Language is the dress of thought
Samuel Johnson (1709-1784)
Sabemos que nuestro desarrollo académico depende, en gran medida, de acreditar una buena productividad científica. En otras palabras, de tener publicaciones. Por eso, quienes nos movemos en el mundo de la investigación científica necesitamos generar conocimiento y publicarlo. Pero antes de poder ver la luz, nuestros escritos pasarán por la mirada crítica de un comité de expertos, quienes juzgarán la calidad de nuestro trabajo a partir de lo que nosotros mismos expongamos en esos textos. Por esta sencilla razón es importante no solo qué hacemos, sino cómo lo decimos.
Hoy en día llegan a las revistas especializadas una enorme cantidad de trabajos, por lo que los editores se encuentran en la necesidad de seleccionar. Y lógicamente, a la hora de elegir, elegirán lo mejor, que no solo está dado por la investigación en sí misma, sino por el modo en que es transmitida. Con esto quiero decir que no alcanza con haber hecho un trabajo interesante, novedoso y de rigor científico, y haberlo escrito sin errores de ortografía. Esas son condiciones necesarias, pero no suficientes. También hay que ser capaz de comunicarlo de manera clara, simple, breve y amena, para que el editor considere que la publicación de ese artículo en su revista bien vale la pena. ¿Hay algo que uno pueda hacer desde la redacción para lograr eso? Decididamente, mi respuesta es «sí».
A lo largo de más de una década de trabajo como correctora de estilo de los trabajos que llegan a la Revista Argentina de Microbiología para su eventual publicación, pude identificar algunos de los obstáculos a los que nos enfrentamos los investigadores (sobre todo, los que nos movemos dentro de los confines de un laboratorio) a la hora de tener que volcar en palabras lo que hemos realizado y las principales conclusiones a las que hemos arribado. Es decir, de asumir el papel de comunicadores. Y me di cuenta de que estamos bastante bien formados para investigar y generar conocimiento, pero carecemos de las competencias o habilidades necesarias para comunicar de manera eficaz el conocimiento generado. Moldeados mayormente bajo un modelo de educación formal donde pasamos demasiadas horas escuchando hablar y muy pocas hablando, argumentando, se nos vuelve arduo y penoso tomar la palabra para convencer a los demás de que lo que hemos hecho es valioso y merece ser publicado. Los músculos que no se mueven tienden a atrofiarse, lo mismo pasa con la práctica social de la escritura: cuanto menos se escribe (y se lee), más cuesta escribir.
Pero hay buenas noticias: esa situación se puede revertir. Cisneros-Estupiñán y Olave-Arias3 mencionan una serie de mitos que circulan en torno al tema de la escritura de artículos científicos, que es preciso derribar. En primer lugar, estas autoras apuntan que el tiempo dedicado a la escritura no debe ser considerado un tiempo perdido, sino todo lo contrario, pues escribir es una forma de aprendizaje y de generar conocimiento. En segundo lugar, destacan que la escritura científica nada tiene que ver con la inspiración estética, sino que se orienta pura y exclusivamente a la efectividad, y que no se trata de «estar inspirado» (como se suele creer), sino de «estar concentrado», de tener en claro qué se quiere decir y de encontrar una forma efectiva de construir un discurso eficaz. Pero eso exige, como punto de partida, ser conscientes de que hay una cantidad de aspectos no visibles que subyacen a todo texto y que son decisivos en términos de eficacia. El artículo científico debe captar la atención del lector desde el título, y la debe mantener hasta el final. Además, debe ser cooperativo con el lector, ayudarlo, guiarlo, darle la mano. Tengamos en cuenta un «pequeño» detalle: el primer lector es el revisor o el editor. La organización del contenido de un artículo científico dentro de subtítulos adecuados y la presentación de los resultados dentro de paratextos (tablas, figuras, gráficos) simples y claros, con títulos breves y bien redactados, resulta fundamental.
En una publicación de 1981, Flower y Hayes esquematizaron y explicaron cómo funciona la mente humana para producir textos, en lo que hoy se conoce como «Modelo cognitivo de producción escrita»4. Quedó claro a partir de entonces que la producción textual es un proceso cognitivo complejo, en el que se conjugan varias operaciones mentales (de ahí lo de «cognitivo»), sin tener estas un orden específico pautado. Según este enfoque, existen algunos disparadores y condicionantes del proceso de escritura, que no es un proceso lineal sino recursivo, consumado básicamente por tanteo y error, y que discurre a través de tres fases o etapas: la de preescritura o planeamiento, destinada al acopio y la organización de la información para ir generando ideas; la de redacción o textualización, en la que ponemos en palabras las ideas generadas; y la de revisión, en la que verificamos que el texto expresa lo que en verdad queremos expresar (ni más, ni menos). Y si no lo hace, retrocedemos y volvemos a textualizar. Y recorremos este camino tantas veces como sea necesario. En materia de lingüística teórica, Chomsky2 había hecho algunos años antes un aporte fundamental al separar los conceptos de «competencia» (competence) y «actuación» (performance) —en el sentido de dominio del código escrito y despliegue de estrategias comunicativas, respectivamente— y reconocer que ambos son esenciales para una adecuada expresión escrita1.
A esta y a otras cuestiones vinculadas con la redacción científica, la producción de textos en general y el uso adecuado de la lengua nos referimos a lo largo del curso virtual «Competencias lingüísticas para la comunicación científica», ofrecido a través del aula virtual de la Asociación Argentina de Microbiología (AAM) desde 2017. La experiencia de los tres talleres presenciales que llevaron por nombre «Repensando la escritura científica» (años 2014, 2015 y 2016) representó un valioso aporte en el diseño de este curso virtual, que se desarrolla a lo largo de 8 semanas sobre la base de contenidos teóricos y actividades prácticas variadas. La finalidad de este curso es ayudar a quien esté interesado en mejorar su desempeño como autor (y también, como revisor de textos ajenos) a transitar un camino de reflexión y aprendizaje tendiente a superar las limitaciones antes planteadas, con el foco puesto en la adquisición de competencias comunicativas y lingüísticas sólidas. Ello implica acercase al texto como constructo teórico; reconocer la importancia de la gramática textual como contraparte fundamental de la gramática oracional; identificar las características discursivas de los textos científicos; entender cómo funciona la lengua en tanto código social compartido y cómo surge la noción de corrección y de normativa; reflexionar acerca de la influencia del idioma inglés —idioma clave en la transmisión del conocimiento moderno— sobre nuestras producciones escritas en español; identificar los errores ortotipográficos y gramaticales más frecuentes y conocer cómo se pueden resolver dudas idiomáticas puntuales, entre otros temas.
Desde la AAM, invitamos a quienes se identifiquen con esta necesidad de mejorar sus producciones textuales con diversos fines (incluido el de «aprender a vender mejor» su propio trabajo o proyecto) a sumarse a las próximas ediciones de este curso.
Amigarse con la palabra; amigarse con la lengua. Acercarse de buen grado a ella para advertir que se trata de un tejido social vivo, complejo, vasto, dinámico, que lo hacemos de a poquito entre todos. Y percatarse de que está allí, esperando ser comprendida y valorada. Casi diría, un poquito amada. Creo que ahí reside la clave para que el acto de generar textos científicos resulte una experiencia enriquecedora y placentera, en lugar de una pesada obligación profesional.