Esta obra es una reconstrucción colectiva de experiencias conmovedoras, llenas de entramados sociales y humanos que pasan por el drama, la rabia, la esperanza, la ternura, la sorpresa, el erotismo, la admiración, la impotencia, la injusticia, la solidaridad, la compasión y la empatía. Se trata de una doble publicación (libro y video) que recoge parte de las historias de vida de trece mujeres, casi todas de origen rural y varias indígenas, que no sabían escribir, pero cuyas compañeras de prisión, desde el área femenil del Centro de Readaptación Social (cereso) de Atlacholoaya, Morelos, reconstruyen colectivamente las circunstancias que explican cómo llegaron a la cárcel; manifestando así, todas las implicaciones sociales, históricas, culturales y económicas que las acompañan. El trabajo de Hernández Castillo es una pequeña muestra de las miles de mujeres prisioneras que viven en la misma condición de pobreza y exclusión en todo México.
En esta segunda edición, la buena nueva es que luego de la primera publicación, surgió la esperanza para varias de las protagonistas, ahora sabemos que la mayoría salió libre, unas cuantas más aprendieron a escribir y en el camino crearon la Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra, que hasta la fecha ha publicado diez libros. Este proyecto se gestó en el taller Historias de Vida que emprendió y coordinó nueve años atrás Aída Hernández, investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas). Dicho taller, en palabras de Hernández, tenía como intención primordial “facilitar diálogos interculturales entre indígenas y no indígenas y promover una reflexión crítica en torno a las desigualdades étnicas de género y clase que hicieron posible su reclusión”.
La segunda versión de Bajo la sombra del guamúchil —en referencia al árbol que ofrece la única área verde en la prisión— que incluye otras seis historias, poemas de la Colectiva, y recoge en el documental la vida en libertad de las protagonistas, fue posible gracias a la sinergia de las Chompis (amigas), nombre cariñoso con el que refería Sol, una de las presas, a Aída Hernández y a la poeta Elena de Hoyos. Esta última, un año antes de la llegada de Hernández al cereso, ya impartía un taller literario a mujeres que tenían cierto grado de escolaridad, y que por iniciativa propia, luego de conocer el proyecto de Hernández, fueron las que entrevistaron y escribieron las historias de sus compañeras indígenas.
Las narrativas biográficas de estas mujeres nos dan acceso a su íntimo yo y paralelamente ponen al desnudo las estructuras en las éste queda atrapado: en la violencia sexual, en el machismo, en el racismo, en la discriminación y en la violencia de estado que ha afectado inevitablemente la vida de más de dieciséis mil reclusas en todo el país hasta 2013. Este libro no sólo ofrece los paisajes de los pueblos de estas mujeres, los ríos en los que mojaron los pies de su infancia, las formas y modos de hacer y pensar de sus familias y las maneras de concebir la “condición de mujer”; también desvela los procesos sociales que reproducen la exclusión y la dominación, así como las configuraciones en las que se involucran, pues como bien nos recuerda Norbert Elías (2010) individuo y sociedad no pueden entenderse separados.
Este ejercicio colectivo de construir historias de vida y algo más allá tiene, entre otras virtudes, la de ser terapéutica. En primer lugar, el proyecto suscitó que varias de las mujeres aprendieran a leer y a escribir, un proceso que les dio voz; pero también en el camino, les permitió construir un espíritu sororal, es decir, fortaleció la amistad entre voces y personas con derroteros de vida distintos. En segundo lugar, la reconstrucción de su historia, puesta en perspectiva, permitió hacer una reflexión sobre sus circunstancias y sus desigualdades; sobre decisiones personales desafortunadas; pero también reconocer sus fortalezas y con ello poner en tela de juicio esas tremebundas ideas sobre su condición naturalizada, que las coloca en una situación inferior y que se resume en frases como “naciste mujer, te aguantas”. Esta última afirmación se refleja bien en la historia de Morelitos, quien relata que en su pueblo “las mujeres sólo servíamos para criar hijos y limpiar la casa”; además, la situación de pobreza en la que vivía con su familia provocaba que un nacimiento no fuera motivo de celebración, y menos aún si el neonato era niña, pues “no sirven para nadita”. La mujer no vale nada sin un hombre al lado y pierde su estimación si ya fue “usada”, como lo expresa Eva: “Mis papás no le exigieron que se casara conmigo porque ya sabían de los abusos de mi hermano, una mujer que no era virgen no podía reclamar matrimonio”. La violación es una práctica común que ocurre apenas se les asoma el pecho que la vida empuja, aunque los depredadores muchas veces ni eso esperan. A esta práctica, se suma la violencia sexual como forma de tortura en los procedimientos de detención e interrogatorios, muy comunes en México.
Finalmente, el proyecto Contar Juntas fue un ejercicio de espejo que les permitió reflejarse una y otra en sus mutuas historias, cuestionar sus esquemas, revalorarse y reconsiderar el papel de algunas personas en su vida. Así se lee, por ejemplo, en los diálogos entre Martha Elena y su portavoz Galia Tonella: la primera llama a su padre después de muchos años de estar resentida con él porque la mandó lejos de su comunidad a estudiar, pero con Tonella se da cuenta del valor de la educación. Eso sí, le costó trabajo perdonarlo e incluso se quiso hacer protestante para expresar su impotencia ante la injusticia de su encierro y las consecuencias irreparables que esto trajo para ella y su familia. El diálogo intercultural entre estas dos autoras también evidencia las cárceles con muros invisibles que implican los estereotipos, los prejuicios y la ignorancia. Rehacer la historia de Martha Elena implicó para Galia un cambio en su visión sobre los indígenas. Antes de este ejercicio de escritura señala: “Las mujeres que pertenecemos a la clase media alta, no identificamos el mundo indígena en su esplendor. Nuestro conocimiento se limita a sus artesanías y nuestras interacciones sociales con el servicio doméstico. La verdad sea dicha, por una falta de interés e ignorancia, aderezada de prejuicios estúpidos”.
Todas y cada una de estas historias de vida describen una radiografía de la situación raquítica de nuestro sistema de justicia. De acuerdo con la titular de la Comisión Nacional para el desarrollo de los pueblos indígenas (cdi), en marzo de 2016 se tenían registrados alrededor de nueve mil indígenas encarcelados a nivel nacional, los cuales, por falta de intérpretes y abogados, siguen privados de su libertad (Maldonado 2016). Estas condiciones evidencian la falta de asesoría jurídica para una defensa adecuada. Muchos no saben por qué están encerrados y a menudo son vulnerables simplemente por no saber hablar español. Entre las mujeres referidas en el libro, hubo quienes ni siquiera conocían la palabra “secuestro” cuando las encerraron por ese delito o por vínculos con el narcotráfico. Este negocio ilegal y la delincuencia organizada, vinculados a las reformas neoliberales del Estado (Maldonado 2012, 7), han cobrado, entre sus miles de víctimas, la vida de poblaciones indígenas. Hernández, en la introducción del libro, señala que el 52% de las mujeres indígenas presas hasta 2013, habían sido detenidas por “delitos de salud” en el que se incluye el narcomenudeo. Pero lo que las estadísticas esconden, se revela de muchas maneras en estas historias; se evidencia cómo interactúa perversamente el narcotráfico con la pobreza cuando existe un sistema de impunidad, corrupción e inequidad que explica en gran parte estos delitos de salud.
Las experiencias de estas mujeres en su camino a prisión ratifican el señalamiento de Elena Azaola: no existe una correlación mecánica entre pobreza y delincuencia (2008, 179), la cual no se comprende sin tomar en cuenta el deterioro de las instituciones del Estado responsables de procurar y administrar la seguridad y la justicia. Las voces de las protagonistas comunican las circunstancias de precariedad y vulnerabilidad en las que se imbrican sus biografías, delatan no sólo el daño psicológico que implica la tortura, la violencia, el maltrato y la injusticia en el camino que las llevó a prisión, sino una larga lista de profundas pérdidas, muchas de ellas irreparables.
Este libro es también una radiografía que muestra la ilusión por el amor, la importancia de la amistad, de la generosidad y el potencial de la solidaridad; tan sólo habría que preguntarle en el más allá a Luz, una indígena de guerrero postrada en una silla de ruedas que apenas balbuceaba palabras: su historia fue recogida a cuentagotas y en el camino, Guadalupe, la compañera que la escribió, se ocupó de ella durante sus últimos años, como una hermana o una hija.
Los relatos de vida contenidos en este libro dan cuenta de los alcances de un trabajo colaborativo de gran valor, que ofrece una oportunidad en medio del encierro y que abre el camino para salir del analfabetismo. Este libro es también un grito; un llamado a no permanecer en la indiferencia; a tratar de reflexionar sobre las razones de esta violencia, de esta tremenda exclusión, que nos atañe a todos y que se extiende a muchos ámbitos de nuestras relaciones sociales; una llamada de auxilio; una denuncia del hartazgo, que se une a las miles de voces que hoy retiemblan en este país que se volvió una fosa en donde la justicia sobra. Y desde la paradoja del encierro, también demuestra cómo la escritura es una manera de encontrar libertad y un cobijo para el desasosiego.