El núcleo de la investigación de Sara Andrade, que es lo que se expone en la obra que aquí se reseña, es la relación entre la sensibilidad y la formación multidimensional. La manera en la que trabaja la sensibilidad resulta original especialmente porque se la considera no sólo como la capacidad de percibir o sentir, sino como un impulso autopoiético que forma parte de la dimensión humana que la autora llama esteticidad, la cual está estrechamente vinculada con la construcción del sujeto ético. La esteticidad, que se reconoce como condición de la vida humana y de la experiencia sociocultural de los sujetos, se realiza como sensibilidad, creatividad y expresividad en todos los ámbitos de la vida, y se articula necesariamente con la eticidad —que remite a normas y valores e ideas de la vida buena legitimados socialmente— y la moralidad —entendida como los criterios y procedimientos internos que desarrolla un sujeto para juzgar valores y normas, y para construir principios morales.
La obra de Andrade se orienta a cubrir un vacío en la investigación educativa, pues la temática ha sido poco trabajada desde la perspectiva que plantea la autora. El trabajo realizado resulta socialmente pertinente porque el escenario y la población estudiados reenvían al ámbito de las culturas juveniles y, especialmente, a una forma de expresión polémica como es el grafiti, sin dejar de aludir al proceso de formación por el que atraviesa cualquier aprendiente. Por otro lado, la obra aporta elementos teóricos (definiciones y tipologías) y lineamientos metodológicos para intervenciones educativas con miras a una formación multidimensional. En esto radica otro de sus méritos.
El trabajo abre con un recorrido que se inicia con la descripción de diversas y ricas experiencias en las que se busca estimular la sensibilidad, y concluye con la revisión analítica de las investigaciones sobre el tema; en esta revisión se constata que la mayoría de los procesos formativos se basan en una forzada escisión entre mente y cuerpo, razón y emoción, sentimiento y pensamiento, sensibilidad e intelectualidad. Este recorrido, en el que el lector puede ir adivinando la posición de Andrade sobre el tema de la afectividad y los sentimientos, constituye para la autora un pre-texto que le conduce a apostar por una formación multidimensional, es decir, una formación del sujeto complejo, mediante la estrategia de movilizar su sensibilidad para facilitarle la expresión creativa y abrirle posibilidades de objetivación-subjetivación en diversos campos de la vida.
A la manera heideggeriana, la autora considera que la disposición afectiva es el modo de apertura del ser, que antes de todo conocer o querer, e incluso antes de cualquier percepción o intuición, tiende lazos al mundo que lo rodea y a sí mismo. Esa es la condición de estaren-el-mundo en la que Andrade pone énfasis. Además, inspirada en el filósofo Nicol, afirma que el ser humano es expresión en permanente búsqueda o empuje por ser más, y que el mundo es un complejo de relaciones vitales. También influida fuertemente por la teoría de Mandoki sobre la estética de la vida cotidiana, Andrade retoma los conceptos de prendamiento (o apetencia estésica) y prendimiento (o sujeción) para explicar cómo la sensibilidad puede ser cautivada (prendada) o capturada (prendida). Esto —dice— tiene incidencia en la identidad, ya que por el prendamiento el sujeto encuentra lugar y sentido en el entramado cultural, mientras que por el prendimiento se encuentra sometido por el contexto socio-cultural.
Siguiendo a Morin, Andrade sostiene que la sensibilidad es al mismo tiempo pulsión, razón y emoción, y por ello cumple una función integradora del sujeto. Esta triada se expresa en disposiciones afectivas en las que se conjugan sentimientos, necesidades e intereses —situados socioculturalmente— y constituye el núcleo de la esteticidad del sujeto, la cual se manifiesta no sólo como impulso autopoiético, sino también como un anudamiento de relaciones con el mundo que toma forma en modos personales de expresión y de disposiciones afectivas.
El lector atento puede percatarse de que este supuesto no se estableció desde el principio como una generalización que se confirmaría, sino que se construyó en un ir y venir de la reflexión teórica al trabajo empírico. En relación con la primera, puede decirse que el trabajo de Andrade hace concurrir, en su referencial, un conjunto de conceptos provenientes de distintos autores, cuya síntesis no queda suficientemente explicitada, y da lugar a múltiples interrogantes. No obstante, la autora cubre esa insuficiencia, al menos parcialmente, con una serie de esquemas que muestran las relaciones establecidas entre los conceptos, utilizando como eje de organización de los mismos su interpretación de la triada propuesta por Peirce como herramienta analítica.
Lo que puede apreciarse al avanzar en la lectura de la obra es que la intrincada relación entre conceptos, que también se construyó en el vaivén entre la teoría y lo empírico, se tradujo en una perspectiva desde la que se diseñaron los instrumentos para el acopio de la información, y se construyeron las rejillas analíticas que sacaron a la luz los hallazgos y aportes más interesantes de la investigación.
La exposición de la autora sigue los cánones de un informe de investigación y ello hace difícil la lectura y la comprensión de la obra, pero considerando que la descripción y el análisis resultan muy atractivos y de lectura fluida, cabe recomendar al lector que deje la lectura de los capítulos segundo y tercero para el final, pues lo contenido en ellos adquiere sentido una vez que se logra la comprensión de lo que la autora describe, y cuando ya se cuenta con el resultado del análisis realizado.
En efecto, la cuidadosa y amena descripción del escenario, el pueblo y la banda, así como del taller de grafiti y de los participantes provoca una grata y, por momentos, impactante experiencia. En dicha descripción se refleja la intención de la autora de mirar la realidad desde la perspectiva de la complejidad. Gracias a ésta, la descripción no resulta ni superficial, ni plana o lineal. Por el contrario, el relato que reconstruye a partir de observaciones y entrevistas rescata aspectos clave para entender el texto y el contexto, y lleva implícita la intención de mostrar cómo se fue generando un clima sociocultural atravesado por relaciones de poder y creencias arraigadas. De este modo, la autora pretende mostrar al lector los hilos del dispositivo, los cuales forman una madeja en la que la subjetivación es una línea de fuga, como dice Deleuze (1995) al interpretar la forma de investigar de Foucault.
Es en la descripción de Andrade donde se ponen de manifiesto los hilos de la madeja, como cuando expone: “el nombre del pueblo —San Andrés Totoltepec— no sólo es un producto de la hibridación cultural, sino también un indicio de la estrategia de penetración ideológica que siguieron los españoles: se elegía un nombre en castilla de un santo patrono y se colocaba antes del nombre náhuatl que los habitantes originarios le habían dado al pueblo” (p. 124), o cuando narra: “ la vida social de San Andrés Totoltepec conjuga los rasgos de su condición periférica y subordinada a una gran urbe en expansión… antes era un pueblo ganadero y agrícola, ‘era un pueblo teñido de rojo’… por los extensos sembradíos de rosas y claveles… Ahora son muy pocos los sembradíos… pues gran parte de la población se ha integrado al trabajo en sectores de servicio” (p. 125).
El largo proceso de observación, al que se añadieron entrevistas de gran riqueza discursiva, permitieron a esta investigadora ir tejiendo la trama que da significado y sentido al dispositivo sociocultural en el marco del cual se desarrolla la banda con su “potencia a la vez contenedora y subversiva [que opera] como una matriz protectora, cálida pero a la vez violenta” (p. 140), así como la vida familiar de cada uno de los participantes del taller de grafiti. En el contexto de la banda y la familia, vistas como dispositivos en los que se cruzan poderes y saberes para favorecer u obturar procesos de subjetivación, la narración de los jóvenes grafiteros sobre su placa (el nombre que cada uno se da a sí mismo) y sobre su obra —es decir, sobre sí mismos— resulta plena de sentido. Es esto lo que supo captar la autora en la descripción, como se ve en el siguiente fragmento: …el sentido de dignidad, la capacidad crítica y la prudencia de Clit, quien sabía “hacer clic” o conectarse [contrastaba con] la rebeldía, la resistencia creativa, provocadora y excluyente de Onder, quien “ondulaba” como bandera desde el underground e irrumpía y ocupaba el espacio con su baile y la estridencia de su personalidad [También destacaba] el coraje como reivindicación de Oxi… quien se defendía de la humillación y cuya placa aludía a la oxigenación, a “darse aire” para liberarse de su identidad como Restos [la placa que había dejado atrás] (p. 159).
Una vez hecha la descripción, para cumplir el propósito de hacer inteligible lo complejo, la investigadora toma distancia de lo descrito y aplica herramientas analíticas; de ese modo encuentra la vía para mostrar que la formación que pretende ser multidimensional ha de atender, como punto estratégico, la sensibilidad, y ha de renunciar a la homogeneidad.
Para el trabajo analítico, Andrade empleó herramientas provenientes de la Sociología, la Psicología, la Filosofía y la Antropología, y ello le permitió producir una tipología de estilos de sensibilidad en los jóvenes que rebasa con mucho los límites del caso estudiado y puede considerarse un aporte teórico de relevancia. Lo mismo puede decirse con respecto a la reconstrucción analítica que hizo del taller y que le permitió sacar a la luz los aspectos del dispositivo que favorecen la formación de los jóvenes como sujetos críticos y autoformativos, además de potenciar su sensibilidad ético-estética y su expresividad.
Las rejillas analíticas construidas por la investigadora le obligaron a indagar sobre el impulso vital de cada uno de los jóvenes grafiteros; a preguntar sobre la razón que aportaba cada uno de ellos para justificar su modo de ser; a identificar en su discurso y comportamiento la emoción que los caracterizaba, así como el sentimiento en relación a cómo se sentían percibidos socialmente. También le condujeron a determinar la actitud, la necesidad y el interés predominantes en cada uno de ellos.
Con todos estos elementos, Andrade construye cinco estilos de sensibilidad que nombra de la siguiente manera: rebeldía creativa; coraje emprendedor; (ser) más relacional; gestor cultural y compromiso social. A partir de cada uno de los tipos obtenidos, la investigadora establece las características que debe tener un dispositivo de formación para potenciar y movilizar la transformación creativa de sí y del ethos social, convencida de que la formación multidimensional que mira al sujeto de manera integral ha de abrir la posibilidad de diversas estéticas-éticas de la existencia. Así por ejemplo, respecto del estilo de sensibilidad caracterizado por el compromiso social señala: [Este estilo] demanda un ambiente que contribuya a la solidaridad; el dispositivo de formación ha de favorecer la producción creativa original en un ambiente grupal de acogida, diálogo, que promueva la crítica, la acción prudente, la co-responsabilidad y las interacciones libres de intención de dominio (p. 223),
Mientras que, respecto del estilo de rebeldía creativa señala: [Este estilo] demanda que el dispositivo de formación constituya un espacio en el que el sujeto se sienta con confianza, valorado por su producción creativa y aceptado por ella… Un dispositivo normalizante o excluyente sólo tendría como efecto la oposición y el abandono del proceso formativo (p. 181).
La detallada descripción del taller de grafiti, y la evaluación que “los chavos” hicieron de la actividad realizada, le dieron elementos a la investigadora para reconstruir el dispositivo destacando los elementos que contribuyeron a potenciar la sensibilidad. Estos elementos se convirtieron en lineamientos para la formación multidimensional de los y las jóvenes, que resumo a continuación: en primer lugar, es menester considerar la afectividad como catalizador y la sensibilidad como centro; en segundo término, es necesario que la autoridad del mediador sea autorizada por los participantes. Además de esto, conviene procurar el diálogo y favorecer la tarea común, atender el interés particular de cada uno, propiciar la expresión libre, tratar los problemas sociales desde un enfoque interdisciplinar y crítico, centrarse en el reconocimiento mutuo y en la asunción de los retos y los riesgos, y facilitar procesos de coformación y autoformación acompañada.
La esteticidad, dice Andrade en una de sus conclusiones, es una de las dimensiones de la educación que junto con la dimensión epistémica, la existencial, la sociomoral y la técnica, ha de considerarse en la formación. Las argumentaciones que plasma la autora se orientan a convencer al lector de que el olvido de esta dimensión —o su subsunción en otras— hace perder de vista que el “saber sentir” como anudamiento relacional es la clave de una educación con una calidad distinta: más humana, más disfrutable y más efectiva.
Profesora investigadora en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos.