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Vol. 35. Núm. 142.
Páginas 167-185 (enero 2013)
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La muerte en las aulas
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José Tranier
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En 1968, Phillip Jackson publicó La vida en las aulas, obra que aborda una multiplicidad de variables y matices que intervienen para dar sentido y significancia al hecho educacional. En esa obra la escuela deviene como aquella institución en donde cotidiana e implícitamente los sujetos, entendidos como mediadores de significados, aprehenden una serie de aprendizajes que les permiten habitar —física y simbólicamente— la “vida” escolar. Pero ¿qué ocurre cuando “la muerte” es la que llega a las aulas a través de diferentes episodios de violencia que habremos de abordar y analizar aquí en el presente trabajo? Intentaremos fundamentar que las categorías planteadas por Jackson, a la luz de su contra cara, la muerte, en los nuevos escenarios educativos del siglo xxi, funcionarían en forma inversa. Más allá de las propias particularidades y diferencias, estos casos dejan al descubierto “algo” relacionado con lo social, con lo político, con lo cultural y con lo educativo que, desde el punto de vista de la investigación socio-educativa, necesita ser dicho y reflexionado con el fin de volver a re-ligar a la infancia y a la juventud, a un proceso continuo de afirmación de la “vida” en la escuela.

Palabras clave:
Violencia escolar
Jóvenes
Políticas educativas
Alteridad

In 1968, Phillip Jackson published ‘Life in the classroom,’ a work that addresses a multitude of variables and nuances which intervene in making sense and giving significance to the educational arts. In the said work, the school evolves into an institution in which —on a daily and implicit basis— the subjects, understood to be mediators of significance, embrace a series of key lessons that enable us to live —physically and symbolically— school ‘life.’ But … What happens when “death” is that which arrives to the classroom in the form of different episodes of violence, a point I shall address and analyze here in the present work? I aim to establish that the categories proposed by Jackson, in the light of life's opposite facet: death, would, in fact, in the new educational scenarios of the 21st Century, be reversed. Besides their specific peculiarities and differences, these cases show “something” related to the social, political, cultural and educational aspects which, from a socio-educational research point of view, need to be stated and reflected upon with a view to reestablishing the bond between infancy and youth, a continual process of the affirmation of school “life.”

Keywords:
School violence
Teenagers
Educational policy
Alterity
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Introducción

¿Cómo hacer que el hombre piense lo que no piensa, habite aquello que se le escapa en el modo de una ocupación muda, anime, por una especie de movimiento congelado, esta figura de sí mismo que se le presenta bajo la forma de una exterioridad testaruda?¿Cómo puede ser el hombre esta vida cuya red, cuyas pulsaciones, cuya fuerza enterrada desbordan infinitamente la experiencia que de ellas le es dada de inmediato?

(Foucault, 2002: 314).

La obra de Phillip Jackson escrita en 1968, La vida en las aulas (1991), constituyó, junto con otras obras de similar importancia, el punto de partida para plantear consideraciones críticas en relación al papel constitutivo del currículo en el campo educativo. Con dicha obra se intentaban contrarrestar los enfoques que predominaban en aquellos años, los cuales preferían “exiliar” el tema de la subjetividad y con mucha mayor razón excluir el espinoso papel de la ideología inherente en toda actividad educativa, que es lo mismo que decir, también, política. Estamos haciendo referencia al movimiento revisionista del campo del currículo, el cual tuvo como mayores representantes las obras de Pinar (1983), Huebner (1983), Schawb (1983) y Kemmis (1993), entre otros autores pertenecientes al movimiento “reconceptualista” del currículo. La obra de Jackson introduce una nueva mirada investigativa al incluir el paradigma etnográfico para el abordaje de las investigaciones educativas en la época. En el capítulo I de La vida en las aulas (1991: 46), Jackson sostiene que “…el escolar, como el adulto encerrado, es en cierto sentido un prisionero. Debe aceptar el carácter inevitable de su experiencia”.

En el presente trabajo nos proponemos dilucidar de qué modo, a partir de los últimos años de la historia reciente de Argentina, esta suerte de “inevitabilidad” subyacente a la experiencia escolar opera en forma diferente (y trataremos de fundamentar, en forma inversa), cuando es la muerte —y no la vida— la metáfora con la cual se representa a la escuela. Lo anterior, sostenido en una serie de transformaciones sociales y cambios políticos, económicos y culturales de un país “acostumbrado” a padecer—o constituirse— a partir de la tensión existente entre aquello que las políticas institucionales declaran retóricamente sobre el poder de la educación y el espacio real concedido a la misma.

Así fue como llegamos a una de las peores crisis a finales del 2001, como corolario lógico de políticas institucionales que subrayaban, orgánicamente, la “inutilidad” del sistema de educación pública y de los proyectos colectivos. Sin embargo, la escuela podía también representar el campo de lucha y de resistencia donde contrarrestar los efectos voraces del neoliberalismo dominante. Este proceso de resistencia tuvo lugar en forma simultánea junto a otros casos en donde la escuela —históricamente ligada con procesos de vida— se constituyó en aquella última institución escogida por algunos jóvenes donde concretar su ira o su angustia a través de la muerte, propia y del otro. He aquí dos caras de una misma moneda: en un lado, la vida; en otra, la muerte. Una de ellas, representada por la “resistencia” ante los embates y vaivenes políticos que desencadenaron una de las más agudas crisis institucionales en nuestro país. En la otra aparecería recurrentemente, a través de diversos episodios, la “muerte”, no únicamente entendida en su dimensión biológica, sino a la luz de qué nos estarían diciendo, institucionalmente, un joven que se quita la vida en la escuela, y otro que llega a clases con un arma y mata a su compañero, cansado de ser motivo de burlas;1 o acerca de qué podría decirse en torno a un adolescente que irrumpe en una clase para “quitar” la vida.2 En este sentido, entonces, es que consideramos que estas experiencias demandarían ser leídas como una suerte de “fracaso” social, incluso más allá de las singularidades y del esfuerzo continuo de la comunidad docente en su lucha por posibilitar espacios pedagógicos de tolerancia y esperanza. Lo anterior, en un tejido social complejo que evidenciaba fuertes fisuras y, precisamente por eso, la escuela estaba siendo interpelada para formar parte de una imperiosa labor de reconstrucción y reconocimiento del otro. Pero la escuela “sola” parece no ser suficiente; debe formar parte de un entramado institucional capaz de poner en marcha un conjunto de políticas socio-educativas colectivas, tendientes a la inclusión del otro.

De esta forma las instituciones quedarían planteadas como una cristalización de las relaciones de fuerza entre diferentes grupos. De lo anterior nos preguntamos: ¿cuáles han sido los cambios en torno a lo social, lo económico y lo político a lo largo de los últimos años para que, finalmente, aquellas cristalizaciones nos lleven a reflexionar hoy sobre la muerte en las aulas, en oposición a la obra de Jackson, que subrayaba la escuela como una metáfora de la vida misma? ¿El hecho de que las escuelas hayan tenido lugar en una coyuntura histórica específica de crisis, puede considerarse un dato “menor” a la luz de lo sucedido? ¿En qué medida la escuela se constituye como un lugar de reconocimiento del otro, promoviendo procesos de liberación del sujeto? ¿Cómo poder re-establecer procesos de biofilia, en oposición de la necrofilia institucional a la cual, podríamos decir, el país estuvo expuesto a lo largo de los años previos al desenlace de la crisis del 2001?

Consideramos que si nos limitamos únicamente a una cuestión de “excepcionalidad” o de condiciones “internas” del sujeto, desvinculada de las variables sociales y escolares constitutivas del sujeto, en casos como los que hemos aludido, en donde jóvenes en diferentes escuelas acaban con sus vidas y con las de otros, estaríamos eludiendo la responsabilidad de intentar pensar en qué contexto social, político, económico y cultural, es decir, bajo qué modelo de sociedad y de escolaridad, aquellos jóvenes transitaron su niñez y los inicios de su adolescencia. Si damos por sobreentendido que un eje estructurante del campo curricular remite necesariamente a las relaciones existentes entre la sociedad, el Estado y la escolarización, entonces es inevitable revisar estas relaciones en forma dialéctica para intentar no sólo comprender esta compleja red de relaciones que atraviesan la problemática del avance de la muerte por sobre la vida en la escuela, sino alumbrar un camino para su transformación.

Ruta crítica

Para sistematizar la información se recurrió a los estudios de caso, la etnometodología y los relatos de vida recogidos (y reconstruidos) a partir, por un lado, de la recolección de información sobre los casos aludidos en los medios de información gráficos disponibles en la web, y por el otro, a través de las múltiples entrevistas (formales e informales) llevadas a cabo con personas directamente involucradas en el caso central de nuestro trabajo: la Escuela N° 37 René Favaloro, en Mariano Moreno, Provincia de Neuquén. En menor medida, también se recabó información para el abordaje de un apartado que interroga acerca de cómo es la realidad educativa actual de la Escuela Islas Malvinas, en Carmen de Patagones, Provincia de Buenos Aires. En dicha reconstrucción trabajamos a partir del procesamiento y confrontación crítica entre la información difundida en los medios de comunicación impresos locales, nacionales e internacionales, y el registro “anecdótico” y de incidentes críticos suscitado por el intercambio mantenido con las personas provenientes de las instituciones aludidas. A las estrategias anteriores debemos sumarle largas conversaciones telefónicas y vía Skype, así como el intercambio de correos electrónicos. Nuestro interés estuvo basado, entonces, en intentar someter los datos obtenidos a un proceso de triangulación metodológica entre:

  • El material informativo impreso y disponible en Internet concerniente al registro del suceso ocurrido el cinco de noviembre del 2009 y en el mes de septiembre de 2004.

  • Los relatos de vida, las conversaciones (narrativa), así como los registros de las mismas, junto con la información proveniente del correo electrónico mantenido durante los meses de investigación.

  • Las entrevistas (formales e informales) y las observaciones en los procesos comunicativos entre el personal directivo, docentes y alumnos.

Consideramos que la entrevista permitió conocer aquello que una comunidad piensa, sostiene y cree en relación a los modos de interpretación del mundo y sus significados, pero en donde no siempre aquello expresado en forma verbal expresa el contenido de la acción. Es por eso que la observación permitió acceder a las formas de posibilidad concreta en la puesta en marcha de esos contenidos o, por lo menos, vislumbrar las tensiones suscitadas entre lo que se sostiene y lo que verdaderamente opera a nivel institucional. No estamos especialmente interesados en la búsqueda de coherencia entre el “decir” y el “hacer”, sino más bien en intentar dilucidar qué ocurre en ese intersticio, en ese “pasaje”; aquello que se “pierde”, o por el contario, que “persiste” a lo largo de los discursos, creando modos de configuración y percepción de una realidad, bien sea negada, o apropiada.

La etnografía, entonces, permitió sumergirnos en aquellos procesos comunicativos que tienen lugar en las comunidades escolares, y dar cuenta acerca de la circulación de producciones y significaciones sociales surgidas en las mismas; ello hizo posible la indagación acerca de las creencias, prácticas y conocimiento popular, a través de la obtención y análisis de datos de tipo subjetivo que los integrantes de la comunidad educativa en cuestión emplean para configurar su propia visión del mundo.3 Esto significa que permite describir ciertas situaciones específicas de la realidad mediante la identificación y lectura de los signos que constituyen la estructura social en dicha situación.

La narrativa cumplió un importante papel como herramienta fundamental para abordar situaciones institucionales relevantes, pues como afirma Bertaux (1994), los relatos, las observaciones y las observaciones participantes pueden revelar patrones de prácticas recurrentes y observables, así como relaciones socio-estructurales subyacentes. Por lo anteriormente dicho, suponemos necesaria una permanente interacción entre las diferentes técnicas de observación, los relatos de vida y nuestra propia interpretación —concebida como transacción de aquellas historias— y sus interpretaciones en cada situación específica. La validez estará dada por la posibilidad de construir una argumentación (narrativa) clara, destinada a comprender las intenciones, creencias e intervenciones docentes junto con los significados vehiculizados en los discursos cotidianos.

Ezequiel Ander-Egg (2003) especifica ciertas condiciones y cualidades que un observador tiene que poseer para llevar a cabo su trabajo: para poder “observar”, debe ser capaz de orientar el conocimiento hacia aquello que se quiere ver; estar libre de nociones pre-concebidas al igual que de prejuicios y de juicios morales; ser capaz de escuchar y de reconocer los diferentes posicionamientos de las personas, y considerar todos como de igual valor para la labor investigativa.

Por ser éste un trabajo con características ligadas con los estudios de caso, nos guiamos por las técnicas y propuestas teóricas brindadas por Irene Vasilachis de Gialdino (1992). Dichas técnicas tienen que ver con los distintos tipos de estudios de casos (exploratorio, descriptivo y explicativo), y acerca de cómo seleccionarlos (sus diseños, criterios y procedimientos) en lo referente a su representatividad y a su generalización. En este sentido, nuestro interés por los estudios de casos tiene que ver con su potencial para producir y dar cuenta de información teórica relevante sobre las singularidades de los procesos de enseñanza y de aprendizaje en contextos de crisis. En este punto, consideramos necesario aclarar que el “estudio de casos” nos permitió primordialmente comprender e interpretar en profundidad ciertas significaciones que pueden desprenderse de los mismos. Creemos que trabajar en un caso es, en cierto sentido, ingresar a la vida del otro, movilizados por el interés de aprender el cómo y el porqué de ciertos efectos institucionales inherentes al significado y sentido que es construido en relación a las formas de habitar el mundo social y escolar.

El presente trabajo forma parte de una investigación centrada en un paradigma hermenéutico-crítico. Hermenéutico, porque se propone interpretar sentidos y reconstruir el sistema de significaciones subyacentes a la práctica; crítico, porque intenta trascender el plano de lo visto y oído, de lo inmediato, para interiorizarse en profundidad, y de este modo, llegar al trasfondo donde se acuñan los sentidos, que para nosotros es el de las condiciones sociales, educativas, culturales, económicas y políticas de nuestro entorno.

Como puede verse, los métodos cualitativos demandan una gran sensibilidad para percibir situaciones y procesos en forma holística, comparando en forma constante testimonios de los diferentes actores y fuentes a fin de comprender los fenómenos sociales y educativos en profundidad.

Antecedentes

Son muchas las investigaciones que pueden hallarse en referencia a lo “escolar” y a la “violencia” en nuestro medio. Podría, en rasgos sumamente generales, hacerse una distinción entre aquellas obras que la conciben como un correlato “lógico”, inherente a formas de “indisciplina”; y aquellas que optan por abordarla desde una perspectiva crítica, en donde la violencia escolar funcionaría como una suerte de “observatorio” social, es decir, como un “emergente” sociológico capaz de hablarnos, más allá del hecho consumado en sí mismo, de otra “cosa” que necesita ser institucionalmente escuchada. Desde esta concepción teórica, entonces, inevitablemente tienen que ser consideradas distintas variables ligadas a lo económico, lo político, lo social y lo cultural, así como a la justicia y a lo educativo; a las problemáticas de género y clase, equidad e inequidad social; y a la cuestión de la subjetividad. La convergencia de múltiples puntos de análisis permitiría el intento de dilucidar algunas condiciones objetivas que suelen configurar al territorio escolar como un “ring” de combate, en donde la lucha por la imposición de “uno por sobre los otros” estarían directamente relacionadas con la tensión entre la lucha —y pérdida— del significado por la vida.

Las obras escogidas como antecedentes para la puesta en marcha del presente trabajo dan cuenta de la confluencia de las variables mencionadas. He aquí entonces sólo algunas obras fundamentales que nos permitieron dar sustento teórico a nuestras inquietudes investigativas. Quisiéramos hacer referencia a que los años de las ediciones de las obras escogidas (2001–2009) no es casual, sino que es precisamente en esta especial coyuntura histórica donde se revelan y “estallan” gran parte de las problemáticas acuñadas a lo largo de los años previos a la crisis del 2001, junto con otros factores que, lamentablemente, podríamos decir que se fueron “sumando” a la misma, como por ejemplo, cuestiones ligadas a las formas de relación entre jóvenes, espacio y tiempo libre, a los contextos de violencia internacional recurrentes, a la influencia de los medios de comunicación y a la inseguridad.

Incluimos como antecedentes aquellos trabajos centrados en la investigación-acción destinados a interpretar, reconstruir y comprender —o dar sentido— a las significaciones que se traman en la práctica docente, la política educativa y la comunidad escolar en general. Silvia Duschatzky y Alejandra Birgnin (2001) se preguntan acerca de la formas de gestionar las escuelas en un contexto en donde sus funciones tradicionales se encuentran “estalladas”, es decir, atravesadas por el empobrecimiento, la marginalidad, los cambios en las familias y en la autoridad del maestro para, de este modo, intentar pensar la gestión educativa incluyendo estas variables, las cuales efectivamente inciden en la construcción y transmisión del conocimiento escolar.

Para posicionarnos críticamente en relación con la educación, los orígenes de la escuela y el para qué de la tarea docente y las instituciones educativas, Silvina Gvirtz, Silvia Grimberg y Victoria Abregú (2007) brindan un minucioso panorama acerca del estado actual de los sistemas educativos latinoamericanos junto con otras temáticas relevantes para pensar —y reconstruir— una escuela mejor, inclusiva y de calidad. Como estudio de caso regional, Zulma Caballero (2001) analizó los libros de actas de escuelas primarias públicas rosarinas, entendidas como el dispositivo privilegiado de la memoria que da cuenta de complejos anudamientos de poder y de saber relacionados con la “sujeción” de los actores educativos al orden institucional. Creemos que esto es interesante para observar el “seguimiento” en “actas” de los niveles de “desconcierto” y de violencia contenida y expresada en estos dispositivos de control institucional. Para no extendernos demasiado en este apartado, enumeramos a aquellos autores más significativos que han hecho de las relaciones entre escolaridad, violencia, subjetividad y condiciones socio-políticas, su núcleo fuerte de trabajo. Nos referimos entonces al trabajo de Bleichmar (2008)Violencia social/violencia escolar. De la puesta de límites a la construcción de legalidades; Kaplan (2006)Violencias en plural. Sociología de las violencias en la escuela;Osorio (2008)Violencia en las escuelas, un análisis desde la subjetividad; y Zerbino (2004)Canibalismo y violencia; entre las obras más significativas.

La tragedia asoma en las aulas argentinas. Dos casos paradigmáticos: Junior y Juan

Junior, de 15 años, llega a su escuela en Carmen de Patagones, última ciudad al sur de la Provincia de Buenos Aires y la única de la provincia que se halla en la Patagonia, un 28 de septiembre de 2004, acompañado del arma del Padre, un suboficial de Prefectura Naval. La extrema lejanía geográfica que casi “arroja” del mapa a esta ciudad tiene su correlato en los índices de exclusión de trabajo y pobreza aún reinantes, inclusive, en los inmediatos años posteriores a la crisis del 2001. Junto con lo anterior, las noticias también dan cuenta del avance de las drogas y la falta de redes de contención social para mitigar la impunidad, beneficiada por los espacios intersticiales dados en la transición hacia una trama o dinámica de despersonalización dominante. Este proyecto empezaba a gestarse en una coyuntura político-histórica de constantes cambios e incertidumbre: familias enteras desmembradas, incrementos de patologías como depresión y ansiedad, son la moneda de cambio con la cual la población argentina paga el hecho de haber optado por vivir y constituirse como sujetos en la falsa promesa de los años noventa, la cual declaraba que ser y tener, eran una misma cosa.

Junior llega temprano por la mañana. Una vez izada la bandera, los alumnos se disponen a ingresar al aula y él espera —y se asegura— de que todos entren a sus salones de clases para luego dar inicio a lo que se conoció como la masacre de Carmen de Patagones.4 El resultado: tres jóvenes muertos, cinco heridos y una escuela que, al día de hoy, no puede superar lo sucedido. El hecho nos coloca frente a la metáfora de la relación biológica entre las generaciones más viejas y los más jóvenes: nuestro deseo es que éstos nos precedan, y cuando eso no sucede, el umbral de la comprensión racional se ve superado, y más aún cuando los motivos del rompimiento de esta lógica sostenida en el deseo, más que en una realidad que siempre se cumple, obedece a sucesos lamentables, como en el caso de Junior.

Otra mañana, pero del mes de noviembre de 2009, Juan B., de 15 años llega en su horario habitual al colegio ubicado en la localidad de Mariano Moreno, pequeña localidad, como la anterior, del sur de nuestro país, más precisamente en la Provincia de Neuquén, y con condiciones socioeconómicas y culturales similares. La metáfora de la lejanía territorial del país opera con insistencia como una variable de demarcación política y epistemológica. Una vez allí, y ya promediando la media mañana, Juan anuncia a sus compañeros su intención de quitarse la vida, saca un arma que, como en el caso anterior, también pertenecía al padre, y espera a que el aula quede vacía para quedarse solo junto a su profesora de Biología; ella, más que pretender enseñar acerca de los procesos de vida de los seres vivos, intenta por todos los medios —y miedos— posibles evitar que el anuncio dado en el seno del salón de clases se cumpla.

He aquí dos maneras similares, y diferentes a la vez, del operar de la tragedia en las aulas. Ambos casos pueden ayudarnos a provocar el habla institucional con el fin de intentar reflexionar colectivamente acerca de estos lamentables hechos: en el primer caso, Junior no encuentra otra salida para su angustia que matar (y creer matarla). En el segundo, Juan B. no encuentra otra salida para su angustia que matarse para darle fin a su sufrimiento. Junior, de Patagones, esperará a que todos entren, mientras que Juan, de Mariano Moreno, espera a que todos salgan. Uno dispara obnubilado —pero certeramente— a los cuerpos de los compañeros; el otro dispara a su corazón. ¿Qué podría pensarse en relación a estos dos casos, separados cada uno de ellos por escasos años? ¿Acerca de qué nos habla la decisión de un joven de matar y la de otro de matarse, ambos hechos ocurridos en la escuela? ¿Qué cosas pueden decirse o formularse a nivel social, político, cultural y educativo, sobre la coyuntura histórica en la cual estos ejemplos tuvieron lugar? Finalmente, ¿qué procesos históricos se han dado, en nuestra historia reciente, para animarnos a hablar sobre la muerte en las aulas?

Aquello que no podemos callar tendrá que ver, seguramente, con tratar de re-encauzar la fuerza emanada por la impotencia colectiva vivenciada a través de estos hechos hacia una reflexión crítica que permita, en cierta manera, re-significar aquellas muertes —o por lo menos intentarlo— en un proyecto de vida, en la escuela. Creemos que estos dos casos podrían tildarse de “paradigmáticos” porque, en cierta medida, han sido la puerta de entrada más visible, más trágica, con más consecuencias irreparables, que inaugura la llegada de la muerte a la escuela en nuestro país. Sin embargo, para “llegar”, hay que transitar un camino, siempre. Camino que obliga a hacer un repaso en nuestra propia historia reciente, de algo relacionado con la violencia, con la exclusión, con el sentimiento de humillación y subordinación, con las oportunidades reales que se brindan a los jóvenes para poder expresarse; con políticas educativas y leyes que promueven la adquisición de “competencias”, compitiendo eternamente; que tienen que ver con el desprecio hacia lo colectivo y, por ende, el no-reconocimiento del otro. Algo de esto, más allá de sus propias condiciones y contextos singulares, poco o mucho, seguramente intervino en la estructuración del espacio simbólico y social de estos jóvenes víctimas y victimarios a la vez; porque junto con ellos, parte del relato —y mandato— institucional sobre “lo” escolar como forma de vida, perdió su significado, dejando significantes vacíos teñidos de sangre que subvierten (y conmueven) —al igual que la metáfora expresada en el carnaval de Bajtin (1990)— los cimientos que configuran los saberes de la escuela, de los maestros, de los jóvenes y de la sociedad toda.

Sobre masa, elogio y poder

Retomando los aportes de Jackson (1991) que hemos seleccionado como categorías que nos permiten analizar y trazar un paralelismo entre lo sostenido por el autor y los contextos de violencia escolar a los que se hace referencia en el presente trabajo, el autor sostendrá que es precisamente en la escuela donde los alumnos, para poder “sobre-vivir”, deberán aprender, aparte de aquello que se expresa formalmente en la institución, “otra cosa” distinta, diferente a lo verbalizado y a lo formalmente visible. Se refiere a un conjunto de acciones, situaciones, movimientos y percepciones que despliegan efectos de poder y configuran, a través de su real modo de objetivación, el espacio simbólico del sujeto en contexto de aprendizaje. Precisamente por lo anterior es que necesitará entonces ser aprehendido. Nos estamos refiriendo a las categorías por él trabajadas como “masa”, “elogio” y “poder”. Haremos una breve referencia a cada una de ellas para después analizarlas a la luz del caso que nos ocupa.

En relación al concepto de “masa”, Jackson considera que:

…aprender a vivir en un aula supone, entre otras cosas, aprender a vivir en el seno de una masa… Lo importante no es sólo lo que hacemos, sino lo que otros piensan que realizamos. La adaptación a la vida escolar requiere del estudiante que se acostumbre a vivir bajo la condición constante de que sus palabras y acciones sean evaluadas por otros (1991: 47).

De este modo, afirma que la escuela “es también un lugar en donde la división entre el débil y el poderoso está claramente trazada” (Jackson, 1991: 47). Pero si bien para Jackson esa línea está claramente trazada en lo concerniente a la distancia existente entre las formas de distribución del poder entre docentes y alumnos, en ciertas formas de violencia escolar, la misma cobra relevancia en la propia división entre “débiles” y “poderosos” dada entre los mismos compañeros. Quizás esa misma división haya llevado a que, como sabemos por los medios de comunicación, Junior se sentía mal porque continuamente lo “cargaban por raro” y por el “grano que tenía en la nariz”.5 Frente a esta situación, Junior simulará con sus dedos índice y pulgar una ejecución fría y muda de sus compañeros. Toda una retórica de una representación corporal que recreaba, en el plano de la fantasía, una y otra vez, aquello que se avecinaba. Todos van a morir, había escrito en el pizarrón días antes.

Breve tiempo atrás, un informe especial sobre casos de masacre escolar en los Estados Unidos había servido para calificar a Junior satisfactoriamente e inscribirlo, paradójicamente, en la lógica académica de reconocimiento y de recompensas, pero este cambio no fue suficiente como para recrear un clima audible que llevara a la escuela a percibir (institucionalmente) los signos que estaba manifestando; aquellos signos que, recurrentemente, incluían directa o indirectamente a la violencia como único contenido de la comunicación.

Este trabajo, tal como advertimos en el inicio, no indaga ni juzga sobre “culpabilidades” sino sobre responsabilidades colectivas compartidas por toda la sociedad. De esta manera, no se está sosteniendo que los maestros hayan sido los responsables de lo sucedido por no haber interpretado los signos, sino que se hace mención a las causas que llevaron a que muchos de estos signos, por una convergencia de variables propias y ajenas a la escuela, cayeran en “saco roto”. La idea fuerza que rodea el presente artículo, entonces, asedia la pregunta acerca de qué modelo de país le ofrecemos a nuestros niños y jóvenes y en qué medida la escuela puede ser un ámbito de escucha atenta hacia aquel otro que (me) interpela a través de gestos, silencios, dibujos, frases “sueltas” y miradas.

En este sentido, entonces, podría sostenerse que hubo una inversión de la economía del concepto de “masa” de Jackson, ya que para formar parte de una masa, uno debe aprender que nuestras palabras y acciones serán permanentemente evaluadas por otros y de esta manera, sobrevivir, convivir. Junior, a través de toda aquella cadena de signos, quizás intentó lo contrario: desafiar a la masa, precisamente por no sentirse parte de la misma; tratar de hacer visible su no pertenencia, hacerla notar para, de este modo, quizás, buscar —sin éxito— que alguien lo ayude a vivir de otra manera. En el cuarto aniversario de la “masacre de Carmen de Patagones”, la madre de uno de los alumnos que sufrió heridas considerables declaró ante un medio periodístico:

Ya pasaron cuatro años y todavía estamos tratando de recuperar la normalidad. La vida sigue, pero el dolor también. Lo más terrible es que creemos que esto no fue una sorpresa. Junior había dado varios llamados de atención y, de haber reaccionado a tiempo, todo se podría haber evitado.6

Creemos que lo anterior está íntimamente ligado al concepto de “elogio”. Para Jackson, aprender a desenvolverse en la escuela implicaba, en cierto modo, aprender a falsificar parte de nuestra conducta. Los alumnos tratan de conciliar la tensión producida entre la necesidad de satisfacer las demandas de dos audiencias diferentes: la clase institucional que recompensa y consagra la adquisición de los conocimientos oficiales, los docentes; y el resto de sus compañeros. La búsqueda de legitimación exclusiva por parte de los maestros puede provocar la “ira” de los compañeros; y la aprobación única de los compañeros impugnaría la presencia en la escuela por parte de los mayores. En el caso de Junior, podría decirse que transitó la escuela oscilando entre dejar entrever algunos signos sutiles de lo que estaba realmente sucediendo con él y la falsificación de su conducta.

Desde la información recogida podría decirse, incluso, que tenía buen comportamiento: “Nunca hubo un problema con él, siempre tuvo una excelente integración, buen comportamiento social, aplicación y afición a los deportes”, según la mirada del profesor de educación física; “Un chico que nunca tuvo problemas”, según la mirada de la Dirección del establecimiento; “Alguien retraído pero tranquilo”, según sus propios compañeros de clase.7 “Retraído”: curiosamente el mismo adjetivo que retomará en forma posterior el director de la escuela de Neuquén para referirse al otro caso en Mariano Moreno, en donde, según sus palabras, Juan era

…un flor de chico, jamás presentó ningún tipo de dificultades en cuanto a comportamiento, tal vez, algo retraído, de no manifestarse demasiado, esos chicos que pasan desapercibidos por su tranquilidad y su forma de desempeñarse.8

Sin embargo, y retomando el caso de Junior para luego centrarnos en el de Juan, frases como “Todos van a morir”, “Me gusta ver sangre”, “El suicidio es lo más sensato que podemos hacer”, y otras expresiones y actitudes supuestamente “aisladas” pero que, a posteriori, permitieron elaborar y dar cuenta de una suerte de rompecabezas ligado a la historia de Junior, revelan que parte de estos enigmas eran conocidos por muchas personas de la institución. Podría decirse que la “retraidez” y la “tranquilidad” en ambos jóvenes en el contexto de clase, inhabilitaba (o sancionaba) la posibilidad de que el dispositivo disciplinario percibiera que “algo extraño” se estaba entretejiendo en el propio seno del aula, más allá de estas apariencias externas, y más precisamente en relación con Junior, dando cuenta de la “dosis justa” mínima necesaria de docilidad para sobrevivir en el contexto escolar sin levantar mayores preocupaciones en la comunidad de docentes.

Por otro lado, podríamos decir que Juan dejó de sentirse parte de la “masa” en la escuela, o por lo menos eso inferimos a la luz de su triste decisión. Todos lo recuerdan con mucho pesar y tristeza en su comunidad. El director de la escuela sostuvo en las entrevistas que “aún estamos todos muy sensibles”. Y agregó: “Y como cuando pasa en los velorios, que se llena de gente, nos sentimos acompañados. Pero el velorio termina y se van todos, dejándonos solos”. Quizá este último comentario esté ligado al “efímero” abordaje de los medios y de los especialistas, así como a la presencia de una comitiva de funcionarios nacionales y provinciales con el Ministro de Educación de la Nación a la cabeza.

Pero tras el paso del tiempo, en la pequeña comunidad de Mariano Moreno muchos sienten que lo ocurrido con Juan ya ha sido olvidado por la mayoría de las comunidades educativas de nuestro país; quizás por eso es que evidenciaron una excelente predisposición al enterarse de nuestra intención de llevar a cabo el presente trabajo. Pero antes, fuimos “advertidos” por el director de la escuela en el sentido de que “sentía la tremenda necesidad de hablar previamente con el padre de J.B. para estar tranquilo y poder trabajar mejor en el tema”. De esta manera, el padre de Juan, V.B., al tomar conocimiento de nuestro interés le dijo al director de la escuela: “que puede ser útil a otros chicos”, y que: “…si eso sirve para que los adolescentes comprendan ciertas cuestiones, que tal vez escapan a nuestras capacidades de entender, le parece bárbaro”.9

Nosotros creemos que la decisión de quitarse la vida en la propia escuela escapa verdaderamente a todas las capacidades y pronósticos, tanto de aquellas provenientes de los adultos, como de los jóvenes. Es por esto que los primeros comunicados públicos provenientes del Ministerio de Educación de la Nación de la República Argentina, pusieron especial énfasis en sostener que “la tragedia ocurrida, la pérdida de una vida, en especial la de un joven, afecta al conjunto de la sociedad”;10 a lo que agregaríamos que, si además esa pérdida se dio en el ámbito de la escuela, también afecta o debería interrogar insoslayablemente a toda la comunidad educativa. No se trata de poder descifrar las certezas ni particularidades del caso, sino de orientar puntos de convergencia que permitan la búsqueda reflexiva y colectiva acerca de qué nos habla, institucionalmente, un suceso como el que acabamos de compartir.

Sobre el “poder” y la memoria

Tal como hemos dejado entrever con anterioridad, podrían establecerse diferencias notables entre ambas situaciones en relación al lugar asignado a la escuela. Antes de abordar la tercera categoría quisiéramos hacer referencia a algunos puntos que tejen (y destejen) las tramas de estas historias que aún perduran con fuerza, estremeciendo con sus penosos recuerdos la memoria de su gente en los establecimientos educativos. Preguntas ligadas a lo que fue, a lo que pasó, pero también a lo que “podría no haber sido”, o “haberse evitado”; preguntas que retornan, una y otra vez, sigilosa y recurrentemente, en muchos de los protagonistas de las historias a partir de la propia reconstrucción sobre lo sucedido:

A partir que sus compañeros (del segundo Año “B”) abandonan el aula, Juan se queda con la profesora; allí es donde me comunica el auxiliar de secretaría lo que estaba pasando, y en ese momento comienzo a ser testigo presencial de lo que estaba sucediendo, junto con la asesora pedagógica, el auxiliar de secretaría y el preceptor. Juan se apunta el revólver a su cabeza, habla con la docente, se lo notaba tranquilo, no nos permitía el ingreso al aula, nos hacía señas con la cabeza, con las manos, y, sobre todo, con la mirada.

Es esta cuestión de la “mirada” de Juan la que nos interesaría abordar brevemente, ya que nos da la pauta de que, a pesar de todo, en ese preciso momento, a diferencia de la “obnubilación” de Junior, los docentes que trataron de comunicarse con Juan sólo pudieron hacerlo interpelando su rostro, su mirada. Podría decirse que a través de este vínculo se daría cuenta de un cierto aprecio, de una cierta confianza de Juan hacia la escuela. Pareciera que él “eligiera” terminar sus días en un lugar que de alguna manera no le parecía indiferente, sino en donde alguna vez se sintió resguardado y querido.

Pero esa interpelación de la mirada estaría dando cuenta o afirmando una conexión y reconocimiento del otro como sujeto. Consideramos que no es un dato menor que esos mecanismos de reconocimiento hayan podido darse, a pesar de todo, entre Juan y sus maestros, en los últimos umbrales que diferenciaban la racionalidad de la irracionalidad y el mundo de los afectos. Podría pensarse que es en ese proceso de reconocimiento mutuo en donde se habilita el dolor; y que en la puesta en juego de aquella mirada que recurrentemente asalta a sus protagonistas, y que en palabras de éstos “no podrán olvidarla jamás”, radicaría también parte de la “cura”. Es decir, ese indescriptible momento estaría dando cuenta de la existencia de ciertas significaciones simbólicas profundas, humanas, que quizás con el paso del tiempo, y a pesar del dolor, sirvan para intentar tramitar lo sucedido. Porque aunque la muerte de Juan no pudo evitarse (quizás porque precisamente, en ese contexto, sin medir las verdaderas consecuencias, él así quería que sucediera como metáfora de que los adultos no podemos manejarlo todo) la escuela de todas maneras estuvo allí para dar paso al reconocimiento del otro a través de la interpelación de la mirada y del rostro del otro (Levinas, 1993). Sabemos que no es suficiente, pero Juan se sintió interpelado y acompañado por sus miradas, que lo restituían como sujeto, a pesar de ese terrible —y a la vez sereno, pero extremadamente violento— momento, el cual sería el último de su vida; ahí las miradas fueron puestas al servicio de un discurso sin voz:

La violencia… es un discurso sin voz. La violencia no se puede hablar: se vive, se expresa, trabaja al nivel de una marca sin mediaciones (sin lenguaje) sobre el cuerpo y el espíritu. El discurso de la supresión es el del cuerpo a cuerpo, y su ser (el perseguidor) no tiene otra finalidad que la de transformar a un sujeto que podría ser deseante en un “cuerpo a abatir” (Kaes, 2002: 94).

Francamente resulta poco útil tratar de pensar qué hubiésemos hecho en una situación similar. Juan B. fue su propio perseguidor; donde las palabras ya no sirven, aparecen las miradas en un contexto de violencia y éstas, paradójicamente, no “increpan” sino que ruegan por un fin distinto; buscan “reconciliar” el dolor expresado en forma muy dura, y demasiado temprano, en una vida que recién comenzaba. Escapa a nuestra realidad pensar ese final; pero quizás sí podamos compartir que hubiera sido muchísimo más doloroso, por no decir insoportable, no haber sido capaces en aquel momento de sentirse interpelados por aquella mirada. Porque Juan se abatió a él mismo, pero dejando en el camino abatidos a todos aquellos que se sintieron interpelados por él. A diferencia de lo expresado por la cita anterior, creemos que la violencia necesita ser hablada, interpelada, puesta en palabras, para que recién ahí pueda ser objeto de cuestionamiento político y abordada en el marco institucional.

Por eso pensamos, una y otra vez, que estas comunidades educativas puntuales podrán, con el paso del tiempo, volver a religar el espacio educativo con la vida. Juan murió, pero no en un cementerio, sino en la escuela, como lugar elegido por miles de razones que no podremos saber, aunque otras sí; seguramente algo quiso decirnos con su muerte. Y más allá de las reflexiones sociales, culturales y educativas que puedan entretejerse, en medio de aquel contexto de “muertes” (simbólicas y físicas) tal vez Juan supo dónde morir; eligió un lugar de vida donde llevar su cometido ligando su propia historia a la propia escuela, en un sinfín de interrogantes que continúan provocando dolor, como expresamos antes, en la comunidad toda.

Y a pesar de este arduo trabajo de tener que remontar —y retornar— en la memoria las huellas de estas vivencias, y para que no queden dudas,11 en la comunidad educativa de Mariano Moreno tienen la necesidad de afirmar que Juan:

…siempre que se apuntaba, lo hacía hacia su persona… y, te reitero, nunca amenazó a nadie, nunca estuvo en su pensamiento dañar a nadie, ni compañeros, ni docentes, ni personal de la escuela… y, bueno, en un momento determinado, Juan se coloca el caño el revólver en el pecho, apuntando directamente a su corazón, y el tiro salió, no te sabría decir si se le escapó, o si realmente jaló del gatillo, eso sólo Dios lo sabe, pareció sorprendido por el disparo, se para, deja el arma sobre el escritorio y cae. En ese momento, ingresamos.

A partir de este momento, son muchas las suposiciones que podrían tejerse en relación a lo acontecido; una de ellas quizá pueda tener que ver con la necesidad de mostrar que podía hacer algo por sí solo; y la única carta que tuvo para “negociar”, para de-mostrar que era dueño de su vida, como afirmación o como búsqueda de su autonomía e independencia, fue su propia muerte, ocurrida entre asombros, “inocencia” y sorpresas. Estos sentimientos, por otra parte, se suscitaron en la condición y pasaje de ser niño y devenir joven: un adolescente. Demasiado duro para la escuela. Demasiado duro para todos para dejarlo pasar por alto. El director, Esteban Barrera, a pesar de la tristeza, afirma que:

…esto no tiene que ser en vano, debe servir como para mantener viva la memoria de Juan y que todo esto, tan duro, haya servido de algo. Pensamiento que comparten también sus padres… Lo que sí me va torturar, por decirlo de alguna manera, es el hecho de que no pudimos intervenir, quitarle el arma, hacer algo como para evitar la tragedia. A mí me pasaron cosas en esos minutos críticos, que fueron muy pocos, entre tres a cinco o seis minutos, no te lo podría precisar con exactitud, pero tuve que desalojar la escuela, contener al resto de los chicos que estaban totalmente enloquecidos por la situación, tuve que frenarlo a su hermano Diego que me pedía por favor que lo dejara intentar desarmarlo a Juan y eso te queda.

Y luego, quizás a fin de que los fantasmas sobre lo que “podría haber sido” dejen de acechar en el presente, continúa afirmando que:

…tanto el fiscal como el comisario y las otras autoridades policiales me dijeron, e inclusive su padre también me dijo que había hecho lo correcto, al menos desde la lógica. Pero son cosas que te quedan pendientes, saber qué hubiera pasado si hubiese hecho tal o cual cosa… es una incógnita que jamás podré develar.

Nuevamente vemos aquí la búsqueda de un consenso “racional” ligado a la necesidad de legitimidad que consagra lo “estatal” junto con la “ley” en los tres registros representados: el Derecho (Estado); los aparatos de control-represión (comisario; autoridades policiales); pero fundamentalmente con aquel que emerge de la figura simbólica de la ley con la “aprobación” del padre (”inclusive también su padre me dijo que había hecho lo correcto”). Los tres registros intentan mitigar el avance irracional de los fantasmas que asechan el presente, cuestionado el accionar del pasado, a la vez que añoran un final diferente para esta historia. Sin embargo, asumir esta fantasía como deseo que sostiene al sujeto para suspender en forma momentánea la cruda realidad implicaría impugnar el planteo crítico que se busca instalar en este trabajo; esto es, no se trata de estar centrados exclusivamente en el trágico final, sino de plantear interrogantes que nos sirvan para pensar el futuro en torno al rol de la escuela dentro de un contexto social y educativo específico. Esto es, cómo la escuela puede o podría devenir en un espacio real y simbólico capaz de interpretar12 la cadena de signos que transmiten los niños y jóvenes que a ella acuden y que darían cuenta de problemáticas específicas sin por esto “descuidar” su fin específico: enseñar y aprender.

Sin embargo, en los ejemplos antes aludidos, la carencia de “luz” para desterrar las sombras que aquejaban a ambos alumnos no provino de la ausencia de contenidos de enseñanza, sino de las vidas particulares, expresadas en vínculos diferentes en la escuela. No hay duda alguna de que en el caso de Juan, los docentes actuaron a partir de aquello que se consideró más conveniente en esa situación de extrema tensión y angustia. Los maestros no asisten diariamente a las escuelas a presenciar la muerte de sus alumnos. No están preparados para ello. Estos ejemplos dan cuenta de la muerte física puesta en acción en diferentes contextos y a través de mecanismos expresados —y asumidos— en diferentes formas de violencia centrada en la escuela. Pero nos hablan, tal como dijimos con anterioridad, de una muerte simbólica del sujeto que venía produciéndose mucho antes de la concreción de la muerte física. Y es ahí donde, a nuestro entender, la escuela tiene que ser capaz de interpretar e intervenir para volver a ligar sus funciones específicas a un contexto social que no impugne el aprendizaje.

Ahora sí, retomando la tercera categoría seleccionada para el trabajo de análisis en referencia a la obra de Jackson (1991) diremos que el “poder”, para el autor, se manifiesta principalmente con carácter de “desigualdad” entre el niño y el adulto, como condición necesaria que hay que aprehender para posibilitar la adaptación —y así poder (sobre) vivir— en el medio escolar:

Una de las primeras lecciones que debe aprender un niño es el modo de cumplir con los deseos de los otros… Cuando pasa del hogar a la escuela, la autoridad de los padres se complementa gradualmente con el control de los profesores, el segundo grupo más importante de adultos en su vida. Pero la primitiva autoridad de los padres discrepa en varios aspectos importantes de la que conocerá en la escuela y esas diferencias resultan valiosas a la hora de comprender el carácter del ambiente de la clase (Jackson, 1991: 59).

La última frase concerniente a la comprensión del “carácter del ambiente de la clase” nos parece sumamente significativa: en qué medida podría sostenerse, en los casos que nos ocupan, la existencia de una tensión dada por las discrepancias antes descritas (entre la autoridad familiar y la escolar) proyectadas o cristalizadas en una suerte de ausencia de “comprensión” del ambiente; es decir, precisamente por no comprenderlo, o no asumirlo, o quizás por no desearlo, éste sería negado, y habría que pagar el precio de esta negación (o no comprensión), con la propia vida o la ajena. He aquí una vez más la puesta en práctica de un funcionamiento inverso de las categorías propuestas por Jackson, quien menciona que una de las principales diferencias dadas entre la autoridad de los padres y la de los docentes está fundada en la diferencia de propósitos en los usos del poder.

De esta manera especifica que, a diferencia de los padres, quienes a lo largo de los primeros años de vida de sus hijos se muestran fundamentalmente restrictivos, los docentes remiten tanto a un uso prescriptivo como restrictivo del poder. El binomio “puedes-no puedes hacerlo” acompaña a los alumnos en toda su escolaridad; sin embargo, podemos señalar que en el caso de Junior la inversión (y anulación) de esta categoría está dada por no haberse estructurado ni considerarse valiosa la resultante de aquella “ecuación” simbólica entre ambos ambientes (la casa y la escuela) y de ahí, entonces, es donde, más allá de las causas psíquicas singulares, se produce un extermino del “otro” como única salida.

En el caso de Juan, la inversión estaría dada en el hecho de que su accionar ya no estuvo mediado por la búsqueda de garantizar la satisfacción del deseo del mundo de los adultos: en ese contexto particular, en vano fueron las súplicas de la docente de Biología, en su lucha por defender la vida y por tratar de impedir que la idea de terminar con la misma se concretara. “En el hogar el niño tiene que aprender a detenerse; en la escuela, a mirar y escuchar” dirá Jackson (1991: 60). Interviene aquí una variable geográfica y simbólica en esta relación de inversión: es la propia escuela la que ahora intentará que Juan se detenga ante la impotencia de su mirada y ante la mudez de las palabras que seguirán resonando sin efecto, en lo inexplicable de un aula vacía.13

“Por favor, avísenle a mi padre que me voy a matar”

Esta frase se constituyó como el último pedido “racional” que solicitó Juan a sus docentes. Consideramos que es significativo en tanto que nos permite fundamentar este campo o territorio de inversión(es) que encontramos, a la luz de confrontar estos hechos con las categorías abordadas por Jackson. Significativo, entonces, porque puede sostenerse que la propia escuela ofició en aquel momento de último nexo entre la vida y la muerte de este joven, viéndose obligada a cumplir una tarea muy diferente a la acostumbrada. Y es que el mismo contexto impuso, así, coordenadas semióticas no configuradas ni disponibles hasta ese momento, y para las cuales la escuela no estaba preparada. Nos referimos a la inversión en el ejercicio de los dispositivos de poder y a la configuración de los sistemas de comunicación institucional-escolar, en donde la verticalidad de la misma remite, en términos generales, a un cuerpo docente que “exige” o demanda de sus alumnos ciertas cosas vinculadas a la vida escolar, a la conducta y a los aprendizajes; y ellos, a su vez, mediante el “cuaderno de comunicaciones”, entre otros dispositivos utilizados para tal fin, llevarán esa información a sus hogares.

Sin embargo, aquí se trata de que Juan pedirá a sus docentes que se comuniquen con su padre para transmitirle la lamentable noticia; nuevamente se pone en juego todo un conjunto de relaciones diferentes en este escenario complejo de padres y autoridades o escuela y alumnos, por expreso pedido del mismo Juan. Tal como hemos hecho referencia a lo largo del trabajo, creemos que a partir de ese momento todos los significantes disponibles quedaron vacíos y sepultados en ese grito de pólvora.

…el disparo fue a quemarropa, tenía el caño del arma pegado a su cuerpo, el mismo fogonazo cauterizó el orificio de entrada y no derramó ni una sola gota de sangre. No recuerdo si te lo había comentado. Nunca me voy a olvidar de la cara de Juan cuando se disparó el arma: estaba sorprendido… y lo más increíble de todo es que él se para, se levanta de la silla, deja el arma sobre el escritorio, y recién se fue desplomando al piso, y, como ya te lo había mencionado, el preceptor S.S. alcanzó a tomarlo antes de que caiga (entrevista con el director, Esteban Barrera).

Creemos, sin embargo, que más allá del dolor y de lo incomprensible, la escuela tuvo que oficiar como último lazo afectivo —y “efectivo”— hacia Juan para concretar su última voluntad y hacerse cargo de su pedido hacia los padres. Ya nada podía hacerse. La profesora intentó por todos sus medios posibles, ya no que “comprendiera” una tarea asignada, ya no convencerlo acerca de que el “estudio” podía “mejorar nuestras vidas y la de la sociedad”, o de no abandonar la escuela. La tarea fue mucho más dura: hacerle ver que algo de bueno podría tener la vida; persuadirlo(se) del final más temido y que subvirtió finalmente la misma razón de ser de la escuela y su eufemismo: la vida.

Consideraciones finales

Llevar a cabo la producción del presente trabajo nos demandó remover historias densas que aún pesan en la memoria de muchas personas. Familias destruidas que sienten que sus vidas ya no tienen sentido ante aquello que emerge como “inexplicable” por haber perdido lo más sagrado para ellos, es decir, sus hijos, en la escuela. Para llevarlo a cabo tuvimos que escuchar relatos de dolor provenientes de los maestros, de los padres de las víctimas, de los compañeros de clase; reconstruir las historias a partir de dichos relatos, entrevistar a sus protagonistas, observar los procesos de comunicación a través de qué se dice, pero aprender también qué nos dicen los silencios, de qué nos hablan las resistencias al recuerdo; de la gratitud de la cooperación, pero también de la negativa de otros por verse imposibilitados de hacerlo, aun de asumirlo.

Abordamos cuestiones ligadas a la distribución de las responsabilidades, a los modos de gestionar en aulas ensangrentadas; nos propusimos dar paso a la intimidad sin intimidación; observamos el proceso de retomar la tarea diaria de enseñar y de aprender con este registro en la memoria social de aquellas comunidades a las que les tocó vivenciar estos hechos que aún se mezclan en la memoria de las personas. Todo ello demandó en nosotros asumir un fuerte compromiso con todas y cada una de estas personas con el fin de respetar este proceso de historización colectiva y la de aquellos jóvenes que vieron sus vidas terminadas en estos hechos que hemos abordado. A todos ellos, nuestro más profundo agradecimiento, acompañamiento y reconocimiento por la determinación de continuar adelante con sus vidas personales y laborales. A los que ya no están, el más profundo respeto a su memoria y el deseo de que sus muertes no hayan sido en vano.

Cuando comenzamos a investigar a partir de la reconstrucción de aquello que encontrábamos en los medios de comunicación, hubo tres datos que nos parecieron demasiado significativos como para dejarlos pasar por alto: el primero de ellos proviene de una dura foto que muestra al personal policial y a los bomberos en la escuela de Patagones sacando los cuerpos de las víctimas.14 En esa imagen se puede observar, en la puerta de entrada del colegio, una suerte de mural en donde claramente se ve la figura de alguien con la cara cubierta que sostiene una escopeta y apunta al cielo. Se trata de una imagen que en ese contexto expresa —y (re) afirma— la inversión de la que hemos estado dando cuenta: simbólicamente, de la vida se anuncia la muerte. Quizás, y parafraseando a Foucault (1980), sería preciso también cambiar el régimen económico, político, institucional de la producción de la verdad para que la puerta de entrada de la escuela anunciara la llegada de la vida, de la esperanza y del cambio posible.

El segundo dato relevante se refiere al caso de Juan, en tanto que era inevitable no tomar como una suerte de analizador institucional el hecho de darse un tiro en el corazón, en su escuela llamada René Favaloro.15 Aquí, más por esos misterios de las casualidades que por las variables académicas, los datos e historias se entrecruzan y se mezclan con significantes ligados a decepciones, a la imposibilidad de ser escuchado y a las angustias como formas de encierro que no permiten hallar una salida que no sea la propia muerte; pero también una suerte de responsabilidad colectiva que no sólo atañe a la propia escuela, sino que tiene que ser asumida y transformada por todos nosotros.

Y el tercer dato (”impresión” o “analizador”) que nos llamó la atención, es que ambos jóvenes tenían quince años de edad, lo cual nos dice “algo” en relación a la edad biológica —adolescencia— pero también nos habla a la luz de los contextos sociales, políticos y culturales en donde crecieron. No creemos “casual”, a su vez, que parte vital de sus vidas se haya desarrollado en un contexto político de despersonalización colectiva y educativa, ligado a los procesos y alcances del neoliberalismo de los años noventa en nuestro contexto latinoamericano. Si hiciéramos brevemente mención a las características más importantes que conformaron los mandatos institucionales en relación al papel constitutivo de la escuela en la formación de la ciudadanía en las últimas décadas, diremos que desde 1984 hasta 1989 —o quizá hasta 1991— se trataba (en Argentina) de una transición hacia la democracia que no logró la modificación plena de las prácticas preexistentes, heredadas de la formación normalista y cargadas de autoritarismo durante los periodos no constitucionales.

Los noventa, por otra parte, significaron el primer gran intento de transformación de las prácticas educativas tras una década de transición post-proceso militar por medio de la promulgación de la Ley Federal de Educación (24.195), que generó una tensión entre lo que dicha ley declaraba retóricamente en sus fundamentos, y el espacio real que se le concedía a la educación, montada en un discurso de políticas neoliberales en el contexto internacional.

Aunado a lo anterior, quizás sea necesario también aludir a una problemática demasiado frecuente, que es la existencia de hogares que cuentan con armas y a la facilidad con la cual los jóvenes se adueñan de ellas, aspecto que interviene también como una variable fundamental en el ejercicio de estos actos de violencia. Podríamos decir que, cada vez con más frecuencia, un “arma” se constituye como un elemento visibilizado, pero “naturalizado” en la vida de muchos jóvenes.

Una posible reflexión final de lo expresado en el presente trabajo tendría que pasar por subrayar que la propia muerte, cuando llega a las aulas, subvierte los valores institucionales dominantes de un determinado contexto histórico en nuestra sociedad. Sumado a lo anterior, cabe afirmar que las categorías antes planteadas por Jackson (“masa”, “elogio” y “poder”), operan exactamente en forma inversa a la luz de la muerte sobre la vida y expresan, a la vez, una muerte física pero también simbólica la cual necesita ser continuamente abordada, develada en aquello que tiene para decir, con el fin forzoso de aprender de ella para evitar que otros jóvenes pasen por lo mismo.

Es a partir de esta incoherencia, de esta subversión de los valores tradicionales fundantes de la mayoría —por lo menos— de las sociedades del mundo occidental, que vemos que los mandatos institucionales referidos al currículo, a las estrategias docentes o de gestión institucional, comunicacional, etc., se desdibujan y pierden sentido si no contemplan la inclusión de estas nuevas realidades que operan en el mundo social y educativo. A partir de la mirada reconceptualista de los estudios curriculares del siglo xx se puso especial énfasis en develar el currículo como un campo de conocimiento aséptico o ausente de controversia y de confrontación política. Y desafortunadamente esta situación concreta se viene repitiendo (o replicando) en diferentes escenarios locales y latinoamericanos, lo cual hablaría acerca de la necesidad de vislumbrar y llevar adelante una suerte de (neo) reconceptualización del campo curricular en nuestra propia realidad cotidiana, con el fin de mantener en vigencia los principios que le dieron origen a esta corriente histórica y, a la vez, que pueda ser también capaz de incluir variables inherentes a las nuevas realidades que operan en el siglo xxi en los contextos educativos: cuestiones ligadas con la violencia, el multiculturalismo y la discriminación; movimientos sociales y género; o sobre etnias, poder y raza. En síntesis, acerca de cómo la escuela puede crear y re-crear nuevas políticas de re-distribución y de reconocimiento hacia el otro. Si esto formara parte de nuestro interés constitutivo, se tornaría entonces necesario “interrumpir” instancias de dominación y de opresión sufridas por nuestros jóvenes.

Hicimos hincapié en que lo importante no era considerar estos casos como hechos “aislados”, sino que pudieran servirnos para interrogar qué nos pueden decir en relación a ciertas transformaciones de las condiciones históricas, políticas, económicas, sociales y culturales sufridas, como sociedad, a lo largo de los últimos años en nuestra historia reciente y que han habilitado el ingreso de la “muerte” a nuestras aulas.

Cuestiones inherentes a cómo una sociedad distribuye sus ingresos; contribuye o no a mantener condiciones de igualdad, de equidad, de justicia; a cómo sostiene la educación y a sus docentes: bien remunerados, pero bien formados, con una comunidad comprometida capaz de interactuar y colaborar con el trabajo en la escuela, con canales de comunicación siempre abiertos, con programas institucionales integradores provenientes de todas las esferas políticas y destinados a detectar y singularizar las problemáticas de los niños y adolescentes incluyéndolos en este debate; abrir espacios de discusión entre todos para generar cambios estructurales que nos permitan, por lo menos, intentar, más allá de lo que les toque vivir fuera de la escuela, que ésta sea un lugar de afirmación de la vida, a pesar de la muerte.

Pero para poder lograr todo esto, para que los factores que intervienen para que las condiciones de las escuelas de Junior y de Juan no sean así, necesitan ser abordadas, como ya dijimos, como problemáticas para ser asumidas, puestas a la luz, con la ayuda y cooperación de toda la comunidad, toda la sociedad, y junto con las personas investidas con la máxima responsabilidad ante el Estado, para asegurarlo.

Si somos capaces de lograr o abrir la discusión en torno a lo aquí trabajado con el fin de intentar alumbrar un camino nuevo para nuestros jóvenes, quizás podamos re-significar la muerte continua a la que aún hoy tantos de ellos siguen expuestos. Habrá que intentar, entonces, que las víctimas del caso de Patagones, o la mirada de la muerte de Juan que pareciera que lo tomó “por sorpresa”, a él y con él, a muchos de nosotros, no hayan sido en vano; que no haya más Juan; más Junior; más víctimas.

¿Podremos hacerlo? Todorov (2007: 311) finaliza su libro preguntándose: “¿Seríamos capaces, llegado el momento, de captar esa mirada, aunque fuera la de un desconocido, y sentirnos conmovidos por ella? Porque de no ser así, pobre del extraño alejado de los suyos…”.

Referencias

Doctor en Ciencias de la Educación. Docente de la Escuela de Ciencias de la Educación e investigador de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Publicaciones recientes: (2013), “Pensar la identidad institucional en contextos contemporáneos: sobre relatos, modelos, metáforas y abordajes. Rosario, Argentina, en los umbrales del siglo xxi”, Revista Educación, vol. 37, núm. 1, pp. 161–178; (2012), “Educación para la emancipación: notas para pensar ‘para qué educar’ en contextos de despersonalización y desarticulación social”, Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas, núm. especial, en: http://pendientedemigracion.ucm.es/info/nomadas/americalatina2012/josetranier.pdf.

Nos estamos refiriendo al primer caso de muerte de un estudiante a manos de otro ocurrido en el año 2000 en nuestro país: Javier Romero, de 19 años, cansado de ser apodado “Pantriste”, entra al aula diciendo que “se iba a hacer respetar” y mata de un balazo en la cabeza a uno de sus compañeros. No obstante, advertimos que a pesar de la tentación de abordar este tema por la similitud dada en que los nombres de los tres protagonistas de los casos más significativos en Argentina comienzan con la letra J (Javier; Junior y Juan), y por haber tenido casi 20 años al momento del crimen, optamos por centrarnos en los otros dos casos por tratarse de adolescentes de 15 años. Para más información, véase: “La venganza de Pantriste”, en: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/1-14295-2004-09-29.html (consulta: 24 de septiembre de 2010).

Acerca del triple crimen en Carmen de Patagones, en el año 2004, en donde un adolescente de 15 años irrumpió en un aula con un arma de 9milímetros y comenzó a disparar matando a tres compañeros e hiriendo a otros cinco, véase: http://200.58.116.189/~nexo840/noticia.php?idn=26463 (consulta: 24 de septiembre de 2010).

Asumimos que ninguna tarea educativa podrá ser aprendida (y aprehendida) por fuera de la constitución subjetiva, puesto que es a través del proceso de subjetivación (entendido como red de significaciones interiorizadas) donde el lenguaje y el universo cultural cumplirán un rol de gran relevancia. Por ello, nuestro análisis se sitúa en la dimensión subjetiva e intersubjetiva, y privilegia el punto de vista del actor, partiendo de la consideración de que dicha dimensión, se configura en los procesos sociales y que éste se encuentre igualmente condicionado por una multiplicidad de factores objetivos.

Véase: http://www.lanacion.com.ar/640547-masacre-en-una-escuela; http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-41678-2004-09-29.html (consulta: 24 de septiembre de 2010).

Véase: http://www.taringa.net/posts/info/2058501/Masacre-en-Carmen-de-Patagones_-informe-completo_.html (consulta: 24 de septiembre de 2010).

Véase: http://www.diarioperfil.com.ar/edimp/0299/articulo.php?art=10103&ed=0299 (consulta: 24 de septiembre de 2010).

Véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-41678-2004-09-29.html (consulta: 24 de septiembre de 2010).

Extraído de nuestras entrevistas con el director de la escuela, prof. Esteban Barrera.

Entrevista con el director de la escuela, prof. Esteban Barrera, en donde nos comunica que solicitó permiso al padre de Juan para colaborar en este trabajo.

Véase: http://www.infobae.com/notas/482530-Un-alumno-se-suicido-en-la-escuela-delante-de-su-profesora.html; http://www.lanacion.com.ar/1196138-tratan-a-companeros-del-chico-que-se-mato (consulta: 10 de octubre de 2010).

Las dudas referidas tienen que ver con que muchos medios de comunicación aseveraban que Juan, antes de matarse, amenazó a algunos de sus compañeros, pero todos los protagonistas desmienten esa afirmación. Véase: http://papeldigital.bligoo.com/content/view/653786/Un-alumno-de-14-anos-se-suicida-delante-de-su-profesora-y-en-el-aula.html (consulta: 24 de septiembre de 2010).

Una vez escuchamos a un docente universitario sostener que, en realidad, todos los maestros, en cierta medida, pueden ser considerados como una suerte de “psicólogos”, dado que muchos de ellos son capaces de interpretar y asumir el desafío de existir en otra recepción. De esta manera, y para ejemplificar lo anterior, decía que cuando un docente ingresaba al aula, y tras arrojar una mirada general al grupo exclamaba rápidamente a alguno de sus alumnos: “¿vos te sentís bien?”, “¿desayunaste?”, “te noto algo pálido”; en realidad estaría dando cuenta de ese pasaje, de esa interpretación, de esta interpelación a través del otro que produce empatía, reconocimiento, pero también, aprendizajes.

Todorov en su libro Frente al límite, analiza las causas y comportamientos de los seres humanos frente al nazismo en la segunda guerra mundial, y sostiene que “la reducción de un individuo a una categoría es inevitable si se quiere estudiar a los seres humanos, pero es peligroso cuando se trata de una interacción con ellos: frente a mí, yo no tengo una categoría sino siempre y solamente personas” (2007: 189).

Véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-41678-2004-09-29.html (consulta: 10 de octubre de 2010).

Médico cirujano reconocido mundialmente por haber diseñado la primera técnica de operación cardiaca denominada bypass. Desesperado por la crisis argentina y ante los cientos de reclamos en vano efectuados a la dirigencia política para que le abonaran lo adeudado a su Fundación (la cual operaba en forma gratuita para quienes no podían afrontar los costos), decidió suicidarse dándose un tiro en el corazón, el objeto de estudio de toda su vida.

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