Entre los objetivos de la investigación en bioética destaca la elaboración de pautas metodológicas que faciliten el análisis y la resolución de los conflictos de tipo ético (o bioético) que con frecuencia surgen en la práctica clínica. Dichas pautas deben ser respetuosas con los derechos socialmente reconocidos de las personas y deben traducirse en guías de actuación útiles para llegar a acuerdos entre las personas implicadas en una relación sanitaria concreta. La labor de los comités de ética asistencial (CEA), que ya existen en numerosos centros de salud, es una buena muestra de elaboración y aplicación de esas guías, similares, en cuanto a su utilidad, a los protocolos que suelen usarse en la toma de decisiones clínicas. Sin perder de vista, naturalmente, que cualquier guía o protocolo debe revisarse periódicamente tanto en función de los avances biosanitarios o biotecnológicos como de los cambios legislativos en una comunidad determinada. Además, esas guías deberían contrastarse frecuentemente con la experiencia; es decir, que precisan de un feedback continuo con los profesionales sanitarios, las asociaciones de usuarios de la sanidad y con las propias instituciones a fin de verificar su utilidad práctica real su capacidad para ayudar efectivamente a resolver conflictos y generar acuerdos, y no para encresparlos, y por consiguiente deberían modificarse en aquello que la experiencia aconseje.
A diferencia de las ya numerosas propuestas de resolución de conflictos que se han formulado desde diferentes ópticas1, las citadas guías deben atender a situaciones concretas o a tipologías clínicas precisas; deben, en consecuencia, alejarse de abstracciones o de generalizaciones excesivas y, por lo tanto, escasamente útiles para centrarse en los conflictos bioéticos más comunes o que mayores angustias y dificultades generan en la práctica asistencial.
En esta línea, el presente artículo propone una guía para la toma de decisiones de limitación del esfuerzo terapéutico que permita abordar desde la perspectiva bioética las diferentes circunstancias en las que este tipo de decisiones suele plantearse, atendiendo de modo especial al papel que en estas difíciles decisiones pudieran desempeñar los comités de ética asistencial.
De manera general, y aunque no existe unanimidad en su significado y en su alcance, la expresión decisiones de limitación del esfuerzo terapéutico (LET) suele referirse a las decisiones que tendrían como objetivo no instaurar o suprimir (en terminología inglesa, la más adoptada, withholding o withdrawal, respectivamente)2, en el caso de que ya se hubieran instaurado, alguna o algunas actuaciones sanitarias de soporte vital en un determinado enfermo. Según las bien conocidas Guidelines del Hastings Center estadounidense, por actuaciones o medidas de soporte vital debe entenderse cualquier intervención médica, procedimental o farmacológica, realizada en un paciente con el objetivo de retrasar su proceso de morir, con independencia de que dicha intervención se efectúe en relación con la patología de base o con el proceso biológico causal, o no3. La citada guía precisa, además, que en la denominación de medidas de soporte vital se incluye, por lo menos, la reanimación cardiopulmonar, la conexión a un respirador, la hemodiálisis, la administración de antibióticos en determinadas circunstancias, el uso de hemoderivados y la nutrición e hidratación enteral o parenteral4.
En este punto, es importante introducir algunas precisiones que, desde la perspectiva bioética, parecen enormemente necesarias. Son las siguientes:
Una larga tradición en medicina entiende que si un médico tiene a su disposición determinados medios tecnológicos o farmacológicos debe usarlos en todos los casos. Esa actitud se conoce como imperativo tecnológico y puede ejemplificarse así: si se dispone de un desfibrilador, debe intentarse la reanimación de un paciente en cualquier circunstancia. Resulta obvio que desde esta perspectiva no tiene sentido hablar de decisiones de LET. Ocurre, sin embargo, que la bioética contemporánea no se inscribe en esta tradición y, por lo tanto, no comparte esa perspectiva, esa manera de mirar al enfermo, perspectiva que, por otra parte, entró en crisis paralelamente con el gradual proceso de reconocimiento de los derechos de las personas enfermas, derechos entre los cuales se incluye el de no aceptar cualquier actuación sanitaria cualesquiera que sean las consecuencias que puedan derivarse de esa no aceptación.
En este contexto, resulta oportuno algún comentario acerca del lugar que la tecnología y la farmacología ocupan en la reflexión y en la práctica médica. Junto con la evidente e indiscutible percepción de la tecnología o la farmacología como un poderoso instrumento para conseguir incrementar o por lo menos mantener la calidad de vida de los pacientes, debe tenerse igualmente presente que esa misma tecnología puede acabar imponiendo su propia lógica especialmente originando o promoviendo hábitos de conducta en los profesionales sanitarios por encima de otras consideraciones centradas en la autonomía de las personas enfermas. La reflexión bioética debe poner de relieve que los diferentes y cada vez más potentes medios tecnológicos o farmacológicos de los que el médico dispone son solamente un medio entre otros y que lo que debe considerarse prioritario es la valoración global de las condiciones de salud de un enfermo concreto, sus expectativas de supervivencia y su calidad de vida; lo contrario sería subordinar el análisis racional y razonable de cada caso concreto a la disponibilidad o no de un determinado medio tecnológico o de un producto farmacológico.
Por otra parte, con frecuencia se ha insistido en que las decisiones de no iniciar o de suprimir un tratamiento de soporte vital no se sitúan en el mismo plano moral, con la consecuencia de que habitualmente resulte menos problemático o menos conflictivo para un médico tomar la decisión de no poner en marcha esas medidas que retirarlas si ya se hubieran instaurado5. Esa distinción no puede mantenerse desde la bioética actual, porque la finalidad de ambas acciones es la misma, son decisiones de LET que encierran idéntica consideración y valoración desde la perspectiva ética y ambas pueden tener, atendiendo a las circunstancias concretas de un enfermo, legitimidad ética. Lo que sí resulta innegable, desde luego, es que existe entre ambas acciones una importante y evidente diferencia emocional: en general suele generar un menor impacto emocional, o resulta emocionalmente menos estresante, no iniciar que suprimir medidas de soporte vital, aunque en ambos casos la consecuencia prácticamente segura será la muerte del paciente.
Sin embargo, los profesionales sanitarios deben ser capaces de distinguir esos dos niveles, coincidentes pero no idénticos: el nivel de la racionalidad el nivel de la reflexión ética acerca de la mejor conducta a seguir y el nivel de las emociones que las decisiones difíciles inevitablemente originan. De no hacerse así, si todo se mezcla y se confunde, las decisiones médicas pueden acabar dependiendo del grado de malestar emocional o de la intensidad de la angustia que un profesional concreto experimente, o que prevea que experimentará, en función de una u otra decisión, con lo que se puede fácilmente perder de vista cuál es el objetivo de las medidas y procedimientos de soporte vital y en qué casos su implementación o su mantenimiento carecerían de justificación ética.
A lo escrito hasta aquí cabe añadir que tanto en el ámbito de la bioética como en el de la medicina existe, en la actualidad, un consenso suficiente en considerar que la nutrición y la hidratación artificiales, mediante procedimientos enterales o parenterales, constituyen decisiones y actuaciones médicas que, como todas, pueden ser rechazadas por determinados pacientes en virtud de sus decisiones autónomas. Si bien en líneas generales se considera inmoral permitir que alguien muera de hambre o de sed pudiendo evitarlo, en el contexto clínico no es lo mismo. Por una parte, porque dichas actuaciones pueden ocasionar, a determinados pacientes, perjuicios que excedan los beneficios que se buscan instaurándolas y, por otra, porque podrían ser contrarias a la voluntad manifestada por un paciente6.
Propuesta de una guía para la toma de decisiones de limitación del esfuerzo terapéutico
De acuerdo con el diagrama de flujo que se muestra en la figura 1, debemos comenzar distinguiendo entre dos supuestos básicos a los que, para simplificar, denominaremos pacientes suficientemente autónomos y pacientes que presentan autonomía significativamente reducida o claramente inexistente.
Figura 1. Guía para la toma de decisiones de limitación del esfuerzo terapéutico.
El supuesto 1 resulta en principio menos conflictivo porque es la propia persona enferma la que establece directamente y por sí misma a qué actuaciones médicas consiente y a cuáles no. Ésa y no otra es la finalidad del consentimiento (o del no consentimiento, no se olvide) informado. La guía de conducta en este caso debería ser, pues, que si no existen dudas razonables acerca de la capacidad de un paciente para tomar una decisión de LET lo cual no tiene que ver con lo acertado o lo equivocado de esa decisión en opinión del médico responsable de ese mismo paciente o de otros profesionales sanitarios, se debe seguir la voluntad del paciente y actuar acorde con ella de la manera más adecuada.
El supuesto 2 toma en consideración algo muy frecuente en la práctica clínica como son las situaciones en que un enfermo ha perdido su autonomía personal y no es previsible que la recupere con posterioridad; el caso más típico es el que ejemplifican los pacientes con demencias tipo Alzheimer, fallo multiorgánico o estado vegetativo permanente7,8, por citar sólo los casos más notorios9. O bien, las situaciones en que los pacientes nunca han sido autónomos, como es el caso de los niños. En ambos casos, otras personas distintas del propio enfermo deben tomar decisiones en lugar de éste (lo que técnicamente suele llamarse decisiones por sustitución), con lo que la potencial conflictividad del caso aumenta de forma notoria. Pero también en este marco las decisiones de LET pueden contar con legitimidad ética.
En este mismo supuesto 2, se debe tener en cuenta un elemento clave como es en el caso de pacientes que anteriormente han gozado de autonomía la existencia o no de un documento de voluntades anticipadas vigente y que ha sido suscrito por el propio enfermo. En este tipo de documentos, el ciudadano enfermo o no puede manifestar su voluntad en el sentido de que si en el futuro se encuentra en determinadas condiciones de salud, expuestas con precisión en el propio documento, el médico que le atienda decida, respetando la voluntad de este ciudadano, la limitación de esfuerzos terapéuticos permitiendo con ello que el proceso de muerte tenga lugar de la manera más acorde posible con los valores y las prioridades de este ciudadano. Parece evidente, pues, que si este documento existe, su contenido debe respetarse y los profesionales sanitarios deben actuar en consecuencia.
Pero de momento esos documentos de voluntades anticipadas son todavía escasos, y aunque con toda probabilidad su número irá aumentando, actualmente las situaciones más frecuentes son aquellas en las que no existe constancia de la voluntad del paciente, lo cual puede deberse a numerosas causas. La cuestión es ¿cómo actuar entonces?
Por lo general, en el punto de partida de un proceso que puede acabar en una decisión de LET suele haber una indicación médica de LET basada en consideraciones acerca de la inutilidad (término más habitual entre nosotros que el anglicismo futilidad, traducción de futility) de actuaciones médicas posibles, en el sentido de que se dispone de los apropiados recursos tecnológicos o farmacológicos, pero que con toda probabilidad no podrán revertir el proceso mórbido que afecta al paciente. De modo más preciso, podemos considerar inútiles (o fútiles) las actuaciones o procedimientos médicos cuya aplicación o instauración en un determinado paciente se desaconseja porque son clínicamente ineficaces, no mejoran el pronóstico, los síntomas o las enfermedades intercurrentes, o bien porque con toda probabilidad su aplicación o instauración ocasionaría perjuicios personales, familiares, económicos o sociales desproporcionados en relación con el beneficio que se persigue10. Otras definiciones que se han propuesto del término inutilidad insisten en que se trata de medidas que sólo prolongan la dependencia de los enfermos respecto de algún mecanismo de soporte vital o que únicamente mantienen una situación clínica de "coma permanente"11,12.
Puestos a complicar más el cuadro, cualquier consideración que pueda conducir a una indicación de inutilidad de actuaciones médicas no estrictamente paliativas en un paciente concreto se ve obligada a introducir argumentos basados en el pronóstico y en la calidad de vida, a lo que debe añadirse, además, la propia experiencia de los médicos responsables del enfermo en situaciones parecidas. Aunque el término inutilidad o futilidad no puede pretender una precisión que vaya más allá de la que proporcionen la estadística, la experiencia de los médicos o las expectativas de mejora o no de la calidad de vida en comparación con la que presenta el paciente tras su ingreso, resulta del todo inevitable efectuar este tipo de estimaciones y aceptar de entrada la incertidumbre en el pronóstico, lo cual, por otra parte, es algo habitual en medicina.
El paso siguiente es exponer con honestidad (incluida, por lo tanto, en esa exposición la incertidumbre que se acaba de mencionar) al representante o a los responsables del paciente* la indicación de inutilidad si ésta es la conclusión a la que ha llegado el médico o el equipo asistencial que trata al paciente y buscar con ese representante o esos responsables del enfermo el consenso en la decisión. Por sus potencialmente importantes repercusiones prácticas resulta conveniente distinguir entre el representante, que es la persona, familiar o no, designada por el paciente mediante alguno de los procedimientos establecidos al efecto, y los responsables del paciente, que son las personas a quienes, en ausencia de un representante formal, la sociedad considera como las más cercanas al paciente. En caso de disparidad de opiniones, debe tenerse en cuenta que el interlocutor válido y necesario del médico será el representante expresamente nombrado por el propio paciente. Si se alcanza un consenso, una decisión de LET debería considerarse suficientemente legitimada, por lo que su puesta en práctica sería una actuación éticamente correcta. Si, por el contrario, a pesar de repetidos intentos no se alcanza el consenso entre los protagonistas a los que se acaba de aludir, habrá que continuar con las pertinentes medidas de soporte vital, o instaurar las que la situación clínica del paciente aconseje, hasta que su inutilidad acabe haciéndose evidente para todos los implicados; a este fin, deberán establecerse o recomponerse, si es preciso, los cauces de diálogo que permitan una posible reconsideración de la decisión. Así se conseguiría, cuando menos, que una ulterior y muy probable decisión de LET si la evolución del estado de salud del paciente transcurre por los cauces previstos en el pronóstico médico sea mejor asumida y aceptada, incluso emocionalmente, por el entorno del paciente, con lo que podrían evitarse o atenuarse sentimientos de culpabilidad, o la percepción en personas de este mismo entorno de que no se les ha tenido suficientemente en cuenta en una decisión tan importante para el devenir del paciente.
Si, en cambio, no existen o no se aportan argumentos que justifiquen una indicación médica de LET, o bien si no existe consenso en el seno del equipo asistencial que atiende al paciente acerca de la mejor conducta a seguir, pero existe una petición razonable formulada por el representante del paciente o por sus responsables en el sentido de limitar las actuaciones médicas de soporte vital u otras, nos encontramos con que el conflicto surge en el momento en que este equipo asistencial no acepta la decisión por sustitución que se le propone. Esa situación puede llevar fácilmente a un conflicto de absolutos que haga inviable cualquier acuerdo, con lo que es probable que el tema acabe en el juzgado de guardia. La guía de actuación que aquí se propone intenta evitar esta situación extrema, para lo cual se recomienda que las circunstancias del caso se sometan a la consideración y al arbitraje del comité de ética asistencial del centro de salud en el que se está atendiendo al paciente. Este comité, tras oír por separado los argumentos de las partes en conflicto, debería adoptar según su propia metodología de trabajo una recomendación que podría justificar una decisión de LET. Previamente, sin embargo, es preciso que exista el acuerdo unánime de que todos los implicados aceptarán la recomendación de este comité con independencia de cuál sea ésta. La experiencia de personas que forman parte de un comité de ética asistencial coincide en que, en general, recurrir a él suele ser una posibilidad más aceptada que trasladar el problema al ámbito judicial.
Conclusión
No podemos pretender ni esperar que la legislación en el ámbito sanitario resuelva en todos los casos cómo debe actuar un profesional sanitario o un equipo asistencial. No es ésa tampoco la finalidad de la ley. Lo que se ha querido poner de relieve con la anterior propuesta es que en determinadas circunstancias una decisión de limitación del esfuerzo terapéutico puede tener justificación ética sería, pues, en este sentido, legítima desde el momento en que se fundamenta en el respeto a los derechos de las personas enfermas, entre los cuales cabe destacar aquí el derecho a que se respeten las decisiones de las personas tomadas en virtud de su autonomía personal y el derecho a no sufrir perjuicios evitables. Seguramente la cuestión resulta más obvia cuando el propio paciente puede decidir por sí mismo de forma inmediata o cuando su decisión consta claramente en un documento de voluntades anticipadas, porque debemos suponer que en el momento de formalizarlo ejerció su derecho con plena capacidad para hacerlo.
Desde luego, todo ello se vuelve más complejo cuando el paciente no puede tomar decisión alguna ni tampoco lo ha hecho con anticipación, por no poder o no querer hacerlo. Para esos supuestos sin duda más numerosos de lo que sería deseable se ha planteado una pauta de actuación desde la perspectiva bioética que sea a la vez respetuosa con las personas enfermas, con sus representantes o responsables y con los profesionales sanitarios que les atienden, y que busque alcanzar el máximo consenso posible y evite el enfrentamiento o el conflicto de absolutos al que antes se ha hecho referencia, enfrentamiento o conflicto que nos conduciría, en la mayor parte de los casos, a dilemas irresolubles y, en definitiva, a la frustración y el malestar de unos u otros.