El derecho como instrumento indispensable de la gestión de riesgos sanitarios
A nadie se le escapa que el Derecho ostenta actualmente un papel protagonista en el ejercicio de la actividad sanitaria. Este mayor protagonismo que cada día toma el Derecho no es exclusivo de la sanidad, sino que es una consecuencia de la mayor complejidad que muestran las sociedades modernas. Sin embargo, en el ámbito de la sanidad esta progresión se aprecia de manera muy palpable, en la medida que, como señala la doctrina, los profesionales de la sanidad son víctimas de su propio éxito, ya que el avance de la Medicina es apreciado por los profanos como un derecho a la curación, por lo que el fracaso del tratamiento médico se considera ya como equivalente a una actuación incorrecta. Puede afirmarse, sin temor a equivocarnos, que el Derecho es un compañero necesario en el complejo camino del ejercicio clínico de la Medicina y, en general, en el ejercicio de las profesiones sanitarias.
Por ello, resulta paradójica la escasa participación que, hasta la fecha, han tenido en la gestión de riesgos sanitarios los profesionales del Derecho. Por razones seguramente culturales, la actuación del Derecho en el ámbito del desarrollo de la actividad sanitaria ha quedado relegada, habitualmente, a un momento posterior al surgimiento del problema. Es decir, cuando surge la reclamación o denuncia, cuando el centro hospitalario o su personal son citados ante un órgano judicial, interviene por primera vez el Derecho o mejor dicho, los expertos que se dedican a su ejercicio. Por el contrario, en otros sectores la intervención de los abogados y asesores jurídicos se produce en un momento previo al acontecimiento adverso con el fin, precisamente, de evitarlo o, al menos, minimizar sus consecuencias (1).
Dentro de esta necesaria participación del Derecho y, en concreto, de los profesionales de tal rama del conocimiento destaca la necesaria interpretación y adaptación de las diferentes normas que se van aprobando y que tienen especial incidencia en el ejercicio de la Medicina a la labor de la gestión de riesgos sanitarios. Entre dichas nuevas normas destaca, por su carácter básico y su contenido, la reciente Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica1 (en adelante, Ley de autonomía del paciente).
Valoración crítica de la Ley de autonomía del paciente
La Ley de autonomía del paciente supone un importante avance en la regulación y el desarrollo de los derechos de los pacientes, sobre todo, si tenemos en cuenta que la anterior regulación de los derechos de los pacientes que se recogía en el artículo 10 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad2, mostraba bastantes imprecisiones y no era demasiado clara, lo que había dado lugar a una interpretación no uniforme por parte de los tribunales. A tales efectos, resultaba especialmente confuso lo dispuesto en el apartado 5 del citado artículo 10 con relación al derecho a la información terapéutica, ya que las obligaciones legales que aparecían plasmadas en él no sólo eran de imposible o, al menos, de muy difícil cumplimiento en la práctica clínica diaria, sino que, además, contradecían el tenor de la propia Constitución y de la doctrina emanada del Tribunal Constitucional, como vamos a comprobar de inmediato.
En efecto, el mencionado apartado 5 señalaba que todo proceso entiéndase, clínico debía ir precedido de información verbal y, además, escrita. Tal exigencia era, por ejemplo, imposible de aplicar en ámbitos de la medicina tales como el de la atención primaria, en el que la carga asistencial impide, en muchas ocasiones, un tiempo de consulta adecuado, por lo que difícilmente era viable que todo paciente, además de ser valorado clínicamente, fuera informado por escrito del tratamiento que le era prescrito en cada una de las visitas.
Igualmente, el mismo apartado 5 señalaba que el médico estaba obligado a facilitar al paciente información completa sobre el proceso clínico, lo que, desde el punto de vista del exclusivo bienestar del paciente, no parecía muy adecuado, ya que, en ocasiones, las circunstancias concretas del paciente exigían una información matizada o adaptada a tales circunstancias. La exigencia era especialmente problemática en la comunicación de diagnósticos fatales en los que las posibilidades de tratamiento eran escasas.
Téngase en cuenta, además, que tal sacralización de la forma escrita como medio de cumplimiento del deber de información ha perjudicado notablemente la relación médico-paciente. Así, Pelayo3 señala que esta implantación generalizada de los protocolos de consentimiento informado, conforme a lo que parecía exigir la propia Ley General de Sanidad, no implica, necesariamente, que se esté cumpliendo mejor con este deber legal. Cita el mismo autor un estudio en el Reino Unido sobre los protocolos de consentimiento informado, el cual permite concluir que éstos se han convertido en un mero recurso procesal contra las reclamaciones judiciales. Estos protocolos han evolucionado a remolque de la jurisprudencia en un intento de exonerar de responsabilidad a los médicos, los enfermeros y los directivos de los centros hospitalarios. Por eso, el autor señala que lo que en realidad está ocurriendo es que los médicos han conseguido domesticar el principio del consentimiento informado. Esta sacralización de los protocolos dio lugar en Estados Unidos a lo que se denominó "modelo puntual de consentimiento informado", en virtud del cual lo importante era obtener la firma del paciente, en perjuicio de la satisfacción de su derecho a recibir información.
Por otro lado, y siguiendo con el apartado 5 del artículo 10, en él se señalaba que la información terapéutica debía de ser facilitada no sólo al paciente, sino, además, a sus familiares o allegados, lo cual constituía una infracción evidente del derecho a la intimidad y un llamamiento legal al deber de secreto profesional que recae sobre el personal médico y sanitario en general. Los datos sanitarios del paciente son datos que afectan muy directamente a la esfera de intimidad personal y, en consecuencia, su transmisión a personas distintas del paciente debe exigir el previo consentimiento del mismo, salvo en supuestos muy excepcionales, tales como la salud pública. Los datos sanitarios, como nos recuerda la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal (BOE 14-XII-99), son datos especialmente protegidos, lo que determina un régimen más restringido de tratamiento, conservación y cesión. Además, los términos en los que se expresaba el apartado 5 del artículo 10 de la Ley General de Sanidad se contradecían con lo dispuesto en el apartado 3 del mismo artículo, en el que se declaraba que el paciente tenía derecho a la confidencialidad de toda la información relacionada con su proceso y con lo dispuesto en el artículo 61 de la misma Ley que señalaba que debe quedar plenamente garantizado el derecho del enfermo a su intimidad personal y familiar y el deber de guardar el secreto por quien, en virtud de sus competencias, tenga acceso a la historia clínica. De este modo, la Ley General de Sanidad recogía el derecho a la confidencialidad de los datos del paciente para, a continuación, proclamar que la información terapéutica debía ser facilitada tanto al paciente como a sus familiares.
Resultaba también problemático lo dispuesto en el apartado 6 del mismo artículo 10, en el que se disponía que no era preciso el consentimiento informado del paciente ni cuando él mismo esté incapacitado para tomar decisiones, ni cuando la urgencia de la situación no permita demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento. Pues bien, al recoger en 2 puntos distintos ambas excepciones a la necesidad de consentimiento informado previo del paciente, se alcanzaba la conclusión de que, en aquellos casos en los que el paciente no estuviera incapacitado, pero que su vida o integridad física o psíquica estuviera sujeta a peligro, era posible aplicar el tratamiento en contra de su voluntad. Téngase en cuenta que el legislador trataba ambas excepciones de manera individualizada, de manera que para la aplicación de la excepción al consentimiento previo del paciente bastaba con que concurriera una de ellas. Tal conclusión que resultaba del tenor literal del artículo contradecía lo que ya había reconocido el propio Tribunal Constitucional, el cual señala en su Sentencia 120/1990, de 27 de junio (caso de los reclusos del Grapo en huelga de hambre), que el derecho a la vida y a la integridad física y moral que consagra el artículo 15 de la Constitución quedaría afectado cuando se imponga a una persona asistencia médica en contra de su voluntad, que puede venir determinada por los más variados móviles, no sólo por el de morir. Pese a los términos en los que se expresa esta doctrina constitucional, del artículo 10.6 resultaba la posibilidad de aplicar a un paciente capaz un tratamiento médico por el hecho de que la urgencia no permitía demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento.
En todo caso, no debe olvidarse que la Ley 41/2002 no deroga íntegramente el citado art. 10 de la Ley General de Sanidad, sino tan sólo los apartados que se refieren a los derechos que regula aquélla, tales como el derecho a la información terapéutica, a autorizar el tratamiento o a acceder a la documentación clínica. En concreto, la disposición derogatoria única de la Ley 41/2002 dispone, literalmente, que quedan derogados los apartados 5, 6, 8, 9 y 11 del art. 10, el apartado 4 del art. 11 y el art. 61 de la Ley 14/1986, General de Sanidad.
Pues bien, la nueva Ley de autonomía del paciente salva todos estos problemas, por lo que puede afirmarse que la nueva norma supone un progreso importante en materia de regulación de los derechos y deberes de los pacientes. Además, la nueva regulación tampoco puede suponer sorpresa alguna, ya que es claramente heredera de la doctrina que sobre información y documentación clínica han venido manteniendo los diferentes autores especializados en Derecho sanitario y los propios tribunales de Justicia. Dado lo confuso de la regulación contenida en la Ley General de Sanidad, desde la misma publicación de esta última se fue creando un importante cuerpo jurisprudencial y doctrinal que ha complementado los déficit de regulación de aquélla.
Entre otros aspectos positivos, podemos destacar que la nueva Ley habla ahora de información adecuada, es decir, de información ajustada a las circunstancias personales, familiares o sociales del paciente. Así, el artículo 4.2 de ésta señala, literalmente, que "la información clínica forma parte de todas las actuaciones asistenciales, será verdadera, se comunicará al paciente de forma comprensible y adecuada a sus necesidades y le ayudará a tomar decisiones de acuerdo con su propia y libre voluntad".
Por lo tanto, el médico recupera parte de la potestad que ya tenía antes, en virtud de la cual, podía decidir, en beneficio del paciente, suministrar la información de manera progresiva o de manera ajustada a las circunstancias del paciente. La información no deja de ser verdadera, pero se permite su matización con el fin de impedir un daño moral al paciente.
También, la nueva regulación establece que la información que el profesional sanitario debe facilitar al paciente será esencialmente verbal, de manera tal que se vuelve a recuperar la importancia que reviste el diálogo entre médico y paciente en detrimento del, en muchas ocasiones, puro formalismo que representa la firma del denominado protocolo de consentimiento informado. El artículo 4.1 señala, literalmente, que "la información, que como regla general se proporcionará verbalmente dejando constancia en la historia clínica, comprende, como mínimo, la finalidad y la naturaleza de cada intervención, sus riesgos y sus consecuencias", añadiendo, a continuación, el artículo 8.2 que "el consentimiento será verbal por regla general".
La Ley 41/2002 convierte en piedra angular de la relación médico-paciente al diálogo, como ya se habían encargado de proclamar nuestros Tribunales de Justicia, con independencia de que la Ley General de Sanidad exigiera una información tanto verbal como escrita. Para nuestros tribunales la información verbal podía y, más aún, en muchos casos debía gozar de los mismos efectos legales que la escrita.
Por otro lado, la nueva Ley corrige igualmente el problema planteado por el apartado 6 del artículo 10 de la Ley General de Sanidad, al disponer en su artículo 5.1 que también serán informadas las personas vinculadas a él, por razones familiares o de hecho, en la medida que el paciente lo permita de manera expresa o tácita. Así pues, a diferencia de lo que se establecía en la regulación anterior, la nueva Ley exige que el paciente autorice, expresa o tácitamente, que sus familiares sean informados, de lo que resulta que si el paciente deniega tal posibilidad, debe mantenerse el secreto médico incluso frente a los familiares. Así, la Sección Cuarta de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional declaraba en sentencia de 22 de octubre de 2003 que el diálogo con el paciente acerca de los riesgos en una intervención quirúrgica es más importante que la constancia escrita del consentimiento en la historia clínica. Añadía el mismo tribunal que el paciente recibió la información adecuada a las operaciones realizadas, sin que la falta de localización en la historia del consentimiento escrito pueda considerarse relevante.
Igualmente, la nueva norma recoge una regulación bastante precisa del acceso a la historia clínica por el paciente, señalando, frente a la ambigüedad con la que se expresaba la Ley General de Sanidad, que el paciente tiene derecho de acceso a toda la documentación que integra la historia clínica, con la excepción de las anotaciones subjetivas y los datos de terceros. El artículo 18.1 dispone que "el paciente tiene el derecho de acceso, con las reservas señaladas en el apartado 3 de este artículo, a la documentación de la historia clínica y a obtener copia de los datos que figuran en ella". Aunque puede resultar sorprendente, la discusión acerca de la titularidad y acceso a la historia clínica no ha quedado zanjada hasta que la Ley 41/2002 ha reconocido de manera categórica que los pacientes tienen derecho a acceder a su historial. La anterior regulación que se contenía en la Ley General de Sanidad arts. 10 y 61 no concretaba en qué condiciones y a qué parte de la historia clínica podían acceder los pacientes, lo que en la práctica determinaba que fuera habitual que muchos centros sanitarios denegaran a los pacientes la obtención de una copia de su historial clínico4.
Por lo que se refiere al acceso por terceros, el artículo 18.4 declara que "los centros sanitarios y los facultativos de ejercicio individual sólo facilitarán el acceso a la historia clínica de los pacientes fallecidos a las personas vinculadas a él, por razones familiares o de hecho, salvo que el fallecido lo hubiese prohibido expresamente y así se acredite", añadiendo, a continuación, que "en cualquier caso el acceso de un tercero a la historia clínica motivado por un riesgo para su salud se limitará a los datos pertinentes". Concluye el mismo precepto disponiendo que "no se facilitará información que afecte a la intimidad del fallecido ni a las anotaciones subjetivas de los profesionales, ni que perjudique a terceros".
En relación con la misma regulación de la historia clínica, resulta especialmente interesante el artículo 15 que recoge cuál debe ser su contenido mínimo. Dicho precepto dispone que el contenido mínimo de la historia clínica será el siguiente: la documentación relativa a la hoja clínico-estadística, la autorización de ingreso, el informe de urgencia, la anamnesis y la exploración física, la evolución, las órdenes médicas, la hoja de interconsulta, los informes de exploraciones complementarias, el consentimiento informado, el informe de anestesia, el informe de quirófano o de registro del parto, el informe de anatomía patológica, la evolución y planificación de cuidados de enfermería, la aplicación terapéutica de enfermería, el gráfico de constantes y el informe clínico de alta.
Sin embargo, la nueva regulación también supone un incremento de los deberes legales para los profesionales. En este sentido, la falta de concreción de la norma anterior determinaba, en muchas ocasiones, una relajación por parte de los poderes públicos (tanto tribunales de Justicia como Administración Pública) en la exigencia del cumplimiento de dichos deberes en la práctica asistencial. Con la actual normativa quedan aclarados cuáles son los deberes que incumben al clínico, por lo que la adaptación de la actividad a dichas exigencias legales es ya clara.
La incidencia de la Ley de autonomía del paciente en el deber de información
A continuación vamos a proceder a destacar en qué medida las novedades que aporta la Ley de autonomía del paciente inciden en la práctica clínica y, en consecuencia, deben ser atendidas por la gestión de riesgos sanitarios, debiendo ser incluidas o, al menos, valoradas en los programas de gestión de riesgos que se desarrollen.
A los efectos de introducir mayor claridad en la exposición, y siguiendo el propio tenor de la Ley de autonomía del paciente, vamos a distinguir entre el deber de informar y el deber de respetar la autonomía del paciente o de obtener el previo consentimiento informado.
Antes de ello, es preciso recordar que el artículo 2 de la Ley de autonomía del paciente, en el que se recogen los principios básicos de la nueva regulación, dispone en su apartado 6 que "todo profesional que interviene en la actividad asistencial está obligado no sólo a la correcta prestación de sus técnicas, sino al cumplimiento de los deberes de información". Así pues, es importante conocer y transmitir a los profesionales que los deberes de información asistencial y de respeto a la autonomía del paciente constituyen, no una mera recomendación o propuesta bioética, sino una obligación legal cuyo incumplimiento no sólo genera el incumplimiento de un mero deber legal, sino que, además, genera responsabilidad que aunque puede ser de distinta intensidad (civil, penal o disciplinaria), no por ello deja de ser responsabilidad. Nuestro Tribunal Supremo viene declarando que el derecho del paciente al consentimiento informado implica un correlativo deber por parte del médico que se integra, como un acto médico más, entre las obligaciones del médico. Así, el Tribunal Supremo ha declarado que "deontológica y legalmente, todo facultativo de la medicina, especialmente si es cirujano, debe saber la obligación que tiene de informar de manera cumplida al enfermo acerca de los posibles efectos y consecuencias de cualquier intervención quirúrgica y de obtener su consentimiento al efecto, a excepción de presentarse un supuesto de urgencia que haga peligrar la vida del paciente o pudiera causarle graves lesiones de carácter inmediato".
Por lo tanto, desde el punto de vista de la responsabilidad profesional, cumplir con el consentimiento informado tiene tanta importancia como cualquiera otra de las exigencias que se derivan de la lex artis, tales como contar con los conocimientos o medios materiales y personales necesarios.
Por lo que se refiere al deber de información asistencial, las novedades principales que introduce la nueva Ley en la gestión del riesgo sanitario son las siguientes:
La información va más allá de la mera petición de autorización del consentimiento para un acto clínico
La nueva Ley distingue de forma muy precisa y adecuada entre el deber de información terapéutica y el deber de obtener del paciente el consentimiento o autorización para la práctica del acto clínico. Así, en el artículo 3 dedicado a recoger la definición legal de los conceptos que son luego manejados en el resto del articulado se define, por un lado, el consentimiento informado y, por el otro, la información clínica, señalando que esta última es todo dato, cualquiera que sea su forma, clase o tipo, que permite adquirir o ampliar conocimientos sobre el estado físico y la salud de una persona, o la forma de preservarla, cuidarla, mejorarla o recuperarla.
En este mismo sentido, la nueva Ley dedica un capítulo en concreto, el Capítulo II a la regulación del derecho de información sanitaria o asistencial, y otro a la regulación del consentimiento informado en concreto, el Capítulo IV que lleva por título "El respeto de la autonomía del paciente".
Tal distinción es correcta, sobre todo, porque tiene como fundamento el hecho de que el deber de información no debe quedar circunscrito a los casos en que es preciso obtener del paciente su consentimiento, sino que se trata de un deber que debe ser cumplido durante todo el proceso asistencial, con independencia de que sea necesaria o no dicha autorización del paciente. Se trata de un deber que debe ser facilitado de manera gradual a lo largo de todo el proceso asistencial. La información clínica o asistencial va más allá del consentimiento informado, ya que no es un documento o papel determinado o el mero acto de firma o autorización de la intervención. En este proceso, que se desarrolla en el seno de la relación médico-paciente, se conocen los interlocutores, y el paciente se prepara para conocer la verdad sobre su enfermedad y para tomar las decisiones necesarias. Para que el paciente participe en la toma de decisiones es necesario que tenga información durante todo el proceso. Además, la enfermedad es un proceso largo en el que hay que tomar muchas decisiones, una de mayor importancia que otras, y lo adecuado es que el médico proponga cada una de ellas al paciente para que éste decida.
A la vista de tal diferencia, podemos concluir, como primera incidencia de la nueva Ley en la gestión de riesgos sanitarios, que todo programa de gestión debe ir más allá de la mera finalidad de implantar protocolos de consentimiento informado en los diferentes servicios y centros, sino que debe buscar como objetivo crear una cultura en los centros que permita entender que este proceso de diálogo, que se desarrolla a través del cumplimiento del deber de información asistencial, es una garantía de calidad asistencial que, además, ahora se configura ya como un auténtico deber legal.
En definitiva, la gestión de riesgos sanitarios no debe sólo fomentar la elaboración de protocolos que garanticen que se cumple con el deber de consentimiento informado, sino que debe perseguir también que la actividad asistencial se vea presidida por tal deber de información que destaca la nueva Ley.
La historia clínica es el instrumento fundamental que acredita que se ha cumplido con el deber de información asistencial
Como ya hemos señalado anteriormente al hacer la valoración crítica de la Ley de autonomía del paciente, la nueva regulación establece que la información asistencial será esencialmente verbal, otorgando mayor importancia al diálogo entre médico y paciente frente al documento escrito de información que constituyen los protocolos de consentimiento informado. Sin embargo, la Ley, tras efectuar tal proclamación a favor de la información verbal en el artículo 4.1, señala que debe dejarse constancia de que se ha proporcionado verbalmente la información en la historia clínica.
Por lo tanto, tal previsión legal determina, desde el punto de vista de la gestión de riesgos sanitarios, una valoración de la documentación clínica en orden a valorar en qué medida se cumple con la exigencia legal de mencionar en la historia clínica que se ha cumplido con la información asistencial. No basta ya con comprobar en qué medida los diferentes servicios tienen implantados protocolos de consentimiento informado, sino que también se exige el análisis de las historias clínicas (normalmente, hojas de asistencia o evolución médica) para comprobar si en ellas aparece anotado tal dato. No se trata de lograr que en todos los casos se cumplimente tanto un protocolo de consentimiento informado como una anotación en la historia clínica, sino, fundamentalmente, que, en los supuestos en que no vengan utilizándose protocolos de consentimiento informado en atención a las características o riesgos del correspondiente acto clínico, debe figurar, al menos, anotado en la historia clínica que se le ha facilitado la información asistencial al paciente.
Tal cuestión tiene especial importancia en el ámbito asistencial de la atención primaria y en determinados servicios de especializada, tales como la medicina intensiva o similar. En relación a estos últimos, es habitual que en las propias hojas de evolución médica y de enfermería se recojan anotaciones sobre el hecho de que se facilita información al paciente y/o a sus familiares.
La información debe ser comprensible y ayudar al paciente a tomar decisiones
El artículo 4.2 de la Ley de autonomía del paciente dispone que la información clínica será verdadera, concepto que habrá que conjugar con el de información adecuada, y se comunicará al paciente de forma comprensible, ayudándole a tomar decisiones de acuerdo con su propia y libre voluntad.
Tal previsión legal determina, desde el punto de vista de la gestión del riesgo sanitario, un esfuerzo en la valoración de los protocolos de consentimiento informado, en los que, en ocasiones, se aprecia un lenguaje excesivamente técnico que no se corresponde con la exigencia legal de comprensibilidad que se recoge en la norma mencionada. Puede afirmarse que un buen protocolo de consentimiento informado, a la vista de la nueva Ley, no sólo es el que satisface los intereses de los miembros de un servicio o de una sociedad científica, sino el que garantiza un nivel de comprensibilidad adecuado, por ello, la revisión de los protocolos por personas ajenas a los conocimientos médicos es ya una exigencia ineludible.
El titular principal del derecho a la información es el paciente
Así lo dispone, con toda rotundidad el artículo 5.1 de la Ley de autonomía del paciente, añadiendo que podrán ser informadas las personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho siempre que el paciente lo permita de manera expresa o tácita.
Por lo tanto, la gestión de riesgos debe tener en cuenta que existe un principio general de prohibición de información asistencial a familiares, salvo autorización expresa o tácita,
lo que exige articular los instrumentos que permitan acreditar que, cuando se ha facilitado información a los familiares o pareja de hecho, ha sido con la autorización previa del paciente. Para ello, el instrumento más adecuado, fuera de documentos específicos que recojan tal posibilidad, como parecen exigir algunas regulaciones autonómicas de la autonomía del paciente, es la propia historia clínica. Así, en la historia clínica debe quedar reflejado que el paciente ha autorizado expresa o tácitamente que la información clínica o asistencial sea facilitada también a sus familiares. Por ejemplo, la Ley 2/1998, de 15 de junio, de Salud de Andalucía BOJA 4-VII-98, dispone en su artículo 8.6, literalmente, que "firmar, en el caso de negarse a las actuaciones sanitarias, el documento pertinente, en el que quedará expresado con claridad que el paciente ha quedado suficientemente informado y rechaza
el tratamiento sugerido".
El paciente incapaz debe ser también informado en la medida que lo permita su nivel de comprensión
El artículo 5.2 de la Ley de autonomía del paciente dispone, en relación a los pacientes incapaces, que no sólo deben ser informados sus representantes legales, sino también el propio incapaz de modo adecuado a su nivel de comprensión. Tal previsión legal responde a un propósito de garantizar y desarrollar los derechos de los incapaces, lo mismo que dispone más adelante la misma Ley en relación a los menores. El incapaz no puede quedar totalmente excluido de la relación de diálogo que debe presidir la relación médico-paciente (en este caso, representante legal o familiar).
Tal novedad reviste interés, sobre todo si atendemos al hecho de que esta figura había sido suprimida del último Código Ético y Deontológico de la Organización Médica Colegial de 1999. Existen otras normas sanitarias que insisten en esta misma cuestión. Así, puede verse, el también reciente Real Decreto 223/2004, de 6 de febrero, por el que se regulan los ensayos clínicos con medicamentos (BOE 7-II-04) dispone en el artículo 7, literalmente, que "cuando las condiciones del sujeto (se refiere al incapaz) lo permitan, éste deberá prestar además su consentimiento para participar en el ensayo, después de haber recibido toda la información pertinente adaptada a su nivel de entendimiento. En este caso, el investigador deberá tener en cuenta la voluntad de la persona incapaz de retirarse del ensayo".
Por lo tanto, tal previsión legal exige, desde el punto de vista de la gestión del riesgo sanitario, bien el desarrollo de protocolos de información adaptados al nivel de entendimiento de los pacientes, sobre todo, respecto de especialidades que tratan habitualmente con incapaces (psiquiatría, neurología, etc.), o bien la promoción de que se incluya, en la historia clínica, una mención al hecho de que se ha informado al paciente incapaz.
La nueva Ley reconoce la necesidad terapéutica
El artículo 5.4 de la Ley de autonomía del paciente establece que el derecho a la información sanitaria puede limitarse por la existencia acreditada de un estado de necesidad terapéutica. El propio artículo define la necesidad terapéutica como el supuesto en que, por razones objetivas, el conocimiento de la enfermedad por parte del paciente puede perjudicar su salud de manera grave.
Sin embargo, tal posibilidad es, actualmente, una excepción a la regla general de informar al paciente, aunque, sin olvidar también que, como hemos indicado más atrás, la información no ha de ser necesariamente completa, sino que debe ser, en todo caso, adecuada a las circunstancias y características del paciente. Así, los tribunales norteamericanos entienden que la utilización del privilegio terapéutico debe ser rigurosamente justificada en cada situación concreta para que pueda ser aceptable.
Por ello, es conveniente hacer 3 puntualizaciones:
1. Solamente debe acudirse al privilegio terapéutico en supuestos muy excepcionales y en los que, científicamente, se recomiende, con carácter general, no informar al paciente, es decir, los casos en que exista un claro conflicto entre el deber de informar y el interés de la salud del paciente (casos recogidos en la literatura o que estén avalados por protocolos, guías clínicas o recomendaciones). En este sentido, debemos recordar que el propio artículo 5.4 dispone que deben ser razones objetivas las que aconsejen no informar al paciente, no razones subjetivas, como serían la edad, características, cultura, etc., del paciente o, como ocurre en la práctica, la opinión al respecto de sus familiares o acompañantes.
2. El recurso a tal excepción al deber de informar debe quedar claramente reflejado en la historia, donde debe explicarse los motivos que han determinado la limitación u omisión de la información terapéutica. En este aspecto, los términos en que se expresa la nueva Ley son especialmente claros: "Llegado este caso, el médico dejará constancia razonada de las circunstancias en la historia clínica".
3. Por último, es importante que, en estos casos, se informe de manera completa a los familiares, conforme dispone el mismo artículo 5.4 in fine.
Desde el punto de vista de la gestión del riesgo sanitario, tal figura invita al desarrollo de programas adaptados a las especialidades que sean susceptibles de aplicar tal privilegio, tales como pudieran ser, a mero título ilustrativo, neurología, psiquiatría u oncología, con el fin de que se cumplan los requisitos que se derivan de la aplicación de la necesidad terapéutica.
La incidencia de la Ley de autonomía del paciente en el respeto a la autonomía del paciente (consentimiento informado)
La nueva Ley también introduce importantes novedades en lo que se refiere al deber de obtener el previo consentimiento informado y que pueden tener especial incidencia en la gestión del riesgo sanitario:
El consentimiento debe otorgarse, como regla general, verbalmente, salvo en determinados supuestos
Tal previsión legal se corresponde con lo que ya comentamos en relación al deber de información asistencial. Si la información asistencial es esencialmente verbal, resulta obvio que la autorización al tratamiento debe ser también, como regla general, verbal.
Sin embargo, recoge una serie de excepciones a dicha regla general. Así, en el artículo 8.2 de la nueva Ley, tras reconocer el carácter sustancialmente verbal del consentimiento, señala que el consentimiento se prestará por escrito en los casos siguientes: intervención quirúrgica, procedimientos diagnósticos y terapéuticos invasores y, en general, aplicación de procedimientos que suponen riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa en la salud del paciente.
Las excepciones que plantea la Ley se expresan de forma amplia y genérica, ya que especificar los diferentes procedimientos clínicos en los que se entiende necesario el documento de consentimiento informado es una labor inabarcable e inútil. Por ello, desde el punto de vista de la gestión del riesgo sanitario, debe atenderse a lo que, al respecto, recomienden las diferentes organizaciones científicas o grupos técnicos sobre la materia. En este sentido, el Acuerdo del Consejo Interterritorial sobre consentimiento informado de
6 de noviembre de 1995 disponía que la selección de procedimientos que exigen la forma escrita deben hacerla las organizaciones científicas o los grupos técnicos, con el acuerdo de los profesionales. Por ello, a la hora de desarrollar un programa de gestión de riesgos sobre documentos de consentimiento es muy importante conocer cuál es el criterio de la correspondiente sociedad científica al respecto y si ésta tiene ya elaborados protocolos de consentimiento informado (2).
El menor es un nuevo titular de los derechos de información
y de consentimiento
El artículo 9.3 de la Ley de autonomía del paciente introduce una de las novedades más destacadas, al establecer, por un lado, que el menor de doce o más años debe ser escuchado y, por el otro, que los menores de dieciséis años cumplidos y los emancipados deben otorgar el consentimiento informado y no sus representantes legales (habitualmente, los padres). La emancipación aparece regulada en los artículos 314 y siguientes del Código Civil, en los que se dispone que la emancipación tiene lugar por la mayoría de edad, por el matrimonio del menor, por concesión de quienes ejercen la patria potestad o por concesión judicial en el caso de menores de dieciséis años.
Así pues, la nueva Ley sitúa al menor emancipado y de dieciséis años al mismo nivel que el mayor de edad. Sin embargo, el mismo artículo establece unas excepciones en las que rige la mayoría de edad: interrupción voluntaria del embarazo, la práctica de ensayos clínicos y la práctica de técnicas de reproducción humana asistida. La mención a los ensayos clínicos es, en cierto modo, contradictoria con lo que dispone el reciente Real Decreto 223/2004, de 6 de febrero, por el que se regulan los ensayos clínicos con medicamentos (BOE 7-II-04) en su artículo 7.3 a), en el que señala, literalmente: "El investigador aceptará el deseo explícito del menor de negarse a participar en el ensayo o de retirarse en cualquier momento, cuando éste sea capaz de formarse una opinión en función de la información recibida".
Igualmente, la Ley dispone que en caso de actuaciones de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres deben ser informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente.
En definitiva, la introducción de la figura del menor maduro en la nueva regulación de la autonomía del paciente exige, desde el punto de vista de gestión de riesgos, prestar una especial atención a la asistencia que se desarrolla en especialidades, tales como la Pediatría, debiéndose adaptar los protocolos de consentimiento al nivel de capacidad y conocimientos de los menores de doce años (que, en ocasiones, deben ser informados por escrito de los actos clínicos a los que van a ser sometidos) y de los menores de dieciséis años (que, salvo determinadas excepciones, son ahora los titulares del derecho a autorizar el tratamiento). En relación a tal adaptación de protocolos habría que avanzar en el empleo de figuras, símbolos o ejemplos que hagan comprensible la información para el menor.
La información sobre riesgos personales y profesionales
del paciente
El artículo 10 de la Ley de autonomía del paciente dispone que la información básica que debe facilitarse al paciente al recabar su consentimiento escrito debe comprender los riesgos relacionados con las circunstancias personales o profesionales.
Por lo que a la primera de las cuestiones se refiere riesgos personales, es un elemento de la información que aparece reseñado en la mayoría de los protocolos de consentimiento informado que se emplean en la actualidad. Sin embargo, es tan habitual la inclusión de este apartado sobre riesgos personales como su no cumplimentación. No es nada extraño, en la práctica habitual, que tal apartado aparezca en blanco, y son excepcionales las ocasiones en que en él se reseñan realmente riesgos individuales que presenta, en concreto, el paciente que autoriza la intervención o el tratamiento. Por ello, los programas de gestión de riesgos sanitarios deben incidir en tal cuestión, ya que la cumplimentación de los apartados sobre riesgos personales no sólo constituye ahora un deber legal, sino que, además, es una prueba de que ha existido diálogo en la relación médico-paciente y que la información se ha facilitado de manera individualizada.
Por lo que a la segunda de las cuestiones se refiere riesgos profesionales, constituye una novedad cuya cumplimentación exige una adaptación de los protocolos de consentimiento informado, al igual que ocurre con los riesgos personales. Igualmente, tal nuevo requisito de la información exige que se pregunte siempre al paciente sobre la actividad profesional y que se reseñe tal dato en la historia clínica para que luego puedan ser incorporados los correspondientes riesgos profesionales al protocolo de consentimiento informado. En el caso de que el paciente no quiera facilitar cuál es su actividad profesional, debe reseñarse igualmente este extremo en la historia clínica.
La incidencia de las instrucciones previas en la asistencia clínica al paciente
Otra de las novedades que introduce la nueva Ley de autonomía del paciente es la figura de las instrucciones previas, aunque su trascendencia práctica sea, hoy por hoy, poco significativa. Señala el artículo 11 que por el documento de instrucciones previas, una persona mayor de edad, capaz y libre, manifiesta anticipadamente su voluntad, con objeto de que ésta se cumpla en el momento en que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarla personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de sus órganos.
Por lo que a la gestión del riesgo sanitario se refiere, reviste especial interés que tales instrucciones previas sean tenidas en cuenta a la hora de prestar determinada asistencia clínica al paciente, especialmente, aquella que se desarrolla en servicios de medicina intensiva, reanimación o similar, porque el riesgo se concreta en que el incumplimiento de la voluntad del paciente expresada en éstas puede tener los mismos efectos legales que la infracción del deber de obtener el consentimiento informado. Téngase en cuenta que dicha figura se regula dentro del mismo capítulo que el consentimiento informado y que este capítulo lleva por título: "El respeto de la autonomía del paciente". Así pues, los programas de gestión del riesgo deben ir orientados, en esta materia, a establecer los mecanismos e instrumentos necesarios para que el profesional que atiende al paciente en las situaciones de riesgo pueda acceder con facilidad a conocer si el paciente ha otorgado o no instrucciones previas. Además, en este mismo sentido, debe tenerse en cuenta que el artículo 11.3 de la Ley de autonomía del paciente dispone que debe quedar constancia razonada en la historia clínica de las anotaciones relacionadas con las instrucciones previas.
En todo caso, no debemos olvidar que el artículo 11.3 también dispone que no serán aplicadas las instrucciones previas contrarias al ordenamiento jurídico, a la lex artis ni las que no se correspondan con el supuesto de hecho que el interesado haya previsto en el momento de manifestarlas. Tales excepciones son lo suficiente amplias como para poder afirmar que, en la práctica, es bastante improbable que éstas sean atendidas en un importante número de casos.
Documentación clínica y calidad asistencial
Es indudable que la regulación de la documentación clínica en la Ley 41/2002 presenta un efecto positivo, en la medida en que especifica las obligaciones de los profesionales de la sanidad respecto a ésta, determinando el marco de actuación en los procesos asistenciales y concretando los riesgos que conlleva la actividad sanitaria. Sobre este efecto beneficioso, indudable, de la Ley de autonomía del paciente ya nos hemos detenido suficientemente a lo largo del presente artículo y en particular en el apartado 2, relativo a la "valoración crítica de la Ley 41/2002".
Es obligado en este punto reconocer el esfuerzo del sector sanitario en divulgar entre los profesionales el conocimiento de la Ley de autonomía del paciente y, en particular, de los aspectos relativos a la documentación clínica.
Sin embargo, desde el punto de vista de la gestión de riesgos sanitarios, es necesario llamar la atención sobre el peligro que se corre de provocar en los profesionales de la sanidad la conciencia de que la importancia de la documentación clínica reside en el estricto cumplimiento de sus aspectos legales y en el valor probatorio que la citada documentación clínica pudiera tener ante una eventual responsabilidad derivada de la asistencia.
Así pues, en este momento, consideramos que existe un riesgo de cambio de mentalidad en los profesionales a la hora de cumplimentar la historia clínica, centrando éstos su interés, fundamentalmente, en acreditar el cumplimiento de sus deberes, olvidando la verdadera naturaleza de la historia y en detrimento de su objetivo, que no es otro que el puramente asistencial.
Entendemos que la historia clínica sigue siendo, ante todo, un instrumento de trabajo imprescindible para todos los profesionales que intervienen en el proceso asistencial, siendo el medio idóneo en el que deben quedar reflejadas, no sólo todas las actuaciones médico-sanitarias con el paciente, sino también la relación profesional establecida con el paciente y las personas vinculadas a él.
La consideración de la documentación clínica como un instrumento de ayuda en el ejercicio diario de la actividad sanitaria (importancia clínica) constituirá, en su caso, el mejor medio de acreditar el cumplimiento de los deberes impuestos por la Ley 41/2002 (importancia legal) y, sin duda, contribuirá a una mejora en la calidad asistencial (importancia ética). Sobre el valor probatorio de la historia clínica, los tribunales tienen declarado que su contenido se presume verdadero salvo prueba en contrario; en este sentido la Audiencia Provincial de Barcelona afirma en sentencia de 15 de enero de 1999 que "es cierto que nos encontramos ante un documento privado elaborado de forma unilateral por el médico, pero es que no puede ser de otro modo. Por lo demás, no se ha de olvidar que la historia clínica es un dato de extraordinaria importancia, en el ámbito médico, ya que en ella han de quedar reflejadas todas o al menos las más importantes incidencias en el tratamiento, seguimiento y control del paciente. En principio pues, y precisamente por su trascendencia en el ámbito médico, no puede haber razones para dudar de la autenticidad de su contenido, a no ser que se aporten datos serios que induzcan a pensar lo contrario".
La historia clínica es un derecho del paciente
La Ley de autonomía del paciente consagra y desarrolla el derecho del paciente o usuario a que "quede constancia por escrito, o en el soporte técnico más adecuado, de la información obtenida en todos sus procesos asistenciales, realizados por el servicio de salud, tanto en el ámbito de atención primaria como de atención especializada" (artículo 15.1).
A la hora de concretar qué se debe entender por historia clínica, el artículo 3, destinado a las definiciones legales, señala que es "el conjunto de documentos que contienen los datos, valoraciones e informaciones de cualquier índole sobre la situación y evolución clínica de un paciente a lo largo del proceso asistencial".
De los preceptos citados se desprende que el derecho del paciente a que quede constancia por escrito de su situación clínica, así como de la asistencia recibida, no se limita al ámbito hospitalario, sino que se extiende a todo el proceso asistencial y a todos los niveles de atención sanitaria.
Si examinamos la situación en los distintos niveles asistenciales en el momento de la promulgación de la Ley, se observa que en el primer nivel asistencial existen grandes diferencias en la cumplimentación de la documentación clínica, dependiendo de los criterios organizativos de los distintos equipos y centros de atención primaria: así, podemos encontrar historias clínicas exhaustivas, con un elevado nivel de cumplimentación, frente a numerosos actos asistenciales que no tienen reflejo documental alguno o éste es muy deficiente. Con la presente regulación, estas deficiencias se hacen inexcusables, pues el derecho del paciente a que se documente la asistencia es independiente del ámbito o lugar donde la reciba (domicilio, punto de atención continuada o centro).
En el ámbito de la atención especializada, estas diferencias se acrecientan aún más. En el medio hospitalario, se constata una mejora en la cumplimentación de la historia con carácter general en todos los hospitales, aunque persisten dificultades para analizar el proceso asistencial como un todo integrado por la heterogeneidad en la organización de la documentación. Esto que, a pesar de todo, ha supuesto una mejora en la atención (sin explicación justificativa alguna) pierde todo su valor en la asistencia ambulatoria, sobre todo en los centros de especialidades, donde la cumplimentación de la historia clínica en la actividad diaria es muy deficiente e incluso, en algunos casos, inexistente. Esta situación dificulta enormemente el seguimiento del proceso asistencial, así como la necesaria coordinación entre los distintos niveles asistenciales y supone en el momento actual un manifiesto incumplimiento legal del derecho a la documentación clínica que consagra la Ley.
En cuanto a la asistencia de pacientes y usuarios en los servicios de emergencia y urgencias, se detecta una clara tendencia a la mecanización del informe realizado de la asistencia prestada en detrimento de su objetivo real, consistente en trasladar información clínica del paciente y de la actuación realizada con él a otro profesional o a otro nivel asistencial. La sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Civil), de 13 de diciembre de 1999, condenó a una médico residente, entre otros motivos, por anotar de su puño y letra en el informe de urgencias que una menor con sospecha de apendicitis había sido valorada por cirugía, cuando se acreditó que dicha valoración no se había producido. La menor fue dada de alta por la residente, siguiendo el criterio que le había marcado su adjunto, con el diagnóstico de probable infección urinaria; reingresó 2 días después con apendicitis aguda perforada, y falleció pese a ser intervenida de manera urgente.
La historia clínica es una obligación del profesional
El derecho del paciente o usuario, a que nos hemos referido en el apartado anterior, se convierte en una obligación más del profesional que atiende el proceso. La Ley de autonomía del paciente no incrementa las obligaciones de los profesionales, ya que la obligación de documentar la asistencia no es sólo una obligación desde el punto de vista legal, sino que integra los deberes éticos del profesional, así lo contempla el Código de Ética y Deontología Médica de 1999 al decir: "El acto médico quedará registrado en la correspondiente historia o ficha clínica. El médico tiene el derecho y también el deber de redactarla".
El elevado nivel técnico-científico que reciben los pacientes en la asistencia diaria, con las exigencias de la Ley de autonomía del paciente, ya no es suficiente si éste no queda debidamente reflejado en la documentación clínica. A este respecto, merece especial mención lo dispuesto en el artículo 2.6 de la Ley de autonomía del paciente, donde, de forma tajante, se indica que: "Todo profesional que interviene en la actividad asistencial está obligado no sólo a la correcta prestación de sus técnicas, sino al cumplimiento de los deberes de información y de documentación clínica...".
Así pues, la Ley consagra que la obligación del profesional de documentar la asistencia forma parte de su lex artis, lo que, por otra parte, ya había anticipado la jurisprudencia. Con la entrada en vigor de la Ley, la mejor asistencia, desde el punto de vista sanitario, puede ser valorada como deficiente por nuestros Tribunales si no se ha cumplido la obligación de documentarla debidamente.
Exigencias de la Ley en cuanto a la cumplimentación de la historia clínica
Los artículos 14 y 15 de la Ley de autonomía del paciente concretan los requisitos que debe cumplir la documentación clínica: identificación de los intervinientes, integridad, veracidad y actualización. Se exige, en primer lugar, que todos los profesionales que atienden el proceso y realizan la historia clínica estén debidamente identificados; además, en dicha documentación deben quedar reflejadas todas las actuaciones realizadas con cada paciente, con el objeto de obtener la máxima integración posible de la documentación clínica, al menos en el ámbito de cada centro.
Por otra parte, la historia clínica incorporará la información que se considere trascendental para el conocimiento veraz y actualizado del estado de salud del paciente. Con ello, la Ley de autonomía del paciente reitera lo que ya había anticipado la Ley Orgánica de regulación del tratamiento automatizado de los datos de carácter personal al referirse a la historia, exigiendo que "los datos deberán ser exactos y puestos al día para que sean veraces de acuerdo con la situación real del afectado".
Tanto desde el punto de vista asistencial como desde el punto de vista jurídico, existen otros requisitos que entendemos que son de gran importancia:
1. La historia clínica debe ser ordenada en su confección y estructura, con el fin de mostrar todos los acontecimientos y actos asistenciales realizados con el paciente, de forma cronológica y fechada que permita, por un lado, entender cómo se ha llevado a cabo la asistencia en todo el proceso y, por otro, que pueda servir, en su caso, de prueba documental del desarrollo de las actuaciones y su justificación.
2. La historia clínica debe ser, asimismo, comprensible para todo aquel que necesite acceder a los datos contenidos en ella con el fin de prestar asistencia al paciente, así como para que él mismo pueda entender la información recogida en todos sus documentos. Para ello es necesario que los documentos manuscritos lo sean en letra legible, con frases concisas y comprensibles y se evite, en lo posible, las abreviaturas que dificulten su comprensión. En cuanto a su valor legal como documento probatorio, de la forma en que se ha llevado a cabo el proceso asistencial, es de máxima importancia que las anotaciones realizadas por todos los profesionales intervinientes puedan leerse claramente, pues si no impediremos la posibilidad de demostrar cómo y por qué se realizó cada una de las actuaciones con el paciente, así como las consecuencias de dichas actuaciones. Las anotaciones en la historia no legibles se tienen por no puestas, pues no podremos probar su contenido, que en múltiples ocasiones podría dar mucha información sobre la calidad de la asistencia.
La Ley obliga también a las instituciones en materia de documentación clínica
Con la finalidad de tutelar el derecho del paciente a que quede constancia por escrito de todo su proceso, posibilitando que los profesionales puedan cumplir con la obligación que se les impone, la Ley exige a las instituciones superar las deficiencias estructurales y organizativas que puedan suponer un obstáculo para ello.
Así, las instituciones están obligadas por la Ley a garantizar la seguridad de la documentación, su correcta conservación, la recuperación de la información, y posibilitar el acceso tanto del paciente como de los profesionales que le asisten.
Transcurrido más de un año desde la entrada en vigor de la Ley (15 de mayo de 2003), convendría reflexionar si las instituciones han acometido las reformas organizativas necesarias para permitir que los pacientes y los profesionales puedan ejercitar sus respectivos derechos y obligaciones en materia de documentación clínica. No conviene olvidar que la pasividad de las instituciones, en su caso, supone un incumplimiento de la Ley que atenta tanto a la esencia del derecho que asiste al paciente y al profesional como a las obligaciones de éste, que pudiera verse abocado a la infracción de la lex artis por cuestiones que le son ajenas.
Entre las obligaciones que la Ley atribuye a las instituciones, queremos llamar la atención sobre las dificultades que en la actualidad siguen existiendo en materia de acceso y disponibilidad de la documentación clínica, en perjuicio tanto del aspecto clínico-asistencial, con repercusión en pacientes y profesionales, como en materia de ejercicio de derechos de uno y otro.
Conclusión
La Ley de autonomía del paciente constituye un instrumento indispensable en el desarrollo de los programas de gestión de riesgos, dado que, como hemos visto a lo largo
de este trabajo, dicha norma concreta y determina cuáles son las obligaciones referidas al consentimiento informado y documentación clínica que recaen sobre los profesionales de la sanidad. Su mayor precisión hace también que sea más sencillo determinar cuáles son estas obligaciones, frente a la regulación anterior que se expresaba de forma excesivamente ambigua, lo que facilita la tarea de dichos programas.
En todo caso, un programa de gestión de riesgos que atienda a las exigencias legales de la Ley de autonomía del paciente no puede ir en detrimento de la calidad asistencial, limitándose a adaptar la actividad profesional a lo que son meras normas que se expresan en abstracto, olvidándose de cuál puede ser, en un caso concreto, el interés del paciente, ni puede convertir documentos esencialmente asistenciales, como es la historia clínica, en documentos exclusiva o principalmente judiciales.