El objetivo del trabajo es analizar el impacto de las transformaciones institucionales en la Unión Europea desde los años ochenta, sobre las políticas de ajuste de los Estados nacionales ante shocks externos o problemas internos. La pérdida de instrumentos de política económica centró los ajustes en el mercado laboral y la seguridad social, impulsando una distribución regresiva del ingreso, el desmantelamiento parcial de los estados de bienestar y la precarización del empleo. Las tendencias se refuerzan con la necesidad de retener o captar inversiones en un contexto de fuerte competencia por su localización, que impulsa políticas “amigables” al capital, comprometiendo estándares laborales y de distribución del ingreso. Estas cuestiones tienen gran incidencia en la combinación de endeudamiento con estancamiento que se encuentran en la base de la crisis actual.
The goal of this work is to analyze the impact on the European Union of institutional transformations to the adjustment policies of the nation states since the 1980s in the face of external shocks or internal problems. The loss of instruments of economic policy focused adjustments on the labor market and social security, driving regressive income distribution, the partial dismantling of the welfare state and precarious employment. These tendencies were reinforced with the need to retain or attract investment in a context of strong economic competition due to location, which fostered capital “friendly” policies at the expense of labor standards and income distribution. These issues have largely contributed to the combination of debt and stagnation, which are at the root of the current crisis.
L'objectif de ce travail est d'analyser l'impact qu'ont eu les transformations institutionnelles dans l'Union Européenne depuis les années quatre-vingt sur les politiques d'ajustement des États nationaux face aux chocs externes ou aux problèmes internes. La perte des instruments de politique économique a orienté les ajustements sur le marché du travail et la sécurité sociale, impulsant une distribution régressive du revenu, le démantèlement partiel des États providence et la précarisation de l'emploi. Les tendances se renforcent avec le besoin de retenir ou capter des investissements dans un contexte de forte compétition pour leur placement, qui impulse des politiques « amicales » envers le capital, compromettant les standards professionnels et de distribution des revenus. Ces questions ont une grande incidence sur la combinaison d'endettement et de stagnation qui est à la base de la crise actuelle.
O objetivo do trabalho é analisar o impacto das transformações institucionais na União Europeia desde os anos oitenta sobre as politicas de ajuste dos Estados nacionais diante de choques externos e problemas internos. A perda de instrumentos de politica econômica centrou os ajustes no mercado laboral e na segurança social, impulsando uma distribuição regressiva da renda, o desmantelamento parcial dos Estados de Bem-Estar e a precarização do emprego. As tendências se reforçam com a necessidade de reter ou captar investimentos num contexto de forte competição pela sua localização, que impulsa politicas “amigáveis” ao capital, comprometendo os padrões laborais e de distribuição da renda. Essas questões têm grande incidência na combinação de endividamento com estancamento que se encontram na base da crise atual.
En momentos en los que en América Latina se discuten los resultados de una década de cambios en la orientación de las matrices económica, distributiva y social, la Unión Europea transita por una dura crisis que, en algunos rasgos, se asemeja a la que sufrieron varios países una década atrás. Mientras se cuestionan los efectos políticos, sociales y económicos de procesos sistemáticos de flexibilización laboral, distribución regresiva del ingreso y desmantelamiento de políticas sociales, estas últimas tendencias son las que predominan en los enfoques que rigen las políticas de la ue y sus miembros. La crisis que sacude a Europa desde 2008 no parece haber hecho mella aún en las políticas que siguen considerándose como indicadas para salir de la crisis. El ajuste de las cuentas fiscales vía reducción del gasto y la liberación de recursos para el pago de la deuda, así como condiciones más flexibles del trabajo y contención salarial, junto con una política monetaria que garantice la estabilidad de precios (incluso en momentos en los que el peligro es la deflación) resulta ser el cóctel de políticas que se proponen y ejecutan para conjurar los efectos de la crisis.1 El paulatino agravamiento de la compleja coyuntura cuestiona, empero, las bondades de dicho sendero de ajuste. La pregunta es, entonces, si los países europeos no adoptan las medidas recomendadas con la profundidad necesaria, o si tales políticas sólo suponen una continuidad de las que provocaron la crisis y, por lo tanto, agravan más la situación.
Sostendremos aquí la segunda hipótesis. El ajuste es el sendero sobre el que se estructuró el modelo neoliberal desde sus inicios y la crisis constituye la explosión de sus límites y contradicciones. Iniciada como una política para estimular la oferta de bienes y sacar a la economía europea del estancamiento de la década de los setenta, la ola de reformas neoliberales fue gestando una drástica redistribución regresiva del ingreso y una reversión parcial de los estándares laborales y de vida logrados en la posguerra. Un eje fundamental fue la transformación del proceso de integración que actuó como disciplinador de las políticas nacionales para blindar el marco neoliberal. Como mostramos en trabajos anteriores (cf especialmente Musacchio, 2011), esto permitió un efectivo incremento de las tasas de ganancia, pero en el marco de una compresión de la demanda, que generó a su vez un crecimiento extremadamente lento de la producción y de la inversión. Las proyecciones demasiado optimistas del crecimiento —y el sostenimiento de las políticas responsables en ello— afectaron la marcha de las cuentas fiscales que dieron paso a una política de ajuste permanente. Pero ese ajuste se produjo en el marco de un cambio institucional que limitó los grados de libertad en el mix de instrumentos de políticas y en los sectores sobre los que se descargaría. Progresivamente, el centro de los ajustes se situó en los mercados laborales y la seguridad social. La reducción de la demanda y la creciente brecha entre ahorro e inversión fueron alimentando las tensiones que desembocan en una crisis del modelo.
En las páginas siguientes analizaremos con detalle estos procesos, comenzando con las transformaciones productivas que se gestaron luego de la crisis del fordismo. A continuación enhebraremos éstas con los cambios institucionales que delimitarían las características del nuevo modelo y los espacios para los ajustes. Finalmente, vincularemos ambos fenómenos con la crisis actual y las perspectivas inmediatas.
Las transformaciones de la economía europea desde la crisis de los setentaLa crisis que entre finales de los años sesenta y principios de los setenta afectó a la economía internacional (la “crisis del fordismo”) disparó una profunda transformación del funcionamiento del capitalismo en los planos sectorial, estructural y espacial que, en Europa, provocaron un viraje del proceso de integración. Lipietz (1997) propone analizar el fordismo a partir de tres dimensiones complementarias fundamentales: como principio de organización del trabajo o paradigma industrial; como estructura macroeconómica; y como sistema de reglas. El enfoque puede utilizarse también para esquematizar los cambios posteriores, que plasmaron no un indefinido “posfordismo”, sino modelos con características comunes que constituyen el neoliberalismo.
El neoliberalismo puede entenderse en primer lugar como un principio de organización del trabajo asociado a las transformaciones tecnológicas, que se pusieron en marcha en los setenta y se profundizaron en las décadas siguientes. En especial, la introducción de la microelectrónica en la producción de bienes de capital permitió el abandono parcial de las rutinas rígidas y repetitivas, y pasar a combinar una creciente automatización con una flexibilidad en el trabajo, adaptable a la creciente flexibilidad de los productos mismos, lo cual es posible con la reprogramación de las maquinarias, incluso para series cortas, sin perder rentabilidad (cf., por ejemplo, Hirsch, 1986). Simultáneamente, el proceso permite tercerizar parte de los servicios del proceso productivo.2 Asimismo, una parte de dichas actividades ya no requiere de una localización centralizada en las plantas, de modo que parte de la producción de bienes y servicios simplemente es desplazada hacia donde se encuentra el trabajador, en lugar de que éste se desplace hacia la planta, alternativa que se asemeja a prácticas del pasado. Como entonces, una mayor intensidad en la presión sobre los trabajadores refuerza los mecanismos que incrementan la extracción del plusvalor absoluto, contrastando con el énfasis en la extracción del plusvalor relativo característico del fordismo. La reorganización de la producción y del trabajo apuntan a recomponer la economía real a partir de un mix de formas diferentes, en las que suele primar la fórmula de “salarios siempre más bajos y contratos de trabajo siempre más flexibles” (Lipietz, 1997), apoyados en un racimo de innovaciones tecnológicas del que han emergido los mecanismos para sostener la tasa de ganancia que incrementan, tanto la plusvalía absoluta como la relativa. Lo que predomina es un ajuste regresivo que combina una mayor intensidad del trabajo, una presión para la reducción de salarios y una reorganización de los procesos de trabajo para comprimir la demanda de mano de obra.
Así, se impuso una transformación en las relaciones laborales caracterizada por el avance de la precarización y la informalización de la relación salarial, con la segmentación de los mercados de trabajo, la descentralización de la fijación de los salarios, y la flexibilización e individualización de los tiempos de trabajo (Freyssinet, 2007: 54–62). Las características de la reestructuración tuvieron un fuerte impacto sobre el nivel de empleo y los procesos de trabajo, que comenzaron a debilitar la capacidad de negociación y los objetivos de las organizaciones sindicales. Esto se sumó a cambios más generales en el mundo del trabajo, como el aumento de los “trabajadores de cuello blanco”, la feminización, el individualismo creciente o el menor peso del trabajo en la definición de la identidad individual (cf. Hyman, 2007: 197).
Desde el punto de vista de la estructura macroeconómica, el neoliberalismo rompe con el vínculo entre crecimiento de la productividad, salario y norma de consumo del fordismo. La imposición de series cortas de producción en algunas ramas clave, sumada a la aceleración de la obsolescencia de los productos provocada por la propia transformación permanente de sus características y su diseño y a una orientación crecientemente exportadora de los grandes consorcios multinacionales, se compatibiliza con una distribución del ingreso crecientemente polarizada, en tanto tiende a predominar la interpretación del salario como un costo por reducir para sostener la competitividad internacional sobre la idea del salario como fuente de demanda. Esto permite a los empresarios redefinir la negociación con los sindicatos desde una posición de fuerza e imponer paulatinamente una disminución del salario (tanto en la distribución funcional del ingreso como en los costos salariales unitarios, aunque no siempre en el salario nominal). Aquí irrumpe como factor dominante y disciplinador para el capital industrial su creciente dependencia respecto del capital financiero, que traslada su lógica de ganancia inmediata al sector productivo y torna más inestable la operatoria fabril.
La tercera dimensión es la del neoliberalismo como sistema de reglas, donde se recorta un doble cambio de eje en la normatividad. En determinados terrenos fue claro el camino a una flexibilización de las reglamentaciones, como en el sector financiero o en el mercado de trabajo. El neoliberalismo impone una flexibilización y precarización en la normativa laboral, generando una creciente desprotección de los trabajadores frente a las necesidades del capital. Altvater y Mahnkopf (2008: 33 y ss.) afirman que la formalidad actúa como una limitación normada a los desequilibrios de poder y constituía una de las bases fundamentales de la cooperación entre capital y trabajo en la era del fordismo. “En el contexto de los procesos globales de transformación, las mismas instituciones parecen ahora —en el lenguaje del neoliberalismo— ‘rigideces’ e ‘incrustaciones’: ‘obstáculos’, por tanto, para la acumulación de capital orientada al beneficio y, según lo prometido, a la ampliación de la ocupación”. Tratando de disolver esas rigideces y obstáculos, el capital ha presionado para la adaptación y eliminación de normas para volver más competitiva su producción y sostener la recuperación de las tasas de ganancia. La cuestión no es un problema de grado, pues ataca un centro neurálgico del relativo consenso entre capital y trabajo del fordismo. De allí que supone un cambio cualitativo en el funcionamiento del conjunto de relaciones laborales.
Existen, sin embargo, algunos terrenos donde la normatización se hizo mucho más rígida. El capitalismo suele combinar en cada etapa las diferentes formas de extracción del plusvalor, es decir, el plusvalor absoluto, el relativo y la apropiación de determinadas esferas de la sociedad, a manera de acumulación originaria o, como le llama Harvey (2003), la acumulación por desposesión. La diferencia entre las etapas aparece en la manera en que se pone en práctica cada una de las formas, el peso relativo entre ellas y las características de la articulación entre las tres formas. En el modelo neoliberal, las nuevas tecnologías permiten un salto de productividad que fundamenta el aumento del plusvalor relativo. A su vez, genera un impacto tal sobre el mundo del trabajo (vía nuevas cadencias productivas, desocupación e incremento de la población activa), que facilita la flexibilización y el aumento del plusvalor absoluto. Finalmente, es posible advertir en dos terrenos un proceso de “acumulación originaria” o “por desposesión”, a partir de normas más rígidas. Se trata de la explotación económica de la naturaleza y el conocimiento.3 En el caso de la naturaleza, lo novedoso es la conversión en mercancía de recursos que hasta entonces eran de libre disponibilidad, y que se convierten en propiedad privada. El patentamiento de material genético o de plasma de semillas y la explotación privada de su utilización, más las condiciones desiguales del patentamiento convierte en tributarios a quienes hasta el momento eran usuarios —en la producción de medicamentos alternativos, en el sector agropecuario, en la industria textil y química, etcétera— de esos recursos naturales.
De manera similar, el conocimiento como base de rentas tecnológicas se transforma en un factor central de la competencia, determinada cada vez más por la disposición exclusiva sobre la propiedad intelectual, sobre la cual presionan las corporaciones multinacionales por una legislación internacional rígida. El control sobre la utilización del conocimiento, a su vez, impulsa una recalificación de una parte de los trabajadores que debe enfrentarse a procesos en los cuales la aplicación de esos conocimientos es clave, mientras en las ramas tradicionales prosigue la tendencia a la descalificación. El control de aspectos esenciales de la naturaleza o del conocimiento se convierte en poderoso factor de la diferenciación social, que cierra el paso a la movilidad social pretendida por el fordismo. La polarización de la estructura productiva polariza a su vez los ingresos, mientras la mercantilización de servicios clave como la educación (aquí la desposesión por privatizaciones de Harvey tiene un rol significativo) los veda a quienes no tienen un ingreso suficiente. El sistema de desigualdades sociales no tiene entonces raíz en el individuo (como postulan los teóricos del neoliberalismo), sino en las condiciones sociales y en el espacio social en el que ese individuo se encuentra.
Estos cambios implican también una profunda transformación de las dinámicas institucionales. La participación de las diferentes instancias (local, nacional y regional) se transforma de manera significativa (cf., por ejemplo, Jessop, 1996 o Bieling, 2003). De igual forma, cambian los contenidos de la acción de esas instancias, la lógica de las políticas y la normatividad. En ese marco, la integración europea ha sufrido múltiples transformaciones que acompañaron y reforzaron el proceso, convirtiéndola en una instancia absolutamente diferente al pasado. Veamos esto con más detalle.
Neoliberalismo e integración en Europa: el ajuste continuo institucionalizadoEl tránsito al neoliberalismo en Europa se inicia en la Gran Bretaña de 1979 y se expande en los años siguientes por casi toda la región. Si bien en cada país tuvo un contenido diferente, las particularidades podrían entenderse como variaciones tolerables dentro de un modelo general común, sobre el que comenzaría a reestructurarse el proceso de integración que, por entonces, languidecía en una crisis estructural de una década. Tres elementos resultan determinantes para la reconfiguración del proceso de integración. Primero, la compatibilidad de las características de los procesos de acumulación del capital, con singular influencia del capital financiero. En segundo término, un nuevo anclaje del territorio de referencia de la acumulación de los espacios nacionales hacia el regional. Finalmente, un cambio en la relación de fuerzas entre los diferentes grupos sociales reflejado en la dinámica institucional, y que permitió la conformación de nuevos mecanismos de regulación y nuevas características en los espacios de la regulación, con una parcial pérdida de influencia del Estado y una creciente incidencia de los niveles regional y local. Esas transformaciones fueron reforzadas por el derrumbe del “mundo socialista”, que eliminaba la necesidad estratégica de mantener ciertos equilibrios sociales como política de contención para mantener bajo control las estructuras políticas del capitalismo. La crisis y el derrumbe del bloque soviético desinhibió políticas impracticables previamente (cf.Deppe, 2000: 339).
Así, en la primera mitad de los años ochenta se articuló un nuevo modelo de desarrollo que remodeló la matriz social. En ese marco, la integración adquiría un nuevo sentido, que se iría configurando entre la firma del Acta Única Europea en 1986 y el Tratado de Maastricht en 1992. Se trataba de un proceso diferente al iniciado en 1958; si bien las instituciones básicas formalmente continuaron siendo las mismas, sus funciones cambiaron por completo, adquiriendo una creciente “estatalidad”, con la asunción de roles antes exclusivos de los Estados nacionales, por parte de los organismos supranacionales europeos (cf. por ejemplo, Karras, 2009).
La acumulación también adquirió una nueva articulación espacial. La reestructuración territorial y la configuración de nuevos circuitos productivos fueron desplegándose por el territorio regional e incluso excediéndolo, por lo que también el espacio físico sobre el que se proyectaron las instituciones europeas procuró expandirse, primero hacia el sur, luego hacia el norte y por último hacia el este. Esas expansiones, en especial la última, deben estudiarse a la luz de la dinámica que cobraron los servicios en la matriz productiva, que también se diferencia notablemente de lo ocurrido en las tres décadas previas. La importancia de los servicios financieros y el despliegue de servicios públicos privatizados que estimularon a empresas regionales con pretensión de actuar en un territorio semiprotegido, configuraron una nueva matriz que se imponía en un territorio sumamente desigual en sus niveles de desarrollo relativo. La integración de los cincuenta-sesenta, asociada a los modelos fordistas nacionales, debía, por fuerza, mantener cierto equilibrio entre los participantes. La integración que se gesta en los años ochenta tiende a consolidar un espacio de acumulación en el que los desequilibrios espaciales y sectoriales son parte de la dinámica general y admiten —e incluso necesitan— una región subdesarrollada que refuerza la acumulación de la región central. En ese punto debe intervenir un control institucional “neutral” que garantice el ordenamiento necesario.4 Finalmente, los nuevos mecanismos de regulación son sumamente distintos a los del fordismo, reemplazando las dos formas principales de la regulación —la regulación salarial y la gestión de la moneda— por nuevas formas de competencia y una gestión de la moneda que apunta a forzar la disciplina monetaria y fiscal de los Estados.
El proceso debe ser analizado en su secuencia temporal. El punto de partida fue la liberalización financiera iniciada en 1974 en los eeuu para extenderse en los años siguientes a casi todo el continente europeo y que permitió la libre circulación de capitales. La liberalización transformó radicalmente el escenario, pues otorgó a los inversores financieros la capacidad de evitar medidas nacionales de política económica no deseadas con la simple transferencia de fondos (Huffschmid, 2002). El aspecto esencial de la liberalización es la garantía de salida, que habilita a los inversores a fugarse cuando lo crean necesario. El sistema resulta perverso, pues al otorgar esa opción de salida, los Estados se autoimponen la implementación de incentivos para retener las inversiones en el territorio, que desplazan los objetivos de política económica de problemas como el crecimiento o el desempleo, reemplazándolos por la garantía de la rentabilidad de corto plazo y la seguridad del capital financiero.
La liberalización provoca la ruptura entre la localización del ahorro nacional y el espacio de la efectivización de las nuevas inversiones (Aglietta, 2000: 50). Con la eliminación del control en el movimiento de capitales, es posible trasladar rápidamente el ahorro generado en un espacio nacional hacia el exterior, para financiar proyectos de inversión en otro. Por lo tanto, los Estados nacionales son arrastrados a la lógica del capital financiero, que los pone en permanente competencia por la captación y retención de recursos. Esa competencia se convirtió en uno de los motores de la desregulación de los mercados, la flexibilización laboral y las rebajas de impuestos directos, tratando de reducir costos y aumentar las perspectivas de rentabilidad ofrecidas.
En ese contexto deben interpretarse el mercado único y la unión monetaria, las dos nuevas ideas rectoras de la integración a partir de los ochenta. Ambas apuntaban a la consolidación de un espacio económico regional con una fuerte influencia conceptual de la “teoría de la oferta”. Señalan Bieling y Steinhilber (2000: 110) que la reestructuración de la integración debe entenderse como un esfuerzo por imponer y generalizar un proyecto de hegemonía neoliberal sobre el que se plasmó una combinación específica de elementos permisivos, de consenso y disciplinadores, los cuales dieron lugar a dos lógicas combinadas: de la “desregulación competitiva” —estimulada por el mercado único— y de la “austeridad competitiva”, vinculada sobre todo a la unificación monetaria. Dicho en otros términos, el relanzamiento del proceso de integración no se basa en una expansión territorial o de nuevas instancias institucionales (aunque incluye estas facetas), sino en un giro drástico de sus características esenciales y sus objetivos explícitos e implícitos, que nos remiten, en última instancia, a los cambios en las relaciones entre los grupos sociales y en la relación de poder entre ellos. El proceso consolida el espacio regional de acumulación, consagra como principios básicos la desregulación y la austeridad de los Estados, impone límites al déficit fiscal, demarca el sendero del equilibrio de éste fomentando la desgravación del capital y mantiene en las naciones el espacio referencial de las regulaciones laborales y las negociaciones colectivas. Se establecen así distintos planos de regulación que facilitan y “naturalizan” los preceptos de la teoría de la oferta. Veamos estas cuestiones con algo más de detalle.
La Comisión Europea fue trazando —y recogiendo la influencia de grupos de presión—5 varias iniciativas, entre las que se destacaban la constitución del mercado único, las nuevas políticas industrial y de competencia y la unión monetaria. Se pretendía así estimular el crecimiento, pero sobre todo la competitividad frente a Japón y los Estados Unidos. En esa reestructuración tendió a predominar la idea de que la competitividad puede fortalecerse sólo por medio del cambio técnico liderado por conglomerados empresarios de carácter regional, que interactuaran en red con empresas más pequeñas y estamentos científicos como universidades u organismos estatales.
En ese marco, la integración se proponía jugar un rol aglutinante y constitutivo, al inducir las transformaciones, consolidar una armonización de las normas y contribuir a la regulación del mercado común. Ya no buscaba la expansión del intercambio como complemento de los mercados internos, sino la articulación de un aparato productivo regional, con nuevas relaciones industriales y nuevos modos de regulación. La integración trataba de oficiar ahora de arena de intermediación en la contradicción entre la internacionalización de la valorización del capital por un lado y, por el otro, la estrechez de los mercados nacionales y las barreras de los Estados. Las diferentes dimensiones espaciales de la economía y la política comenzaron a ser “matrizadas” por el establecimiento de un espacio económico integrado y la transferencia parcial de funciones estatales —especialmente en los campos del comercio, la competencia y la política monetaria— hacia las autoridades regionales (Bieling, 2003; Statz, 1989). Allí, el nivel institucional europeo adquiría varias herramientas para impulsar o profundizar el modelo neoliberal, produciendo una ruptura en relación al proyecto de los cincuenta-sesenta.
El punto de partida fue el proyecto del Mercado Común, que pretendía fortalecer la competitividad de las empresas europeas eliminando las barreras técnicas y materiales para la circulación de mercancías, así como liberalizar los flujos de capitales y mano de obra. La insistencia sobre el fortalecimiento de la competitividad y la reducción de costos del mercado único era acompañada por un llamado a complementar la liberalización con algunos instrumentos que permitieran el saneamiento de las empresas en dificultades y el estímulo a la investigación y el desarrollo. A pesar de que las discusiones sobre los aspectos políticos y judiciales ganaron en intensidad, resultó evidente que las cuestiones económicas predominaban. El Acta Única Europea centraba el esfuerzo en la liberalización con la que la Comunidad avanzaba en el camino de la primera lógica disciplinadora, la de la desregulación competitiva. En el trayecto hacia el mercado único se imponía el proyecto de unificación del espacio económico esbozado por las empresas multinacionales, se derribaban barreras que permitían a los Estados decretar cierto grado de protección a sus mercados laborales o a las pequeñas y medianas empresas. El disciplinamiento quedaba determinado también por la ausencia de una armonización de normas y políticas nacionales en algunos campos específicos. En cierta manera, con esa forma de proceder se las reconocía tácitamente y se las ponía en competencia. La presión por retener actividades forzaba a los países de la región a adoptar mecanismos más flexibles y regresivos, so pena de perder densidad productiva.
Un elemento adicional al mercado común fue el endurecimiento del Sistema Monetario Europeo vigente por aquel entonces. Aunque no se trataba de un programa coordinado, la necesidad de retener capitales a medida que se iba avanzando en el programa de liberalización, obligaba a los países europeos a mantener políticas monetarias rígidas y, por lo tanto, los realineamientos característicos hasta 1987 se hicieron menos frecuentes. La mayor dureza monetaria, sin embargo, conspiraba contra el crecimiento económico y la creación de empleos que el mercado único debía impulsar. Por eso, las proyecciones que mostraban los beneficios de la nueva dirección de la integración, como el Informe Ceccini, pronto pasaron a ser datos inalcanzables.
Lo que continuaba su marcha acelerada, en cambio, era el proceso de concentración. El perfil de la política de competencia que fue trazándose en los años noventa mantuvo la línea tradicional de evitar el abuso de posiciones dominantes, aunque no las posiciones dominantes en sí mismas. Pero la ecuación quedaba alterada por la necesidad de guardar un equilibrio muy fino entre competencia y competitividad. Si el problema europeo era el reducido tamaño de sus empresas, debía tolerarse y fomentarse la concentración. Por lo tanto, la política de competencia apuntó a dar cierta coherencia al sistema, mitigar la dominación sin hacerla desaparecer, y reducir en lo posible la intervención con subsidios de los Estados nacionales. Especialmente problemáticas resultaron las olas de fusiones y adquisiciones, pues era evidente que tendían a afectar la competencia. Pero allí predominó una política laxa, que prefería la competitividad a la competencia. Los propios estudios de la Comisión Europea hacen notar que desde que tomó consistencia la nueva política de competencia un 90% de los 3,000 pedidos de fusión fue aprobado sin condicionamientos. En los últimos 17 años se prohibieron sólo 19 fusiones, mientras en algunos pocos casos se exigieron condiciones adicionales (Davies y Lyons, 2007).
El camino hacia una Europa neoliberal quedó sellado con el acuerdo de establecer una unión monetaria, proceso al que no todos los miembros de la Comunidad se adscribieron, pero a cuya lógica ninguno pudo escapar a largo plazo. Las características de la unión monetaria consagraban como política los mandamientos neoliberales. El objetivo debía ser mantener una inflación inferior al 2%, para lo cual se demandaba una fuerte restricción monetaria y presupuestaria.6 Así, primero en el Acuerdo de Maastricht (que definía las condiciones para cumplir y el sendero de ajuste para arribar a la unión) y luego en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (que reglamentaba las políticas una vez implementada la unión), se establecieron precisas restricciones al déficit fiscal (menos del 3% del pbi), a la deuda pública (60% del pbi) y las cotas de inflación convergentes al umbral del 2% anual. Con esto, se consagraba la “austeridad competitiva” por la que se disciplinaba a los gobiernos a cerrar sus cuentas fiscales. Los gobiernos nacionales perdían herramientas de política económica, pues entregaban parte de la capacidad de regular el mercado interno, abandonaban la posibilidad de hacer política cambiaria, traspasaban la política monetaria al Banco Central Europeo y adscribían férreas restricciones en la política fiscal (cf.Musacchio, 2008). Las metas fijadas no suponían en sí mismas la necesidad de ajustes permanentes; el problema es que se fijaban en función de una tasa esperada de crecimiento del 5% que permitía que, con el déficit autorizado, el endeudamiento se mantuviera constante. Pero el escenario enfrentaba dos problemas. El primero, eventual, era el interrogante sobre las consecuencias de un shock externo que redujera el crecimiento y obligara a adaptar las economías a las bases del pacto, por fuerzas recesivas y, por lo tanto, procíclicas. ¿Cómo volver entonces al crecimiento? El segundo, más concreto, era la adaptación a los criterios establecidos, es decir, el ajuste inicial que rápidamente colocó la trayectoria de crecimiento muy por debajo del 5% esperado y disparó un proceso ininterrumpido de recortes (Mazier, 1997).
Ahora bien, los presupuestos pueden ajustarse reduciendo los gastos o incrementando los impuestos. El segundo camino, además, contempla la posibilidad de aumentar los impuestos indirectos o gravar ganancias, capitales y rentas financieras. Ninguna de estas cuestiones quedaba definida en la combinación de mercado único y moneda regional. Pero allí aparece la tercera dimensión de la integración, la incidencia de la expansión del proceso de integración hacia Europa del este. Es que los países orientales ofrecían, luego del derrumbe de los modelos socialistas, condiciones extraordinarias en materia salarial, pero sobre todo estructuras tributarias apoyadas con fuertes exenciones y desgravaciones al capital. Esa combinación podía convertirse en un atractivo poderoso para inversores del oeste.7 En esas condiciones, las opciones para los ajustes fiscales quedaban estrechamente limitados: si se iba por la vía del incremento de impuestos, éstos debían cargarse en los tributos indirectos como el impuesto al valor agregado. Si no, quedaba sólo la reducción de gastos que, nuevamente, no debía afectar los costos empresarios. Por eso, la poda debía recaer sobre los gastos sociales, la inversión pública o los gastos en educación y cultura.8 En la práctica se combinaría ambas opciones.
Todo proceso de integración combina competencias del nivel regional con otras que se mantienen en manos de las autoridades nacionales. Tal combinación define, en el fondo, qué tipo de integración se busca, qué modelo de economía y de sociedad se perfila, quiénes se benefician y quiénes se perjudican. Claramente, en la integración de la posguerra quedaban fuera del proceso las regulaciones a los flujos de capital, mantenidas en manos de los Estados. Las políticas nacionales restrictivas —en línea con la perspectiva de la reorganización del sistema internacional en Bretton Woods— fraccionaban y tabicaban los espacios de producción y acumulación. Esto podía poner en competencia parcial los productos terminados,9 pero no a los espacios de producción, lo que evitaba migraciones sistemáticas de capital. Por lo tanto, las condiciones laborales y los niveles salariales quedaban determinados dentro de cada espacio nacional. El nuevo esquema de integración, en cambio, levanta esos tabiques al capital y pone en competencia directa a los espacios productivos. La movilidad mucho más limitada del trabajo por razones idiomáticas, de capacitación, de reubicación y culturales pone a los colectivos nacionales de trabajadores en competencia entre sí, fomentando la precarización y la baja de los estándares laborales. Asimismo, la ausencia de una fiscalidad común, de una matriz tributaria regional, internaliza en la conducta de los Estados la competencia para atraer o retener capitales. Los recortes en las políticas de ajuste para reequilibrar las cuentas públicas obligan, así, a evitar mayores gravámenes al capital. Las opciones alternativas pasan a ser, entonces, el incremento de los impuestos indirectos o, sobre todo, recortando la influencia del Estado de bienestar.
En el fondo, la nueva integración le deja a los Estados como campo principal de intervención para los ajustes el mercado laboral y la seguridad social, siempre en un sentido negativo. No es ajena a esta tendencia el fin de la Guerra Fría y la caída del régimen socialista. Los estados de bienestar de un conjunto de países situados en la frontera con el mundo socialista debían buena parte de su constitución precisamente a ese carácter fronterizo, pues servían como barrera al avance de las ideas y la influencia comunistas y como demostración de las bondades sociales del capitalismo frente al socialismo. Derrumbados los sistemas socialistas, los estados de bienestar perdieron su carácter estratégico y pudieron ser acotados paulatinamente, a la velocidad que le permitieran las condiciones sociales internas de cada país. Las nuevas condiciones estratégicas en el plano internacional, las restricciones impuestas por la integración y las reestructuraciones internas fueron gestando desde principios de los ochenta una “Europa del capital”, mucho más permeable a las necesidades de los grandes consorcios empresarios que al sostenimiento de las condiciones de vida y la equidad.
En esa Europa del capital, dos conjuntos de factores debilitan crecientemente la posición de los trabajadores en la defensa de sus niveles de vida, de salarios y de cobertura social. Por un lado, la nueva institucionalidad de la integración deja a los Estados nacionales muy pocos instrumentos para reaccionar frente a shocks coyunturales o a desequilibrios estructurales. Fundamentalmente, el estímulo a la competitividad interna por medio de una creciente flexibilización en el mercado laboral y el ajuste fiscal por la reducción de los gastos sociales.
El mercado laboral y la distribución del ingreso: el proceso de ingreso a la crisisLas transformaciones en los niveles espaciales —local, nacional y regional— se asocian con un cambio en las estructuras del poder, en las relaciones entre los grupos que participan del proceso productivo o, como lo denominan Bieling y Schulten (2002: 260), un desplazamiento del poder en tres esferas simultáneas. En primer lugar entre empresarios y trabajadores, a partir de una reestructuración tecno-productiva, políticas antinflacionarias, ajustes fiscales y presión competitiva que han puesto a la clase obrera a la defensiva. En segundo término, un desplazamiento del poder entre las direcciones local y central de las grandes corporaciones, que pone a las primeras bajo una fuerte presión para lograr los objetivos de ganancias de competitividad de corto plazo, que se descargan sobre las condiciones de trabajo y los salarios. Finalmente, un creciente poder de los colocadores de fondos —especialmente los institucionales como fondos de pensión, inversión o seguros— sobre la dirección de las empresas tomadoras de fondos.
El avance del capital en las relaciones sociales impulsa tres tensiones, que pueden entenderse como derivadas de la relación contradictoria en el seno del proceso de acumulación entre las necesidades emergentes del proceso de valorización y las que provienen del proceso de trabajo. En primer lugar, si por un lado el empresario trata de minimizar el costo salarial e impulsa para ello el mayor grado de precariedad posible, por el otro lado la necesidad de incrementar la productividad de los trabajadores le impone —desde el punto de vista de la calidad y confiabilidad de los procesos productivos— cierto grado de estabilización de los asalariados para desarrollar y utilizar sus capacidades de cooperación y sus calificaciones específicas en esa búsqueda de competitividad creciente (Freyssinet, 2007: 53). En esa dirección, habría que agregar que en la búsqueda de confiabilidad los empresarios internalizan las características de los sistemas educativos nacionales, que constituyen un elemento adicional de fraccionamiento entre países. En segundo lugar, existe una tensión entre, por un lado, la necesidad que tienen los empresarios de debilitar el poder de negociación de los trabajadores a partir de generar inseguridad, competencia y fragmentación, y por el otro, la necesidad de generar formas de estabilización laboral que permitan encauzar los conflictos y evitar formas de lucha que pongan en peligro la reproducción de las relaciones sociales (Freyssinet, 2007: 54). En esta dimensión, los Estados continúan siendo el referente institucional principal sobre la Unión o las instituciones locales para estabilizar conflictos serios. Una tercera tensión, que juega un rol tan determinante como las otras, es la que deriva de la creciente importancia del capital financiero, y que atrapa a la actividad productiva entre la necesidad de obtener ganancias extraordinarias inmediatas —acelerando todas las formas posibles de explotación ya sea en la relación laboral, en la utilización del capital físico o en la utilización de los recursos naturales—, y la necesidad de enhebrar en el tiempo una actividad sustentable que suponga un vínculo menos degradante para el conjunto de los recursos.
Esas tensiones delimitan el campo de negociación para las relaciones laborales en las que se aprecia claramente el mayor poder de presión del capital, pero también la existencia de algunos espacios de contención del deterioro para los sectores sindicales. Las nuevas formas de las relaciones laborales recogen así los cambios institucionales espaciales, pero también los fenómenos económicos estructurales.
Cambios en la estructura de las relaciones laborales.
Fordismo | Postfordismo | |
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Nivel espacial primario de puja | Nivel nacional con el Estado como “partner social” primordial. | Múltiples niveles, con espacio nacional como la unidad básica, pero permeada por la competencia externa y debilitada por las relaciones al interior de la fábrica. |
Base de acuerdo en el marco de la puja | Sostenimiento de los niveles de empleo y expansión de la masa salarial/demanda agregada. | Mejora cooperativa de la competitividad, anclada en los niveles locales y regionales, en el marco de estabilidad de precios. |
Contexto internacional | Guerra Fría. Necesidad de mostrar la superioridad del capitalismo en el nivel de vida de la población y evitar el avance de ideas comunistas. | Derrumbe del mundo socialista. Competencia entre potencias y bloques, dirimida en los niveles de competitividad. |
Funciones de la puja | Influenciar sobre las políticas macroeconómicas y sociales de los gobiernos.Sostener un nivel de salarios creciente. | Performance de la empresa como base para condiciones de trabajo y salarios. Discusión de las formas en la que los trabajadores y los sindicatos se insertan en la reestructuración. |
Pérdidas y ganancias para los trabajadores | Mayor estabilidad laboral, salarial, y de una identidad grupal a largo plazo. Aceptación de dependencia y subordinación en la resignación de la determinación de la rutina y la dirección de la empresa. | Pérdidas en las condiciones de trabajo y en la distribución funcional del ingreso sin una clara compensación, más allá de una vaga promesa de la mayor moderación posible en los ajustes y conservación de puestos de trabajo. |
Pérdidas y ganancias para los empresarios | Ganancia de una fuerza de trabajo leal y predecible, pero a costa de dificultades para deshacerse de trabajadores prescindibles en tiempos de dificultades o al aparecer alternativas más rentables. | Políticas favorables al capital, mayor flexibilidad y reducciones de costos, frente a una menor confiabilidad de la mano de obra que puede afectar la evolución de la productividad, así como una inestabilidad estructural de los patrones de demanda. |
Existe un intenso debate sobre los resquicios que las nuevas condiciones generan para la acción sindical y la verdadera capacidad de incidencia de los gremios para contrarrestar las políticas favorables al capital (cf.Musacchio, 2011b). Lo concreto es que las nuevas condiciones son marcadamente asimétricas. Por eso en la última década fueron perceptibles las medidas de flexibilización laboral que incluyeron la extensión de la jornada de trabajo sin compensación salarial en sectores y/o empresas de varios países —incluyendo las potencias de la región y, especialmente, Alemania— o extensión de la edad jubilatoria (cf., por ejemplo, Musacchio, 2004b; Busch et al., 2011). El juego tiende a profundizarse paulatinamente, pues la presión migratoria del capital obliga a los países socios/competidores a forzar la competitividad interna y, por tanto, los ajustes regresivos se propagan rápidamente de un país al otro una vez en marcha. Aquí, uno de los procesos más complejos y de mayor conflictividad institucional (especialmente en Francia) es el modelo de “dumping salarial” alemán, sobre el que volveremos al final.
La imposición de esa Europa del capital puede apreciarse en la distribución del ingreso. Los salarios no dejaron de perder participación desde la imposición del modelo liberal y tomando en cuenta solamente la Europa de los 12 (es decir, los 12 miembros más antiguos), las remuneraciones cedieron casi 10 puntos en su participación en el ingreso, con algunos casos de extraordinaria virulencia como Irlanda (-20%) o Austria (-15%).
La distribución regresiva no es ajena al modelo neoliberal. Por el contrario, la explicación ortodoxa sobre la crisis del modelo de posguerra cabalga sobre la idea de que los salarios y el gasto público habrían ahogado la rentabilidad empresarial y que una reconstitución del crecimiento sólo podría basarse en mejores condiciones para la oferta que elevara la rentabilidad. A eso debía sumársele la estabilización de precios que brindara certidumbre a los negocios. Bajo esas condiciones —enunciadas como la “teoría de la oferta”— podría recomponerse el proceso de inversión, base para la expansión. Tanto el preacondicionamiento para la unión monetaria como la política del Banco Central Europeo se inspiraron en esos preceptos. Pero en lugar de reducir la incertidumbre provocaron una fuerte revaluación restando competitividad externa, mientras la drástica contracción del mercado interno originada en la caída de la participación de los salarios en el ingreso, los ajustes fiscales y las transformaciones de las matrices tributarias nacionales comprimieron la demanda regional. Por eso la inversión mantuvo un comportamiento oscilante, con ciclos muy marcados y una tendencia ligeramente descendente, como se observa en el siguiente cuadro.
Ése es el nudo gordiano del problema de largo plazo de la economía europea. La redistribución del ingreso a favor del capital se conjuga con tendencias recesivas. Se acumulan así fondos financieros que no se destinan a la producción y alimentan una corriente especulativa. Ésta atrae crecientes recursos y debilita todavía más la inversión productiva. Mientras, los agentes financieros deben colocar esos recursos, que pueden destinarse temporariamente a financiar el consumo, la construcción o la adquisición de bienes inmuebles y el sostenimiento coyuntural del nivel de vida de la población a costa de hipotecas a futuro. El proceso puede esquematizarse de la siguiente manera:
Sobre este modelo general se articularon desde el inicio de la Unión Monetaria algunas diferencias nacionales específicas que entroncaron con dos variantes diferentes del modelo neoliberal.10 De manera sintética se podría caracterizar a la primera como un neoliberalismo financiarizado, asociado a países con una tasa de inflación mayor al promedio y que sufrían un fenómeno similar a la revaluación monetaria. Este grupo, que abarcaba a varios países de Europa del este, Grecia, España, Portugal, Irlanda e Italia, quedó expuesto a una tasa de interés real transitoriamente menor al promedio, que alentó la toma de créditos privados y estimuló, vía rentabilización de los servicios y la especulación financiera e inmobiliaria, un transitorio boom de crecimiento. Salvo en España, las nuevas condiciones provocaron también una elevación de los salarios nominales, afectando aún más la competitividad del sector productor de bienes. La contrapartida fue un incremento del déficit en la cuenta corriente del balance de pagos, en algunos casos superior al 20% del pbi en los momentos previos a la crisis.
Saldo en cuenta corriente, países seleccionados, en % pbi
2000 | 2001 | 2002 | 2003 | 2004 | 2005 | 2006 | 2007 | |
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Bulgaria | −5.5 | −7.3 | −5.6 | −8.5 | −6.6 | −12.4 | −17.8 | −21.8 |
Estonia | −5.3 | −5.4 | −9.8 | −11.3 | −11.7 | −10 | −16.7 | −18.1 |
Irlanda | 0 | −0.6 | −1.0 | 0 | −0.6 | −3.5 | −3.6 | −5.4 |
Grecia | −7.7 | −7.2 | −6.5 | −6.6 | −5.8 | −7.5 | −11.1 | −14.2 |
España | −4.0 | −3.9 | −3.3 | −3.5 | −5.3 | −7.4 | −8.9 | −10.1 |
Italia | −0.5 | −0.1 | −0.8 | −1.3 | −0.9 | −1.7 | −2.6 | −2.4 |
Chipre | −4.9 | −3.2 | −3.7 | −2.3 | −5.0 | −5.9 | −6.9 | −11.7 |
Letonia | −4.8 | −7.6 | −6.6 | −8.2 | −12.9 | −12.5 | −22.5 | −22.5 |
Lituania | −6.0 | −4.7 | −5.1 | −6.8 | −7.7 | −7.1 | −10.6 | −14.6 |
Hungría | −8.4 | −6.0 | −7.0 | −8.0 | −8.6 | −7.5 | −7.6 | −6.2 |
Malta | −12.4 | −3.8 | 2.4 | −3.1 | −6 | −8.8 | −9.2 | −6.4 |
Portugal | −10.4 | −9.9 | −8.1 | −6.1 | −7.6 | −9.5 | −10.1 | −9.5 |
Rumania | −3.7 | −5.5 | −3.3 | −5.5 | −8.4 | −8.6 | −10.5 | −13.5 |
Eslovaquia | −3.5 | −8.3 | −7.9 | −0.8 | −3.4 | −8.4 | −8.2 | −5.7 |
Asumiendo que el límite de sustentabilidad se encuentra en torno al 5%, la situación a largo plazo se tornaba muy compleja, en especial por la formación de una abultada deuda externa privada. Pero con base en hipótesis sustentadas en teorías como el enfoque monetario del balance de pagos, tanto las autoridades locales como regionales no consideraban peligrosa la coyuntura, sobre todo en comparación con la de otros países que mostraban un peligroso endeudamiento público que se acercaba al 60% del pacto, como en los casos de Alemania y Francia, donde debía imponerse un ajuste más férreo.
Precisamente Alemania resulta el ejemplo de la otra variante del neoliberalismo, que podría denominarse neomercantilismo. En este caso el foco está puesto en la exportación. Una rígida estabilidad de precios y una competitividad reforzada por los ajustes en el mercado laboral y la transformación tecnológica devienen en un modelo que combina crecientes saldos exportables (Alemania, como caso extremo, pasó de un nivel de exportaciones del 22.7% del producto en 1993 al 50.1% en 2011, proceso que se aceleró desde 1998), mercado interno en retirada y cuentas públicas en permanente tensión. Es que mientras la tributación tiende a recargarse sobre las contribuciones indirectas, la distribución regresiva del ingreso debilita la base imponible.
Alemania, indicadores seleccionados
W/PBI En % PBI | Prog. Sociales En % PBI | Imp al salario En % del PBI | IVA En % de recaudación | |
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2002 | 53.6 | 27.1 | 6.3 | 25.5 |
2003 | 53.2 | 27.5 | 6.3 | 24.9 |
2004 | 51.5 | 26.8 | 5.6 | 25.6 |
2005 | 50.4 | 26.6 | 5.3 | 26.1 |
2006 | 49.5 | 25.1 | 5.3 | 25.0 |
2007 | 48.8 | 23.9 | 5.4 | 25.8 |
2008 | 49.2 | 23.9 | 5.7 | 25.4 |
2009 | 51.9 | 26.2 | 5.7 | 29.3 |
2010 | 51.0 | 25.5 | 5.2 | 28.0 |
2011 | 51.3 | 24.5 | 5.4 | 26.4 |
La preocupación de las autoridades europeas por la supuesta delicada situación fiscal de algunos países del bloque neomercantilista en los años previos a la crisis no pareció responder a un peligro real, y menos ser un riesgo potencial mayor que los déficits en cuenta corriente del otro conjunto de países. En todo caso, el factor potencial de desestabilización se encontraba también, aunque de una manera diferente, en la balanza de pagos. Alemania en particular ha tendido a jugar en Europa un rol parecido al de los Estados Unidos en la década de 1920, pues ha restado de manera sistemática liquidez al sistema hasta ahogarlo y quedar preso de la propia crisis. Los enormes saldos comerciales no se han correspondido con un flujo de capitales compensatorios. Mientras los socios deficitarios pudieron endeudarse, la Europa “bipolar” continuó ampliando los desequilibrios. Con las primeras turbulencias, el desplome fue inevitable y la propia Alemania debió enfrentar fuertes fluctuaciones en la demanda de sus productos, así como en el cobro de los créditos concedidos.
Las reacciones regionales y nacionales a la crisis no introdujeron, hasta el momento, novedades radicales sobre el escenario. Más allá de algunos tibios programas de estímulo a la demanda —enmarcados en los paquetes de ayuda de los países centrales a sus núcleos empresarios— como planes de canje de automotores, la reacción ha sido la de potenciar el equilibrio fiscal, los recortes de gastos, los ajustes salariales y la flexibilización del mercado de trabajo. Mientras tanto, la política antinflacionaria del Banco Central europeo no deja espacio para una desvalorización de la moneda y un alivio en el mercado crediticio. Por eso, cada ronda de ajustes impulsa aún más el colapso económico y la protesta social. Lo que está en discusión es la propia vitalidad del modelo neoliberal y los caminos de salida. La profundización de la crisis permite prever que las puertas de una transformación profunda se encuentran más cercanas.
ConclusionesLa actual crisis europea parecería estar marcando el final de un ciclo largo que se inició con la puesta en marcha de políticas de corte neoliberal desde finales de la década del setenta. Dichas políticas acompañaron a una transformación muy fuerte del aparato productivo, de la dinámica entre el capital productivo y el capital financiero y de las características del modelo social. El modelo, más allá de sus diferentes variantes, fue sustentando una recomposición de las tasas de ganancia —afectadas por la crisis del fordismo— a partir de una distribución regresiva del ingreso, creciente flexibilización laboral y una paulatina desarticulación del estado de bienestar típico de la posguerra.
La integración regional no solamente acompañó el proceso, sino que gestó el marco institucional —estructurado a partir de una división de funciones entre las instancias local, nacional y regional— que “naturalizó” las políticas y blindó la dirección de los ajustes. En el nivel regional, la creación del mercado común, la unión monetaria sustentada en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y la expansión hacia Europa del este, impulsaron la concentración y regionalización del capital, así como una puja por la captación de recursos, límites precisos a los desequilibrios de las cuentas públicas y un sendero de ajuste regresivo. Esta dimensión se complementaba con el mantenimiento en el plano nacional de las políticas fiscales y de las negociaciones entre capital y trabajo, pero condicionadas al extremo por el carril marcado por la instancia regional. Finalmente, el incipiente papel de los espacios locales como articuladores de las redes productivas y los microemplazamientos terminaba por sellar los disloques de las dimensiones espaciales de negociación y conflicto entre capital y trabajo.
En tales condiciones, la pérdida de la mayor parte de las herramientas de política monetaria, fiscal y estructural por parte de los Estados nacionales fue desplazando cada vez más el escenario de los ajustes ante la aparición de desequilibrios o shocks externos a los dos únicos segmentos en los que resultaba posible intervenir: el mercado de trabajo y los sistemas de seguridad social. Así, a lo largo de las tres últimas décadas se fue desmontando una parte sustancial de los avances en la distribución del ingreso y las condiciones de vida de la mayoría de la población, fenómeno que se acentuó aún más con el derrumbe del bloque soviético y la incorporación de los países de Europa del este como periferia de la vieja Comunidad Económica Europea.
El modelo, sin embargo, fue gestando graves desequilibrios, cada vez más difíciles de reabsorber. La redistribución regresiva del ingreso comprimió el consumo; esto, a su vez, desaceleró la inversión y provocó un fenómeno de lenta ampliación del aparato productivo, pero asociado a altos niveles de ahorro. Por eso se fue abriendo espacio un proceso de financiarización, reforzado luego por la privatización parcial de la seguridad social. La consecuencia fue una polarización de desequilibrios asociados a dos variantes diferentes del modelo (el neoliberalismo “financiarizado” y el neomercantilismo), con la gestación de burbujas especulativas sacudidas por crisis y un proceso continuo de endeudamiento privado y público asfixiante.
La crisis actual no parece ser una nueva sacudida coyuntural, sino más bien el final del modelo neoliberal. De allí que la profundización de los caminos del ajuste que rigieron durante las últimas tres décadas, y particularmente en la última, no provocan los resultados esperados. El derrumbe financiero no encuentra piso, la recesión retorna una y otra vez, los programas de asistencia financiera se incrementan sin éxito y la protesta social gana la calle, mientras proyectos políticos radicales comienzan a avanzar en la opinión pública y en las contiendas electorales. Por lo tanto, no resulta sorprendente la expectativa de un giro importante en los escenarios económico, político y social en un futuro no demasiado lejano.
La cuestión es relevante, pues forma parte de un proceso de fragmentación de la producción que descompone también el espacio de confrontación para los trabajadores, mientras la concentración y difuminación del control del capital desbalancea aún más la relación de fuerzas entre capital y trabajo.
En su análisis de las nuevas tendencias, Hirsch (2002: 103) habla de una ampliación de las esferas de acción del capitalismo. Creemos que el fenómeno es más amplio, pues altera la forma de funcionamiento de los procesos productivos. No es algo aditivo sino una de las raíces del cambio de modelo. Harvey, por su parte, enfatiza la desposesión por las privatizaciones. Si bien es un aspecto importante, en el neoliberalismo son más relevantes la desposesión de la naturaleza y del conocimiento. Harvey destaca la importancia de los aspectos ilegales de la desposesión, pero el neoliberalismo propone una constelación de formas legales que internaliza las prácticas de desposesión como parte del funcionamiento del sistema.
Algunos autores analizan la configuración de una relación centro-periferia en la ue. Cf. Becker, 2004.
En especial de la European Round Table, una organización informal de grandes empresarios actuando “a título personal”, cuyas iniciativas pueden reconocerse claramente en las políticas de la ue (cf., por ejemplo, Van Apeldoorrn, 2002; Musacchio, 2010, así como sus documentos en www.ert.be).
Se asumía explícitamente que la inflación se debía a la expansión monetaria y que ésta se relacionaría directamente con los déficits fiscales. Por eso, políticas monetarias y fiscales restrictivas asegurarían una inflación baja, garantía del crecimiento, algo que la Unión no pudo verificar.
No obstante, el “dumping fiscal” no sólo fue practicado por los países orientales sino también por algunos de los viejos miembros de la Unión, especialmente Irlanda.
Como casos paradigmáticos pueden tomarse Francia y Alemania por su valor simbólico. Varios estudios sectoriales analizan los recortes de gastos, las transformaciones vía privatización y las crecientes restricciones. Cf., por ejemplo, la trayectoria del sector de la salud en Francia en Theret (2007) o el extenso análisis de la crisis del estado de bienestar en Alemania de Ritter (2007).