 1990a, 229). Estas fueron las últimas palabras que Manuel Antonio Ay Tec dirigió a su hijo el 25 de julio de 1847. El caudillo de Chichimilá, acusado de sublevación, es uno de los primeros mayas represaliados por los yucatecos, y su ejecución desencadenaría la rebelión indígena conocida por la historiografía como Guerra Social Maya o Guerra de Castas (Reed, 1971, 154). Las frases de Ay resultaron visionarias: desde la segunda mitad del siglo xix hasta inicios del xx, bajo el grito de “¡muerte contra los blancos!”, continuaron los brotes insurrectos de los mayas en la península yucateca.

El meollo de este conflicto armado fue, como el de otras contiendas, una guerra de clases entre dominadores y dominados en la que era necesario escarmentar y reprimir a los indios insolentes que se habían atrevido a levantar la voz y el puño contra la civilización y el progreso, contra la paz social, la seguridad de la propiedad y el orden institucional establecido, vigilado y sancionado por los blancos yucatecos. Dicho de otro modo: por la clase poseedora, representada por latifundistas, industriales y comerciantes (Pérez 1994, 95).

La historiografía encuentra que las principales causas de la insurrección maya fueron de índole socioeconómica y política. Ante los cambios económicos experimentados a partir de la Independencia, los ambiciosos hacendados yucatecos pretendieron hacerse de nuevas tierras para satisfacer las demandas productivas que reclamaban los mercados capitalistas; el problema era que esos territorios estaban ocupados por los indios mayas —que no se habían mezclado con los criollos o mestizos, y que pretendían seguir manteniendo privilegios y prebendas, como en la época colonial—. Así que el blanco acudió a la invasión, “al derecho de conquista”, al despojo “legal” y violento de las propiedades comunales, al acoso y a la explotación de los mayas en las haciendas y ranchos. Esto sería el germen del descontento, la defensa y la rebeldía de los indios —los añejos y legítimos propietarios de la tierra—, que en aquellos espacios del sur y oriente de la Península habían mantenido incólumes sus costumbres y creencias (Rodríguez, 1990, 25-26).

Las protestas también se desataron contra los impuestos desorbitados: los mayas reclamaron aquellas falsas promesas de nulas contribuciones si participaban en las revoluciones internas, ya que desde 1840 eran constantes las desavenencias entre liberales y conservadores, entre los gobiernos que armaban y usaban a los indios como carne de cañón para ser enrolados en sus bandos. Esas luchas representaron la oportunidad para que los indígenas se reunieran y, sobre todo, se familiarizaran con las armas y se entrenaran en tácticas guerrilleras, lo que posteriormente hizo nacer en ellos la necesidad de defenderse ante los oprobios y de luchar unidos en contra del sempiterno enemigo invasor que no cesaba en sus explotaciones y vejámenes (Berzunza 1997, 61).

La lucha entre blancos e indios, entre “la civilización y la barbarie” —como la calificaron los gobernantes, intelectuales y periodistas blancos yucatecos decimonónicos en sus documentos—,2 tuvo su origen en que los indígenas, en posesión de varias ciudades y pueblos, “concibieron el proyecto de sustraerse de la obediencia de la raza blanca”, lo que ocasionó una “guerra desnaturalizada que ha inundado de sangre la Península, que ha arruinado la fortuna pública y privada, y que ha convertido la parte central del Estado en un montón de ruinas” (Suárez 1993, 155), como señalara en marzo de 1861 el general Juan Suárez y Navarro, en el informe testimonio que redactó a petición del gobierno de Benito Juárez.

La pugna social peninsular es motivo narrable en La rebelión de los Cruzoob (1997), de Miguel Ángel Suárez Caamal (Calkiní, Campeche, 1953), ficción que —como razona Lukács sobre el cometido de la novela histórica— pretende hacer “vivir al lector el pasado en toda su verdad y realidad” (1966, 58), y se suma a otras novelas cuyo trasfondo es la Guerra de Castas: La conjura de Xinun (1958), de Ermilo Abreu Gómez; Ascensión Tun (1981), de Silvia Molina; De la misma herida (1985) y El cuello del jaguar (2000), ambas del meridano Joaquín Bestard Vázquez, y —de más reciente publicación— Península, Península (2008), de Hernán Lara Zavala, y El llamado de los tunkules (2011), narración en maya-español de la yucateca Marisol Ceh Moo.

HISTORIA Y LITERATURA: UNA PERFECTA SINERGIA

En el relato histórico la ficción y la historia dialogan y se amalgaman; como afirma el escritor Ignacio Solares en una conversación: “el novelista tiene la ventaja de que puede llenar los huecos dejados por la historia, ahí donde la historia no puede ir más allá, el novelista puede usar la imaginación, siempre y cuando parta del dato histórico” (González, 2014). Para dotar de verosimilitud a su creación, el escritor de este subgénero narrativo se da a la tarea de recuperar un pasado histórico más o menos lejano; para lograr este fin, acarrea un conjunto de materiales no ficticios que, sumados a su capacidad inventiva, le servirán para confeccionar la ficción novelesca con carácter histórico (Mata 1995, 17-18). Si bien los procedimientos de la escritura de la historia y de la literatura son diferentes, puesto que —destaca Fernando del Paso— “la historia registra, y la novela imagina [y] recrea” (Aguilar, 2015), ocurre que en la ficción histórica estos componentes se fusionan para confeccionar un producto artístico traspasado por la hibridez.

Tres son los aspectos estilísticos que nos interesa destacar de la novela corta de Miguel Ángel Suárez Caamal: el primero es el apego a lo fáctico, la fidelidad a los sucesos históricos que se eslabonan en los primeros años de la guerra. El abanico temporal de la historia novelesca inicia con las noticias de la muerte de Cecilio Chi, en 1849, y cierra en 1852, con el entierro del inventor de la Cruz Parlante, José María Barrera, muerto en combate en diciembre de ese año. La segunda particularidad narrativa es la focalización de la voz que enuncia principalmente desde el lado de los indígenas, es decir, desde los vencidos, aunque en otros apartados —los menos— recrea lo que acontece en el bando yucateco, como la reunión en Mérida del gobernador Barbachano con su gabinete, o el recibimiento en el puerto de Campeche del general Manuel Micheltorena, encargado por el entonces presidente Antonio López de Santa Anna para dirigir la guerra contra los indios, o los preparativos de los blancos para diseñar ataques a los mayas, sobre todo en el último capítulo del relato. La tercera cualidad de estilo es la inclusión en el discurso novelesco de otras categorías narrativas como el mito, la épica y la leyenda, registros que matizan el tono realista de la novela y dan cuenta de otros niveles de realidad. El mito se figura en la fundación de la ciudad de Chan Santa Cruz; la épica se reproduce a través de las visiones oníricas de aguas tenebrosas o cenotes sanguinolentos que tienen los capitanes Cecilio Chi y José María Barrera, y la leyenda se incorpora a través de la breve narración sobre la dama que espera al amante a orillas del mar.

En este entendimiento, La rebelión de los Cruzoob se incardina en la nombrada novela histórica, subgénero que, estima Lukács, trata “de demostrar con medios poéticos la existencia, el ‘ser así’ de las circunstancias históricas y sus personajes” (Lukács, 1966, 46). De esta manera, la novela del campechano se apega a la vertiente histórica tradicional —a pesar de lo señalado sobre el punto de vista del narrador omnisciente que se escora más hacia el mundo de los indios—, por lo que todos los personajes de su trama, tanto capitanes mayas como militares blancos, tienen su correspondencia con la veridicción. La trama de Suárez Caamal incursiona en otra época, por ello, la voz narrativa se preocupa por ubicar los hechos en una temporalidad y una espacialidad muy precisas, al grado de propiciar la incursión del discurso ficcional dentro del discurso historiográfico (Aínsa, 2003, 34-35), originándose así una construcción ficcional que no recae en las tendencias de la nueva novela histórica hispanoamericana, si tomamos en cuenta que las pretensiones de ésta son mantener un discurso sistemático desde la intimidad de los personajes históricos, desde las visiones de varios personajes, o desde la perspectiva del humor, la irreverencia y el desenfado, creando en ocasiones personajes imaginarios que se erigen en narradores y que rompen o contradicen las transcripciones de la historia oficial (Barrientos, 2001, 14-17).

La narración de Suárez Caamal se estructura mediante cinco capítulos cortos, cada uno con su correspondiente título que sintetiza la materia narrada: “La retirada”, “Chan Santa Cruz o el Santuario”, “Habla la Cruz”, “Los Cruzoob o la Nueva Resistencia” y, por último, “La cruz calla”. Pero la novela no solo enraíza con la particular historia peninsular, sino que también incluye el mito, la superstición, los sueños y lo legendario para sus fines estéticos. Por esto afirmamos que La rebelión de los Cruzoob, como toda obra ficcional con vocación histórica, extrae su material de la historia y su forma del arte narrativo; como literatura pretende la veracidad, pero no obligatoriamente la exactitud histórica (Aínsa, 2003, 52). No por nada, el linde entre la historia y la literatura ha sido permeable a través del tiempo, de ahí que “la savia de la historia [vivifique] la literatura, y viceversa, la literatura es una fuente —si bien indirecta o secundaria— para el conocimiento histórico” (Mata 1995, 14).

Desde las primeras líneas de la novela se ponen de manifiesto las concomitancias con los hechos verídicos, como las discrepancias que existieron entre los caudillos mayas; así, la frase inicial del narrador nos ubica de inmediato en la historicidad: “Era mayo de 1849, cuando la noticia de la muerte de Cecilio Chi, llegó a los oídos de Venancio Pec” (Suárez, 1997, 13). La información de la muerte del caudillo llevada a Pec por un mensajero, da origen a una de las tácticas narrativas a las que acude el autor calkiniense para informar sucintamente al lector de hechos ocurridos antes del presente narrativo, pues la retrospección de uno de los protagonistas echa a andar el mecanismo de la memoria para realizar un recuento de los vaivenes de la guerra.

El relato comienza in medias res, si consideramos que Venancio Pec recuerda la traición de Jacinto Pat, acontecida un año antes, cuando pacta con los dzuloob mediante un tratado. Como podemos apreciar, “lo histórico se personaliza y se percibe y enuncia desde una subjetividad” (Aínsa, 2003, 56), desde la conciencia individual de Pec, donde ciertos hechos fulguran —nos especifica el narrador omnisciente— como el disparo de su escopeta o como un río que fluye. Este breve recuerdo de Pec son los Tratados de Tzucacab celebrados por los enviados de Barbachano y el cacique Pat, en abril de 1848, en los que acuerdan bajar los gravámenes civiles y eclesiásticos a los indios, la cancelación de las deudas contraídas por los mayas sirvientes y el reconocimiento a la permanencia en el poder, tanto de Barbachano como de Pat, cada uno gobernando en su correspondiente esfera de acción. Y es que los blancos conocían las ambiciones “del caudillo de Tihosuco al que llenaron de halagos con la igual promesa de convertirle en gobernador de todos los indígenas de Yucatán” (Quintal, 1988, 12). La consecuencia de este acuerdo es el repudio total del dirigente Cecilio Chi hacia Pat, considerándolo un traidor por pactar en contra de sus hermanos de raza; el plan de Chi consistía en la expulsión de los blancos de la Península y su aniquilamiento total, sin negociación alguna (Rodríguez, 1990, 55-56). Un historiador consigna que los compañeros de armas de Pat “bramaban de coraje desde el instante que bajó de Tihosuco, para tratar con el cura Vela en Tzucacab. Uno de ellos era Cecilio Chí, quien poniéndose de acuerdo con los de Oriente, le escribió desde Tinum, tratándole de cobarde y de traidor” (Baqueiro 1990b, 180). De tal modo, los clamores de los guerreros mayas a lo largo de la ficción de Suárez Caamal van dirigidos a los señalados enemigos del alzamiento: “¡Muera el traidor Jacinto Pat! ¡Mueran los dzuloob!” (Suárez, 1997, 21). En el odio hacia el bando invasor y en el ideal de poseer un territorio con régimen propio coincidían plenamente los sublevados, como queda de relieve en la novela al resaltarse la intención de los oprimidos por cauterizar “la herida de su raza esclavizada y ofendida desde los tiempos viejos de la Conquista” (Suárez, 1997, 16).

Otro punto histórico recreado en el primer segmento del relato es la participación de la Iglesia como instancia mediadora entre blancos e indios, intervención que no es extraña si recordamos que en la época colonial la Iglesia, a través de sus curas párrocos, había ejercido influencia para adoctrinar a los autóctonos para el servicio de la clase dominante, porque “la ideología religiosa es instrumentada como un medio de lucha para vencer la resistencia de los campesinos” (Quintal, 1988, 12), a favor de los terratenientes. En la segunda mitad del xix, la Iglesia gozaba de privilegios emanados de la paz social: los clérigos vivían del erario y de los impuestos de parroquia por los servicios que prestaban a la feligresía, incluyendo a los indios. Por estas circunstancias, el gobierno de Barbachano no dudó en solicitar la intermediación de los ministros, recayendo la responsabilidad de la primera comisión en José Canuto Vela, cura que traducía la lengua maya y que, según los historiadores, procuró la reconciliación entre las partes contendientes. Compendia la historia que en 1848, en compañía de una delegación gubernamental, Vela acudió a la cita con varios jefes sublevados, portando una carta pastoral del obispo de Yucatán, José Luis Guerra, en las que pedía piedad y sumisión a los alzados y los exhortaba a escuchar a los ministros. La contestación de los jefes fue contundente al cuestionar a los santos curas sus pasividades y omisiones mientras los poderosos blancos humillaban y diezmaban a los mayas, como documenta Baqueiro: “¿Por qué no nos tuvieron lástima cuando esto sucedió? ¿Y ahora se acuerdan, ahora saben que hay un verdadero Dios? ¿Cuándo nos estaban matando, no sabíais que hay un Dios verdadero? […] Porque si os estamos matando ahora, vosotros primero nos mostrasteis el camino” (Baqueiro 1990b, 138).

En la novela de Suárez Caamal la contestación de los rebeldes a la Iglesia se aproxima a lo transcrito por Baqueiro, según recuerda Venancio Pec cuando reconstruye en su remembranza la indignación de Cecilio Chi por los pactos celebrados:

Le recordamos que no fuimos quienes iniciamos estas muertes. ¿Por qué ahora que nosotros les devolvemos lo que siempre nos han hecho, se acuerdan de que hay un solo y verdadero Dios? ¿Por qué cuando su gente quemaba nuestros pueblos y mataba a nuestra gente […] no les decían a sus hermanos de raza lo mismo que hoy nos dicen? ¿Hasta entonces se dieron cuenta de que había un gran Dios? (Suárez, 1997, 15).

Los analistas del conflicto peninsular han demostrado que todo intento pacificador emprendido por Canuto Vela fue inútil, como se evidencia en 1850, en otro conato conciliador con los caudillos Barrera, Pec y Chan, en territorio maya, y que es abordado en el capítulo segundo de la novela. Ante la furia de los insumisos, tanto el cura como la comitiva salen huyendo de Kampokolché por las veredas selváticas. El padre Vela es el único personaje de La rebelión de los Cruzoob que pone en tela de juicio la razón de los blancos en la guerra; en monólogo interior se transcribe su conciencia atormentada: “¿Quiénes seremos los que estamos equivocados? ¿En verdad son ellos o nosotros los que hemos estado engañando?” (Suárez, 1997, 52). La actitud del Vela ficcional concuerda con la demostrada por el cura Vela, quien preocupado por la paz en Yucatán —como reconoce el cronista Baqueiro al examinar los diarios del religioso— mantuvo correspondencia con los sublevados. Incluso el mismo Vela advirtió en un par de epístolas a José María Barrera que las tropas del gobierno lo buscaban, lo que forzó al caudillo a internarse en la selva donde funda Chan Santa Cruz y el culto a la Cruz Parlante (Canto 2003, 119).

También en el relato se aborda la vergonzosa captura y venta de indios mayas para trabajar esclavizados en los ingenios de Cuba, asunto que no soslaya Suárez y Navarro en su informe, pues “los millares de indígenas que existen en Cuba en virtud de contratas, que realmente son títulos de servidumbre, merecen toda la atención del gobierno mexicano para solicitar su libertad” (Suárez 1993, 189). El hecho se recrea en la recordación de Pec sobre las palabras de Cecilio Chi invitándolo a refugiarse en otras tierras: “Fue entonces que nos retiramos hacia acá a Chanchén, hasta estas selvas, para que no caigamos; si no muertos, lo que era peor, como esclavos vendidos cual animales a la isla de Cuba” (Suárez, 1997, 19). En el primer pasaje del segundo capítulo se desarrolla esta idea en un breve cuadro escenificado en un barracón de esclavos negros y mayas, cuando un indio afiebrado, antes de sucumbir, refiere la tierra de donde procede: “Nací en Tepich… ¿Qué dónde queda mi pueblo? Está atrás de ese mar que puedo oír allá a lo lejos” (Suárez, 1997, 33).

Nuevamente se entrecruza la ficción con la documentación: un decreto expedido por el gobernador Barbachano, en noviembre de 1848, permitió la venta y tráfico de mayas a Cuba para trabajar como esclavos en los ingenios azucareros. Así, los gobernantes yucatecos se deshicieron de los mayas rebeldes que caían prisioneros, expulsándolos de la Península, y obtuvieron pingües negocios con el tráfico de los enemigos. Se cree que entre 1849 y 1861 fueron enviados a Cuba unos 2000 indios y mestizos cuya fuerza de trabajo fue comercializada por los contratantes (Quezada 2011, 152-153). El Espíritu Público, periódico semioficial del gobierno del Estado de Campeche, reprodujo del periódico veracruzano El Progreso una nota intitulada “Comercio de sangre” que trata del tráfico de esclavos mayas a Cuba a bordo del vapor “México” que partió de Veracruz con 172 indios yucatecos que van “á igualarse con los miserables negros que se emplean en la agricultura á racion de tasajo, cuando se les dá, y escaso plátano, y á las suaves caricias del látigo de los contramayorales”. La nota comenta que ese tráfico se hacía bajo un contrato pactado por el gobierno de Mérida y lamenta que se exportasen por igual indios rebeldes que pacíficos: “¡Horrible comercio que solo podría promoverse y sostenerse por perversos conservadores que adheridos á los rebeldes de Tacubaya, gobiernan algunos departamentos de la península de Yucatán” (El Espíritu Público, 1868b, 3-4).

La compra de armamento a los ingleses, en la Bahía de la Ascensión es otra situación histórica aludida en la ficción de Suárez Caamal. El suceso es mencionado por un sueño de Barrera en el que se contempla en dicha bahía recibiendo armas. Como ha indagado Quintal Martín, en las márgenes del Río Hondo y de la laguna de Bacalar muchos comerciantes yucatecos se empeñaban en el negocio de rifles y pertrechos de guerra que vendían a los caudillos mayas, a cambio del oro y la plata saqueados de las viviendas y las iglesias de los yucatecos. Algunas misivas cruzadas entre 1849 y 1850 lo corroboran (Quintal, 1988, 9). Pero también se enriquecieron con el negocio de armas los traficantes y colonos ingleses asentados en territorio beliceño; un “comercio infame” que se inició desde que los indios fraguaron los preparativos de la contienda y desde los primeros días de iniciada la guerra, como escribió Joaquín Baranda Quijano cuando se desempeñaba en 1873 como gobernador del Estado de Campeche (Baranda 2005, 47). La condena de los peninsulares a la colonia inglesa de Belice fue unánime, tanto por la vía diplomática como por la prensa de la época: “La guerra de indios es un cáncer que acabará por matar á la Península y la mano que alimenta ese cáncer es Belice” (El Espíritu Público, 1868a, 1). Incluso en la década de los años setenta de aquel siglo, el problema con el país vecino persiste, como advierte la editorial del periódico del gobierno campechano: “Para nadie es un misterio que la guerra de castas ha sido fomentada desde sus principios por nuestros vecinos de Belice, que no han cesado de proporcionar armas y recursos de todas clases á los enemigos de nuestra civilización y de nuestro bienestar” (La Discusión, 1873a, 1). Esos enemigos eran los rebeldes de Chan Santa Cruz.

Como hemos venido demostrando, son varios los vasos comunicantes que se entablan entre los hechos factuales y los hechos ficticios narrados en La rebelión de los Cruzoob; en este sentido es una novela histórica que no sólo localiza en el pasado las causas de lo que sucedió después, sino que también delinea el proceso por el que esas causas se encaminaron lentamente hacia la producción de sus efectos (Eco, 1985, 81).

Los episodios épicos insertos en la narración de Suárez Caamal la sustraen de lo meramente histórico y la dotan de carácter ficcional, como cuando un par de jefes mayas vislumbran su propia muerte. En el agua de un cenote, Cecilio Chi atisba batallas y en una sombra que cruza sobre su imagen reflejada en el acuoso espejo advierte su futuro ocaso. Cree el líder que los dioses antiguos —o el Dios que les han enseñado los blancos— le han mandado el aviso de su fin: “Aún me parece ver en el agua del dzonot, el augurio de mi desaparición” (Suárez, 1997, 18). Es una ensoñación en la que el agua cristalina se torna tenebrosa y profunda, una señal del “agua triste y sombría que transmite extraños y fúnebres murmullos” (Bachelard, 1978, 77). En el plano de lo simbólico “contemplar el agua es derramarse, disolverse, morir” (77), y Cecilio Chi participa de ese sucumbir al encontrarse con las ropas empapadas después de la ensoñación de la muerte, como si se hubiese hundido en el agua del cenote para diluirse en ella; lo reiteramos: “el agua es el verdadero soporte material de la muerte” (103). Su destino trágico anunciado en este vaticinio alude a los tiempos fundacionales de los héroes, y es, al mismo tiempo, “la formulación de una carencia o de una limitación de la libertad en el devenir del héroe, de cara a su presente histórico” (Prado, 2000, 311).

Del mismo modo sucede a José María Barrera, otro caudillo que también entrevé su expiración a través de un sueño que cuenta a Juan de la Cruz. En su propia profecía onírica un viento lo levanta y lo bota dentro de un cenote que ve teñirse de rojo mientras se va ahogando. Barrera barrunta su próxima extinción: la sangre acarrea la muerte, en la poética de la sangre se concentra la “poética del drama y del dolor, ya que la sangre nunca es feliz” (Bachelard, 1978, 96-97).

La vuelta a episodios infantiles también da pie para las recreaciones literarias en La rebelión de los Cruzoob. Es el caso del general Rómulo Díaz de la Vega3 cuando atrapa una paloma que vuela de la iglesia de Tihosuco hasta sus pies; el incidente detona los recuerdos: una paloma blanca que apresa de niño y que muestra a sus padres, quienes descubren el signo de la cruz en un ala. Años después sabría que esa paloma, tradicionalmente considerada un símbolo de paz, iba a ser para él un emblema de guerra: “La cruz de la paloma… Sí, la cruz. Ahora todo está claro, madre. Voy a luchar contra algo muy fuerte” (Suárez, 1997, 109). Es la revelación que, a pocas horas de partir hacia Chan Santa Cruz, le sobreviene al general Díaz de la Vega.

En la novela también se intercala la leyenda. Es la concisa historia de amor entre una joven campechana y el general Micheltorena que arriba a la capital de Campeche para organizar al ejército que partirá para combatir a los indios rebeldes. En la ciudad portuaria la conoce en medio de los agasajos y del baile que dan en su honor las autoridades y la sociedad. El militar promete a la muchacha volver por ella apenas acabara la guerra en Yucatán. La joven, dicen los anales de la ciudad, lo esperó hasta el fin de su existencia en el muelle, por si regresaba el buque. “Lo que no se supo nunca es si el general Micheltorena volvió por ella” (Suárez, 1997, 46). Este aire de prosa romántica recuerda los ambientes marinos de las leyendas decimonónicas escritas por Justo Sierra: “Marina” y “Playera”. Estos recursos literarios, a los que agregamos la inclusión de metáforas que intrincan a la naturaleza con el clima de violencia que flota en el ambiente novelesco, reafirman el estatus estético de La rebelión de los Cruzoob: “Por ratos, la luna hería a machetazos de luz, diversas partes de la selva” (Suárez, 1997, 39). Sin embargo, en la composición de ciertos fragmentos se echan de menos descripciones más elaboradas y menos reiterativas, sobre todo por tratarse de una novela corta. De igual manera, consideramos, la armazón de la complejidad psicológica de los héroes mayas trasluce una etopeya un tanto desdibujada y plana.

Con todo, la importancia de este relato reside en que aborda una problematización histórico-política de la península de Yucatán que ha sido poco afrontada por los narradores, ya regionales, ya nacionales. Como hemos venido sosteniendo, esta obra de Suárez Caamal es una recreación de la realidad histórica teñida de la visión literaria, por lo que, a través de la ficcionalización, el discurso historiográfico se enriquece (Aínsa, 2003, 25-27). Por este argumento conviene recordar que la historia es un inmenso rompecabezas al que muchas veces le faltan piezas, y es el arte, a través de la ficción novelesca, el que ha rellenado, de manera verosímil, esas lagunas dejadas por la ciencia (Mata 1995, 46).

LA CRUZ PARLANTE Y LOS CRUZOOB

El suceso histórico que más ocupa espacio textual en la novela (tres de los cinco capítulos) es la fundación, a mediados de 1850, de Chan Santa Cruz, la ciudad santuario de las Cruces Parlantes. La génesis del mito en la novela es el sueño del capitán mestizo José María Barrera; en una realidad onírica el dirigente se ve vagando por la selva en busca de agua, hasta que descubre un cenote. Al amanecer emprende la exploración y encuentra la fuente de agua, como aconteció en la ensoñación. Para no perderla de vista, Barrera grabó tres cruces en un caobo, y se dijo: “Tal vez ellas sean la fuerza que nos hace falta para reorganizarnos” (Suárez, 1997, 60). No solo las cruces, sino también el tronco debió transmitir a Barrera su sacralidad porque, como opina Bernardin de Saint-Pierre sobre la sacralidad de la naturaleza, “un árbol, con todas sus armonías, nos inspira no sé qué veneración religiosa. Por ello Plinio dice que los árboles fueron los primeros templos de los Dioses” (Bachelard, 2006, 135). Fue así como las cruces cinceladas sobre el tronco fueron la imagen protectora de la inicial religión de los Cruzoob, una realidad ficcionada que Barrera proporcionó a sus correligionarios; no por casualidad escribe Pessoa que “es la ficción lo que forma la religión, la moral y la estética…” (Merino, 2005, 90).

La fundación de la ciudad adquiere en la novela dimensiones míticas. El simbolismo del mito es frecuentemente religioso, pues es la narración de acontecimientos sagrados (Beristáin, 1998, 334), como ocurre con el espacio selvático organizado por Barrera: “¡En este sitio habremos de fundar nuestra ciudad santa!” (Suárez, 1997, 62), perora a los congregados que llevan ofrendas y velas para adorar a las representaciones celestiales. La idea del caudillo adquirió fama, convirtiéndose muy pronto en un santuario y punto de unión, particularmente luego de mandar construir las tres cruces de madera que descendieron del cielo para ser guías y protectoras, infundir ánimos y dictar profecías a los Cruzoob, aquellos guerreros mayas allí reunidos, la nueva resistencia. El símbolo religioso conocido como Cruz Parlante, en el que confluyeron tanto la tradición cristiana como las concepciones religiosas prehispánicas (Lizama 2000, 133), vaticinaba a favor de los mayas rebeldes. La descripción literaria del santuario se apega a la realidad histórica, si atendemos a un fragmento de un parte oficial de un militar, publicado en 1851, y que por su interés reproducimos:

Por las comunicaciones tomadas á Barrera [José María] que le acompaño, se impondrá del grado de superstición en que se mantiene por interés particular á los indios, respecto de la adoración de las cruces, habiéndoles hecho creer que éstas fuéron aparecidas en un pozo del mismo rancho, que hablan y que á nombre de la Divinidad le aseguraron el triunfo de la causa que ellos sostienen, siempre que llegasen á ocupar á Kompocolché. De todas partes de lo interior bajan á Chan Santa Cruz porción de familias, con el exclusivo fin de conocer y adorar á las cruces, encenderles velas y obsequiarlas con dinero, maíz y otros efectos que recibe el patrón para entregar al mencionado Barrera (Novelo, 1851, 2).

En su primer mensaje, la Cruz Mayor ordena a José María Barrera seguir en la guerra y pide unidad a las tropas de indios. Barrera asegura a sus seguidores que las tres cruces bajaron del cielo para protegerlos de las balas de los blancos, encauzarlos en la batalla, e infundirles nuevos bríos, como se plasma en el relato: “[…] nosotros somos los cruces, los cruzoob […] ¡¡Vamos a nacer de nuevo!!” (Suárez, 1997, 65-67). La estrategia de Barrera es hacer “hablar” a la Cruz mediante Manuel Nahuat, un ventrílocuo con el que se ha confabulado para sus fines: “Nada malo estamos haciendo. Al contrario, Manuel; esto es lo que necesitaba nuestra gente. Algo que les cimbre la conciencia y el corazón. Y parece que gracias a esta habilidad tuya para aparentar que algo o alguien hable, como si fuese verdad, lo estamos consiguiendo. No hay nada que temer, sukuun” (Suárez, 1997, 71).

Por la invención de ficciones —mitos, fábulas— que traspasan las fronteras de la realidad, durante mucho tiempo el ser humano ha vivido en la metaficción, ya que invenciones simbólicas y realidad estaban íntimamente relacionadas (Merino, 2005, 90) y amalgamadas, tal como actúa Barrera al crear para su pueblo la fábula de la cruz, una realidad metaficcional de orígenes divinos. En este sentido, la línea que divide los hechos ocasionados por la voluntad del destino (el Maravilloso y Verdadero Dios) y los sucesos producidos por la voluntad de los hombres, no está trazada con exactitud en el pensar maya y la misma Cruz Parlante “fue objeto de grandes sospechas en este aspecto, y las discusiones de hoy en día sobre la cruz están llenas de escepticismo acerca de su naturaleza divina” (Burns, 1990, 398-399).4

Los dos últimos capítulos de esta novela contienen las descripciones y narraciones de los ataques a pueblos yucatecos y las batallas de los Cruzoob, siempre fortalecidos por la protección de las Cruces, y abarcan un tiempo progresivo de dos años, como señala con puntualidad el narrador, según van aconteciendo los hechos. En estos apartados la focalización narrativa se divide en ambos lados contendientes, tanto en las ceremonias de los mayas para escuchar los mensajes de la Cruz, como en los preparativos del ataque final del coronel Novelo al centro ceremonial que será destruido por los blancos.

Dos veces cayó Chan Santa Cruz y dos veces fueron incautadas y derribadas las Cruces Santas por las tropas yucatecas. Después de la primera destrucción y muerto el ventrílocuo, Barrera continúa con los mensajes de la Santísima Cruz; sólo que ahora se los dicta a un sacerdote maya intérprete, y el propio Tata Barrera lo transmite a la comunidad utilizando el seudónimo de Juan de la Cruz. El sincretismo religioso en torno a la Cruz Parlante es lo que finalmente acabó uniendo y dotando de nuevas energías a los guerreros cruzados para continuar la lucha contra las injusticias y expolios de los yucatecos. Es una idea persistente a lo largo de la novela, ratificada por la voz narrativa y por diversas voces que intervienen: “¡¡Cruzoob!! ¡¡Seremos invencibles!! Fue el grito que selló esta nueva etapa del santuario y de los sublevados bravos del oriente como también se les conoció por mucho tiempo […] no estaban vencidos […] nunca lo estarían, como mucho tiempo después de la muerte de José María Barrera, ellos seguirían demostrando” (Suárez, 1997, 98-99).

La novela concluye pero la batalla de los mayas no termina, de acuerdo a las líneas finales de Suárez Caamal que dejan entrever la perpetuidad del combate: “Y los Cruzoob seguirían luchando por su libertad, semilla sembrada por José María Barrera, durante 55 largos años más de guerra contra el ejército yucateco” (132). Reed considera que la cruz era un símbolo que respondía a la necesidad de Barrera, “tanto que lo sobrevivió a la oscura muerte de su creador [pues] era el mensaje, no el profeta, el que tenía vida social y la nutría perfectamente la sangre de los mártires” (Reed, 1971, 161),5 en alusión a los caudillos mayas ya muertos. De este modo cobra sentido el epígrafe del relato entresacado de la profecía del Chilam Balam: “No se perderá esta guerra aquí en esta tierra, porque esta tierra volverá a nacer”, al igual que los guerreros cruzoob, “los macehualob de Chan Santa Cruz [que] habían bebido hasta las heces la copa del sufrimiento y se habían transformado en un nuevo pueblo, los cruzob [que] habían conquistado el derecho de sobrevivir” (Reed, 1971, 161-162). Los soldados de la cruz, con su fuerza militante, habían persistido pese a los augurios de tiempos difíciles contenidos en el canto triste de la torcaza. Queda la esperanza en el aire, “un presagio de años de victorias para los hermanos de raza de Venancio Pec” (Suárez, 1997, 29).

En 1867, en el rancho de Loch-há, cerca de Chan Santa Cruz, los nuevos comandantes Bernabé Cen y Crescencio Poot exponen a los vecinos las finalidades de la rebelión, tal como la concibieron los primeros caudillos mayas fallecidos en esos primeros veinte años de contienda: “Decían obedecer fielmente las órdenes sagradas del Gran Padre; y predicando la unión de todos los indígenas como hermanos de sangre y de martirios, clamaban por vengar las graves ofensas recibidas de los hombres blancos, exterminándolos sin piedad” (Guerrero 1944, 44), para hacerlos desaparecer de la Península. La explicación de los caudillos, como el final de La rebelión de los cruzoob, plantea la no caducidad de la lucha, y conjunta un aura de religiosidad y mito con la ideología extremista heredada de Cecilio Chi, por lo que, concluimos, el mito argüido por los cabecillas mayas no es ficción para la sociedad que lo concibe, sino una realidad pretérita y simbólica (Beristáin, 1998, 335-336).

ACTUALIDAD DE LA REBELIÓN DE LOS CRUZOOB

La Guerra de Castas fue “medularmente una revolución campesina [con] carácter racial” (Canto 1976, 197), en la que resonó la voz airada del indio en contra de la rapacidad y la injusticia, la voz altisonante del indio cautivo que se negó a continuar con su explotación individual y colectiva. Es, como piensa Albert Camus, la situación del “esclavo [que] se arroja de un golpe […] al Todo o Nada. La conciencia nace con la rebelión […] Cuando no puede más, [el rebelde] acepta la última pérdida, que le supone la muerte, si debe de ser privado de esa consagración exclusiva que llamará, por ejemplo, su libertad. Antes morir de pie que vivir de rodillas” (Camus, 1978, 18-19).

Es un juego del todo por el todo, como trasluce el desesperado parte militar de un coronel, en 1851, que refiere la bravura de los indios:

Por las desgracias que sufrió la benemérita guarnición del citado punto Kampocoché y la pérdida de consideración que tuvo el enemigo, se deduce de una manera clara y evidente, el temerario arrojo y el nuevo aliento que han adquirido los rebeldes para continuar la guerra: éstos están resueltos, segun se advierte, á vencer ó morir, rompiendo dificultades y despreciando el peligro (Rosado 1851, 2).

En la conciencia colectiva de los mayas late la certeza de que el blanco llegó a imponer su ley, su barbarie y su verdad a través de la dominación y la falsedad. Por tales motivos —volvemos al escritor francés—, “la rebelión se hace tanto contra la mentira como contra la opresión” (Camus, 1978, 20). Cecilio Chi, Venancio Pec, Florentino Chan, Bonifacio Novelo y José María Barrera, jefes todos ellos, creen que su misión es luchar para obtener la libertad de su pueblo, como en la novela arenga Barrera a sus correligionarios: “¡El día de mañana los dzuloob sabrán que a nosotros nunca nos esclavizarán más! ¡Esos tiempos ya se acabaron!” (Suárez, 1997, 41). El pueblo maya sabe que las tierras fueron de los abuelos de sus abuelos, “mucho antes de que llegaran los primeros blancos a estas tierras de sus ancestros” (Suárez, 1997, 21).

Por las razones anteriores, al ser cuestionada Luisa Josefina Hernández sobre las diferencias de clases sociales y razas contenidas en su dramaturgia más reciente explicó la escritora que “el conflicto de la gente blanca con la indígena es de siempre, desde la Conquista” (Martínez, 2014).

“Buscamos el amanecer de nuestros pueblos” fue el marbete de la preaudiencia del Tribunal Permanente de los Pueblos (tpp) celebrada en 2013 en Maní, Yucatán. Algunas de las conclusiones de este evento evidencian “los flujos migratorios internos de personas que son expulsadas de Yucatán y Campeche hacia los grandes centros turísticos de la Riviera Maya, donde el pueblo indígena trabaja en la construcción, en los servicios o es víctima de la explotación sexual” (Jardí, 2013, 3). La nota anterior pone de manifiesto que la explotación del indígena maya es una realidad vigente durante el siglo xx y aún en nuestros días permanece bajo la bandera del voraz neoliberalismo que utiliza la mano de obra barata, sin importarle hundir al otro en la extrema pobreza, en la discriminación, la humillación y en la indignidad, situaciones que patentizan y denuncian foros como el citado. Justicia completa se le hará al indio “cuando abandone el concepto de que el mundo está dividido en uinicob y dzulob” (Canto 1976, 200).

La rebelión de los Cruzoob es un texto que mira el pasado peninsular mexicano y, al igual que otras narraciones que novelan la Guerra de Castas, pone en la mesa del debate tematizaciones y problemáticas que no han sido tratadas ni resueltas convenientemente por las actuales instancias políticas, jurídicas y sociales, sometidas a las directrices neoliberales o trenzadas en contubernios con los intereses empresariales.

La resistencia y el avasallamiento del pasado merecen escritura; la memoria del sufrimiento de las víctimas “pide menos venganza que narración”, nos recuerda Paul Ricoeur (1996, 912). La raza maya es el ser perdedor, la víctima de su circunstancia histórica: el “ser-marcado-por-el-pasado” que es novelado para que su gesta no se pierda en un “horizonte brumoso” y permanezca luminosa en la memoria histórica, como un justo contrapeso a la historia oficial contada por los blancos en la prensa de ese periodo. “Contamos historias —advierte Ricoeur— porque […] las vidas humanas necesitan y merecen contarse” (1995, 145); en esta tesitura, la barbaridad de la Guerra de Castas —como las brutalidades cometidas en las guerras— proyecta “la necesidad de salvar la historia de los vencidos y de los perdedores” (Ricoeur, 1995, 145), para que esta irrazonable colisión entre civilización y barbarie persista viva en la conciencia de los herederos de los enfrentados, y no vuelvan a resonar frases maniqueas como las que en la novela exclama el Presidente Municipal de Campeche al exhortar a los soldados del centro del país que combatirán a los salvajes: “¡Mañana estarán luchando por la verdad y la justicia allá en las selvas!” (Suárez, 1997, 44).

Conflagraciones de otras latitudes y épocas han tenido sus fabuladores, quienes se han impuesto la tarea de documentarse para dar cuenta de las atrocidades cometidas contra los perdedores, o para narrar la represión, las falacias y las corruptelas de un régimen, y así evitar que caigan en la impunidad o en el baúl que contiene y encierra los abandonos de la Historia; pensamos, por ejemplo, en la Guerra Civil española y en la campaña de exterminio orquestada por el franquismo en contra de los republicanos que, hasta nuestros días, han originado cientos de narraciones que rememoran la crueldad de la dictadura.

Ricoeur sostiene que la ficción se coloca al servicio de lo imborrable cuando se fusiona con la historia (1996, 912); es el caso de la trama de La rebelión de los Cruzoob, que se trasciende hacia una “memoria duradera”. Esa voluntad de no olvidar puede conseguir que —como refiere el crítico francés al discurrir sobre la ficcionalización de la historia— los “crímenes no vuelvan nunca más” (Ricoeur, 1996, 912).

La literatura, antes que ninguno —expresa en entrevista Enrique Vila-Matas— tiene un primer sentido: “rescatar del olvido tanta inhumanidad, tanta injusticia y las cosas más elementales que la literatura puede denunciar” (Rubio, 2015). Sin duda alguna, esta novela de Miguel Ángel Suárez Caamal es un espacio textual donde se desafía el olvido de las tropelías cometidas contra el pueblo maya colonial y poscolonial.

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La prensa de la época, influenciada por las pasiones del momento histórico, contribuyó a trazar y difundir la brecha entre blancos y mayas, entre civilizados y bárbaros, y no ahorró tinta en ensalzar al soldado yucateco en menoscabo del mílite maya, al que se refiere con tonos despreciativos. En una nota titulada “La cuestión de Belice”, Peniche afirma en 1873 que “los indios bárbaros” han emprendido una “guerra de exterminio que hacen á la raza civilizada de Yucatan”. Otro caso es el editorial de El Estudiante que justifica en 1901 la intervención armada contra los indios, “pues agotados ya todos los recursos pacíficos, movidos ya todos los resortes que pudieran haber conducido á otra solución distinta, no quedaba otro recurso que apelar á la fuerza, á la triste necesidad: la guerra. Esta ya era necesaria; pues era tiempo que estas tribus reñidas con todo aquello que significa civilización y progreso, incapaces de prosperar, en el aislamiento y la indolencia más completa, evacuaran esos territorios los más ricos y feraces de la península. Las luces del progreso y de la civilización para iluminar esos ricos bosques y hacer cambiar de hábitos á sus moradores”. Tampoco podemos dejar de citar la feroz posición racista que ante la disputa adopta el letrado Justo Sierra O¿Reilly en el periódico El Fénix, de 1847: “Esta raza [la maya] debe ser sojuzgada severamente y aun lanzada del país, si eso fuera posible. No cabe más indulgencia con ella; sus instintos feroces, descubiertos en mala hora, deben ser reprimidos con mano firme. La humanidad y la civilización lo demandan así” (Berzunza 1997, 74). Para la ampliación del tema puede mirarse la ponencia “El héroe contra el indio en el periodismo de la Guerra de Castas: texto y confrontación (1847-1853)”, de Rocío Leticia Cortés Campos.

De acuerdo con Reed, el general Díaz de la Vega llegó a Yucatán en mayo de 1851 para reemplazar al disgustado general Micheltorena, que renunció a su labor al no recibir el dinero que había pedido para terminar con la guerra de los indios.

En 1962, Miguel Ángel Asturias explica la influencia que en su narrativa ejerció la lectura de libros mayas como el Popol Vuh: “Mis novelas siguen la tendencia del realismo mágico. Es mágico porque revela un poco el sueño como lo conciben los mayas en sus textos sagrados. Leyendo a éstos últimos yo me he dado cuenta de que existe una realidad palpable sobre la que se inserta otra, creada por la imaginación y que se envuelve en tantos detalles que llega a ser tan real como la otra” (Cfr. Silva 1980, 459). A tenor de estas reflexiones del escritor guatemalteco consideramos que la ingeniosa maniobra de José María Barrera entreteje vínculos con el realismo mágico, sobre todo si recordamos que el universo de ficción de esta tendencia narrativa es “armonioso y coherente, pues aquí lo racional y lo irracional configuran el conjunto de la realidad” (Villanueva y Viña, 1991, 39-40).

La Cruz Parlante y la Guerra de Castas eran temas recurrentes en los llamados “consejos” celebrados en pueblos mayas de Quintana Roo, en 1971: “la Guerra de Castas en el centro este de Quintana Roo es una preocupación vigente. No se trata de una creencia esotérica de los viejos de los pueblos, sino que concierne a todos los que habitan la zona […] La cruz no ‘duerme’; de hecho habla a la gente y continúa exhortándolos para que cumplan mejor con ella. El género de los consejos constituye, con frecuencia, el vehículo para la cruz de hoy día, y los acontecimientos y las lecciones de la Guerra de Castas continúan siendo un recordatorio vital del lugar que ocupa en la sociedad maya” (Burns, 1990). Otro investigador ha comprobado que el símbolo de la cruz ha permanecido incólume en la religión de los mayas contemporáneos de la zona central del estado de Quintana Roo: “El principal símbolo religioso de los mayas es la Cruz Parlante, a la que consideran un santo milagroso y a quien le hacen diversos rituales para garantizar que mantenga y cuide a los mayas. [Éstos] dedican varias horas del día a rezar y lo hacen en silencio, solos o en grupo. Sin importar la forma, gran parte del día rezan a la Cruz Parlante” (Buenrostro-Alba, 2015).

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