El debate sobre la coordinación en el Sistema Nacional de Salud, una vez más, está servido; y, en este momento, lo hace en medio del proceso de redefinición, concreción y traslación a la práctica de un nuevo marco que es tanto legal como organizativo, financiero y político, entre otros.
No voy a entrar en las circunstancias (interprétense también como oportunidades) que configuran el nuevo marco; me estoy refiriendo, obviamente y en términos muy generales, a la Ley de Cohesión y Calidad, al hecho de haber completado el proceso transferencial, acompañado del correspondiente modelo de financiación, y al cambio de partido en el Gobierno español. En su lugar, trataré de exponer mi punto de vista sobre la coordinación desde la perspectiva general de la mejora del sistema y del fin social que está en juego y que es nuestra razón de ser: la salud de los ciudadanos.
En mi condición de ciudadano es obvio que debo respetar el actual marco normativo y las interpretaciones debidamente consagradas que haya sobre el mismo (leyes y jurisprudencia). Pero, en mi condición de político en ejercicio, es mi obligación también imaginar un mundo mejor, así como las estrategias más adecuadas para avanzar hacia él a partir del presente. En este sentido, dejo a los juristas con su respetable trabajo de dar forma y desarrollar las opciones políticas que, democráticamente adoptadas, surjan de nuestros debates, pero no puedo atarme al marco actual porque si mejorar implica cambiar debo estar completamente abierto a esta posibilidad, y no conformarme aceptando como bueno, o suficientemente bueno, cualquier inmovilismo normativo que, en ocasiones, no hace sino encubrir el político.
¿A qué viene esto? Pues a que, hablando de coordinación, existe la tentación de limitarse a un sesudo análisis del actual reparto de poderes y de lo que el Tribunal Constitucional, por ejemplo, dice sobre este tema, como si con ello estuviera todo resuelto; pero, afortunadamente, el asunto da mucho más de sí. El hecho de que el debate sea recurrente muestra bien a las claras que ni está todo dicho, ni hay un punto de equilibrio permanente. Por el contrario, la coordinación como tal, en su fondo y en sus formas, debe adaptarse como todo lo demás a un entorno cambiante formando parte, en definitiva, de la dinámica de lo social y de lo político.
En ese sentido, puestos bajo los focos, todos hacemos declaraciones de buenas intenciones, mostrándonos fervientes partidarios de la relación entre iguales. Pero no ha sido esto lo que la historia reciente nos ha deparado. Como ya se ha señalado anteriormente en las páginas de esta misma Revista la coordinación se ha venido viendo más como una relación de jerarquía, de supremacía, que como una relación entre pares.
Para que se entienda mejor, la coordinación se ha ejercido en no pocas ocasiones reuniéndonos a todos para exponernos lo ya decidido y así poderlo trasladar al BOE con la consabida coletilla de "oídas las Comunidades Autónomas". Oídas sí, pero no escuchadas. En otras ocasiones la coordinación ha consistido en pedir a "los coordinados" datos urgentes y con todo lujo de detalles para resolver situaciones de "emergencia" como, por ejemplo, la ola de calor del verano de 2003. Una tercera forma de aplicar la coordinación ha sido la de manifestar, sin consultar con nadie, que el Gobierno había decidido dar esto y lo de más allá en toda España sin poner un euro encima de la mesa, es decir, el consabido y denunciado "yo invito y tú pagas". Sólo son tres aspectos cualquiera puede citar decenas adicionales, pero dejan bien a las claras un estilo de "coordinación" absolutamente rechazable.
En este sentido espero que las posiciones manifestadas por ciertas personas, también en las páginas de esta Revista, hayan sido una especie de propósito de enmienda anticipado y que, ahora que se encargan del Gobierno de España, las mantengan, porque cualquiera puede entender que la coordinación no ha venido siendo hasta ahora una herramienta para buscar un efecto multiplicativo del trabajo de las partes, que es lo que debería haber sido.
A renglón seguido cabe preguntarse ¿a qué se puede haber debido? Y conviene hacerse esta pregunta para que la respuesta ayude a no repetir los errores pasados.
Son muchas las respuestas posibles y la mayoría de ellas tienen bastante o mucho de cierto. A mi juicio, para abreviar, son tres las causas fundamentales cuya conjunción ha pervertido el significado y el uso de la palabra coordinación: la imprevisión, el autoritarismo y el uniformismo.
Voy con la primera. Sabido es que desde la Ley General de Sanidad, el Gobierno español se reserva las bases generales de la sanidad y de la política farmacéutica, la coordinación y la alta inspección del sistema y las relaciones internacionales. Todo lo demás, desde que se completó el proceso transferencial, corresponde al ámbito de las Comunidades Autónomas (CC.AA.). Para el lego, puede parecer una distribución de responsabilidades clara, y en consecuencia, no susceptible de generar tensiones y conflictos. Pero, en realidad, su volumen, diversidad y la interrelación de unas acciones con otras la hacen extraordinariamente compleja. A nada que se indague, uno se da cuenta de que en la mayoría de los temas hay numerosos nodos de decisión, por mucho que formalmente correspondan a uno u otro nivel de la administración. La política farmacéutica es un ejemplo evidente en donde los que deciden son diferentes de los que pagan. Por otra parte, hay "microdecisiones" como las de los visados, de las que ha intentado reapropiarse el nivel central que, en otro plano, ha sido hasta el momento incapaz de controlarlas. Además, siguiendo con este ejemplo, el que una Comunidad decida implantar un visado puede inducir a otras a imitarla. En definitiva, estamos ante un prototipo de sistema complejo, con múltiples factores que interactúan entre sí y que tratan de ser controlados por diferentes centros de decisión que también se influyen mutuamente.
Ante este panorama y voy con los otros dos errores, es obvio que el autoritarismo centralista es un enfoque trasnochado. Que haya quien se aferre a él sólo muestra un imposible afán por retornar a formas pasadas del ejercicio del poder o una incapacidad para gestionar lo complejo. El autoritarismo, como otras formas simplistas de entender el proceso de toma de decisiones, está estrechamente ligado a la visión uniforme y uniformizadora de la realidad. Y aquí está el otro error, porque esta forma de ver las cosas no responde a la realidad, ni es viable en el Estado español como propósito político.
Hemos asistido a un proceso descentralizador que, en sanidad, se ha completado, pero bastante a regañadientes. Porque se era consciente de que, más allá de la vertiente puramente administrativa, la descentralización suponía una transferencia de poder político. Si cumplir con el marco constitucional (Constitución y Estatutos de Autonomía) conllevaba la obligación de transferir la asistencia sanitaria gestionada por el extinto Insalud, el correspondiente reparto de poder político no interesaba tanto a quienes lo detentaban como a quienes legítimamente aspiraban a una parcela de él. Porque aunque en la práctica se esté caminando hacia un modelo federal, el Gobierno español, al menos los de las últimas legislaturas, no lo ha querido ver así o, en todo caso, ha tratado en contra de la historia de desdibujarlo y de ralentizar el proceso por todos los medios a su alcance. La excusa ha sido una versión maximalista de la idea de igualdad entre los españoles. Y, en consecuencia, todos los servicios públicos tenían que tener una configuración muy similar, por no decir homogénea. Pero nada de esto responde a la realidad de un sistema complejo, política y administrativamente descentralizado que, además, engloba a una ciudadanía con necesidades y medios y enfoques muy dispares para satisfacerla.
Creo que, viendo la igualdad de esa forma simplista, ni la derecha ni la izquierda están acertadas. Creo, por el contrario, que la igualdad es algo mucho más rico y a la vez complejo. Siendo práctico pienso además que nos ahorraríamos quebraderos de cabeza si la entendiéramos no tanto como un punto de llegada (por ser tan inalcanzable como la felicidad absoluta para todos), sino como una brújula, como un criterio fundamental a tener permanentemente en cuenta para seguir avanzando por el camino correcto. Bajando a nuestro terreno basta con establecer unas bases o reglas de juego generales, a modo de común denominador, pero con el listón lo más bajo posible y atendiendo al verdadero núcleo del sistema, es decir, respetando las peculiares necesidades de salud de cada entorno, la diversidad de formas organizativas y de gestión posibles, y centrándose en lo verdaderamente sustancial: la salud de los ciudadanos, en lo posible, y que las oportunidades de acceso a la misma (que no sólo consiste en la accesibilidad a los correspondientes servicios) sea lo más parecida.
En contra de esta idea, la coordinación se ha utilizado, como decía, con un afán uniformizador y como subterfugio para el "ordeno y mando". No puede extrañar, en este contexto, que "los coordinados" (excepto, naturalmente, los obligados por disciplina de partido) hayamos visto la coordinación como un intento recurrente de recortarnos competencias, cuando no de un incordio (recuérdese, nuevamente, la ola de calor citada).
Bueno sería para todos (los ciudadanos y su salud por delante) que sacáramos conclusiones de los errores del pasado para no volver a repetirlos. Y mejor sería aún si hiciéramos una reconsideración a fondo de lo que puede aportar la verdadera coordinación y actuáramos en consecuencia.
En esta línea, la coordinación puede garantizar, con respeto a las prerrogativas de las partes, el respeto también a las bases fundamentales del funcionamiento del sistema y que los pasos que se vayan dando por cada una de aquéllas, con independencia del sendero que elijan, tenga una dirección similar: la mejora de la salud de la población. La coordinación también puede aportar, obviamente, economías de escala en servicios de gran complejidad, investigación, etc., y también en fórmulas de gestión a todos los niveles, porque el natural afán de emular a los mejores se puede apoyar con la puesta en común de las innovaciones de cada cual. Pero todo ello concebido como un intercambio fluido de información, como un foro de negociación del que pueden surgir acuerdos asumidos por las partes y siempre con el más exquisito respeto a su voluntad. Del otro lado, como señalaba, la coordinación aporta un mecanismo para poder supervisar que el conjunto del sistema (fundamentalmente en cuanto a sus resultados) avanza en la dirección deseada y para poder apoyarlo (porque, obviamente, el papel central debe ser antes de apoyo que fiscalizador).
A mi juicio, la coordinación bien entendida es la única forma de avanzar con razonable armonía en un contexto complejo como el nuestro. Por tanto, habiendo desechado por mi parte la homogeneidad y las imposiciones, si tal armonía se entiende como un criterio fundamental, la coordinación se convierte en una necesidad.
¿Qué hace falta para que la coordinación así concebida funcione realmente? Las premisas básicas son que la mayoría a poder ser, todos compartamos la visión de lo complejo de nuestro sistema y que adoptemos una actitud favorable a trabajar conjuntamente. Y es que el juego debe ser entendido como de ganar-ganar; no se trata de un negocio distributivo en el que, si yo gano, tú pierdes.
Debe haber, por tanto, una actitud colaboradora, política y socialmente honrada que, respetando unas bases lo más sencillas posibles, busque efectos positivos multiplicadores del trabajo conjunto. Se trata, en definitiva, de generar valor. Para que esto sea posible, cada uno tiene que poner su granito de arena; y para que se mantenga, las partes se deben ver adecuadamente recompensadas.
Y en este escenario, si se quiere que nuestro sector funcione, es evidente que se requiere un estilo diferente del anterior. Hablando de actitudes honradas, una de las que primero vienen a la cabeza es la relativa a la financiación, que debe ser transparente (además, obviamente, de suficiente) y no sujeta a veleidades en función de afinidades políticas o para calmar a quien más proteste.
Y, ligado también con el tema de la financiación, está el deseo de que las partes se vean apoyadas y debidamente recompensadas. Que el Carlos III sea de todos y para todos, por ejemplo, o que se incentiven innovaciones en servicios, investigación, etc. congruentes con el interés general forma parte de las bases del juego. Todo ello partiendo de algo aún más elemental: que el propio Ministerio sea el de todos. Porque, sin perjuicio del juego democrático formal, la pluralidad sociológica, política y sanitaria del Estado así lo requiere en un sector tan esencial para el bienestar como el de la salud.
Profundizar en estas reflexiones y avanzar en esta línea no es ninguna ingenuidad. Hay otros que ya lo están haciendo, tratando de adoptar pautas de comportamiento en todos los niveles que generen más valor y armonía al conjunto. Es el caso de Canadá, Estado del que tanto por su configuración político-administrativa, como de su sistema de salud, como especialmente de la muy amplia documentación elaborada recientemente en el marco de la Comisión que crearon para analizar el futuro de su atención sanitaria, tenemos mucho que aprender. Aprovecho para señalar a los estudiosos del reparto de funciones sanitarias en un Estado federal y de cómo solventar las inevitables tensiones de cada momento que la citada Comisión, además de su informe final conocido vulgarmente como informe Romanow, encargó una amplia serie de excelentes trabajos sobre este tema disponibles a través de internet.
Por mi parte, concluyo, creo que la coordinación sólo funcionará si es con el talante que he venido defendiendo y si los agentes implicados vemos en ella una herramienta útil para hacernos progresar multiplicando el efecto de nuestros esfuerzos. Confío en que quienes hace poco han llegado al Gobierno mantengan el sentido de la coordinación que tenían cuando estaban en la oposición y deseo también que quienes lo han dejado participen de algo tan elemental como que sólo habrá robustecimiento del sistema y progreso para el conjunto y cada una de sus partes si trabajamos codo con codo.