El presente trabajo analiza si la práctica de la fe tiene su punto de apoyo en la interacción social y si sufre cambios en personas de edad avanzada debido a la vulnerabilidad, enfermedad, discapacidad o retiro laboral, o bien, en la medida en que se va reduciendo la fuerza física, las necesidades de consumo, las interacciones sociales y económicas, presentándose una disminución en las actividades cotidianas; es decir, todo aquello que produce cambios en el estilo de vida y en las relaciones sociales. Sostengo que en la medida en que se transita hacia una edad cada vez más avanzada, la fe pasa a ser menos activa y más pasiva, lo cual no implica que no se generen nuevas expresiones tanto públicas como privadas y, principalmente, íntimas de la fe, las cuales generan cambios en las percepciones del mundo material y espiritual.
This paper analyzes if the practice of faith has its foothold in social interaction and if it suffers changes on an advanced age group due vulnerability, illness, disability or retirement, or while the physical straightness, consumption requirements, social and economic interactions get reduced and therefore a decrease in daily activities that produce changes in the lifestyle and the social relationships. I argue that as the person's age grows, the less active and more passive faith becomes, which doesn’t imply that new public, private and mostly intimate expressions of faith aren’t being generated and followed with changes on the perceptions of the material and spiritual world.
“La fe cree lo increíble y recibe lo imposible”.
Los estudios acerca de la vejez y la fe cada vez se abren más hacia problemáticas multidimensionales, donde ya no sólo se considera el análisis de un solo aspecto, como lo político, lo económico, lo biológico, lo demográfico o lo básicamente social. Ahora se tiende a enlazar varias aristas, lo que obliga a vincular lo filosófico, lo ético, lo religioso e incluso lo teológico para poder llevar a cabo un análisis más profundo.1
Concibo la fe como una praxis que opera en lo íntimo, lo privado y lo público de la convivencia humana, y que requiere del esfuerzo y de una constancia singular en la interacción con la divinidad, así como también de una práctica fraternal con los “otros semejantes” con la finalidad de mantener una sensación de plenitud y seguridad. La fe es una experiencia subjetiva y objetiva de constante resignificación, especialmente en la vejez, que permite a quienes la viven separarse de sí mismos, definirse y definir a los demás, avivando, la mayoría de las veces, su capacidad de agencia.2 Todo ello dentro de un contexto que se mantiene entre lo imaginario y lo real, entre lo que se desea y lo que es.
Dentro de este contexto polifacético trato de concebir la fe y la vejez3 como construcciones sociales, culturalmente pautadas, con propiedades específicas que operan en contextos íntimos, privados y públicos. En la esfera de lo íntimo están nuestras representaciones,4 pensamientos, reflexiones, dudas, recuerdos, formación de decisiones, acumulación de experiencias y deseos que probablemente nunca han sido expresados, no sólo porque no se desea expresarlos, sino porque pueden ser inexpresables.5 Es en este ámbito de intimidad donde las personas de edad avanzada, a mi modo de ver las cosas, ejercen plenamente su capacidad de agencia; es allí donde “soy lo que quiero o puedo ser”.
En la esfera de lo privado están las relaciones interpersonales, donde hay prácticas sociales,6 deseos y preferencias individuales que se pueden dominar. Es el espacio en donde puede hallarse la libertad individual y el punto de partida para la adopción de decisiones sociales. En este sentido, la privacidad es algo que depende del contexto cultural y social, requiriendo necesariamente la presencia de, por lo menos, dos actores en interacción.
En la esfera de lo público se encuentra el libre acceso de los comportamientos y decisiones de las personas en sociedad, las cosas que pueden ser vistas por cualquiera. Pese a que se intenta preservar la esfera íntima y privada, éstas se ven amenazadas no sólo por familiares, vecinos o conocidos, así como por instituciones y regulaciones públicas que quieren controlar el comportamiento, orillando al individuo a adecuarse a las exigencias sociales, cuya violación puede acarrear problemas en las esferas privadas e íntimas (Garzón, 2003).
Lo que deseo es encontrar, bajo una perspectiva antropológica,7 nuevas formas de expresión que ayuden a descubrir el potencial de la fe en la vejez, pero no como algo individual, inmutable e inherente al ser humano, sino como un factor dinamizador en la vida de los adultos mayores que está en constante reconstrucción y deconstrucción a lo largo de la vida, pero que al final puede experimentar fortalezas y/o debilidades, e incluso su desaparición si no se ejercita y se nutre en la interacción social.
Características de la población estudiadaEste trabajo está basado en 100 encuestas aplicadas a personas de más de 60 años, todas ellas dedicadas al cultivo de maíz, frijol, chile, calabaza, café y caña, en 10 localidades rurales del centro de Veracruz, de los municipios de Naolinco, Xilotepec, Tlacolulan, Rafael Lucio, Banderilla, Coatepec, Xico, Teocelo, Cosautlan y Emiliano Zapata. En cada localidad tuve un mínimo de 10 informantes clave, personas que han vivido por más de 20 años en el mismo lugar y tienen una visión amplia de su espacio de vida y su población. Estas encuestas me permitieron obtener una información general tanto de los informantes como del tema a tratar, por lo que una vez realizadas, seleccioné a aquellos para profundizar ciertos tópicos y darle el peso cualitativo a esta investigación. Se trató, en la mayoría de las ocasiones, de entrevistar igual número de hombres y mujeres, repartidos en dos rangos de edades: de 60 a 75 años, y de más de 75. Todos ellos creyentes fieles, por lo menos en los últimos cinco años de su vida, y con una percepción económica por debajo de los cinco salarios mínimos.
Los entrevistados presentaron algunas características sociodemográficas relevantes para este estudio, por ejemplo: la religión mayoritaria fue la católica (66%); el 24% se adscribió a otras religiones, como la adventista, las asambleas de Dios, la pentecostal y los testigos de Jehová. Los creyentes sin denominación fueron el 10%.
Cabe señalar que con respecto a la importancia de su fe, el 76% del total de los entrevistados declaró que su fe se había vuelto más significativa ahora que rebasaban los 60 años, aunque resulta curioso que sólo el 71% declaró encontrarse satisfecho con su religión actual. Poco más de la mitad (56%) reportó asistir sólo una vez por semana a las actividades de culto; en tanto que el 34%, asiste menos de tres veces al mes o simplemente no asiste, principalmente por problemas de salud o por no tener quién los lleve. El 76% reportó orar y rezar de manera cotidiana, mientras que poco más de la mitad (54%) reza y ora al menos una vez al día, y el resto lo hace unas tres veces. Por otro lado, sólo el 3% lleva a cabo el hábito de ayunar, muy relacionado con estas prácticas.
En cuanto a las diferencias significativas entre católicos y no católicos se encontró que la frecuencia con que se ora es más visible en estos últimos. Lo mismo sucede en relación con la lectura de la biblia y el ayuno, la asistencia a la iglesia, la visitación a enfermos, la evangelización y la responsabilidad y compromiso con el grupo. Pese a estas diferenciaciones, traté de transversalizar el concepto de fe y vejez, dejando de lado las diferencias doctrinales y concentrándome en los elementos comunes de lo que significan la fe y la vejez en estos contextos rurales. Sostengo que lo que pesa en la concepción de la vejez y la fe es más lo social y el contexto que lo doctrinal y lo teológico.
Relacionando fe y vejezLa fe, al igual que la vejez, se instala generalmente de manera casi imperceptible en la vida de las personas y se manifiesta en apreciaciones, acciones y relaciones sociales que los individuos construyen y deconstruyen social e individualmente. Todo ello producto, como bien lo indica Gastron (2009), de procesos continuos y no de simples estados o eventos que pueden ser capturados y entendidos como fotografías instantáneas, y que son una secuencia de edades y experiencias estructuradas y socialmente definidas que interactúan y fluctúan en un tiempo histórico y en un lugar determinado. En consecuencia, veo la fe y la vejez como una sucesión de mutaciones en las cuales se articulan procesos profundos de cambio que van conduciendo de un estado de existencia a otro.
Don Juan, un no católico de 77 años, me dijo: “la vejez y la fe están en el último piso de un edificio, se sostienen por los pisos que están abajo”.
Fe y vejez se viven en un espacio y en un tiempo determinado con una apretada trama de relaciones sociales, de sistemas de signos y símbolos con su particular estructura de sentido, de formas institucionalizadas de organización social, de sistemas de estatus y prestigio, etcétera.8 Muchas de las veces, los espacios donde conviven la fe y la vejez son limitados, son mortales, íntimos y privados que hacen incursiones constantes en el espacio público, en una reelaboración permanente en la que existen seres y hechos fantásticos, enfermedades, problemas y necesidades. Todo está mezclado con ideas, saberes y prácticas tradicionales y modernas en constante proceso de reformulación.
Lo que quiero es manejar la fe y la vejez como formas que dan identidad y sentido al aquí y al ahora, como modos que estructuran y organizan de manera distinta, pero coherente, los aconteceres, dinámicas y complejidades de la vida social.
Tanto en la fe como en la vejez hay huellas en las que el pasado, presente e incluso el futuro están insertados en una realidad humana y divina, con puntos de referencia en los que se crean esperanzas y utopías,9 con ejes centrales en donde se dan la comunicación e interacción en caminos que marcan salidas al dolor, a los sentimientos de angustia, tristeza, ansiedad, anhelo y consuelo, entre otros.
Fe y vejez se visten con la cultura de cada una de sus sociedades, de cada una de sus costumbres y tradiciones. Se encarnan una con la otra por medio de símbolos, instituciones, conceptos, ritos, experiencias, recuerdos y representaciones, los cuales, como analistas sociales, tenemos que vincular en una psicodinámica, intentando crear nuevas situaciones, nuevas formas interpretativas, estilos de vida que permitan superar las necesidades más apremiantes, principalmente de salud, económicas y emocionales, tratando de encontrar soluciones prácticas que estén en sintonía con la realidad de nuestros actores sociales.10
En este contexto, la fe y la vejez no pueden verse como mundos separados, sino como mundos que se reafirman y se comparten experiencias en contextos reales e imaginarios, edificando experiencias con las que se esfuerzan por entender “realidades múltiples”. Por ello, al analizarse no se puede tomar en cuenta únicamente el punto de vista médico o social, ni tampoco ubicarse en la teología o en los dogmas, sino más bien en las lógicas íntimas, privadas y públicas de su propia cotidianidad.11 Es allí donde el analista social tiene la oportunidad de articular estas distintas esferas, tratando de que no se produzca una separación entre lo íntimo, lo privado y lo público. Para ello se requiere de un punto de vista interpretativo y fenomenológico que atienda las diferentes dimensiones y conexiones de experiencias reales e imaginarias, con énfasis en una metodología con la cual podamos transitar de lo físico a lo espiritual, de lo individual a lo colectivo, de lo biológico a lo social, que pueda pasar entre lo íntimo, lo privado y lo público, que permita interactuar en cada una de estas aristas, a partir del actor social. En pocas palabras, que permita entrelazar los diferentes proyectos de vida, terrenales y celestiales, así como analizar y maniobrar de manera heurística todo lo que conforma la vida de las personas de edad avanzada.
Considero que la noción de interfaz12 acuñada por Norman Long (2007) es apropiada para situarnos en una buena posición etnográfica, pues conecta al mismo tiempo el mundo real con el imaginario, identificando sitios de continuidad y discontinuidad, ambigüedad y diferencia; examinando cómo se mantienen las conexiones e interacciones y sensibilizando al investigador, al cuidador o al promotor de desarrollo, sobre la importancia de cada uno de estos mundos de conocimiento.13
Desde esta perspectiva es posible captar mejor la producción de fenómenos heterogéneos como la fe y la vejez, así como la interacción de realidades múltiples que se construyen con experiencias entrelazadas, donde, a través de un análisis detallado de la vida cotidiana del actor social, nos proveemos de un campo rico para examinar el “cómo” el “para qué” y el “porqué” las personas de edad avanzada buscan asir cognitiva y organizativamente las situaciones problemáticas que enfrentan, en especial la pérdida de la salud, ya que a partir de ahí se genera una serie de discapacidades físicas que provocan pérdida de autonomía y de autoestima, mermas del estatus social, de autoridad, de control. Aparece la ansiedad, la depresión, el miedo, la tristeza; padecimientos que no es posible curar por medio de los cuidados físicos, por la administración de medicinas o con la presencia de enfermeras y médicos, sino con la elaboración de frases y palabras que al comunicarlas puedan funcionar como instrumentos para reactivar la fe, la esperanza, ese estado emocional que incentiva la conducta relacionada con la salud y que contribuye al buen envejecimiento (McFadden, 1995). Situados en este interfaz fue como se pudo captar la metamorfosis de la fe de los creyentes de edad avanzada.14
Datos del trabajo de campoEn el trabajo de campo se pudo constatar que buena parte de la dinámica social desarrollada por los adultos mayores, tanto individual, como en el hogar o fuera de éste, se lleva a cabo motivada por la fe.
La fe hace que las cosas ocurran… Es el eje que hace girar todo lo que hago en mi vida diaria. Es lo que da sentido a mi existencia, además de paz y armonía (Arturo, 64 años, católico de Tlacolulan).
Cuando uno deposita su fe en Dios, uno se entrega absolutamente a sus brazos, para que haga con nosotros como el barro en las manos del alfarero (Tomás, 69 años, evangélico de Cosautlán).
Yo soy muy devota de Guízar porque me ha hecho muchos milagros. El último milagro fue el de traerme a mi hijo con bien de Estados Unidos. Le tengo mucha fe (Paty, 84 años, católica de Teocelo).
Tener fe es tener puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe. Es una decisión libre, responsable e intransferible que cada individuo posee y que se sostiene conjuntamente con los demás creyentes (Inés, 79 años, evangélica de Xilotepec).
Vivir la fe es saber que Dios va contigo, construyendo tu propia vida; implica creer en todas las promesas escritas en la biblia (Jesús, 84 años, evangélico de Rafael Lucio).
Fe no significa aferrarte a aquello que tú quieres y rezar todos los días por ello. Fe significa creer que Dios tiene el control de todo y que sus planes para ti son los mejores (Saraí, 72 años, católica de Xilotepec).
A través de la fe se organiza y estructura la forma de vivir, pensar y actuar. Es decir, se conforman todas las peculiaridades, así como las instancias, espacios y acciones individuales o colectivas, especialmente cuando se necesita construir o reconstruir nuevos espacios, pues a medida que la familia original empieza a desmembrarse (ya sea por la partida de los hijos o por la muerte del cónyuge), se requiere hacer adecuaciones, incluso cambios drásticos en los estilos de vida, donde las personas de edad avanzada muchas de las veces tienen que cambiar de lugar de residencia e irse a vivir con los hijos en la ciudad, en espacios más pequeños, y tienen que acostumbrarse a nuevos horarios, comidas, distracciones y trabajos, como cuidar a los nietos y vigilar la casa, entre otras cosas. Otras veces tienen que acostumbrarse a la soledad, a sobrevivir con recursos cada vez más escasos, a cambiar actividades rutinarias, a dejar las decisiones en manos de los hijos y nietos, yernos o nueras. Asimismo, tienen que acostumbrarse a ser dependientes; y ya no se diga cuando se está en una situación de total dependencia debido a enfermedades crónicas degenerativas como el cáncer, el Alzheimer y la demencia, donde la relación entre la fe y la vejez depende de la lucidez y capacidad física que tiene la persona. Recurro a dos casos de estudio para evidenciar todo esto:
Teresa, 67 años, católica de Xico. En sus ratos de lucidez afirma que: “Cuando una se empieza a quedar sola, ya sea porque los hijos se casan o por la pérdida del marido, es cuando crece nuestra fe en Dios. Él se vuelve nuestro único sostén”.
Pero cuando Teresa pierde la razón se olvida incluso de cómo se llama, y no se acuerda de los nombre de sus hijos, ni de su nieto más querido. “Ya se me olvida todo, ya no sé dónde vivo, dónde están las llaves de la casa, lo que dejo en la lumbre. La otra vez quise ir al mercado que se pone junto a la iglesia y ya no supe regresar, le pedí a la virgen que me ayudara a recordar. Afortunadamente hubo alguien que me conoció y me trajo de retorno a la casa. Tengo miedo a perderme. Por eso ya no salgo, sólo voy a misa. Ya casi nadie me visita, y aunque vienen a verme, yo no me acuerdo de ellos y me da pena por no poder platicar con ellos”.
Pese a lo anterior, dice que su fe en la virgen no la ha perdido nunca, ni siquiera en los momentos en que pierde la memoria. Cuando le pregunté por qué a virgencita no se le olvidaba, ella me contestó: “Yo me puedo olvidar de ella, pero ella de mí, no”.15
Dos creyentes evangélicos hicieron alusión al Himno compuesto por Vicente Mendoza, cuya letra dice: “Si la fe me abandonare y si el mal me amenazare / Él me sostendrá”.
A Isaías de 79 años (no católico de Emiliano Zapata), sus familiares le han prohibido salir a su parcela a trabajar, pues la última vez le dio un fuerte dolor en el estómago. Su sobrino lo encontró tirado y lo llevó a su casa. Él tenía un pequeño comercio que atendía por las tardes, pero como ya no puede levantarse de su cama por el dolor, el negocio se ha cerrado. A menudo se enoja con sus hijos y esposa porque no lo atienden. Según los médicos, todo es cuestión de tiempo. Me dijo que en sus ratos de tranquilidad no se le olvidan los versículos de la biblia, y me recitó los salmos 23 y 103. Los aprendió cuando estaba como encargado del grupo de oración. También me dijo que estos pasajes le traen mucha paz. Cuando siente muy fuerte los dolores le gusta que le lean la biblia. Ahora ya no va tanto a la iglesia como antes, cuando iba tres veces por semana. En ocasiones lo visita el pastor, y también algunos miembros de la iglesia. Isaías tiene miedo de quedarse solo. Cuando le pregunté por qué tenía miedo, siendo que él tiene mucha fe y confianza en Dios, me respondió: “Dios siempre está conmigo, pero con mis familiares como que me hacen sentir que estoy más cerca de Dios. Es como si usted está con su papá pero a la vez puede estar con su mamá y sus hermanos, se siente más fuerza y más felicidad”. En la actualidad, Isaías no desempeña ninguna actividad y sus familiares sólo esperan que Dios tenga piedad de él y no se alargue más su sufrimiento. El estatus social que antes gozaba como jefe de hogar, ya no lo tiene, y ahora es su yerno el que toma las decisiones.16
De acuerdo con mis observaciones, en la medida en que el proceso de envejecimiento va acompañado de problemas de salud, conflictos económicos o familiares, soledad, depresión, angustia, muerte, tristeza o desamor, la fe en lo divino se vuelve imprescindible para responder a los eventos de mayor estrés, promover la salud y mitigar los efectos de las enfermedades crónico degenerativas. Pero también es cuando la fe adquiere nuevos significados, en correspondencia con las nuevas situaciones sociales, económicas, religiosas y familiares.
En la vida todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos, por ello es que debemos tener nuestra fe bien cimentada en Dios nuestro Señor (Rocío, 69 años, católica de Xico).
La fe es el punto de apoyo que tenemos los creyentes, es el fundamento sólido que nos sostiene para resistir los embates de la existencia (Ana, 76 años, no católica de Emiliano Zapata).
Uno siente cómo va uno dependiendo cada vez más de Dios, especialmente cuando nuestras fuerzas y recursos son cada vez más limitados (Conchita, 73 años, no católica de Coatepec).
Es en los momentos más difíciles de la vida cuando se pasa de una fe abstracta a una fe práctica, ya que es entonces que el individuo se sitúa en un lugar donde él puede controlar, soportar, adaptar, permitir o evitar que tal situación o necesidad tenga un efecto devastador. La fe se vuelve un asidero para mediar la dependencia, el sentido de indefensión y, en ocasiones, la proximidad de la muerte. Es aquí donde la fe se puede recrear o desaparecer, donde se es capaz de procesar la experiencia social y diseñar formas de lidiar con la vida —aun bajo las formas más extremas— de mitigar y soportar las experiencias de la viudez, las pérdidas materiales, sociales y físicas, las tristezas y accidentes, que sólo con la fe puesta en Dios se pueden enfrentar.
La fe permite la continuidad pero también la discontinuidad. Es mediante ella que el creyente evalúa si lo que ha sido amenazado o lo que ha sufrido un daño es lo más valioso. Pero cuando el esfuerzo por conservar lo importante falla o no satisface, la única alternativa es quizá transformarlo, y la fe ayuda a buscar nuevos horizontes, ya sea renunciando al ser querido, desprendiéndose de sus cosas y recuerdos más significativos o encontrando un nuevo recurso significativo, o incluso una nueva misión en la vida. A través de la fe se obtiene esa sensación de estar relacionado con la divinidad, reforzando la convicción de que lo que se está viviendo, ya sea tristeza, dolor, enfermedad o la muerte propia, tiene sentido. Incluso todo lo que pudiera parecer negativo se traduce como positivo.
La fe te impulsa a seguir adelante, a esforzarte cada día más, aun cuando se trate de algo que se considera imposible… Es mediante la fe que podemos encontrar esa confianza e intimidad con Dios y hablarle a través de la oración, sobre nuestras necesidades, y pedirle lo que necesitamos (Raúl, 65 años, evangélico de Banderilla).
Cierto es que también encontré informantes para quienes la fe va por caminos inversos, es decir, puede pasar de activa a pasiva:
Fui católica pero después de tantos años de oír de curas abusando sexualmente de infantes, mintiéndoles a sus feligreses, así como oír también de otras religiones en donde sus pastores o líderes les roban su dinero a los pobres y oran y oran y Dios nunca les ayuda, decidí no tener fe en Dios. Yo misma necesité de Dios y nunca me respondió (Rosa, 67 años, ex católica de Coatepec).
Ya perdí la fe debido a que los que me predicaron resultaron ser peores que yo. Creí en la bondad del evangelio, dejé de fumar y tomar, de tener una doble vida. Pero los que me hicieron ver mis faltas tenían una fe fingida, por ello no creo ahora en nada (Eustolgio, 71 años, de Banderilla).
Es normal que una persona que ha tenido experiencias no gratas se plantee si de verdad Dios es tan misericordioso como le han dicho cuando sus propias vivencias le demuestran lo contrario; es por ello que su fe puede llegar a extinguirse por completo.
Otras veces, la fe sólo se modifica, pasando a ser menos fervorosa:
Yo recuerdo que recién convertida no faltaba a ninguno de los cultos, me iba a visitar a los enfermos, cantaba en el coro, participaba en varias organizaciones de la iglesia, pero después de que en me accidenté a los 56 años, mi vida cambió, ya no pude llevar la vida de antes y mi fe se enfrío, aunque sigo en el camino, pero ya no con esa misma devoción, con decirle que hay veces que se me olvida orar por los alimentos. El tiempo que antes lo dedicaba a oír su palabra ahora lo ocupo viendo novelas. Dios me perdone (María, 77 años, evangélica de Emiliano Zapata).17
En otros casos la fe se vuelve reflexiva:
Mi fe, buena o mala, es mía, la he construido a lo largo de mi vida, siempre con altas y bajas, pero eso sí, siempre acompañada de un Dios grande y maravilloso que me ha sustentado en todo (Ada, 67 años, católica de Xilotepec).
Mi fe está puesta en lo que pienso, en lo que soy, en lo que yo mismo comprendo, no necesito seguir un ritual, ni estar en una iglesia, ni sujeto a un horario; en el momento en que yo quiera puedo estar en contacto con Dios de acuerdo a mis circunstancias y necesidades (Mauro, 76 años, ex testigo de Jehová de Rafael Lucio).
Dios no actúa porque tenemos problemas, sino porque tenemos fe (Lucero, 67 años, evangélica de Banderilla).
Un creyente puede, a lo largo de su vida, experimentar fortalezas o debilidades en su fe, lo cual, de acuerdo con la interpretación bíblica, dependerá de su grado de conexión con Dios.18
Los informantes mencionaron que para nutrir su fe, utilizan la oración como el recurso más común; le siguen las lecturas de la biblia, así como otras prácticas espirituales como el ayuno y la alabanza. Para ejercitar la fe, se llevan a cabo diversas actividades tanto privadas como públicas en las que demuestran el compromiso y fidelidad a sus preceptos y creencias, así como la obediencia a sus principios religiosos que vienen a redundar en potenciar su fe.
Es importante señalar que la fe tiene diferenciaciones en tanto los roles de género, por ejemplo: los ancianos en su papel de proveedor, de jefe de familia y de quien controla los bienes y medios de producción; las ancianas en su papel de madre y abuela, la que ama, atiende y protege a la familia, la incansable trabajadora, la consejera. En este sentido, la fe se configura de distinta manera y opera en diferentes espacios. Y es que aunque comúnmente se remarque que las mujeres y los hombres son iguales ante Dios,19 la verdad es que cada uno tiene su propia especificidad, sus propias necesidades y referentes sociorreligiosos para expresar su fe. Por ejemplo, las ancianas practican sus oraciones y sus devociones en un horario que les es permitido de acuerdo a sus actividades domésticas y familiares. Con los ancianos, estas prácticas se llevan a cabo de acuerdo a su trabajo en el campo o en la ciudad. Las ancianas acuden con más frecuencia a los servicios y celebraciones religiosas por las mañanas y por las tardes; los ancianos, en cambio, lo hacen por las tardes y noches. Por lo general ellos son más pasivos y a veces renuentes a mostrar su fe. En ocasiones forman parte de la banda o grupo musical que participa en las ceremonias litúrgicas. Cuando hay ancianos que sí participan, por lo regular ocupan cargos de dirección, mientras que las ancianas ocupan cargos de ejecución. Los ancianos sobresalen en las celebraciones cargando al santo; las ancianas resaltan con sus voces en los cantos y rezos. Las diferencias se dejan sentir con mayor evidencia en las narraciones y testimonios milagrosos relacionados con la enfermedad, fenómenos naturales, costumbres o ritos, donde ancianos y ancianas, a través de sus recuerdos, manifiestan sus diferencias en cuanto a lo que han hecho, gozado y sufrido, y lo que piensan que será su futuro.
Para mí la fe es la fuerza espiritual que me hace actuar ante cualquier situación con tranquilidad y madurez, es la fuerza que me levanta cuando caigo, es la paz que me produce el saber que Dios cuida mi familia (Francisco, 84 años, evangélico de Emiliano Zapata).
La fe es mi refugio cuando tengo miedo y estoy sola, es mi sostén cuando estoy enferma, es la que me acompaña en mis horas de tristeza, como de alegría, es la mano amorosa que me dice yo estoy contigo hoy y siempre (Sonia, 73 años, evangélica de Banderilla).
A medida que la edad se incrementa, la diferenciación religiosa entre ancianos y ancianas puede tornarse imperceptible o acrecentarse, debido a que el significado de la salvación, el Más Allá, el Infierno, el concepto de Dios, entre otros, se desligan, se desgastan o se trasforman de acuerdo a la experiencia personal. Hay que anotar que los significados y símbolos religiosos de las personas de edad avanzada constantemente se ven amenazados por las demás generaciones, o bien, se ven debilitados por la no articulación con la doctrina religiosa y la no participación en los rituales, ya sea por la inasistencia al templo o por alguna discapacidad o enfermedad. Todo esto genera que se construyan y desconstruyan significados de acuerdo a la interacción social y al ejercicio de la fe. Al irse reduciendo la participación en el culto, el círculo social se reduce a veces a niveles íntimos o familiares, lo que deriva en transformación de ciertas prácticas litúrgicas, símbolos y significados religiosos cada vez más personales, adaptados a circunstancias personales. Cabe señalar que el 50% de quienes no asisten a actividades religiosas es debido a problemas de discapacidad física o de salud. Entre ellos, la mayoría son personas de 75 años o más.
A misa iba a diario, pero ya no puedo ver. Yo me quedo ahora en casa, aquí me encomiendo a la Virgen y a los santos, al sagrado corazón de Jesús, platico con mis animales (pollos, gatos y perros). A veces pienso que es mejor estar aquí sola que estar en la iglesia tijereteando a los que van (Luisa, 75 años, católica de Tlacolulan).
Yo era el que sonaba las campanas cuando había un muerto en el pueblo, ayudaba al padre en labores de reparación de la iglesia, bajaba a los santos para que las mujeres los vistiesen. En este momento con mi artritis ya no puedo, mis piernas ya no me responden, mis fuerzas se han ido. Ahora tengo mi altar en casa, aquí tengo mi devoción con los santos, les rezo, les hablo de mis dolencias, de lo que me preocupa, a mi manera trato de no perder mi fe (Roberto, 91años, católico de Xico).
Es evidente que el proceso de adquisición, utilización y transformación de la fe se ve mediado por las experiencias y prácticas cotidianas entre los individuos, en los distintos dominios en los que se mueven e interactúan. De ahí que a la par que realizan y configuran sus prácticas de fe —a partir de los modelos que el mismo grupo religioso les ofrece y delimita—, también las conjugan con las experiencias que obtuvieron en los diversos dominios en los que se mueven (fuera del campo religioso).20 En este sentido, las explicaciones y el significado que le dan a sus experiencias de vida, las formas de aprehender el mundo (consciente o inconscientemente), el despliegue de representaciones, imágenes, entendimientos cognoscitivos y respuestas, están enmarcados en la fe que se comparte en el actuar cotidiano.21 Es decir, la fe en conjunto con la vejez encierra cualidades, actitudes y actividades que guían y regulan la vida y el comportamiento cotidiano como seres sociales de un momento histórico.22 Hay que dejar en claro que la fe es generacional: cada quien construye sus referentes simbólicos, espirituales y culturales de acuerdo con las interacciones sociales que le tocó vivir. Pareciera que el desarrollo de la fe va muy de la mano con la madurez que el ser humano va alcanzando, aunque no siempre.
Con base en las percepciones de campo, los ancianos y ancianas son los que poseen criterios más sólidos acerca de su fe y las prácticas que realizan. Ellos son quienes fundamentan con mayor racionalidad y tradición el porqué de sus creencias; son los que realizan y participan con mayor sistematicidad en las actividades religiosas (cultos, celebración de determinadas fechas, ritos, peregrinaciones); son quienes en mayor medida encuentran los contenidos religiosos incorporados en su vida cotidiana, mediatizada por concepciones del mundo y expresada a través de racionalizaciones, creencias y explicaciones acerca de su realidad más cercana. La mayoría de los entrevistados afirmó que cuando eran jóvenes, participaban de forma eventual en las actividades religiosas y se centraban en la resolución de determinados problemas, ya fueran individuales o familiares, pero no iban más allá de eso; sus acciones se caracterizaban por ser más inmediatas. Por ello es que sus argumentos no lograban definir con claridad qué beneficios recibían, ni justificaban su fe con la vehemencia con que ahora lo hacen. Acudían a la fe sólo cuando se les presentaban dificultades que rebasaban sus capacidades personales o familiares (de carácter material, o enfermedades, búsqueda de sosiego, deformación de la personalidad) y que resultaban “graves o impostergables” según su visión.
[…] fui catequista cinco años y a mí no se me pegó nada, si usted quiere; nomás la persignada, esa sí no se me olvidó. Pero yo, de oraciones y rezos y eso, nada. ¿Ora que ya estoy viejo, quisiera saber más, pero ahora ya no puedo [...]. Nunca me interesó lo religioso, pensaba, de que vaya a misa mejor me voy a ver mis animales (Candelario, 77 años, católico de Tlacolulan).
Como se puede observar, el compromiso y la seriedad de la praxis religiosa va cambiando en función de los nuevos significados que se le confieren a la fe y al papel que ésta empieza a desempeñar como elemento vital para afrontar los cambios que trae consigo el envejecimiento. De tal modo que los criterios con que se evalúan y se piensan, la participación en las actividades litúrgicas, el llevar a cabo ciertos ritos o prácticas a nivel privado e íntimo, toman sentido y significado a través de la fe.
Cada etapa de la vida tiene, por lo tanto, su propia fe, así como su devoción y compromiso religioso. De acuerdo a la información recogida, es en especial entre los 65 y los 75 años de edad que los hombres parecen ser más religiosos. Son los ancianos (26.7%) quienes sobresalen por una mayor posibilidad de cambiar sus significados sobre la fe, en comparación con las ancianas (23.5%). Es, pues, entre los 60 y los 75 años de edad donde más se percibe el cambio de significados de la fe tanto en hombres como en mujeres.23
Cabe destacar que son sobre todo las ancianas de entre 60 y 75 años quienes se han encargado de ser las principales transmisoras y guardianas de la fe en la familia. Son ellas quienes están más al pendiente de enseñar a sus hijos y nietos los valores, bondades y compromisos de tener una fe. En cambio, entre el grupo de personas de 75 años o más sí encontré a varios hombres que se convierten en guardianes e impulsores de la fe, aunque también encontré más personas que por su enfermedad o discapacidad ya no participan ni asisten a las celebraciones religiosas.
Les digo a mis nietos y a mis hijos que no se aparten de su fe, ya que hay muchos falsos profetas engañadores que los seducen con sus palabras. Les doy muchos consejos para que sigan el camino que les he enseñado y les digo [que] si lo hacen, les irá bien (Antonio, 66 años, evangélico de Coatepec).
En relación con las peticiones al Ser supremo para que les ayude a tener fe para salir adelante (en las oraciones y rezos,24 práctica común en cualquier creyente), as tres súplicas más comunes entre los hombres fueron salud, solución a los problemas y necesidades y bendiciones para la familia. Entre las mujeres encontré peticiones por sus hijos, nietos y esposos, por la salud y por sus necesidades. Los hombres tienden a dirigir su fe hacia la paz, la salvación y el perdón, mientras que las mujeres la encaminan más bien al consuelo, la salvación y la compañía. Asimismo, encontré que las ancianas, además de manifestar más fe en Dios, son las más agraciadas con los dones y favores divinos. En cambio, los ancianos son más incrédulos y débiles en su fe; son más escépticos a tener fe en la vida después de la muerte, o a creer en el cielo, el infierno, los milagros o lo que dicen los sacerdotes o pastores. O tampoco creen en la participación en actividades proselitistas y litúrgicas, aun cuando sean ellos quienes muchas veces guían o lideran dichas actividades.
Un aspecto interesante en la diferenciación entre ancianos y ancianas es el concepto de pecado: los primeros hacen poca alusión a éste, pero cuando lo hacen, es con pasión; por su parte, las ancianas hablan más de él en sus narraciones y lo describen como la causa de sus males y sufrimientos, además de que resaltan su lucha contra él en la vida diaria. Otro dato curioso es que uno pensaría que a medida que la edad avanza aumentan las peticiones, pero esto no es así, ya que la mayor carga de súplicas se da en personas entre los 60 y los 75 años edad, volviéndose menor en quienes tienen más de 75. Quizás la explicación esté en que a medida que se envejece, el círculo social va disminuyendo y las preocupaciones también; la responsabilidad de la familia va decreciendo al quedar en manos de los hijos, quienes ya tienen las riendas de su vida, de manera tal que las peticiones de los ancianos menguan.
Como se podrá observar, cada anciana y anciano tiene su propia historia de fe, su propio acervo de principios y prácticas ligadas a sus modelos de masculinidad y feminidad que la sociedad y la cultura local han propiciado. Incluso se podría decir que en cada uno de los diferentes grupos religiosos, es durante la celebración de la misa o el culto que los sacerdotes, líderes espirituales o pastores transmiten de manera diferencial diversos modelos de fe a través de valores y preceptos normativos importantes para su vida cotidiana, en relación con las conductas o concepciones de lo que debe ser una anciana o un anciano de fe. Las creencias y prácticas religiosas, pese a que constituyen un sistema holístico de significación de la realidad y de orientación del comportamiento, no son experimentadas del mismo modo por los ancianos y las ancianas, ya que de acuerdo a la experiencia personal y colectiva que implica una activa manifestación de su ser social a través de su identidad religiosa, vemos que cada quien reelabora y revalora, produce y reproduce su propia identidad femenina y masculina.
A manera de conclusiónDe acuerdo con nuestros informantes, la fe tiene mutaciones beneficiosas, neutras y perjudiciales. Las mutaciones beneficiosas son las más referidas por los creyentes en sus testimonios, donde la fe se encuentra en constante crecimiento pese a las vicisitudes de la vida, lo que tiene efectos positivos en la vida de los practicantes, favoreciendo el estado de salud, de paz, de armonía y tranquilidad, entre otras cosas. Por lo regular, se manifiestan adaptaciones y cambios en el mejoramiento de la calidad de vida. Es una fe con la que el camino de la vida se puede recorrer con actitud de agradecimiento y de confiada espera.
En cuanto a las mutaciones neutras, los creyentes de edad avanzada las describen como aquellas experiencias de fe de muy poco crecimiento. Generalmente es en éstas que se adscriben todos aquellos que no han tenido experiencias especiales ni perjuicios o beneficios en el transcurrir de su vida cotidiana. Dichas mutaciones son silenciosas, algunas veces porque los practicantes están a gusto en su “zona de confort” o no tienen necesidades o experiencias apremiantes que ameriten una mayor cantidad de fe. Aquí, según ellos, es necesario reforzar y apuntalar la convicción en lo que se ha creído, y en algunas ocasiones es necesario recrear la experiencia de fe.
Por último, los creyentes ancianos califican a las mutaciones perjudiciales como aquellas en donde la fe está estancada, muerta o débil debido a que no ha seguido un proceso de desarrollo, por lo que el creyente se ve afectado en los procesos esenciales de la vida, lo que ocasiona alteraciones que provocan enfermedades crónico degenerativas, angustia, tristeza, ansiedad y mayor dependencia, entre otras cosas. Aquí hay profundas heridas en el alma y el cuerpo. Según los entrevistados, el itinerario de la fe tiene que estar orientado a vivir en una actitud de invocación, perdón y paz interior.
Con base en lo anterior, la fe puede tener diferentes formas y significados; es como un caleidoscopio en el que a medida que la realidad se mueve, la forma cambia. En este sentido, fe y vejez forman un binomio que, como bien apunta Pittard (1994, 19), implica conexión, integración e integridad, ya que el anciano no sólo se interconecta como creyente con otros creyentes (familiares o no) para compartir propósitos y significados de vida, sino que también es a través de la fe que obtiene la capacidad de suplir las más vitales necesidades y sentirse interconectado tanto en un mundo real como en un mundo sobrenatural.
Pero la fe va más allá, como hemos visto, pues siempre está haciendo incursiones en lo público y se encuentra en nuevos espacios en los que se intercomunica, irrumpiendo todos los ámbitos de la vida de los individuos, haciéndoles ver hechos sorprendentes, despertando la conciencia y cambiando actitudes, articulando necesidades, costumbres y estilos de vida, dando a la razón una información privilegiada, una explicación para una praxis política que los creyentes podrán definir como justicia, derechos y libertades en combinación y relación directa con sus necesidades.
En este contexto, la mutación de la fe va muy de la mano con el ofuscamiento, la enfermedad, la discapacidad y otras causas biológicas que se dan con mucha frecuencia en las personas de edad avanzada. Aquí hay que tener presente que la fe necesita que el anciano o la anciana sea capaz de pensar, razonar, recordar y actuar para manifestarla, pues, como dice el versículo bíblico: “es por el oír y el oír la palabra de Dios”, además de que la fe sin obras no tiene mucho sentido puesto que es absolutamente práctica, por lo que al no ponerla en uso se atrofia e incluso se puede llegar a perder. La fe, cuando no se mueve, deja de ser,25 porque la fe es praxis, está comprometida con el otro. Por eso, al reducir el círculo social, la fe languidece para los demás, pero no para el individuo mismo o para la divinidad. Si bien es cierto que el anciano ya no tiene el compromiso de hacer realidad esa fe en una esfera pública puesto que ya no tiene ese contacto amplio con el otro para demostrar qué tan objetiva y real es su fe, ahora tiene que volcarla sobre la esfera íntima y privada en la que se encuentra, es decir, en sus recuerdos, sus pensamientos y reflexiones. Sobre todo, tiene que proyectar su pasado en la medida de su lucidez para recordar su trayectoria de vida de fe. Se trata de una recuperación histórica y de una constante recreación del significado que su fe ha tenido para poder mantener viva la esperanza en lo que ha creído y que será su sostén hasta el final de sus días.
En esta dinámica se puede observar cómo también en dicha esfera de la fe entran en juego con toda su crudeza los distingos de la virtud y el estigma de la edad avanzada, el crédito y el descrédito de la razón, la simpleza de la fe y la sinrazón, en donde mucho tiene que ver el mantenimiento del estatus social, el poder y control de la familia, lo normal y lo patológico. Es muy frecuente que en las congregaciones religiosas, en los círculos familiares y en las actividades vecinales o comunales, a los ancianos se les trate como a niños, discapacitados, enfermos o achacosos, por lo que muchas veces su fe se concibe en relación a ese trato. Pero ojo, también esta fe puede ser apreciada como más pura, aunque esto no deja de percibirse como una fe pasiva dada su acción social dependiente y poco activa.
Podemos afirmar que la dependencia, la falta de lucidez, la reducción hacia espacios más privados e íntimos, así como la enfermedad, la discapacidad y la vulnerabilidad en la que se ven inmersos los ancianos, ponen en riesgo su fe, ya que al ser tratados con lástima o desdén, son propensos a sufrir maltrato de muy diversa naturaleza, en especial si no cuentan con sólidas redes afectivas, solidarias e institucionales que los apoyen ante esa falta de control que genera, desde luego, una reducción del poder en el ámbito público y privado, aunque ello no tenga una implicación directa en al ámbito de lo íntimo. Lo que sí es que el pasar de un ámbito privado o público a uno personalísimo, puede implicar una reducción de capacidad de agencia.
La fe puede socavarse y, en el mejor de los casos, puede servir de paliativo, lo que estrecha o encajona la agencia que puede proporcionar, reduciéndola a un círculo poco virtuoso, arrinconándola en la esfera de lo íntimo con nula o poca praxis. Afortunadamente la fe, ya sea pasiva o activa, no puede subsistir sólo en el estrecho recinto de lo íntimo, ya que necesita también de lo privado y lo público, y requiere del respeto y apoyo para su subsistencia. Y si bien pareciera que cuando se llega a la vejez se pasa del ámbito público al ámbito íntimo, es cierto que la información presentada nos demuestra que se dan los dos movimientos, ya que lo público a menudo invade lo privado y lo íntimo, imponiéndole reglas, espacios, normas, medidas y conductas a los individuos, quienes se ven forzados a cumplirlas. Por consiguiente, es difícil trazar un límite preciso entre lo íntimo, lo privado y lo público. Todo esto provoca inquietud e incertidumbre en las personas de edad avanzada, las cuales ven cómo su fe y los ámbitos en los que ésta habita son invadidos. Es por ello que con frecuencia la fe sufre metamorfosis y mutaciones para poder subsistir, lo que dificulta la labor de observación del analista, así como el proceso de comprensión, comparación y de ubicación en espacios bien delimitados que van de lo íntimo a lo público pasando por lo privado.
Esta fenomenología de la fe y la vejez nos hace relacionar el mundo natural con el sobrenatural, con un engranaje mágico de palabras que esconden potencialidades divergentes, donde además tomamos conciencia de nuestra vida, de lo que somos, hacemos, reflejamos, concebimos e interpretamos. Es decir, aprendemos a saber quiénes somos y cuándo nos convertimos en lo que realmente somos dentro del proceso de la vida.
Lo que busco con todo esto es la creación de nuevas metáforas que, sin salirse del mundo científico, describan los fenómenos humanos y sobrenaturales, tratando de encontrar un camino diferente al planteado por las ciencias naturales y las ciencias demográficas. Considero que si los fenómenos humanos son, ante todo, culturales, las respuestas deben partir de la cultura, donde el individuo pasa de un estado de indeterminación biológica a uno en el que no hay completitud cultural, siendo ésta una etapa inalcanzable en el mundo real que exige a los analistas, tanto de las ciencias sociales como de las otras ciencias, no seguir pensando en términos positivistas o románticos, sino en una narrativa que dé la posibilidad de reestructurar el mundo a través del imaginario, de construirlo y reconstruirlo verbalmente en relación a los cambios contextuales no sólo biológicos, económicos, históricos, políticos y sociales, sino también religiosos, donde la fe tiene mucho que decirnos en relación a esta etapa de la vida.
Así es como podemos tejer las esperanzas en la vejez, comprender sus problemas, penetrar en su aquí y ahora, despejar misterios y dejar entrever la validez de su experiencia y el sentido de la vida, en una dimensión en la que se revitalicen sus significados, se recuperen sus identidades, se valoricen sus experiencias, en donde la vida pueda transformarse en contacto con las verdades y necesidades que no se pueden cambiar, sobre todo en este mundo en el que nos movemos en el vacío de la destructividad.
Estoy seguro de que en la medida en que se destaque el análisis fenomenológico cultural de la fe, podrán articularse aspectos fundamentales en la vida del anciano de gran incidencia en la estructura social humana en sus últimas fases.
El análisis presentado muestra que no es posible quedarnos en términos de un positivismo de la tan mencionada “vejez exitosa”, ni tampoco con la noción alarmista de la vejez como un lastre o carga social, planteada últimamente por los demógrafos. Menos aún hay que quedarnos con los estereotipos de “victimización” y “pasividad” que ciertos análisis sociales han mostrado, donde se le niega a los ancianos la capacidad de responder con eficacia a sus circunstancias de vida, así como tampoco hay que dejar de lado la fe como algo individual y relativo.26
Lamentablemente, los antropólogos, sociólogos, psicólogos, médicos, enfermeras, gerontólogos, terapistas y ministros religiosos, entre otros profesionales, que tratan con las personas de edad avanzada, han demostrado poco interés por estos temas, dejando muy pocas notas en los informes técnicos y de investigación que puedan llevarnos a comprender la praxis de la fe en los ancianos, pese a que existen un sinnúmero de relatos y testimonios sobre esta cuestión. La mayoría tiende a darle la vuelta al tema, considerándolo de manera general como “actos de fe”, abstrayendo todas estas experiencias como algo muy específico en un grupo o individuo que se manifiesta en ritos, danzas y cultos, agradeciendo o pidiendo el favor divino.27 Y aunque cabe mencionar que algunos profesionales creemos en lo que la gente nos dice que cree, no hemos podido desarrollar una conceptualización que nos permita abordar estos fenómenos, en especial cuando como académicos exigimos verdades objetivas, garantizadas por un método científico en el que impera la razón.28 Lo anterior ha provocado confusión y pobreza en nuestros estudios sobre la fe. Seguimos atorados en un problema metodológico para el que no hemos podido encontrar una salida digna. Continuamos, también, guardando distancia con lo divino y separando en nuestro análisis la interioridad humana. Coincido con Durkheim (2003) cuando dice que la fe es uno de los más importantes medios con los que la sociedad se representa a sí misma. Por consiguiente, creo que con este trabajo no debe quedar duda de que en esta modernidad líquida se requiere de una gran diversidad de fe que conlleve esperanzas y utopías, y que nos ayude a comunicarnos para expresar nuestros sentimientos, angustias, tristezas, anhelos y esperanzas, pues de otro modo viviríamos en una total incertidumbre.
Estudios tanto de la vejez como de la fe son cada vez más complejos y menos específicos. Por ejemplo, en lo que respecta a la fe, ya no sólo se pone énfasis en el cambio de adscripción y pluralidad religiosa o en la conversión y participación política, por mencionar sólo algunas cuestiones. Lo mismo sucede con los estudios sobre la vejez, donde ya no sólo se da importancia a la pérdida de capacidades físicas y psíquicas, o a la carga económica y sus efectos negativos para la familia, sino también a los desafíos que este sector de la población representa.
Construyo la noción de agencia espiritual tomando como referente a Long (2007, 48), quien la define como: la capacidad que tiene el creyente (en edad avanzada) de procesar la experiencia espiritual (de su vida individual y colectiva) para diseñar maneras de lidiar con la vida, aun bajo las formas más extremas. La agencia espiritual por lo general se genera y configura al pasar el creyente de una fe pasiva a una fe práctica, incidiendo de manera directa en la toma de decisiones y acciones ante cualquier necesidad.
Existen múltiples formas de entender, explicar y analizar la vejez como fenómeno social. Para los fines de este trabajo, basta decir que la vejez es una etapa de la vida cada vez más flexible e inestable, por lo que el significado de envejecer es algo cada vez más indeterminado. Es una construcción social, sujeta a transformaciones según el contexto y la temporalidad de quien la experimenta. Es una etapa en donde se condensa una serie de experiencias en relación a lo que somos, hemos sido y lo que hacemos. Dicha construcción social se compone por diversos procesos individuales, sociales y del contexto, e implica una serie de experiencias que se dan de manera diferentes, ya sea por la condición de género, entendida como los roles y comportamientos culturalmente asumidos.
Osorio (1999, 15), define las representaciones sociales como “el conjunto de nociones, conocimientos, creencias, actitudes, imágenes y valores, elaborados y compartidos socialmente, que estructuran la relación de los sujetos con la realidad (como totalidad significante) a través de una determinada manera de designarla, aprehenderla e interpretarla, orientando sus modos de acción y modelando sus experiencias con dichos significados”.
San Agustín (1956) decía: “Hay muchos [...] que desean saber quién soy yo [...] los cuales, aunque han me oído algo o han oído a otros de mí, no pueden lo íntimo, lo privado y lo público aplicar su oído a mi corazón, donde soy lo que soy. Quieren, sin duda, saber por confesión mía lo que soy interiormente, allí donde ellos no pueden penetrar con la vista, ni el oído, ni la mente”.
Osorio (idem.) define las prácticas sociales como “el conjunto organizado de conductas pautadas culturalmente, rutinarias o eventuales, que adquieren diferentes niveles de complejidad y expresan la acción del sujeto en la realidad, a través de una distribución/asunción de roles, funciones e interacciones con el mundo social”.
La perspectiva antropológica ayuda a resaltar la dimensión cultural del proceso de envejecimiento que incluye también las circunstancias biográficas específicas, las dificultades, los desafíos y el contexto, así como las experiencias vividas.
Castoriadis (1997) advierte que el ser humano no es un sistema de sistemas. El ser humano es caos que requiere de organizaciones parciales, cada vez más específicas, que descubre y construye en su propio camino, por lo que necesita puntos de referencia que le ayuden a percibir la realidad no como un espacio homogéneo, sino con rupturas, quiebres, porciones cualitativamente diferentes. Y es aquí donde yo creo que a través de la fe se pueden construir espacios sagrados y profanos que permitan dar coherencia y sentido a la existencia humana, que trasciendan los límites de la vida y que le den la oportunidad de alcanzar la plenitud.
Solamente el hombre puede construir y analizar la gramática de la esperanza, abrigar, alimentar y concebir un mundo a partir de lo que aún no es (Harvey, 2003).
Un trabajo por hacer tendría que ver con los significados que los miembros de la comunidad religiosa le dan a la vejez y cómo van modificando su percepción de la persona que envejece en el seno de una iglesia, y si eso se traduce en respeto, apoyo social, afectivo y material al adulto mayor. Eso puede implicar que la vejez no sólo genera expresiones alternativas de la fe en el anciano, sino también en el resto de la comunidad, tales como incrementar la visita y los cultos en casa de los enfermos, la caridad, etcétera.
Según especialistas, la fe es una experiencia de éxtasis en la que el individuo tiene la sensación de estar con lo sagrado, y esta experiencia sólo se produce cuando se elimina el Yo, estimulando las partes centrales del sistema nervioso; al quitar el Yo se produce la estimulación de la parte derecha del cerebro. En la vejez se es capaz de hacer a un lado el Yo, por eso que las personas de edad avanzada sean más religiosas. Además, se dice que la fe es algo innato.
En español el término interfaz, proviene del inglés interface, con raíz común latina inter (entre, en medio o entre varios), face (superficie, lado de una cosa). Por su parte, Insunza (2006, 282) lo explica como un espacio de intercambio y conflicto en el que ciertos factores se interrelacionan no de manera aleatoria sino intencionalmente. En este espacio se efectúan relaciones sociales asimétricas. Los sujetos en la interfaz pueden ser individuales o colectivos, los cuales por su lugar en el espacio social, como por su historicidad, portan una cierta configuración de estrategias de conocimiento, normas y valores constituidos por múltiples discursos, e interacciones donde se intercambian bienes de todo tipo.
Estos espacios (interfaz) son identificados etnográficamente, no conjeturados con base en categorías predeterminadas.
El concepto de interfaz desde la perspectiva de los ancianos puede ayudar a generar categorías explicativas sobre los conflictos con las nuevas generaciones, sobre las observancias de los requerimientos prácticos de la fe, la forma en cómo intencionalmente el anciano transita de un rol a otro en el seno de la familia y la comunidad religiosa, dando pie a expresiones diferentes de la fe.
Un caso similar a éste se puede encontrar en la investigación que el Dr. Laureano Reyes realiza en Chiapas sobre la demencia en contextos indígenas (investigación en curso).
En la interacción simbólica entre el anciano, su familia y el resto de la comunidad religiosa hay una muerte social que antecede a la real: el anciano muere en el imaginario de la comunidad a partir de la limitación social que produce la enfermedad. Ahora bien, esta experiencia no es privativa de la vejez. Para una persona de edad madura con una enfermedad limitativa o terminal, sus expresiones públicas de fe se limitan y se vuelven más bien privadas.
La fe tiene un componente social y afectivo muy fuerte que es imposible de negar y que influye de manera esencial en la percepción espiritual del creyente.
En la biblia se encuentran los siguientes tipos de fe: “la fe es una fuerza espiritual que crece según su uso y desarrollo”. “Señor auméntanos la fe” (Lucas 17:5). “Por cuanto vuestra fe va creciendo sobremanera y abunda” (Tesalonicenses 1:3). La fe también es medible: “[…] que nadie tenga más alto concepto de sí que el que deba tener; más bien, que piense con sensatez, conforme a la medida de la fe que Dios repartió a cada uno” (Romanos 12:3-6). Puede ser grande: “¡Oh mujer, grande es tu fe! Sea hecho contigo como quieres” (Mateo 15:28). Es firme: “Por cuanto permanecéis fundados y firmes en la fe, sin ser removidos de la esperanza” (Col. 1:23). Puede ser perfecta y victoriosa: “Ves que la fe actuaba juntamente con sus obras y que la fe fue completada por las obras […] Una fe que obra y está activa continuamente haciendo cosas producidas por fe […]” (Santiago 2:22). “Y ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe” (Juan 5:4). Pero la fe también puede ser débil: “Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones” (Romanos 14:1). O muy poca: “[…] hombres de poca fe” (Mateo 6:30). Incluso falsa o fingida: “Pero el propósito del mandamiento es el amor que procede de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe no fingida” (Timoteo 1:15). “La fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice” (Timoteo 1:15). Se puede vivir sin fe: “[…] sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que él existe y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). O se puede tener una fe muerta: “[…] que la fe sin obras es muerta” (Santiago 2:20).
Simone de Beauvoir refiere que no se nace siendo hombre o mujer sino que se llega a serlo mediante un proceso de aprendizaje por el cual los individuos internalizan los valores, modelos y normas de conducta que la sociedad atribuye a cada sexo (citado por Juárez 2002, 72).
Sería útil recordar que la realidad es un proceso cambiante, recreado de manera continua por sus miembros.
Los hombres y mujeres construyen su identidad a través de la introyección de modelos de identificación elaborados previamente en su sociedad. Estos modelos y los discursos que se generan alrededor de ellos, regulan genéricamente los lugares sociales, las actividades, las conductas, la sexualidad, los sentimientos y los deseos. Elementos que en algunos casos llegan a ser contradictorios por lo que pueden llevar a los actores a vivir sus identidades desde el conflicto (Sánchez 1995).
Hay que subrayar el papel de la familia (sin dejar de ver a otras instituciones como la Iglesia y la escuela como instancias que median orientando y delineando prácticas que posibilitan la interacción social entre los espacios públicos y privados) como a quien le ha correspondido el mayor trabajo, pues es a través de la interacción con padres, hermanos, tíos y abuelos que nuestros informantes aprendieron los preceptos religiosos, valores, esquemas cognitivos y modelos culturales existentes, sobre lo que corresponde a cada uno y las conductas que se espera de ellos en diferentes contextos y situaciones, lo que contribuye a conformar las identidades religiosas y de género de los creyentes.
Aunque no profundicé en alguna tendencia en cuanto a los cambios de significado de fe que realizan los hombres respecto a las mujeres, puedo afirmar que los primeros sufrieron cambios más drásticos de significado debido a las condiciones “de pecado” en que la mayoría se encontraba.
Una diferenciación con las nuevas generaciones es que muchas de las prácticas religiosas, como el rezo, la oración, el bautizo, la primera comunión y la confirmación, entre otras, se han ido erosionando. Por ejemplo, las señoritas ya no rezan el rosario como sus madres, ni tampoco asisten a misa todos los domingos, y ya no se persignan al pasar frente a una iglesia. Rara vez los jóvenes se confiesan y comulgan. Lo mismo sucede del lado evangélico, donde la asistencia a los cultos, el memorizar pasajes de la biblia y el participar activamente en el culto ya no son importantes para los jóvenes. El rechazo a participar en estos ritos parece una expresión de conflicto y de diferenciación hacia la generación de sus padres y abuelos. Aunque esto no quiere decir que no sean creyentes, ya que siguen encontrando significaciones subjetivas, sentimientos de pertenencia y una fe que a ojos de los ancianos necesita fortalecerse y desarrollarse.
Ratzinger (1985), explica que la fe es un don recibido de Dios, no es nunca algo fabricado ni inventado. Requiere, por lo tanto, actividad y receptividad. Un recoger y un realizar. Un don y un trabajo. Es teoría y praxis. Es conocimiento y es también acción. Es la conjunción del pensamiento, la afectividad y las tendencias de conducta.
Puesto que tal vez se pueda decir que en este trabajo el perfil de mis informantes está muy inclinado a presentar una etapa de alta limitación física y de enfermedad, casi próxima al término de la vida, y que el ejercicio de la fe se ha restringido a la pasividad sin resaltar el papel de la agencia que la fe tiene en la vida de los sectores envejecidos, sugiero al lector consultar la obra de Felipe Vázquez Palacios, “La espiritualidad como estilo de vida al final de la existencia” (2002).
Hay que tener en cuenta que adentrarse en el análisis de la fe implica entrar en el terreno de lo sensible e incomprensible, pero muchas de las veces esta fe aparece como el único referente de verdad que el ser humano posee.
Es útil señalar que las principales ideas y concepciones sobre la fe se han vertido, especialmente, después del giro antropológico que comenzó en el siglo xix, y que aparecen bajo formas variadas tales como aquello que colma y apacigua los anhelos y los miedos más profundos del hombre. Por ejemplo, Descartes, Pascal, Hegel, Feuerbach, Heidegger y Kant, por mencionar a algunos, desarrollaron concepciones alrededor de esta idea con la finalidad de obtener nuevas ideas y categorías que pudieran introducirse en la interpretación del mundo. Bajo esta perspectiva, Häring (2009) observó que en las corrientes del pensamiento hay el consenso de que sabemos muy poco sobre la fe como para formular una idea coherente. La fe es y permanecerá siendo un misterio que abarca toda nuestra existencia. Carecemos de los conceptos adecuados para poder hablar della y de nuestra experiencia de forma clara. Debido a que en la sociedad la fe se muestra, a lo sumo, como una “condición de posibilidad” de la propia experiencia, la cual se expresa a través de símbolos muy variados, las discusiones sobre fe están entremezcladas con anhelos y miedos.