El papel destacado de algunas mujeres que detentaron el poder en la sociedad maya prehispánica ha sido invisibilizado debido al enfoque androcéntrico que, durante casi un siglo, predominó en el ámbito académico. Sin embargo, desde los estudios de género, los antropólogos cuestionan la exclusión de las mujeres del campo del poder, al mismo tiempo que discuten el modelo jerárquico de las relaciones de género, privilegiando —algunos de ellos— el modelo heterárquico, que describe sociedades con múltiples terrenos de estatus y poder, en los que las funciones de hombres y mujeres son paralelas o bien, complementarias.
Diversas representaciones femeninas en el arte prehispánico insinúan la posibilidad de que las mujeres tuvieran acceso al poder, ejerciéndolo ellas solas o compartiéndolo. En este artículo se estudian y comparan las imágenes de cincuenta y cuatro vasijas de la colección de Justin Kerr, así como de diversos monumentos pétreos con datos epigráficos, arqueológicos y etnohistóricos, para analizar la aplicación del modelo heterárquico en la sociedad maya prehispánica.
The prominent role of some women who held power was invisible, due to androcentric approach for nearly a century dominance in research on prehispanic maya society. However, from gender studies, anthropologists question the exclusion of women in the field of power. Also, discussed the hierarchic model of gender relations and some prefer the heterarchic model, which describe communities whit multiple fields of powers and status, in which the roles of men and women are parallel or complementary.
Various representations of women in prehispanic art suggest the possibility that women had access to power, exercise by themselves or sharing. In this paper, we study and compare the images of fifty-four vassels, from the collection of Justin Kerr, and stone monuments with various epigraphic, archaeological and ethnological data to examine the application of heterarchical model in prehispanic maya society.
En los últimos años las ciencias antropológicas han logrado descubrir diversos aspectos de la situación de la mujer en las sociedades mesoamericanas y, a pesar de que aún existen lagunas de información, la mayoría de los científicos sociales están de acuerdo en que la mujer había desempeñado un papel muy importante en todos los aspectos de la vida en las culturas prehispánicas3 (Rodriguez-Shadow 2007; García 2011).
Es importante señalar que, para llegar al estado de conocimientos que actualmente tenemos, se ha requerido de la contribución de las distintas ramas antropológicas. Por una parte, los arqueólogos, a partir de las excavaciones realizadas, obtienen un sinfín de objetos, entre los que sobresalen vasijas, estelas, dinteles, altares y tableros, soportes de imágenes e inscripciones jeroglíficas en las que ha quedado plasmada la vida cotidiana de los seres humanos que los fabricaron o usaron, revelando aspectos como sus creencias mágico-religiosas, sus costumbres funerarias, los procedimientos que utilizaron para relacionarse con otros grupos, sus costumbres en el vestir y adornarse el cuerpo, etcétera.
Otra fuente de datos proviene de los antropólogos físicos, que mediante estudios osteológicos, revelan la estatura y proporciones de hombres y mujeres de esa época, sus principales rasgos físicos, las enfermedades que padecieron, el tipo de dieta, el lugar de procedencia, así como algunas de sus prácticas bioculturales —como la deformación craneana intencional y la decoración o mutilación dentaria—.
Por su parte, los antropólogos sociales y los etnohistoriadores, al investigar a las sociedades contemporáneas y realizar un análisis comparativo de los procesos sociales, ayudan a conocer si determinadas costumbres y tradiciones pudieron originarse en el pasado y cómo han persistido hasta nuestros días.
Una importante fuente de información son los documentos que dejaron los cronistas de la Conquista, como la famosa Relación de las cosas de Yucatán, de Fray Diego de Landa, de un valor incalculable por la riqueza de los datos. Sin embargo, deben pasar por el tamiz de lo que en antropología se conoce como análisis de fuentes, ya que reflejan la ideología de los españoles, es decir, de los conquistadores, con toda la carga de subjetividad que esto implica.
Los militares, por ejemplo, exageraron en sus escritos los riesgos y sufrimientos pasados, para obtener mayores beneficios económicos de la Corona española. Los sacerdotes y misioneros investigaron y escribieron con la intención de conocer la lengua y las costumbres de los indígenas, para poder convertirlos más fácilmente al cristianismo, religión que ellos consideraban que era la única legítima, y los funcionarios españoles escribieron con la intención de lograr una mejor explotación de las colonias; ese fue el caso de las Relaciones Geográficas del siglo xvi, escritas por órdenes del rey de España.
Otro aspecto a considerar en el análisis de fuentes, es la educación formal de los autores, ya que si bien algunos de ellos eran doctos egresados de universidades europeas, otros apenas sabían escribir. Asimismo, hay que considerar que estos cronistas emplearon informantes indígenas que les relataron costumbres y acontecimientos que no necesariamente eran verídicos, ya fuera porque los informantes pensaron que con esos relatos se ganaban la simpatía de sus escuchas o por sus propias antipatías.
La cuarta fuente de información la constituyen los pocos códices indígenas prehispánicos que sobrevivieron a las llamas moralizadoras del fanatismo católico: este grupo incluye, por ejemplo, tres documentos mayas y la colección de códices mixtecos, como el de Selden. Si bien es cierto que los españoles destruyeron muchos manuscritos, también es cierto que pidieron a los indígenas que pintaran otros usando sus mismas técnicas, pero en papeles y telas europeas. Los autores no pudieron sustraerse a las influencias occidentales que se manifiestan evidentemente en los tonos empleados en el colorido, en la perspectiva y la libertad de movimiento de la figura humana.
Una quinta fuente de información es el arte prehispánico (principalmente las pinturas, grabados y esculturas). Dado que su propósito era servir como medio propagandístico para anunciar las hazañas e ideología de la clase dominante, las escenas plasmadas en vasijas polícromas, murales, dinteles, estelas, bajorrelieves, posibilitan la interpretación de la vida cotidiana de los grupos retratados (Reents-Budet 1998).
Los y las dirigentes mayasEntre la selva tropical del área maya central, durante el periodo Clásico (250–900 d. C.), florecieron más de 40 ciudades o entidades políticas cuyos destinos estaban dirigido por los K'uhul Ajaw, divinos señores, quienes mandaron registrar sus nombres y hazañas en estelas, dinteles, bajo relieves y otras obras de arte.
Tradicionalmente, los estudiosos de la cultura maya han asumido que los K'uhul Ajaw eran hombres que reinaron de manera absoluta sobre sus pueblos. No obstante el registro epigráfico, iconográfico y arqueológico han dejado al descubierto la presencia de mujeres que en ocasiones están representadas con parafernalia similar a la de estos señores o los acompañan en el espacio protagónico de diversas escenas y están a su lado en las banquetas reales. Ante estas reveladoras imágenes, es pertinente preguntarse si los K'uhul Ajaw fueron gobernantes absolutos o compartieron el poder con sus mujeres. En el presente documento expondremos diversas evidencias que permitirán plantear un modelo de gobierno donde el liderazgo de la comunidad estaba a cargo de una pareja.
Una de las fuentes principales de información que alimentaron la presente investigación es el arte maya.4 En nuestro caso, contrastamos las imágenes de 54 vasijas policromas provenientes de la colección fotográfica de Justin Kerr,5 así como de diversos monumentos pétreos, con datos epigráficos, arqueológicos, etnohistóricos e históricos; es decir, usamos el método multivariable6 e interdisciplinario,7 ya que una sola fuente es insuficiente para comprender los hechos sociales de las comunidades prehispánicas, pues cada conjunto de datos aporta información limitada a un aspecto determinado de la cultura.
La investigación que realizamos se circunscribe en la perspectiva de género, a través de la cual percibimos el “ser hombre” y el “ser mujer” como categorías abiertas que se construyen y se definen en el marco de un contexto cultural determinado, lo mismo ocurre con las relaciones entre hombres y mujeres y su interacción, de manera que responden a patrones diferentes. Por tanto, en primera instancia definiremos el tipo de relaciones de género que, consideramos, podría haber prevalecido en el área maya, así como las formas de poder que potencialmente ejercieron las mujeres de la élite maya. Posteriormente recordaremos el contexto sociocultural del área maya central durante el período Clásico y por último, explicaremos la propuesta del modelo de gobierno compartido y la justificaremos a través del análisis de un corpus de imágenes.
La perspectiva de géneroEn todas las épocas y en todas las culturas, una de las primeras diferencias observadas entre los individuos ha sido la sexual. Desde el nacimiento, estos son distinguidos y divididos según un cuerpo sexuado; hecho biológico que en términos generales clasifica a la humanidad en hombres y mujeres.
La antropología, a través de múltiples estudios etnográficos, ha demostrado que todas las culturas elaboran un comportamiento particular frente a esa diferencia sexual y que construyen modelos simbólicos a los que llenan de contenidos eminentemente sociales. En otras palabras: las culturas interpretan lo sexual construyendo una conceptualización. Esta conceptualización y el trato que una sociedad tiene hacia los sexos es lo que los científicos sociales llaman género.8 Éste está conformado según la manera particular como se organiza el universo simbólico colectivo de una sociedad, por tanto, el género se aprende y se impone en las relaciones entre sexos (López 2005, 47). La categoría género, entendida como construcción social del sexo, es un punto de partida obligado para entender las imágenes femeninas y masculinas.
Coincidimos con Lamas (2002, 134) en que la acepción de género se refiere “al conjunto de prácticas, creencias, representaciones y prescripciones sociales que surgen entre los integrantes de un grupo humano en función de una simbolización de la diferencia anatómica entre hombres y mujeres”. La cultura marca a los sexos con el género, y el género determina la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano. Es así que para desentrañar la red de interrelaciones e interacciones sociales del orden simbólico vigente, se requiere comprender el esquema cultural constituido en torno a esta noción (Lamas 1996, 11).
La reflexión y la investigación alrededor del género han conducido a plantear que los hombres y las mujeres no tienen esencias que se deriven de la biología sino que son construcciones simbólicas, pertenecientes al orden del lenguaje y de las representaciones. Desechar la idea de hombre y de mujer conlleva a postular la existencia de un sujeto relacional, que produce un conocimiento filtrado por el género. En cada cultura, una operación simbólica básica otorga cierto significado al cuerpo de los hombres y las mujeres. Así se construyen socialmente la masculinidad y la feminidad. Hombres y mujeres no son un reflejo de la realidad “natural”, sino el resultado de una producción histórica y cultural basada en el proceso de simbolización, y como “productores culturales” (Bourdieu 1997, 136).
El género nos permite analizar lo que significa ser hombre o mujer en una determinada sociedad, así como los significados que adquieren sus actividades a través de la interacción social concreta. Es decir, las conductas que definen a un individuo como femenino o masculino son adquiridas a través de la interacción social y representadas de acuerdo a la cultura en que se está inserto. Por consiguiente, lo femenino y lo masculino varía de sociedad a sociedad y a través del tiempo. Así, no deberíamos imaginar a los hombres y mujeres mayas del Clásico con conductas y actitudes similares a las de los españoles del siglo xvi (ver Morley 1972 [1946]; Cash 1998; Tate 1999; Martin y Grube 2002, entre otros).
Por otra parte, el género consiste en prácticas reguladoras que generan identidades coherentes a través de la matriz de normas coherentes, manifestadas por posturas distintivas, gestos, acciones, hábitos y atavíos específicos. Es decir: el género es una especie de filtro cultural a través del cual se interpreta el mundo. Es una de las estructuras estructurantes que conforman el habitus9 (Bourdieu 1991, 92; Lamas 1996, 18). Lo anterior implica que las características culturales correspondientes a lo femenino y a lo masculino son las que median la comprensión que cada individuo tiene del mundo, designándole modos de comportamiento, valores, creencias, etcétera. También determina la inserción de hombres y mujeres en el sistema social, determinándoles funciones y limitaciones.
La propuesta de género surge en el seno de los movimientos feministas, principalmente en la década de 1970, como una alternativa para contrarrestar la insuficiencia de los cuerpos teóricos existentes al explicar la desigualdad constante entre hombres y mujeres (Gutiérrez Castañeda 2002, 54). Desde entonces, el movimiento feminista ha influido en las ciencias sociales, y a raíz de este nuevo marco teórico, numerosos estudiosos se han percatado de que las investigaciones pueden estar influidas por un sesgo andrógino. Por ejemplo, Goldsmith (1998) considera que en investigaciones científicas se ha minimizado —e incluso invisibilizado— a las mujeres, debido al modelo masculino de humanidad que persiste, esto implica falta de objetividad, lo cual es una violación a las normas del método científico. En una revisión de la literatura clásica sobre los mayas (especialmente la que está al alcance del público), ese sesgo andrógino es persistente. En realidad, los libros y artículos que incluyen la perspectiva de género son relativamente recientes y escasos (Claassen y Joyce 1997; Sweely 1999; Ardren 2002; Cohodas 2002; Gustafon y Trevelyan 2002; García 2011, entre otros).
Asimismo, algunos investigadores (ver Cash 1998, Tate 1999, entre otros) entienden las relaciones de género a partir de su propia experiencia, lo que conlleva a la creación de universalismos que cubren los aspectos culturales de éste concepto. De ahí que se haya propuesto reinterpretar a las culturas considerando la categoría de género, pero desde un sentido émico (Conkey y Spector 1998, 13).
En la arqueología, los estudios de género se enfocan en las relaciones entre hombres y mujeres como dinámica fundamental de la sociedad. Para este tipo de investigaciones, en la arqueología maya, se han usado diversos enfoques, entre los que sobresalen los modelos jerárquico y heterárquico. El primero describe relaciones verticales entre los géneros, como en el patriarcado, donde se privilegia el poder de los hombres sobre las mujeres. Mientras que el modelo heterárquico describe sociedades con múltiples terrenos de estatus y poder, en los que las funciones de hombres y mujeres son paralelas, o bien, complementarias (Hays-Gilpin y Whitley 1998, 294; Cohodas 2002, 17–28).
El enfoque heterárquico describe, principalmente, dos tipos de relaciones de género: relaciones paralelas y relaciones complementarias. Las primeras las define Cohodas (2002: 22) como las actividades o posiciones abiertas a hombres y mujeres, pero que no requieren de la participación de ambos géneros; un ejemplo es la posibilidad que tuvieron muchas mujeres mesoamericanas, en el tiempo de la conquista, de desempeñar oficios públicos, tener sus propias tierras e incluso intervenir en litigios de herencia. En cuanto a las relaciones complementarias, éstas se refieren a las actividades o posiciones en las cuales las contribuciones diferenciadas de hombres y mujeres son necesarias para un resultado exitoso, ejemplos de relaciones heterarquicas es la división de labores en las actividades de subsistencia, o rituales que ideológicamente reproducen relaciones de género interdependientes (22).
El género y su interacción con el poderPara entender la incursión de las mujeres en la esfera política y posiciones de mando, es necesario redefinir —más bien, ampliar— el concepto de poder. Éste significa dominio, imperio, facultad y jurisdicción que uno tiene para hacer una cosa; es el instrumento con que se autoriza que alguien haga una cosa por otro (García Pelayo 1980, 817). Asimismo, el poder puede presentarse en tres aspectos diferentes: a) como fuerza, que incluye las fuerzas bruta, represiva y opresiva; b) como influencia, que incluye la capacidad de manipulación de las condiciones que rodean a individuos determinados para que se conduzcan como apetece a quien ejerce el poder, y c) como autoridad, que es el que se posee por razones de tradición, carisma, ascendencia moral, cargo público u otras cosas y que no se ejerce con violencia (Giner et. al. 1998, 578–579).
El poder puede ser entendido como la capacidad que tiene un individuo o grupo de individuos para obligar a otros a hacer lo que les manden (Martínez y Montesinos 1996, 85; Villagomez Valdés 2004, 386). Esto es lo que también se denomina poder sobre (Kent 1999; Spencer-Wood 1999; Towsend 2002; Trocolli 1999), que presupone una relación dialéctica entre quienes detentan el poder y aquellos sobre quien es ejercido: el poder crea reacciones de resistencia (Foucault 1981, 82–83; Hoffs 1989, 23; Kent 1999; Towsend 2002, 54, 189).
El concepto occidental de poder estaría cargado de un sesgo andrógino (Spencer-Wood 1999, 175,178); es decir, el poder se define a través de características que están estrechamente relacionadas al concepto de masculinidad, tales como fuerza, agresividad y capacidad de mando, entre otras. Incluso, el poder mismo es un elemento constitutivo de la identidad masculina que da soporte al hombre socialmente aceptado (Martínez y Montesinos 1996, 97; Villagomez Valdés 2004, 387). Por tanto, en la concepción occidental la mujer es caracterizada como amorosa, altruista, abnegada, delicada, desprendida y débil, es decir, no tiene las habilidades necesarias para ejercer el poder (Martínez y Montesinos 1996, 97).
Entonces, si el hombre es un individuo con poder y la mujer no, las relaciones entre ambos se dan en un sentido jerárquico, en el que aquel tiene la capacidad para dominar a ésta. Usualmente, en las sociedades occidentales se asigna un alto prestigio a las actividades realizadas por los hombres, quienes son percibidos como más poderosos que las mujeres, así como más aptos intelectual, emocional y económicamente, además de tener acceso a la esfera pública, mientras que la mujer queda confinada a la esfera privada, a su hogar (Kent 1999, 32).
Por lo anterior, al analizar el poder desde la perspectiva de género, Spencer-Wood (1999, 179) considera que es necesario ampliar el concepto de poder, e incluir lo que ella llama poder con otra gente, que define como diálogo, afiliación, cooperación, persuasión, inspiración, negociación y colaboración. Esta autora afirma que éste tipo de poder, tradicionalmente considerado débil y femenino, consigue la cooperación de terceros de manera más efectiva que el poder sobre, que usa la autoridad, o la imposición para controlar o mandar a otros, lo cual, además, genera resistencia (179).
Por su parte, Trocolli (1999, 51) opina que en la concepción occidental el “poder sobre” supone fuerza o habilidad coercitiva, también implica que las relaciones de poder son circunstanciales y relativas. En cambio, para algunos grupos nativos de Norteamérica, como los cherokees, el poder es primordial, lo que implica que es un atributo que las personas tienen desde el tiempo de la creación. No es algo que pueda ser adquirido a través de acciones deliberadas, sino que más bien es parte de sus talentos natos (55).
Asimismo, Trocolli (55) argumenta que las actividades relacionadas con el ejercicio del poder, en algunas sociedades indias de Norteamérica, no están directamente relacionadas con el género, sino más bien con las capacidades de las personas. De tal forma que, tanto hombres como mujeres podían desempeñar papeles de líderes, chamanes, guerreros, embajadores, entre otros.
A manera de hipótesis, consideramos que entre los hombres y mujeres mayas prehispánicos, pertenecientes a un mismo nivel socioeconómico, prevalecían las relaciones de género heterárquicas, es decir, las actividades masculinas y femeninas eran igualmente valoradas. Asimismo, pensamos que el análisis de la esfera del poder debe hacerse a partir de una perspectiva más amplia, que incluya diversas formas de ejercer el poder, tales como el poder sobre y el poder con.
Contexto sociopolíticoEn el área maya central, ubicada en el sureste de México y el norte de Guatemala y Belice, se estableció un gran número de entidades políticas, como Palenque, Tikal, Calakmul, Dos Pilas, Naranjo, Yaxchilán, entre otras. Los siglos iii al x d. C. —conocidos como el período Clásico— fueron la época de mayor crecimiento para las sociedades de éstas ciudades, tanto en el aspecto cultural como demográfico. A la par de su desarrollo artístico e intelectual, la población creció en número y en complejidad social.
Los datos epigráficos y arqueológicos revelan que durante los siglos viii al x, predominó un clima bélico. Durante ese tiempo, la construcción de más y mayores edificios, así como la producción de alimentos para una población en constante crecimiento propició, sin duda, un desequilibrio ecológico que resultó en luchas para obtener los limitados recursos. Aunado a esto, las entidades políticas, algunas con superficies de más de 120km2, formaban parte de sistemas de alianzas centrados en las poderosas Tikal y Calakmul. Esas alianzas se basaban tanto en relaciones exteriores amistosas y de parentesco, reforzadas por lazos matrimoniales, como en conflictos armados.
Las hostilidades entre las ciudades mayas del Clásico fueron intensificándose más cada día, seguramente alentadas por la búsqueda de recursos para su subsistencia. Los registros jeroglíficos que documentan conflictos bélicos, capturas y sacrificios, son tan frecuentes en la zona que parece que la guerra se había vuelto cotidiana, transformando continuamente la organización política de la región y absorbiendo gran parte de la economía y de la población, al punto de llevar a la declinación a las grandes ciudades del período Clásico. La evidencia arqueológica apunta que muchos sitios importantes decayeron rápidamente, y las últimas fechas registradas en algunas ciudades tienen menos de diez años de diferencia: Bonampak, 792 d.C.; Piedras Negras, 795 d.C.; Palenque 799 d.C. Muchos de esos últimos registros se refieren a guerras y conquistas (Mathews 1996, 21; Martin y Grube 2002).
Por otra parte, las grandes ciudades del área maya central, como Tikal, Calakmul y Naranjo, llegaron a sostener poblaciones de 35 000 a 50 000 habitantes, administrados por una élite que representaba menos del 10% de la población. En la sociedad maya prehispánica, la estructura política estaba fuertemente imbricada con el sistema de parentesco. El bastón de mando se trasmitía de padres a hijos, asimismo, los cargos administrativos que complementaban el sistema de gobierno, probablemente, se distribuían entre los integrantes del grupo de parentesco del rey.
Modelo de gobierno compartidoLos avances en la epigrafía maya han permitido conocer los nombres y las historias de alrededor de 150 reyes y se ha presumido que gobernaban de manera absoluta. No obstante, también se han identificado diversas mujeres que ostentan el título de Ajaw aunque no se les reconoce como reinas por derecho propio. Asimismo, diversas imágenes muestran a las mujeres realizando acciones de carácter político, solas o en compañía del rey, tal como puede verse en un bajorrelieve de Palenque, donde el rey K'an Joy Chitam recibe de su padre, Jannab' Pakal, y su madre, Tz'akb'u Ajaw, los objetos simbólicos de poder (Schele y Miller 1986, 115; Martin y Grube 2002, 171).
Por otra parte, la religión prehispánica, que como toda religión representa el ideal que busca el ser humano, nos da la pauta para pensar que los Kuhul Ajaw cogobernaban con sus esposas. Xpiacon e Ixmucane en el Popol Vuh o Itzamná e Ixchel, los dioses creadores, gobernaban el mundo y el destino de los seres humanos de manera conjunta, en ámbitos distintos pero complementarios a la vez: él está asociado al Sol, ella a la Luna. Con base a lo anterior planteamos la hipótesis de que si las deidades son modelos a seguir, las imágenes de estos dioses sentados en las esteras del poder remarcan la idea de que el liderazgo de una comunidad debía estar a cargo de una pareja, es decir, un gobierno compartido.
Así, las acciones que ambos realizan pueden considerarse heterárquicas complementarias (Codas 2002, 17-28; Hays-Gilpin y Whitley 1998, 294). En el registro iconográfico de los mayas del Clásico existen claros ejemplos de escenas que pueden interpretarse bajo el concepto del gobierno compartido. Hombres y mujeres son retratados juntos, sentados en la estera, o de pie, uno frente al otro, y ambos portan parafernalia simbólica del poder, tal como cetros maniquí, escudos y elementos significativos en el tocado o vestido. En algunas de esas imágenes realizan actividades complementarias. El ejemplo mejor conocido es la serie de dinteles (24, 25 y 26) de la señora Ix Chak-Na Xook de Yaxchilán, en los que se le ve en actividades rituales y en la investidura de su esposo, Itzamnaaj B'alam II, como guerrero.
Otros ejemplos son las estelas pareadas de Calakmul y Naachtun, el trono 1 de Piedras Negras y las estelas 31 y 34 de El Perú. Ésta última representa a una mujer, posiblemente de la realeza de Calakmul, ataviada con elementos bélicos, de la misma forma que su consorte, retratado en la estela 31 —actualmente se sabe que ambas estelas son fragmentos de un mismo monumento—, esta escena se interpreta como la entrega del poder al señor de El Perú por parte de la mujer de Calakmul (García Barrios y Vázquez, 2011 y 2013).
Es interesante notar que en 13 de las escenas10 del corpus de imágenes analizadas en el presente estudio, el rasgo común es la representación de mujeres que están arrellanadas atrás o a un lado del Ajaw. El simple hecho de estar sentadas en este lugar revela que estas mujeres no eran ajenas al poder, pues tanto las banquetas reales como las esteras que las cubrían son metonimias mesoamericanas de la capacidad de mando y, por consiguiente, del poder (Montes de Oca 2004, 246-247). Por otra parte, la mayoría de estas señoras están representadas con actitudes que denotan interés en el evento que se desarrolla frente a ellas. Así que es posible que estas imágenes se pueden interpretar como evidencias de gobierno compartido.
Por otra parte, datos históricos y etnográficos de los grupos de mayas rebeldes del siglo xix y de poblaciones de los Altos de Chiapas, respectivamente, señalan que el ejercicio del poder de los líderes de la comunidad se realizaba en pareja, como veremos a continuación. Entre los cruzo'ob, tanto el hombre como la mujer recibían el título de sacerdote y eran respetados por igual. Por ejemplo, en la correspondencia que recibía María Uicab, reina de los rebeldes de Tulum, siempre estaban dirigidas a ella y su consorte, pues ambos eran considerados los patrones de la población (Santana y Rosado 2007, 57). En tanto que, en los Altos de Chiapas, la mujer recibe el bastón de mando al igual que su marido, pero en estos casos, ella realiza actividades espirituales en el ámbito de su hogar, con el fin de apoyar y fortalecer las acciones que el esposo lleva a cabo en la esfera pública (ver Rosenbaum, en Tate 1999, 89).
Reflexiones finalesDesde tiempos inmemoriales las mujeres han tenido un papel protagónico en los procesos sociales de sus comunidades. No obstante, según lo expuesto en Crónicas de reyes y reinas mayas, de Martin y Grube (2002), parecería que las mujeres, salvo algunas excepciones, eran moneda de cambio para sellar pactos, establecer alianzas o relaciones de vasallaje entre dos sitios. Sin embargo, cuando se revisan los datos desde la perspectiva de género, saltan a la luz detalles que permiten entrever fragmentos de otra realidad, distinta a la que esos investigadores retratan, tales como un gobierno compartido, en donde el rey y la reina tuvieran facultades y ocupaciones complementarias para el buen funcionamiento de su gobierno.11
Aunque seguramente no en todos los casos prevalecieron relaciones de igualdad o complementarias entre hombres y mujeres, las representaciones de Itzamnaj e Ixchel, la pareja primigenia, compartiendo el trono, probablemente simbolizaban este modelo ideal. Con base en esta idea, creemos que las relaciones de género en el área maya pudieron corresponder a un modelo heterárquico complementario, en el que las actividades o funciones de hombres y mujeres son diferenciadas, pero igualmente apreciadas y son necesarias para el resultado exitoso de una misión o proyecto (Cohodas 2002, 23), al menos entre hombres y mujeres del mismo rango social.
Aunque seguramente muchas mujeres contrajeron nupcias como parte de estratagemas políticos perpetrados en las casas gobernantes, no cabe duda que se ajustaron adecuadamente a su misión, pues al compartir el trono con sus esposos los apoyaron en su tarea de gobernar. Entendiendo el concepto de agencia como la capacidad de conocimiento y acción de los individuos para entender las experiencias sociales y actuar sobre los desafíos de la vida cotidiana (Giddens 1984, 16), ese acoplamiento a sus funciones como reinas, el apoyo que pudieron prestarles a sus consortes, ya sea con consejos, rituales, o su participación como emisarias o en eventos bélicos, son muestras de la capacidad de agencia que tuvieron, como se ve en la serie de dinteles 24, 25 y 26 del Templo 23 de Yaxchilán, que muestran a la señora K'ab'al Xook, esposa de Itzamnaaj B'alam II, gobernante de la ciudad, protagonizando una serie de acciones que implican el apoyo incondicional que la reina le proporcionó a su esposo, incluyendo entre éstas su función de oráculo, es decir que tenía la capacidad de adivinar el futuro o comunicarse con seres sobrenaturales (García, 2011, 324).
No obstante, las mujeres de la élite tenían la potencialidad de detentar el poder; es posible que únicamente lo hayan conseguido aquellas que desarrollaron las capacidades adecuadas, como la comunicación con los ancestros y el manejo de un vasto conocimiento de su sociedad, incluyendo aspectos políticos, económicos. Esto podría haberlas hecho adecuadas y confiables para fungir como oráculos entre el rey y los antepasados o las deidades, y otorgado autoridad a su voz, para ser escuchada y obedecida en las cortes. De esta forma se podría entender la preeminencia de la Señora K'ab'al Xook sobre las otras esposas de Itzamnaaj B'alam II, en Yaxchilán.
Para entender la manera en que las mujeres pudieron detentar el poder es necesario considerar que existen diversas formas de poder, entre las que sobresalen el poder sobre, que es activo e impositivo, y el poder con, que se consigue a través del convencimiento y la influencia pasiva. Considerando la presencia de la mayoría de las mujeres en las escenas de estas vasijas, que parecen ser más sugestivas que impositivas, así como sus actitudes, suaves y discretas, en las que parecen susurrar al oído del gobernante más que hablar en voz alta, pensamos que las mujeres, en su mayoría ejercían el poder con.
Por último, exhortamos a todos aquellos interesados en la cultura maya prehispánica a investigar desde una perspectiva de género, a fin de hacer visibles a las mujeres y reconocer el importante papel que desempeñaron en su sociedad, especialmente porque coincidimos con Codas (2002, 15) en el sentido de que la reconstrucción del pasado maya tiene una potencial aplicación política en el presente.
Es importante aclarar que hasta la primera mitad del siglo xx, la arqueología y la mayor parte de las ciencias sociales mantenían una postura androcéntrica. Debido a los movimientos feministas, en la década de 1970, se comenzó a cuestionar los resultados de las investigaciones donde la mujer invariablemente era segregada. Actualmente existe la arqueología de género, la cual propicia la inclusión explícita del género en el estudio de las sociedades desaparecidas, y muestra interés por la relación entre mujeres y hombres como dinámica fundamental de cualquier cultura o sociedad. No obstante los avances en las propuestas de esta arqueología, aún existen estudios que minimizan la presencia de las mujeres, a pesar que la evidencia jeroglífica las anuncia, un ejemplo es el libro Crónica de reyes y reinas, de Martin y Grube (2002), en el cual, aunque se identifica a algunas mujeres, con la interpretación que hacen de los datos, parecería que éstas —salvo algunas excepciones— eran moneda de cambio para sellar pactos, establecer alianzas o relaciones de vasallaje entre dos sitios.
La investigadora Rosemary A. Joyce señala (2002, 321), que las representaciones de mujeres en el arte maya del periodo Clásico van a la par con la representación de un varón y plantea que las relaciones visuales de dichas escenas son de gran interés, dado que su análisis permite desmentir las interpretaciones de dominio o mayor jerarquía de los varones. El argumento de Joyce es comprobar la existencia de una complementariedad en los papeles de género en la iconografía. Esta autora sostiene que la iconografía revela una relación de géneros bastante igualitaria (1992, 65.66).
Las escenas que componen el corpus son las siguientes: K0114, K504, K512, K796, K2914, K3462, K4030, K4550, K4606, K4690, K4996, K5052, K5094, K5416, K5538, K6888, K7796, K8008, K554, K764, K2573, K2603, K2695, K2707, K3035, K3463, K4356, K5043, K5094, K5166, K5649, K7898, K7912, K8076, K3460, K5456, K5505, K6059, K6316, K0719, K1079, K1081, K1198, K1382, K1813, K2067, K2715, K3702, K3716, K4485, K5164, K5230, K5862, K6754 y K7838. Todas las imágenes son accesibles en <http://www.research.famsi.org/kerrmaya_list.php>.
El método multivariable consiste en combinar diversas líneas de evidencia para contrastar algún hecho o aspecto social. Por otra parte, los avances de la epigrafía no son suficientes para entender la cultura maya, por lo que se requiere confrontar diferentes líneas de investigación que aporten datos cronológicos, económicos, biológicos, tecnológicos, ideológico (ver Ardren 2002, 5; Hernández 2002, 42).
Estamos de acuerdo con Wallerstein (2008, 25-28) en el sentido de que, en la actualidad, no basta una disciplina para explicar los fenómenos sociales, se debe recurrir a otras áreas de la ciencia con el fin de contribuir de manera más significativa al entendimiento de la dinámica social en la sociedad global. Sólo la interdisciplina permite abordar las diferentes aristas de los problemas sociales, compartiendo metodologías y técnicas que, lejos de ser excluyentes pueden ser complementarias y enriquecedoras.
A comienzos de la década de 1970, Rubin (1989, 98) cuestionó los límites de la noción teórica de patriarcado como concepto útil desde el punto de vista analítico y propuso el concepto de género. Señaló al sistema patriarcal como una forma específica de dominación masculina que existe junto con otras formas empíricamente observables de relaciones sociales entre los sexos, y propuso la categoría de género o sistema sexo/género como la organización social de la reproducción de las convenciones sobre lo masculino y lo femenino. Señaló que el modo sistemático de tratar el sexo/género que tiene una sociedad puede ser igualitario, estratificado u opresivo, y que esto depende de las relaciones sociales que organizan el sistema y no de las voluntades de los individuos.
El habitus se puede definir como el conjunto de esquemas generativos, socialmente estructurados, a partir de los cuales las personas perciben el mundo y actúan en él (Reyes 2009). En palabras de Bourdieu (1991, 92) “estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes”.
Las escenas a las que nos referimos son: K0114, K504, K512, K796, K3462, K4030, K4550, K4996, K5052, K5416, K5538, K7796 y K8008, del catálogo de Justin Kerr.
Coincidimos con Escobar (2003, 743), en el sentido de muchas fueron las mujeres que le dieron estabilidad y prosperidad a las sociedades mayas.