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Vol. 4. Núm. 4.
Páginas 599-606 (octubre 2006)
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El síndrome del aceite tóxico
Toxic oil syndrome
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Andreu Segura Benedictoa, José Oñorbe de Torreb
a Profesor Universidad Barcelona. Universidad Barcelona. Barcelona.
b Subdirector General del Plan Nacional de Drogas. Ministerio Sanidad y Consumo. Madrid.
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El día 1 de mayo de 1981 varias personas de una familia ingresaban en un hospital de Madrid con una afectación respiratoria grave. Una excepcionalidad que acaparó la atención, ya que quizás fuera el primer brote familiar de legionelosis, descrita unos pocos años antes y objeto de creciente interés. La sucesiva aparición de nuevos casos despertó la alerta. En apenas mes y medio se contabilizaron unos 20.000 afectados entre los que, a corto plazo, se produjeron unas 300 defunciones, que si hay que creer al periodista Bob Woffinden1 llegarían a los 25.000 afectados y 1.000 fallecimientos. Se estaba, pues, frente a una epidemia de gran magnitud. Lo que ocurría, además, en un contexto político muy particular.

Hacía apenas dos meses del intento de golpe de estado del 23 de febrero y el apoyo parlamentario del gobierno era particularmente débil. La epidemia significó, pues, una oportunidad para la oposición que condujo a una abrupta confrontación política, involuntariamente alimentada por las autoridades sanitarias que, para evitar el escándalo, perseguían a toda costa explicaciones verosímiles. De manera que la motivación primordial de la investigación tenía un propósito claramente político. La memoria popular de la censura gubernamental estaba todavía muy viva.

De ahí que, descartada la legionella, se optara por atribuir la epidemia a Micoplasma pneumoniae, "el bichito que si se cae se mata", en la desafortunada expresión del ministro de Sanidad, el catedrático de física Sancho Rof. Una conjetura que no ajustaba bien a la distribución por edades de la población afectada, donde los neonatos estaban ausentes, entre otras características ajenas a la naturaleza eventualmente contagiosa del problema.

Mientras que las autoridades se aferraban a cualquier explicación que disminuyera el pánico y sus efectos indeseables, tanto políticos como sanitarios, los medios de comunicación se hacían eco de las más variopintas especulaciones de cantidad de espontáneos desinteresados e interesados, como por ejemplo, la de la contaminación biológica ­accidental o hasta experimental­ procedente de los aviones americanos de la base de Torrejón de Ardoz.

Así pues, el desconcierto era grande, incluso para los salubristas profesionales. Uno de ellos, el socialista Antonio Muro, que trabajaba en el Hospital del Rey en condiciones de relativo aislamiento, se apuntó primero a la hipótesis de una supuesta nueva infección, el agente de la cual, a pesar de no haber sido aislado, llegó a proponer que se denominara Laborella muri. La portada del semanario Garbo retrataba al médico de sanidad nacional con un frasco en el que una tortuga difunta albergaría el nuevo germen, contaminante de las verduras distribuidas en los mercadillos de los alrededores de Madrid, a los que le había llevado una indagación epidemiológica somera y en los que había concentrado sus pesquisas iniciales. Mercadillos en los que se distribuían muchos otros productos, entre otros, aceite envasado en garrafas de 5 l, sin marca registrada y que, según los testimonios posteriores, olía muy mal. También Muro habría fisgoneado la pista oleosa que descartaría sin profundizar, lo que probablemente "despertó la liebre" entre los mercaderes del aceite fraudulento.

Pero cuando el día 10 de junio se comunicaba oficialmente que un aceite de procedencia incierta era el vehículo de la intoxicación, sin facilitar datos empíricos en los que se sustentara la explicación, el escepticismo de muchos competía con el alivio de las autoridades sanitarias. La búsqueda de explicaciones verosímiles había presidido la investigación hasta el momento, lo que aunque comprensible a menudo conduzca al error. La aproximación científica consiste más bien en poner a prueba las hipótesis explicativas, pero lo que ocurría era precisamente lo contrario, una carrera para dar directamente con la causa.

Disponer de una explicación factible permitía orientar las medidas de control con las que recuperar la iniciativa gubernamental para atajar la epidemia que, debido a la insuficiencia de los servicios de salud pública, se había concentrado en la atención a los enfermos. Los precarios recursos de la sanidad oficial, dispersos entre las distintas administraciones, y la debilidad política, incapaz de aprovechar la oportunidad para desarrollar un sistema de vigilancia y control adecuado, limitaron las actividades epidemiológicas por un lado al recuento de los nuevos casos, mediante la creación de un dispositivo de notificación telefónica desde los centros hospitalarios a los que llegaban los pacientes que cumplían la definición de caso elaborada con propósitos epidemiológicos y, por otro, a investigaciones aisladas en algunas localidades donde se concentraban afectados.

Tras el anuncio de la implicación del aceite, los estudios que pretendieron poner a prueba la explicación oficial, en uno de los cuales participaron los autores, no consiguieron descartarla, ya que el valor de la odds ratio que asociaba la presencia de aceite sospechoso con la existencia de casos era de 14, una asociación muy intensa a pesar de que, lamentablemente, el conocimiento público de la implicación de ese aceite introducía un sesgo inevitable a favor de la hipótesis.

De ahí que se propusiera a las autoridades sanitarias la recogida del aceite sospechoso que todavía se encontraba en los domicilios de los afectados, una iniciativa que no se llegó a llevar a cabo. En lugar de ello desde el Ministerio se organizó una operación de canje del aceite que condujo a la recogida de todo tipo de recipientes con todo tipo de aceites, sin que constara claramente la relación con la epidemia, lo que supuso graves interferencias para la investigación etiológica posterior.

Unas limitaciones que afectaron el proceso judicial, cuya vista oral comenzó el 30 de marzo de 1987 para finalizar el 28 de junio de 1988, con la participación de más de 1.000 testigos y de cerca de 200 peritos, y cuya sentencia se dictó el 20 de mayo de 1989, ampliada por el Tribunal Supremo el 13 de abril de 1992. Las autoridades judiciales consideraron probada la existencia de un delito contra la salud pública y admitieron la relación causal entre un determinado aceite y la epidemia, a pesar de que no se hubiera conseguido aislar todavía el agente tóxico implicado. Lo que facilitó la pervivencia de interpretaciones alternativas, auspiciadas por la defensa de los acusados y recogidas por algunos ecologistas, que todavía denuncian una conspiración para ocultar la supuesta implicación de un pesticida que hubiera contaminado los tomates distribuidos, como el aceite, en los mercadillos, lo que sugirió como la última y definitiva de sus explicaciones el citado Antonio Muro que, en el transcurso de sus pesquisas por las huertas madrileñas habría reparado en un saco del producto, lo que le llevó a experimentar una fuerte intuición basada en el recuerdo de pasadas intoxicaciones.

Consideraciones político-administrativas

La epidemia se produjo en un contexto de cambios político-administrativos debido a la emergencia de las nuevas administraciones autonómicas (con diferentes competencias, o al menos distinto grado de desarrollo entre ellas) que coexistían con las administraciones locales (competentes en la autorización de mercadillos) y la estatal, bajo la responsabilidad de distintos partidos políticos. A su vez eran diversos los departamentos de la administración central afectados: comercio, responsable de la supervisión de la importación de sustancias industriales (aceite de colza desnaturalizado para usos industriales) que, entre paréntesis se produjo en cantidades suficientemente grandes como para haber planteado una eventual desviación de su destino autorizado; agricultura, en relación con la producción y distribución descontrolada de aceite. En este sentido cabe recordar los antecedentes de escándalos relacionados con el aceite, como el famoso caso de Redondela; sanidad, en cuanto a la protección de la salud de los consumidores de alimentos sin el control sanitario adecuado.

Lo que supuso la multiplicidad de cadenas de mando que, en ausencia de una política de coordinación, dificultó la detección primero y el control después de la situación.

La politización, en el sentido partidista del término, probablemente comportó más interferencias que motivaciones y supuso una limitación más a añadir a las insuficiencias de los dispositivos de salud pública existentes. La delgada línea de demarcación entre competencia profesional y competencia política fue transgredida en ambas direcciones con el consiguiente, y larvado, conflicto de intereses.

Consideraciones económicas y sociales

La búsqueda, sin escrúpulos, de un rápido beneficio económico, unida a la falta de control administrativo, al menos en parte facilitado por la tradicional inoperancia de las instituciones, permitieron un fraude masivo mediante importaciones de aceite desnaturalizado para su uso en maquinaria agrícola ­que de haber sido destinadas efectivamente a este menester hubiera requerido un parque de maquinaria desmesurado­ posteriormente "renaturalizado" y aprovechando la creencia popular de que lo que se vende "directamente" del productor al consumidor es mejor y más barato. Fraude que, además de las repercusiones sanitarias, tuvo consecuencias en el mercado aceitero.

De otro lado, la identificación con la colza, un cultivo emergente en nuestro país, para el que se daban buenas condiciones según los expertos, supuso, mediante la enorme caída de las ventas, la frustración de una expectativa económica prometedora y una afectación de las economías de las personas que habían dirigido sus iniciativas empresariales y laborales a ese cultivo, que todavía hoy no se han recuperado.

A los elevados costes económicos directos que supuso la respuesta sanitaria, particularmente asistencial, se deben sumar los quebrantos de las familias afectadas y el volumen de las indemnizaciones sufragadas por el Estado como responsable subsidiario.

Consideraciones sanitarias

Desde el punto de vista sanitario el síndrome del aceite tóxico fue un aldabonazo sobre los controles sanitarios y la necesidad de contar con profesionales competentes en las disciplinas de la salud pública, para afrontar mejor eventuales situaciones similares en el futuro. Sin embargo, las consecuencias sobre el desarrollo de la salud pública fueron menores que las que afectaron a la asistencia.

En el ámbito de la atención sanitaria se produjeron fenómenos de mucha importancia para la posterior reforma sanitaria que se acometió con el cambio de gobierno a finales del año 1982. En general, la respuesta sanitaria desde el punto de vista asistencial fue intensa. El conjunto del personal sanitario se enfrentó decididamente a un problema del cual se desconocía prácticamente todo: agente causal, vía de transmisión y desde luego el tratamiento.

En los hospitales se habilitaron nuevos espacios de urgencias donde el personal hacía acopio de los medios preventivos a su alcance para proporcionar la asistencia a los afectados y, en caso necesario (bastante habitual), se les ingresaba en plantas enteras habilitadas también al efecto. Se mejoraron las urgencias de todos los hospitales de las zonas afectadas y mejoraron las dotaciones de los servicios que eran más requeridos (Unidad de Cuidados Intensivos [UCI] y Neumología).

Pero fue en el ámbito de la Atención Primaria -entonces todavía denominada extrahospitalaria- donde más cambios se produjeron, entre ellos, la habilitación de consultas específicas para atender a este tipo de enfermos mediante contrataciones masivas y la creación de los primeros equipos de Atención Primaria compuestos por médicos, enfermeros, trabajadores sociales e incluso fisioterapeutas.

En estas consultas se iniciaron los turnos de atención continuada que venían a sustituir las habituales consultas de dos horas. También se estableció la cita previa en las consultas de Primaria, que ya venía aplicándose en algunas de las consultas de atención especializada, si bien seguían siendo de dos horas de duración.

Se facultó a los profesionales de la Atención Primaria para que pudieran solicitar directamente pruebas complementarias sin necesidad de recurrir a los especialistas, y se inició un proceso de mayor implicación y autonomía de las consultas de enfermería.

Muchas de estas iniciativas sirvieron como precedente para el desarrollo de los Equipos de Atención Primaria, creados mediante la Ley de Reforma de la Atención Primaria, promulgada en el año 1984.

Con la llegada de los socialistas al poder se creó, en el Ministerio de Sanidad, una Dirección General destinada específicamente al síndrome del aceite tóxico. Entre sus unidades destacaron la de atención social, implicando conjuntamente a sanitarios y trabajadores sociales, que concentraba los recursos dedicados específicamente al tratamiento de los afectados y abarcaba tanto los aspectos sanitarios como las numerosas ayudas sociales; la de Epidemiología, que puso orden en la ingente cantidad de datos de validez y significado ignoto y proporcionó las claves para la comprensión del episodio o la clínica, cuyas iniciativas de investigación han ido persistiendo en distintas ubicaciones de la administración hasta el Instituto de Salud Carlos III.

Las investigaciones epidemiológicas oficiales no consiguieron identificar la causa durante las primeras 5 semanas de la epidemia, entre otras razones por su escasez y poca coordinación, pero también debido a las dificultades intrínsecas que supone enfrentarse a lo desconocido, aunque merezca una jactanciosa displicencia de quienes las ignoran, interesadamente o simplemente como consecuencia de la ignorancia. Para averiguar el origen de una nueva epidemia, a menudo es necesaria cierta fortuna, además de la competencia de los profesionales y de suficientes recursos. Sin embargo, la pista definitiva la proporcionó la aplicación de criterios epidemiológicos, aunque fuera por parte de los pediatras del Hospital del Niño Jesús. Efectivamente, la observación de que los pocos niños afectados eran alimentados con papillas preparadas con aceite propició una investigación, más o menos inspirada en el diseño de los estudios epidemiológicos de casos y controles, cuyos resultados preliminares se publicaron en la revista Lancet, a pesar de que no fueran difundidos formalmente en ninguna revista científica acreditada, más allá de la publicación de una versión en medios profesionales (Ciclo).

Consideraciones judiciales

Lógicamente el fraude alimentario acabó en los tribunales que, tras múltiples avatares, llevaron a cabo en la Casa de Campo de Madrid la fase oral de un macro juicio con gran parafernalia mediática, y que concluyó con una sentencia memorable desde muchos puntos de vista, entre los que destaca la decisión de atribuir la causa del síndrome tóxico a la manipulación del aceite, para lo cual fue determinante la respuesta de Sir Richard Doll, convocado como perito, a la pregunta del tribunal, más o menos textualmente: "Con los datos que le han sido aportados considera que, sin género de dudas, se puede considerar como causante de esta enfermedad el aceite de colza manipulado". La respuesta fue concisa, clara y contundente: "sí". El juez se la volvió a repetir y él insistió: "sí". La convicción y el aplomo del que fuera candidato frustrado al premio Nobel por sus investigaciones epidemiológicas sobre la relación entre el tabaco y el cáncer de pulmón, fue probablemente un elemento determinante en la decisión judicial.

Los afectados fueron defendidos en muchos casos por abogados de reconocido prestigio y muchos de ellos con implicaciones en el movimiento democrático de oposición a la dictadura en los años anteriores. El juicio realizado ya con el cambio de gobierno de UCD al PSOE no tuvo una gran relevancia política, pero sí obtuvo gran eco en los medios de comunicación.

Un epílogo personal

Que en tu profesión y al poco de iniciarte, te veas implicado en un acontecimiento histórico es una experiencia memorable. En las situaciones límite es cuando mejor se conoce a las personas, aunque a veces "conocer es dejar de amar". La epidemia del síndrome del aceite toxico mostró la cara oculta de algunos personajes, y a los que entonces empezábamos a trabajar en ella nos enseñó la ilimitada capacidad de autoprotección de la propia administración y lo difícil que resulta movilizar voluntades cuando ello supone aventurarse por caminos inciertos.

En la investigación del agente causal de cualquier epidemia masiva la epidemiología suele desempeñar un papel importante. Es de resaltar que, siendo las autoridades sanitarias del momento conocidos especialistas en salud pública, no ejercieran el liderazgo del Sistema Sanitario, lo que supuso una proliferación de francotiradores que aumentaron el desconcierto y dificultaron el progreso de las investigaciones. En lugar de aglutinar equipos y concentrar esfuerzos se produjo una desbandada a la búsqueda del agente causal, y quién sabe si de la fama, del poder o del reconocimiento.

Resultaba llamativo que según la proximidad al ministro (científica, afectiva, administrativa, etc.) se aceptaran o rechazaran hipótesis. O que se suponga que a un ministro ­del que no constan especiales conocimientos de Medicina y menos de Microbiología­ se le pudiera ocurrir lo del "bichito que si se cae se mata". Y, desde luego, que los problemas del ámbito de la salud pública, a pesar de su marginalidad en el sistema sanitario, sean capaces de arruinar una carrera política.

No queremos dejar de lado la evocación de la Asamblea de la flamante Sociedad Española de Epidemiología celebrada en Valladolid en el otoño de 1981, y en la que el abordaje de la epidemia fue objeto de cuitas y subterfugios, más allá del debate técnico y profesional, limitado a una simple comunicación en una recóndita sala.

Colofón

Queremos advertir explícitamente que estas consideraciones no tienen pretensión de exhaustividad, ni menos aún carácter de conclusión alguna. Se trata, simplemente, de rescatar de la memoria, a riesgo de distorsionarlos, recuerdos que han aflorado estimulados por la iniciativa de la Revista Española de Administración Sanitaria y el foro de debate.

Por eso acabamos remarcando que una vez dirigidas las sospechas hacia el aceite, en ningún momento -que sepamos- se correlacionó el aceite requisado o canjeado con los estudios epidemiológicos realizados, lo que hubiera proporcionado unas muestras valiosísimas para la investigación toxicológica, e incluso para la judicial, y que la encuesta que desde los órganos oficiales de salud pública se diseñó para pasar a los afectados y para rellenar en función de las historias clínicas, al querer ser exhaustiva, resultó inoperante.

Felizmente, no parece que en estos momentos pudiera repetirse una situación parecida. La sociedad española ha cambiado mucho en estos 25 años y el sistema sanitario también, aunque los dispositivos de salud pública sigan conservando un carácter marginal, tanto porque suponen apenas entre el 1 y el 2% de los gastos sanitarios públicos, como porque sus actividades siguen siendo paralelas a la del conjunto de los servicios sanitarios, con los que, de acuerdo con el postulado de Euclides confluyen en el infinito.


En memoria de Sir Richard Doll, por las lecciones de compromiso sanitario y también de José María Francia que, puesto que tenía que ser algo muy gordo, buscaba la causa con prismáticos.

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