Este artículo analiza la recepción de El conde de Montecristo en Mérida y la Ciudad de México, con base en la hemerografía de la época y fuentes de archivo. El estudio se propone comprender las prácticas de lectura de las sociedades receptoras y las causas por las cuales esta novela francesa fue un best-seller en la República Mexicana.
In this paper, using newspapers and archival sources, we analyze how Alexander Dumas’ novel The Count of Montecristo was received in Mérida and Mexico City. The main objective of this research is to understand the reading practices of the receptor societies and the causes that made this French novel a best-seller in the Mexican Republic.
Al Dr. Arturo Taracena Arriola
El miércoles 28 de agosto de 1844 apareció en la sección del folletín del Journal de Débats Politiques et Littéraires, de París, la primera entrega de El conde de Montecristo. Esta novela, escrita por Alejandro Dumas en colaboración con Auguste Maquet, salió a la luz con la aclaración de que formaba parte de las “impresiones de viajes de M. Dumas”, quien había cedido sus derechos de impresión al señor Woss en Alemania; la nota al pie concluyó advirtiendo que se prohibía “toda reproducción aunque sea parcial de esta obra y será perseguida como falsificación” (“Le comte de Monte-Cristo” 1844, 1). Acaso esta amenaza, usualmente protocolaria, haya sido una precaución de los editores del Journal des Débats que previeron su éxito, sin embargo, nada pudo haberles preparado para el frenesí que despertó El conde de Montecristo, ya que a fuer de haber aumentado de la noche a la mañana el número de suscripciones al periódico, este rotativo comenzó a recibir correspondencia de las provincias, pidiéndoles que les informaran de antemano acerca del desenlace de la novela (Clouard, 1957, 269).
El furor por Montecristo rebasó las fronteras de Francia. En marzo de 1845, el Semanario Pintoresco Español reportó, con visible sorpresa, que en aquel momento Alejandro Dumas publicaba simultáneamente cinco novelas en distintos periódicos parisinos: El conde de Montecristo, en el Journal de Débats; La reina Margot, en La Presse; La guerra de las mujeres, Veinte años después, en Le Siècle, y un relato de costumbres para Le Globe (“Miscelánea” 1845, 79).
Concluida la publicación folletinesca del Montecristo, el 15 de enero de 1846, la oficina del Écho des feuilletons comenzó a imprimir la edición en formato de libro. Pese a haberse emancipado la obra de Dumas de la parte inferior de los periódicos, la primera edición en forma de volumen se realizó mediante entregas, en las cuales se insertaban ilustraciones de Paul Gavarni (1804-1866) y Tony Johannot (1803-1857), tocándole al primero dibujar los retratos (o tipos) de los personajes y al segundo, las escenas de la historia. Las imágenes de Gavarni y Johannot desempeñaron un papel determinante en la comercialización de Montecristo puesto que, además de los lectores habituales, los admiradores de estos artistas plásticos se suscribieron para apreciar las representaciones gráficas de la novela (Dumas 1842, II, 543).
Otra prueba fehaciente de la importancia de la imagen en el éxito editorial de Montecristo en Francia la encontré en el cartel de la edición antedicha. En este afiche destaca la figura de Edmon Dantès, semidesnudo en una roca, con los músculos escurriendo agua del mar y mirando al horizonte: el protagonista del relato recién ha escapado a nado del Castillo de If. En la parte superior del cartel se lee “Montecristo por Alex. Dumas”, y abajo se anuncia “40 centavos la entrega” y “Se encuentra aquí”, en los flancos inferiores se registra que los tipos son de Gavarni y las escenas de T. Johannot. La imagen es elocuente al punto de que con el mínimo de imaginación es posible evocar la impresión de este cartel publicitario sobre las personas que pasaban delante de las librerías o estanquillos franceses, pues la figura de Dantès y el nombre de Montecristo bastaban por sí solos para despertar en el público el recuerdo de esta célebre novela. De forma similar, Montecristo triunfó en el resto de Europa: en Bruselas se publicó en 1846, por la casa Meline, Cans et compagnie, y en España, la traducción de Víctor Balaguer comenzaría a editarse en repetidas ocasiones, pasando esta versión en castellano a la república mexicana (Dumas 1846 y 1856; Hespelt, 1939, 352).
Sin ir muy lejos, para poder estimar la profunda huella que dejó Montecristo en la vida cotidiana de Marsella basta con recordar un par de episodios de la vida de Dumas. Cuenta Clouard que en varias ocasiones el escritor francés verificó la trascendencia de su ficción en el puerto que escogió como escenario inicial de su novela. Según el biógrafo, cuando el autor de Los tres mosqueteros visitaba Marsella, solía preparar una bullabesa de pescado y mariscos. En una de estas ocasiones un marsellés, plenamente convencido de que Dantès había existido, le preguntó si era cierto que Edmond cocinaba de aquella forma este platillo y Dumas convenció a su interrogador que el mismo Montecristo le había enseñado esa receta. Tiempo después, el novelista pidió a un artista que le mandara una ilustración del Castillo de If y el dibujante le envió el encargo con la anotación que decía que aquella era la “vista del castillo de If donde Dantès fue precipitado al mar” (Clouard, 1957, 265).
Antes de dar paso a la recepción mexicana de la obra que nos ocupa, es imprescindible explicitar las causas del éxito de Montecristo en Europa. Clouard indicó que la acogida popular de esta novela se debió, en primer orden, a su amenidad y a la diversión que proporcionó este relato a sus lectores en una época de profunda incertidumbre. Anota también que el carácter justiciero de Montecristo hizo a este personaje extremadamente carismático para un público ávido de héroes y, por último, que el papel asignado al dinero, fortuna portentosa que le permitió a Dantès orquestar su venganza, fascinó a un continente justo durante el despegue del capitalismo moderno (272).
De manera general estoy de acuerdo con las apreciaciones de Clouard, aunque los elementos que garantizaron el éxito de Montecristo en Europa y América pueden englobarse en la familiaridad que los rasgos de Dantès tenían para sus lectores. Sin lugar a dudas Montecristo es un personaje excepcional pero sus situaciones son ordinarias, al ser víctima de la injusticia y prisionero sin culpa apela a un estado de opinión prevaleciente en las sociedades de sus lectores. Las circunstancias políticas internacionales en tiempos de la publicación hacen que ciertos pasajes de la novela sean verosímiles para su lector: el conde vive rodeado de lujos asiáticos cuando en Europa y su literatura predominan las noticias y gusto por lo exótico. Igual las intrigas políticas de lugares como Janina son creíbles dentro del relato, sobre todo si se toma en cuenta que al aparecer Montecristo, el mismo Journal des Débats en su sección política hablaba de la batalla de Isly que enfrentó al ejército francés con las tribus árabes del norte de África, y en la sección judicial del mismo número se relatan casos criminales que parecieran tomados de las novelas mismas de Dumas. En otras palabras, los lugares comunes de Montecristo, historia de una venganza extraordinaria, se amoldan muy bien al repertorio de las experiencias cotidianas de sus lectores. Por último, cabe indicar que el éxito mundial de esta novela fue posterior al de Les Mystères de Paris, de Eugène Sue, publicada en París entre 1842 y 1843, motivo por el cual es muy probable que este impacto internacional haya influido en la recepción favorable de la obra de Dumas en el extranjero.
“QUISIERA EL LECTOR DEVORAR CON LA VISTA LA OBRA EN UN SEGUNDO”: MONTECRISTO EN LA PENÍNSULA DE YUCATÁNDos años y tres meses después de la primera entrega de El conde de Montecristo en París, el viernes 1 de enero de 1847, el periódico meridano El Noticioso publicó en su primer número el capítulo inicial de esta saga. En aquella ocasión el redactor de este rotativo, Gerónimo Castillo, confió en que los lectores gustarían de esta novela a la cual calificaba como “la mejor y más interesante” que consta del “largo y rico repertorio” de Alejandro Dumas (Castillo 1847a, 2). Aquí conviene esbozar un panorama de los medios de lectura y de las características de los lectores de los años cuarenta del siglo xix en Yucatán.
La capital yucateca —junto con Guadalajara, Oaxaca y Puebla— era uno de los baluartes culturales de la provincia mexicana, porque ahí se podían adquirir novelas, libros de texto y manuales de origen europeo (Staples, 2010, 94). Esta circunstancia tenía motivos de índole geográfico y social: la proximidad con La Habana vía el Golfo de México hacía que Mérida se hallara bien comunicada con Cuba, desde donde llegaban los libros europeos con mayor celeridad y antelación que a muchos otros puntos de la República Mexicana. En cuanto a lo social, conviene destacar que, desde la temprana época virreinal, la Ciudad Blanca era capital política de la provincia y sede de su obispado, por ello, desde el siglo xvii contaba la ciudad con un seminario y tuvo en aquella misma centuria una universidad jesuita.
En 1813 arribó la imprenta a Yucatán, haciendo su aparición desde aquel año publicaciones periódicas de carácter político y literario. El periodismo actuó cual semillero de los escritores mexicanos de la época independiente, en buena medida porque circunstancias logísticas tales como lo costoso que resultaba imprimir libros de autor en su tierra natal, motivaron que las columnas de la prensa periódica se convirtieran en el soporte preferido de su obra (Carrilla, 1979, 10-11). Esta característica de la prensa mexicana de servir como el medio de difusión de la literatura nacional al parecer se mantuvo a lo largo de todo el siglo xix, al punto que Mílada Bazant asevera que el periodismo influyó, hasta bien entrado el Porfiriato, como “el único tipo de publicación que llegó a todas las clases sociales y estimuló el desarrollo de la lectura” (Bazant, 2000, 17).
A principios de los años cuarenta del siglo xix, la prensa literaria yucateca experimentó un auge inédito que ha llevado a Arturo Taracena a afirmar que, en la primera mitad de aquella década, un grupo de escritores yucatecos promovió un proyecto de difusión cultural de índole regionalista. Entre los aportes más importantes de este historiador al respecto, está su estudio sobre un colectivo de intelectuales que organizó una campaña periodística que se materializaría con la publicación de El Museo Yucateco (1841-1842) y El Registro Yucateco (1845-1847), a raíz de la escisión de Yucatán de la república mexicana en 1840. Este par de publicaciones puso al alcance de los lectores de Campeche, Mérida y el interior del estado, composiciones poéticas, relatos, leyendas, novelas y ensayos literarios e históricos de temática yucateca. Esta línea editorial se valió de un discurso memorialista para despertar en sus lectores un sentimiento protonacional, cuyo eje primordial consistía en contrastar la historia peninsular con la del centro del país, de manera que se llegara a la conclusión de que el pacifismo y morigeración de los mayas y los yucatecos los volvían diametralmente diferentes e incompatibles con los aguerridos y violentos descendientes de los aztecas. Para este estudio, otra contribución relevante de Taracena es que gracias a las listas de suscriptores y de distribución de El Museo Yucateco y El Registro Yucateco —que el historiador mencionado analiza de manera cuantitativa y espacial— sabemos que al tiempo de la aparición de Montecristo en Mérida existía un conglomerado de lectores, integrantes de la élite alfabetizada, que en su mayoría se concentraba en la capital yucateca, pero que tenía una importante proporción en las villas y pueblos de la entidad (Taracena, 2010).
En lo que respecta a los mediadores locales, tres de estos intelectuales destacados fueron Justo Sierra O’Reilly, Vicente Calero y Gerónimo Castillo, personajes que incursionaron en la novela histórica impresa por entregas. Los dos primeros, Sierra O’Reilly y Calero, realizaron estudios en la capital de la república mexicana, siendo Calero encargado de la suscripción del periódico Memorial histórico de la Ciudad de México, hecho que le dio acceso al folletín de Los Misterios de París, de Eugenio Sue, novela que reseñó en el Registro Yucateco, dirigido por Sierra O’Reilly y Castillo (“Suscrición al memorial histórico” 1846, 4 y Calero 1846, 234).
En cuanto a Gerónimo Castillo, cabe destacar su papel como impresor y promotor cultural. Nacido en Mérida en 1806, tuvo una importante carrera como editor, escritor y político; destacó como diputado federal y local, senador y negociador de la anexión de Yucatán a la república mexicana. En su faceta de escritor incursionó en la edición de obras por entregas con la novela Un pacto y un pleito, y con el Diccionario histórico biográfico y monumental de Yucatán, libro de gran envergadura que no pudo concluir al registrarse su deceso en 1866, y cuyos avances se perdieron con la destrucción del manuscrito del libro, ocurrida durante el sitio de los republicanos contra las autoridades imperiales de Mérida, a mediados de 1867 (Suárez 1977, I, 317).
Cotejando la sucesión testamentaria de Castillo comprobamos a qué grado llegaban los sacrificios económicos que debían soportar los editores y escritores meridanos de la primera mitad del siglo xix.1 El balance de deudas efectuado a la muerte del editor de Montecristo, detalla una serie de préstamos en efectivo y especie a editores, libreros y acreedores; estos quebrantos financieros hacen que el triunfo literario que tuvo esta novela en Mérida adquiera una relevancia mayor, puesto que al parecer consistió en el principal éxito comercial en la carrera de Castillo como editor.
Después de esta exposición es posible abordar la recepción de Montecristo en la capital yucateca. Desde la aparición del primer número de El Noticioso, el 1 de enero de 1847, hasta mediados de marzo del mismo año, nada en las columnas de este periódico pareciera indicar un movimiento editorial fuera de lo normal; sin embargo, el día 15 del mes antedicho, un anuncio indicó que se había concluido el primer tomo de la novela y que se vendería, a partir de ese día, el volumen encuadernado a cinco reales el ejemplar (Castillo 1847b, 2). El aviso anterior generó una respuesta inesperada por parte del público pues al ver “el ínfimo precio a que se venden los tomos sueltos” de Montecristo se borraron de la lista de suscriptores. Esto comprueba que el público de lectores meridanos gozaba tanto de la obra de Dumas que se habían abonado al Noticioso más por este relato que por la información de carácter político que predominaba en el rotativo. Ante este revés, Castillo informó a los suscriptores que debían “advertir que si los empresarios venden tan bajo, es por la entrada que les proporciona al suscrición [sic] por consiguiente consultando su interés, y obrando económica y mercantilmente, puede suceder que suban el precio de los dos tomos sucesivos, al menos para los que no se han suscrito” (Castillo 1847c, 1).
Funcionó la advertencia de Castillo. A mediados del mes siguiente se concluyó el tomo segundo y se ofreció a la venta a un precio menor que el primero, ya que se podía adquirir a tres reales. Esta variación sugiere que los no suscritos originalmente a El Noticioso y que compraron el primer volumen de Montecristo quedaron tan atraídos por la historia que su reacción fue suscribirse al periódico, todo con tal de seguir el hilo de la narración día con día (Castillo, 1847d, 2).
Meses después, el 10 de junio, El Noticioso avisó de la conclusión del tomo tercero que, a decir suyo, constaba de 422 páginas y que se daba al “módico precio de cinco reales”. Luego de la tarifa, Castillo proclamó que el autor de Montecristo “es ya bien conocido entre nosotros y en la mayor parte del orbe: ¡El Gran Dumas!” (Castillo 1847e, 2). Al día siguiente las cosas cambiaron pues la imprenta Castillo y compañía informó que el tomo tercero se vendía a cuatro y no a cinco reales y que el valor de los tomos primero y segundo había ascendido a un peso (Castillo 1847f, 1). Este cambio súbito es sorprendente y es probable que el encarecimiento de los dos primeros tomos de la novela se haya debido o a que quedaban muy pocos en bodega o a que al aproximarse más y más el final de la saga de Dantès, los lectores deseaban poseer la obra completa.
Otra causa probable de estos vaivenes podría ser una pérdida por parte de Castillo quien, al ver que disminuía el interés en El Noticioso, recurrió al éxito comercial obtenido con la publicación de Dumas para sacar a flote a su empresa. Si fue así, la fidelidad de sus lectores resultó insuficiente puesto que a fines de julio un considerable número de ellos renunciaron, provocando que se imprimieran 300 ejemplares de más; este quebranto motivó que Castillo decidiera desaparecer El Noticioso, pero, no obstante, la empresa se comprometió a concluir el quinto y último tomo de Montecristo, afirmando que “después del Montecristo, reproducirá otra novela, que goce de tanta o de más celebridad, en hojas sueltas adjuntas al Siglo XIX duplicándose el valor de la suscrición de dicho periódico o bien por entregas semanales” (Castillo 1847g, 1). Seguro a los suscriptores al Siglo XIX no les agradó la propuesta de que se aumentaría el precio del periódico oficial, ya que dos días después de la declaración de El Noticioso, se publicó un prospecto de una Colección de novelas. Este proyecto se planteó llenar el espacio del desahuciado Noticioso con otra novela de Dumas: La reina Margot. Las condiciones indican que esta colección publicaría un pliego diario con “8 páginas de Montecristo y 8 de la reina Margot”, al costo de ocho reales mensuales. En esta nota, la última en que Castillo menciona a Montecristo, el editor revela que el “ruidosísimo” libro que ha estado publicando consiste en una traducción que la poetisa española Robustiana Armiño Menéndez hizo para El Diario de la Marina, periódico de La Habana (Castillo 1847h, 2).
Cuatro días después del prospecto de la Colección de novelas, El Noticioso se despidió prometiendo que los volúmenes de La reina Margot serían pequeños y que “la obra entera no excederá de los veinte reales”, es más, aquellos que lo desearan podrían mandar a la imprenta sus números al concluirse cada tomo para que se les encuadernara “sin estipendio alguno” (Castillo 1847i, 2). Dos días después del anuncio, el 30 de julio de 1847, se registró el estallido de la Guerra de Castas y de inmediato los medios comenzaron una cobertura al conflicto bélico. A causa de la primacía de esta sublevación maya no he encontrado indicio alguno que compruebe la conclusión del tomo quinto y último de Montecristo.
Pese a este inconveniente, dudo que la fama del Montecristo haya sucumbido ante la Guerra de Castas y todo indica que esta publicación desató furor por la lectura de las otras obras de Dumas. Afirmo esto puesto que consta que, a inicios de enero de 1848, se podían adquirir los seis tomos en dos volúmenes de La reina Margot en la imprenta de Castillo y Compañía, a 14 reales en rústica (“La Margot” 1848, 4). Al mes siguiente, El Amigo del Pueblo, periódico de Campeche, anunció la aparición de Memorias de un médico; aquí lo que sorprende es que la compañía editorial es de nuevo la de Castillo, lo cual nos convence de que Montecristo efectivamente se concluyó; el aviso de publicación de las Memorias de un médico es destacable porque este texto efectúa un símil entre Montecristo y la novela de próxima aparición; a causa de ello, transcribimos íntegramente este escrito publicitario: Memorias de un médico: Se halla próxima a salir la primera entrega de dicha obra que está publicando todavía Mr. Dumas, y en que aparecen [sic] un hombre tan grande, tan misterioso y tan instruido en todo como el Conde de Montecristo, y que solo es un impostor auxiliado de la química, de la alquimia y del magnetismo, cuyos poderosos elementos eran poco o nada conocidos, principalmente el último, en 1770 a cuya época corresponde la novela. Se da también a conocer la secta masónica de los Iluminados, y los preparativos que precedieron a la Revolución de Francia, figurando en la historia Luis XV, el Delfín que después fue Luis XVI, María Antonieta de Austria, la favorita Madame du Barry, Juan Jacobo Rousseau y otros muchos personajes de ese tiempo. Todo esto unido a la vasta erudición de Dumas, a la inimitable soltura de su diálogo, a la profunda filosofía que derrama, al carácter ridículo de Madama de Bearn y de su abogado defensor el señor Flageot, y al interés que inspira el joven campesino Gilberto ávido de instrucción y de amor, que todavía no sabemos lo que llegará a ser, interesan tanto que quisiera el lector devorar con la vista la obra en un segundo; pero es preciso ir despacio para alcanzar al autor. El precio de cada entrega de 64 páginas de letra pequeña, es el módico de un real, admitiéndose suscriciones en la Imprenta de Castillo y Compañía y en todas sus agencias (“Memorias de un Médico” 1848, 4).
El mismo año y también en Campeche, se comenzó a editar, como folletín de El Hijo de la Patria, El vizconde de Bragelonne (“El hijo de la patria” 1848, 2). En esta ocasión aconteció igual que con El Noticioso de Mérida, puesto que el 30 de diciembre de 1848, El Hijo de la Patria se despidió afirmando que la imprenta del extinto periódico continuaría publicando el segundo volumen de esta novela de Dumas (“El hijo de la patria” 1848, 2).
Esta somera relación de ediciones comprueba de manera explícita las consecuencias de Montecristo pues esta novela provocó una obsesión hacia las demás obras de Dumas. En cuanto a los hábitos de lectura, el hecho de que la novela de folletín haya sobrevivido en tiempos difíciles, cuando tanto Mérida como Campeche se hallaban en estado de sitio, demuestra que la literatura se usó cual válvula de escape. Además, el que los periódicos políticos como El Noticioso o El Hijo de la Patria dejaran de publicarse y que lo hicieran prometiendo seguir con la impresión de las obras de Dumas evidencia un hábito o tendencia de los lectores de Mérida y de Campeche que poco interés tenían en las noticias políticas y sí mucho en seguir los relatos de aventuras escritos por el francés.
La notoriedad de Montecristo marcó una época en la vida cotidiana de los meridanos, al punto de que pasajes y personajes de esta obra se convirtieron en referentes de la vida diaria. Para muestra basta con tres ejemplos: el primero de estos aconteció en 1854, cuando se fundó la posada Montecristo. Esta casa se situaba a contra esquina de la Plaza Grande de Mérida, y fue propiedad de José Dolores Acosta (“Montecristo” 1854, 4). En lo personal considero que este negocio, que se vendió el año siguiente (“Montecristo” 1855, 4), recurrió al nombre del personaje principal de la novela de Dumas con el objeto de atraer a clientes extranjeros, con la certeza de que asociarían el hotel del señor Acosta con el célebre protagonista. Años después, en 1860, nos topamos con otra noticia reveladora, pues a fines de enero de aquel año, el director del periódico oficial y escritor costumbrista Manuel Barbachano publicó un aviso que decía que en estos días había perdido un Montecristo y que gratificaría al que se lo entregara de vuelta (Barbachano 1860, 4). Por último, en 1881 falleció en el puerto de Progreso, Luigi Vampa Llanes Méndez, a la edad de tres años y medio, hijo de Jorge y Ana, padres que impusieron a su hijo el nombre del célebre ladrón romano aliado del conde de Montecristo (“Sensible pérdida” 1881, 3).
“MI NOMBRE NO PUEDE SEROS DESCONOCIDO, SOY EL AUTOR DE MONTECRISTO”: DUMAS EN LA CIUDAD DE MÉXICOEl 1 de febrero de 1848, El Monitor Republicano publicó en la capital de la república mexicana la primera entrega de El Conde de Montecristo. Desde el primer momento, este periódico —dirigido por Vicente García Torres— calificó a la novela de Dumas de “preciosa”, y recomendó su lectura y por si fuera poco, la redacción advertía que bastaba con pronunciar el nombre de su autor para que “comience a gustarse”, debido a su reputación. Concluyó la nota periodística asegurando que el autor se había superado a sí mismo, y que los miembros del equipo editorial del rotativo quedarían muy complacidos si “proporcionamos a nuestros bondadosos suscritores algunos momentos de agradable distracción” (“El conde de Montecristo” 1848, 4).
Pese a que Montecristo se publicó en la capital del país un año y un mes después que en Mérida, el contexto material de la Ciudad de México y las circunstancias excepcionales que ahí prevalecían para 1848, ocasionaron que la recepción en esta urbe tuviera ciertas similitudes y diferencias con la registrada en el contexto peninsular. Para exponer estas convergencias y divergencias tengo que remontarme muy atrás en el tiempo.
Debido a su carácter de sede del máximo poder político, desde la época virreinal, la Ciudad de México poseía una tradición intelectual más antigua y compacta que cualquier otra provincia. Para demostrar la relevancia cultural de la metrópoli basta recordar que en esta población se instaló la primera imprenta del continente americano, en 1539. Entonces, para el siglo xix, la labor editorial aquí contaba con más de dos siglos y medio de ejercerse, y lógicamente, la posibilidad de imprimir obras escritas tanto por escritores metropolitanos como por autores europeos influyó en los hábitos de lectura de los capitalinos alfabetizados. Al respecto, Staples informa que el sector compuesto por los individuos que sabían leer y que habitaban en la Ciudad de México tenía a su favor condiciones que les facilitaban el acceso a un amplio material escrito. La primera de estas circunstancias fue que, obtenida la independencia de México, apareció un número abundante de panfletos y periódicos políticos y literarios que por su bajo costo permitieron su adquisición por parte de los lectores que carecían de los recursos suficientes para comprar libros (Staples, 2010, 95-96).
Otro factor relevante fue la labor completa de los editores, periodistas, libreros e impresores de la Ciudad de México. Staples se concentra en los espacios y afirma que, al mediar el siglo xix, en un mismo local solían convivir la librería y la imprenta, saliendo de las mismas prensas tanto folletos como periódicos y libros. A estos locales especializados hay que sumar las almonedas y expendios que se anunciaban como “cajones”, en los cuales se podían comprar libros y también mercancías tan diversas como abarrotes y lencería (117). Laura Suárez de la Torre, analizando la labor de los propietarios, editores, libreros e impresores y en sus múltiples trabajos, ha demostrado que estos individuos se distinguieron como agentes de cambio cultural; en otras palabras: sus gestiones y decisiones editoriales desencadenaron la transformación de los gustos de los lectores, los temas publicados en periódicos y libros, las formas de leer y, sobre todo, el surgimiento de una literatura nacional con rasgos distintivos y propios, pero innegablemente inspirada por las corrientes y modelos literarios europeas (Suárez de la Torre, 2003).
Cabe destacar aquí que, en comparación con Mérida y otras capitales provincianas, los editores de la Ciudad de México no destacaron como literatos sino como empresarios, es decir, más que como hombres de letras Ignacio Cumplido, Vicente García Torres y Vicente Segura, entre muchos otros, pasaron a la historia por ser hombres de negocios privilegiados más por el cálculo que por las musas. Lo anterior indica el grado de especialización que los libreros editores e impresores de la capital habían alcanzado para la mitad del siglo xix, pues su acción se concentró estrictamente en el proceso de impresión y distribución, mientras que los libreros, editores e impresores de la provincia hacían lo propio, pero como también eran escritores pugnaban además para dar a conocer su obra.
Volviendo a la capital, su carácter de enclave cultural motivó que las obras de Alejandro Dumas previas a Montecristo recibieran una mejor acogida que en la periferia. Me refiero aquí a la recepción y no al arribo de los libros en sí. Dicho de otro modo: ciertamente en Mérida y otras localidades se conocía a Dumas y sus novelas antes de la saga de Dantès, pero la prensa de la Ciudad de México propició que sus lectores se hallaran más familiarizados que los de otros lugares con el autor francés, mucho antes de la aparición de este relato en su propio país. Para la década de 1840, afirma Staples, prevalecía la impresión de que el país se hallaba “verdaderamente inundado de publicaciones europeas”, al punto de que una comisión oficial dijo que los libros del viejo continente ya habían saturado el mercado (Staples, 2010, 122). El arribo de estas mercancías favoreció que se conocieran en la capital las tendencias literarias que se imponían en Europa, expandiéndose de esta manera la novela francesa a México, vía España. Por ejemplo: para 1830, Mariano José de Larra señaló que en tan solo un año la península Ibérica había pasado “de Moratín a Alejandro Dumas” (Morales, 2005, 378). Posteriormente, el periódico La Hesperia informó de la representación de Gabriela de Belle Ille, el 3 de mayo de 1840; se trataba de un drama de Dumas traducido por Isidoro Gil. La reseña de la comedia, ambientada en la época de Luis XIV, elogió el mérito y estilo del literato francés que “crece y se extiende cada día por el antiguo y nuevo mundo” (“Gabriela de Belle Ille” 1840, 1; “Diversiones públicas” 1840, 4 y Fernández 1997, 287).
Cabe destacar el hecho de que a Dumas se le conoció en la Ciudad de México al menos un lustro antes de la publicación de Montecristo, y ya desde entonces se le consideraba famoso. Por otro lado, la difusión inicial de la obra del novelista francés provino del ámbito teatral, lo cual tuvo como resultado que el público conocedor de Dumas en la capital mexicana trascendiera el ámbito de los lectores, ya que los espectadores, si bien debían poseer los recursos suficientes para asistir al teatro, no necesariamente debían ser alfabetizados ni —mucho menos— aficionados al género novelístico.
Las siguientes menciones de nuestro novelista datan de 1846. Los primeros días de este año la Librería Mexicana anunció que se le habían llegado nuevas ediciones españolas entre las cuales el único volumen de Dumas fue uno intitulado Teatro (“A la librería mexicana” 1846, 4). De nuevo es el género dramático el que pone en manifiesto al autor de Montecristo, sin embargo, casi simultáneamente al éxito de Los Misterios de París, de Eugène Sue, el novelista de nuestro estudio hizo su entrada con pie derecho en el folletín de los periódicos capitalinos; anoto esto ya que el 21 de abril de 1846 El Monitor Republicano comenzó la impresión de Artaguan [sic] y los tres mosqueteros, novela que terminaría de publicarse en ese rotativo a mediados del año siguiente (Dumas 1846, 1-2). A partir de 1846, se desataron noticias y un estado de opinión que abrieron camino a Montecristo en la Ciudad de México: para aquel año las relaciones con los Estados Unidos de América se hicieron tensas y se desató un conflicto bélico que concluyó con la derrota de la república mexicana y la ocupación, en septiembre de 1847, de la capital del país.
Basta una ligera revisión de la prensa capitalina de 1846 hasta 1848, para hacerse una idea de la alarma prevaleciente en las comunicaciones oficiales entre militares y funcionarios. En cuanto a la poesía, destaca una colección de versos de Ignacio Sierra y Rosso, en que describe los calabozos de la ex Inquisición, San Francisco y Santiago Tlatelolco y que evocan al encierro de Dantès (Sierra y Rosso, 1846, 3-4). En cuanto a la nota internacional, los periódicos mexicanos como El Porvenir recalcaban noticias provenientes de Francia, que parecían capítulos de alguna novela de Eugène Sue, Victor Hugo o Alejandro Dumas. Entre estas destacó el relato del suplicio de Pierre Lecomte, condenado a muerte por atentar contra el rey de Francia: según la nota periodística, impresa el mes de agosto, al condenado se le cortó el cabello, se le vistió con una blusa blanca y se le cubrió la cabeza con un velo negro. Lecomte se lamentó de su crimen “repitiendo varias veces que él no debía morir en el cadalso, sino en el campo de batalla”. A su ejecución asistieron más de cuatro mil espectadores, mujeres y hombres, en su mayoría artesanos, de los cuales muchos “llevaban su traje de domingo” (“Francia. El suplicio del regicida Lecomte” 1846, 3). Lo escrito hasta este punto demuestra que Dumas y sus obras ya eran ampliamente conocidas antes de Montecristo, siendo el drama un vehículo que popularizó su obra en la capital, además, la atmósfera de preocupación general prevaleciente ante la proximidad de la guerra, lo cotidiano que eran la persecución y encarcelamiento por causas políticas y, más importante, el consumo de información de tintes escabrosos provenientes de Francia desbrozaron la recepción de la más célebre obra de Dumas.
Así, cuando El Monitor Republicano comenzó a publicar Montecristo en febrero de 1848, la novela y su celebridad adquirieron un carácter único. Para aquella fecha la Ciudad de México se hallaba ocupada por el ejército norteamericano y este rotativo se encontraba enfrascado en una campaña de desprestigio y crítica hacia la comandancia norteamericana, por ello, el hecho de que la redacción de este periódico haya asegurado que se complacería en proporcionar a sus lectores de “algunos momentos de agradable distracción” (“El conde de Montecristo” 1848, 4) indica que, al igual que en las ciudades de Mérida y Campeche asoladas por la Guerra de Castas, las aventuras de Edmond Dantès, les permitirían evadirse de la desalentadora realidad. Montecristo fue un éxito editorial en la Ciudad de México durante 1848, tal como en la Mérida de 1847, sin embargo la familiaridad que los lectores capitalinos ya habían adquirido con Dumas y sus novelas previas motivaron que las fuentes documentales reflejaran de manera más discreta la llegada de este best-seller a la urbe de los palacios.
Dumas se erigió como un símbolo de la resistencia mexicana contra la ocupación norteamericana, ya que al mismo tiempo que se imprimía Montecristo, El Monitor Republicano dio a conocer una noticia internacional que lo haría ganarse la admiración de los mexicanos: el 1 de abril de 1847 Dumas le escribió desde París a John C. Calhoun, político estadunidense que pasaba por el más acérrimo defensor de la esclavitud. El francés se presentó grandilocuentemente al norteamericano diciéndole que su nombre no podía serle desconocido (“soy el autor de Montecristo”), y luego le comunicaba que era mulato y que deseaba viajar por los Estados Unidos de Norteamérica; el motivo de la carta consistía entonces en preguntar a Calhoun si podría presentársele algún problema al novelista de visitar las entidades esclavistas de la Unión. Calhoun contestó al escritor el 1 de agosto siguiente, reconociéndose honrado con la misiva del célebre autor, aunque le recordó que la Providencia mandaba que las razas inferiores sirvieran a las superiores y que de pisar territorio sureño corría el riesgo de ser vendido como esclavo (“Veracruz, 9 de marzo” 1848, 3). La noticia de este desaire, impresa en la capital mexicana, ciudad ocupada por los norteamericanos, sólo pudo avivar la ya grande popularidad de Dumas entre los capitalinos.
La novela siguió publicándose y el 4 de septiembre de 1848, cuando se imprimió el último capítulo; los lectores al parecer pedían más de Montecristo ya que el folletín empezó a publicar la historia de Francisco Picaud, la cual consiste en el relato verídico que había inspirado a la novela de Dumas (“Historia de Francisco Picaud” 1848, 2).
Luego de la consagración absoluta de Dumas en la Ciudad de México con Montecristo, se desataron tres fenómenos literarios en torno a este autor y su obra: en primer lugar, aumentó la importación de sus libros; para 1848, las novelas del francés se hallaban a la sombra de las de Sue, al punto de que entre los “libros modernos en francés” que vendía la Librería Mexicana se podían adquirir obras de Bossuet, Beaumarchais, Corneille, Fenelon, Montaigne, Moliere, Sue, ¡hasta traducciones francesas de Walter Scott y de Lord Byron!, y ni un solo ejemplar de Dumas (“Libros modernos en francés” 1848, 4). Luego de Montecristo esta tendencia cambió, de manera que en la Biblioteca Lerdo de Tejada, se conserva una de las primeras ediciones en idioma francés de esta novela, publicada por el Echo des Feuilletons, en 1850, con los grabados de Johannot y Gavarni. Consta también que para 1853 se podían adquirir novelas de Dumas como El collar de la reina y Las memorias de un médico (1853, 4).
El segundo fenómeno desatado por Montecristo fue de índole editorial, ya que luego de la aparición de esta obra, las imprentas capitalinas adquirieron cierta predilección por los escritos de Dumas. Así, en 1849, el Siglo XIX imprimió Las memorias de un médico, en la imprenta de Ignacio Cumplido; al año siguiente El Monitor Republicano dio a estampa La pesca con redes, en la imprenta de Vicente García Torres; también en 1850, la imprenta de Lara editó el drama Urbano Grandier. Para 1851, la compañía de Vicente García Torres reprodujo Ángel Pitou, y en 1852, El Omnibús editó Ascanio, en la imprenta de Vicente Segura. En 1854, el mismo El Omnibús de Vicente Segura entregó a las prensas El conde de Montecristo, que seguía siendo lo suficientemente popular en la capital como para garantizar la amortización de los costos. Por último destacó La condesa de Charny, impresa también por Vicente Segura, en 1854. A esta labor editorial debe agregarse lo testimoniado por un prospecto aparecido en 1851. Este año se anunció el surgimiento de una Biblioteca mexicana popular y económica que se propuso imprimir a bajo costo y por entregas las “obras completas de los autores modernos más en boga”, se afirmó que entre éstas se imprimirían primero las novelas de Dumas, Sue y de “otros novelistas de los que más nombre gozan en el orbe literario” (“Biblioteca mexicana popular y económica” 1851, 2).
La tercera y última de las dinámicas que desencadenó Montecristo en la capital me devuelve a uno de los puntos de partida: el teatro. Dumas como dramaturgo suscitó expectación y sus novelas inspiraron a autores mexicanos en ciernes. De nuevo este fenómeno se difundió por la prensa, pues en 1851, La España, publicación de Madrid, reseñó la representación en París del drama El conde de Morceff, escrito por Dumas y Auguste Maquet, con base en un episodio cumbre de Montecristo. Aunque la crítica española a la obra afirmó que se veía “el folletín a través del argumento del drama”, comunicó que la Ciudad Luz acogió muy bien esta obra (“Nuevo drama” 1851, 1). De manera simultánea, la publicación literaria El Veracruzano efectuó un juicio crítico al drama Ricardo Darlington (“Ricardo Darlington” 1851, 65). Finalmente, el 31 de agosto de ese mismo año, en la Ciudad de México se montó con gran éxito el “hermoso drama de aparato” Los tres mosqueteros. Esta función registró un lleno total “quedando muchas personas sin localidades”, y justo después del espectáculo “innumerables personas, aún de las que asistieron a la función” escribieron pidiendo a la empresa un nuevo montaje. La compañía accedió y al anunciar la repetición recordó “que esta composición, tomada de la novela de Mr. Alejandro Dumas, es de un joven mexicano, y no la imitación de Madrid, ni tampoco la traducción que está anunciada hace muchos días en el Teatro Nacional” (“Teatro del Pabellón Mexicano” 1857, 4).2
Este testimonio dice mucho acerca de la recepción de Dumas, pues revela que un dramaturgo mexicano se inspiró directamente de un folletín del francés y que simultáneamente se montaban dos dramas con la misma trama y autor en la Ciudad de México. Solo la celebridad del creador de Montecristo podía haber dado confianza a dos compañías teatrales a tomar semejante decisión. Por último, cabe destacar que el gusto por Montecristo pervivió durante bastante tiempo entre los lectores capitalinos: consta que en abril de 1877 se escenificó El conde de Montecristo en el Teatro Hidalgo, a más de veintinueve años de la aparición de esta novela en la prensa capitalina (“Diversiones públicas” 1877, 4).
A MANERA DE CONCLUSIÓNEl best-seller aprovecha las prácticas de lectura de un lugar y de un tiempo, y el furor que desata vigoriza la acción de leer. El conde de Montecristo fue un éxito gracias a las prácticas habituales de la lectura que predominaban tanto en París como en Madrid, Ciudad de México o Mérida, pero lo fascinante de su historia determinó que a los lectores no les bastase con lo que ya leían y que desearan más, por ello, mientras más popularidad alcanza un éxito literario más impulsa el hábito lector. Con base en lo expuesto hasta este punto, puedo anotar algunas breves reflexiones acerca de lo que Montecristo revela acerca de la cotidianidad reinante en Mérida y Ciudad de México hace ciento setenta años.
En primer lugar, la novela extranjera, en especial la francesa, era parte de una literatura bien conocida tanto en la capital como en la provincia mexicana. Este material de lectura se difundía, en su mayoría, a través de traducciones españolas, aunque consta que en Mérida y la Ciudad de México se ofrecían a la venta obras en el idioma de Molière al alcance de los conocedores exigentes. En segundo término, tanto en Mérida como en la Ciudad de México, Montecristo evidenció que los suscriptores de los periódicos del siglo xix gozaban más de las secciones literarias que de las partes oficiales y políticas. Esta predilección se debió a que las alarmantes situaciones prevalecientes en México y Yucatán volvieron a Montecristo una válvula de escape, una lectura de evasión justo cuando los mayas amenazaban tomar la Ciudad Blanca y cuando la bandera de franjas y estrellas ondeaba en el Palacio Nacional. La celebridad literaria cobra manifestaciones distintas de acuerdo con su medio: en Mérida, Montecristo detonó la aparición de las novelas por entregas, independientes al folletín periódico, mientras que en la Ciudad de México Alejandro Dumas se montó con éxito sobre los escenarios teatrales, condición que amplió todavía más el espectro de su fama.
A manera de conclusión conviene anotar que este texto consiste en una exploración que contempla un mismo fenómeno en dos localidades, muy distintas en lo geográfico y cultural; en este sentido, al seguir los rastros de El conde de Montecristo en este par de regiones de la república mexicana, se ha expuesto la manera en la cual un fenómeno de carácter mundial se manifiesta en sitios asaz disímiles de la misma nación. Al obrar de este modo se ha dado luz sobre un episodio coyuntural de la historia de la lectura en nuestro país durante el siglo xix.
Agradezco por sus comentarios y sugerencias a las doctoras Pilar Gonzalbo, Marisa Pérez, Laura Machuca y Laura Suárez de la Torre, igualmente, al doctor Arturo Taracena, a las maestras Carmen Méndez y Luz Martínez y licenciados Iveth Vancini, Quetzalli Rebollo y Cuautli Estrada.
“Testamentaria de Gerónimo Castillo”, Archivo General del Estado de Yucatán (agey), fondo justicia, ramo civil, volumen 134, expediente 32, Mérida, 1867. Agradezco a la doctora Laura Machuca y a la maestra Carmen Méndez por haberme proporcionado esta información.