Consideraciones generales
Se traslada continuamente de los profesionales del servicio sanitario a los operadores jurídicos la cuestión relativa a cuáles han de ser los patrones de comportamiento que en su actividad ordinaria han de adoptar para eliminar o, cuando menos, minimizar, las responsabilidades que derivan del ejercicio profesional y, preferiblemente, para reducir o suprimir las reclamaciones que el usuario del servicio sanitario plantea.
La respuesta, por más que se reflexione sobre ella, no existe en cuanto a patrón de comportamiento ya que sería necesario que la actividad profesional se desarrollase a la perfección cualidad difícilmente compatible con la naturaleza humana y, más aún, que tal perfección fuera percibida como tal por el paciente ya que, de lo contrario, aun en la perfección de una actividad, el paciente, como ciudadano amparado por el derecho a la tutela judicial efectiva a que hace referencia el artículo 24 de nuestra Constitución, tiene derecho a que, si padece un daño, se examine su causa y, por tanto, a que se valore si existe responsabilidad en su causación que, como se verá, puede ser incluso objetiva (no con relación al profesional pero sí a la Administración) y derivar, por tanto, de la producción misma del daño y no de un comportamiento negligente o descuidado.
Lo cierto es que la propia evolución de la medicina, con la ampliación de medios y avances científicos, ha extendido las responsabilidades del médico y el personal sanitario. Si a ello se une el más que cualitativo cambio experimentado por el paciente en su relación con el médico, que ha pasado de ser un sujeto pasivo, sometido a las órdenes del médico, a un sujeto de derechos que no se alteran por su condición de paciente, y como tal, titular de una verdadera carta de derechos frente al ejercicio de la actividad sanitaria, la generalización de la idea de que el derecho principal del ciudadano-paciente es el de su curación genera fácilmente situaciones de frustración que provocan una continua cascada de reclamaciones, todo lo que, sin duda alguna, se acrecienta por la despersonalización que en la relación médico-paciente se está produciendo como consecuencia del carácter masivo del ejercicio de la medicina, por su elevada tecnología y por ser un ejercicio habitualmente en equipo, que anula la relación personal.
Podría pensarse que lo anterior no es sino mera apreciación de índole sociológica. Lo es, pero su relevancia al tema que nos ocupa dimana del efecto psicológico que tal situación ha provocado en el profesional de la medicina. Su principal proyección se encuentra en la denominada medicina defensiva, figura de origen norteamericano que, en su vertiente más negativa, provoca enormes gastos a la medicina pública, dilata, respecto del enfermo, la diagnosis y, por tanto, su tratamiento, y limita al profesional con relación a técnicas novedosas, complejas o arriesgadas de las que se tiende a huir, con lo que este tipo de ejercicio acaba contraponiéndose a la medicina eficaz y corre el riesgo incluso de ser generadora, en sus extremos y cuando menos desde un punto de vista teórico, de responsabilidades.
La responsabilidad
La cuestión radica en conocer dónde se encuentra el puesto fronterizo cuya transposición genera responsabilidad. De lo que se trata es de, en cada actuación médica, tener conciencia de aquello que genera responsabilidad que, como bien es conocido, puede ser civil o penal, y la primera, de índole contractual o extracontractual. En efecto, si se aprecia una infracción del deber objetivo de cuidado en el cumplimiento de reglas establecidas para la protección de bienes social o individualmente valorados, y que es la base de la antijuridicidad de la conducta imprudente que tiene reproche penal, ha de vincularse la conducta a uno de los distintos tipos penales que admiten su forma culposa (muerte o lesiones de ordinario) para fijar la pena y, en su caso, las responsabilidades civiles a que hubiera lugar. Quizá convenga recordar que conforme a la doctrina penal del Tribunal Supremo (en este ámbito coincidente con la civil en sus grandes parámetros), en el caso de culpa médica, no la constituye un mero error científico o de diagnóstico excepto cuando tales desaciertos constituyen un falta cuantitativa o cualitativamente de extrema gravedad, como tampoco cuando no se poseen unos conocimientos de extraordinaria y muy calificada especialización. En estos casos, afirma la misma jurisprudencia, ha de acudirse para su evaluación a las circunstancias de cada caso concreto con las dificultades que ello implica dada la propia naturaleza de la ciencia médica, tanto respecto de su contenido teórico, carente de exactitud matemática, como respecto de lo que constituyen los constantes avances científicos, particularidades que, además, determinan en otro plano de la cuestión un grave escollo a la hora de permitir una reacción defensiva posprocesal al médico denunciado. Y es que es cuestión que de forma constante se representa el profesional sanitario si cabe la posibilidad de persecución contra su denunciante cuando el proceso penal concluye eximiéndole de responsabilidad penal. Se cuestiona, en suma, si cabe denunciar por acusación o denuncia falsa. Pues bien, no cabe duda que cuando el médico obtiene una sentencia absolutoria o un auto firme de sobreseimiento o archivo del Juez o Tribunal que haya conocido de la infracción imputada (Art. 456-2 del Código Penal), puede formular, como ofendido, si no lo hace antes el tribunal de oficio, denuncia. Ahora bien, debe conocerse que no basta el hecho objetivo de una sentencia absolutoria, de una exención de responsabilidad penal para que automáticamente nazca la responsabilidad del denunciante, ya que la jurisprudencia entiende que el delito de acusación o denuncia falsas es un delito esencialmente intencional que exige la voluntad de faltar a la verdad por parte del denunciante, lo que, como siempre que se hace referencia al ánimo en el derecho penal, ha de ser inferido de las circunstancias concurrentes, siendo precisamente en éstas donde se encuentran las dificultades. La razón de tal exigencia se encuentra en el hecho de que cualquier otra solución conduciría a hacer prácticamente inefectivo el derecho a la denuncia como una manifestación decisiva del derecho a la tutela judicial efectiva, teniendo en cuenta que, en general, en abstracto, el denunciante, cuando hace la correspondiente declaración, casi nunca tiene la certeza de que el hecho que denuncia y, sobre todo, que la participación en él de una determinada persona son ciertas; casi siempre se estará en presencia de probabilidades y no de certezas, y ello si cabe es más pronunciado en el ámbito de la medicina por la particularidad de su naturaleza. Por consiguiente, excluida la forma culposa, este delito sólo puede atribuirse a título de dolo, y únicamente cuando se pruebe o se infiera razonable y razonadamente que el sujeto llevó a cabo su acusación o denuncia con malicia, es decir, con conocimiento de la falsedad o con manifiesto desprecio hacia la verdad, lo que constituye un límite frente a un deseo de reversión por las consecuencias padecidas en un proceso penal por un ciudadano en general, o por un médico en particular.
Lo anterior por lo que hace a la responsabilidad penal. Si, por el contrario, se trata de una responsabilidad privada, son las leyes civiles las que delimitan la existencia de culpa y, en consecuencia, de responsabilidad. Se trata de las responsabilidades en las que nos vamos a centrar por ser en realidad, en lo que hace a la médica, el tema de nuestro tiempo. Y es así porque aunque es común que se acuda en primer término al ámbito penal, mediante denuncia formulada en una Comisaría de Policía o ante el Juzgado de Guardia, o mediante la articulación de una querella criminal, también es habitual que en esta Jurisdicción la cuestión fracase y se remita al ámbito civil a fin de dilucidar las responsabilidades denunciadas, desde otros parámetros, por lo demás más laxos y posibilistas.
Responsabilidad civil
Cualquier análisis teleológicamente determinado a la conceptualización de una determinada responsabilidad civil sanitaria recae siempre sobre el denominado acto médico, es decir, sobre la intervención ejecutada por el profesional sanitario que debe ser profesional conforme a la lex artis, y adecuado a las circunstancias concretas del caso (ad hoc).
Decía que la responsabilidad puede ser contractual, esto es, nacida del incumplimiento de un contrato, o extracontractual. En el primer caso deriva siempre de la relación contractual que nace de los pactos a que llegan los profesionales sanitarios con sus pacientes-clientes. Se trata del tipo de relación jurídica que se constituye principalmente en el ámbito de la medicina privada, de modo tal que cuando un paciente visita en su clínica particular o consulta a un médico u otro profesional sanitario, establece con él un vínculo obligacional del que nacen obligaciones para ambos, a saber, para el paciente, principalmente, la de pagar y para el profesional, la de ejecutar aquello a lo que se ha comprometido. Ahora bien, ¿a qué puede comprometerse el médico? La pregunta es tan importante que de ella depende la propia responsabilidad médica. Y es que si a lo que se compromete el médico es a la curación, asumiría responsabilidad si no la logra. Y si a lo que se compromete es a poner los medios para lograr la curación, su responsabilidad se ceñirá sólo a la ejecución de los medios adecuados, pero no a su resultado. En el primer caso nos encontramos ante el denominado contrato de obra y en el segundo, ante un contrato de arrendamiento de servicios.
Pues bien, es precisamente a esto último a lo que, con carácter general, se obliga, se puede obligar en realidad, al médico. Y es que la medicina, como viene señalando reiteradamente la Jurisprudencia, es una actividad de medios, de diligencia adecuada que no garantiza el acto terapéutico (la sanidad del enfermo); es decir que, como señala la sentencia del Tribunal Supremo de 24 de mayo de 1999, el médico no se compromete a curar, sino a intentar curar, estableciendo dicha resolución que la obligación de medios comprende:
1. La utilización de cuantos elementos conozca la ciencia médica de acuerdo con las circunstancias crónicas y tópicas en relación a un paciente concreto.
2. La información, en cuanto sea posible, al paciente, o, en su caso, a sus familiares, del diagnóstico, pronóstico, tratamiento y riesgos, muy especialmente en el supuesto de intervenciones quirúrgicas, cuyo deber, en las afecciones crónicas, con posibles recidivas, degeneraciones o evolutivas, se extiende a los medios que comporta el control de la enfermedad.
3. La continuidad del tratamiento hasta el alta.
No obstante, hay una serie de supuestos en los que la jurisprudencia ha venido entendiendo que la obligación asumida era de resultado y no de actividad con la consecuencia, dice la sentencia del Tribunal Supremo, de 11 de diciembre de 2001, que en virtud de esta relación contractual médico-paciente, una parte, el paciente, se obliga a pagar unos honorarios a la otra, el médico, por la realización de una obra, naciendo responsabilidad por incumplimiento o cumplimiento defectuoso cuando la obligación de resultado no se produce o ha sido defectuoso. Se trata de los casos de la cirugía plástica (en actividad puramente estética), la vasectomía y la odontología. La sentencia del Tribunal Supremo citada, de 11 de diciembre de 2001, recuerda como supuestos calificados jurisprudencialmente como de contratos de obra los siguientes: operación de cirugía estética (lifting) en la sentencia de 28 de junio de 1997; tratamiento para alargamiento de piernas en sentencia de 2 de diciembre de 1997; colocación de dispositivo intrauterino anticonceptivo en sentencia de 24 de septiembre de 1999; intervención en oftalmología en la de 2 de noviembre de 1999, y tratamiento odontológico para rehabilitación de la boca en sentencia de 28 de junio de 1999.
En todo caso, la consecuencia del incumplimiento contractual (del resultado en el caso del contrato de obra, y de los medios en el de arrendamiento de servicios) es el que previenen los artículos 1.101 y 1.103 del Código Civil a cuyo tenor "quedan sujetos a la indemnización de los daños y perjuicios causados los que en el cumplimiento de sus obligaciones incurrieren en dolo, negligencia o morosidad, y los que de cualquier modo contravinieren al tenor de aquéllas" (Art. 1.101) y "la responsabilidad que proceda de negligencia es igualmente exigible en el cumplimiento de toda clase de obligaciones; pero podrá moderarse por los Tribunales según los casos" (Art. 1.103).
Por el contrario, la responsabilidad extracontractual surge de aquellos casos en los que la relación médico-paciente no tiene como base jurídica una relación contractual. El ejemplo típico es el de la medicina pública, donde ni en el médico ni, desde luego, de forma absoluta en el paciente hay elección en el establecimiento de la relación personal. En estos casos rige el artículo 1.902 del Código Civil, precepto que establece la denominada responsabilidad civil aquiliana y que es base fundamental de la jurisprudencia más abundante y amplia que hay sobre el tema de la responsabilidad médica. El precepto en cuestión es del siguiente tenor: "el que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado". Aun con las evidentes diferencias que existe entre una y otra modalidad, las consecuencias son esencialmente parejas, al punto que está construida ya una teoría sobre al carácter unitario de la culpa, con independencia de su fuente.
La culpa médica y la carga de su prueba
Como hemos dicho y reitera el Tribunal Supremo en sentencias tan recientes como la de 8 de mayo de 2003, al médico, a quien ejercita la medicina, no puede exigírsele la obligación de obtener un resultado de recuperación del enfermo porque no se trata de una ciencia de garantía de resultados. Lo que se le exige es que ponga todos los medios a su alcance para la deseable curación del enfermo, y es cuando el cumplimiento de tal obligación se produce cuando surge la responsabilidad y, por tanto, la obligación de reparar. Ahora bien, esta cuestión es la que nos introduce en el espinoso tema del carácter o cualidad que la responsabilidad médica tiene para la jurisprudencia, esto es, si la misma nace de culpa, negligencia o impericia o si deriva, simplemente, de un mal resultado y, consecuentemente, si, de exigirse aquella impericia, ha de ser probada por quien la alega o si se presume que el médico ha actuado mal y debe probar, en sede procesal judicial, que su actuación ha sido correcta. Ya hemos diferenciado, con anterioridad, en qué casos es el resultado (defectuoso o no logrado) el que puede generar responsabilidad, y hemos comprobado que se trata de supuestos muy especiales por razón de la propia naturaleza de la ciencia médica, incapaz, hoy por hoy, de garantizar casi nunca resultados satisfactorios. Por ello, cuando lo que se exige es una actividad de medios, la responsabilidad tiene siempre un carácter eminentemente subjetivo, de manera tal que es preciso acreditar que existe algún tipo de culpa en el proceso curativo para derivar responsabilidades. Es cierto que durante mucho tiempo se ha venido sosteniendo (incluso hoy día en los medios públicos así se afirma) que en esta materia regía el denominado principio de inversión de la carga de la prueba, de modo tal que era el médico demandado quien tenía la obligación de probar que su actuación médica profesional había sido correcta. Sin embargo, la realidad es precisamente la contraria.
En efecto, el Tribunal Supremo (y sirva de ejemplo la sentencia de 14 de mayo de 2001) sostiene hoy día que en absoluto la responsabilidad médica está objetivada, de modo tal que quien alega ha de probar. Sin embargo, hay un supuesto en el que la obligación de probar se desplaza del actor al demandado médico, por razón del resultado de la actividad médica. Se trata de los casos de daño desproporcionado, supuestos respecto de los que dice el Tribunal Supremo, en sentencia de 31 de enero de 2003, que se desprende la culpabilidad del autor al inferirse de tal resultado (desproporcionado o desmedido) una evidencia que crea una deducción de negligencia, supuesto, por lo demás, contemplado también en la doctrina norteamericana, alemana y francesa, y que requiere que se produzca un evento dañoso de los que normalmente no se produce sino por razón de una conducta negligente y que dicho evento se origine por alguna conducta que entre en la esfera de la acción del demandado-médico, aunque no se conozca el detalle exacto.
Así, la sentencia del Tribunal Supremo de 8 de mayo de 2003, con referencia a sus sentencias de 29 de junio de 1999, de 29 de noviembre de 2002 y de 31 de enero de 2003 antes referida, afirma que "la doctrina jurisprudencial sobre el daño desproporcionado del que se desprende la culpabilidad del autor corresponde a la regla res ipsa loquitur (la cosa habla por sí misma) que se refiere a una evidencia que crea una deducción de negligencia y ha sido tratada profusamente por la doctrina angloamericana y a la regla del Anscheinsbeweis (apariencia de prueba) de la doctrina alemana y, asimismo, a la doctrina francesa de la faute virtuelle (culpa virtual), lo que requiere que se produzca un evento dañoso de los que normalmente no se producen sino por razón de una conducta negligente, que dicho evento se origine por alguna conducta que entre en la esfera de la acción del demandado, aunque no se conozca el detalle exacto".
Como se observa, lo que afirma la jurisprudencia es que con ser y estar sometida la responsabilidad civil médica, tanto contractual como extracontractual, al principio subjetivo de la culpa, no por ello puede excluirse la presunción del mal uso o ejecución de los actos médicos cuando el resultado producido es desproporcionado con el que es usual según las reglas de la experiencia, el estado de la ciencia y las circunstancias de tiempo y lugar, en cuyo caso la desproporción permite una inversión de la carga de la prueba que si por norma es gravamen de que la alega, la desmesura del resultado ha de llevar al facultativo a acreditar aquellas circunstancias impensables e insalvables que hayan torcido el buen hacer que ha de suponérsele como profesional de la medicina, criterio o causa de inversión de la carga de la prueba que no sólo tiene su razón de ser en el hecho sustantivo de la incongruencia de un resultado con la lesión tratada, sino también en el hecho adjetivo o procesal de la facilidad de la prueba, esto es, de ponerla a cargo de aquel que más sencillamente pueda aportar los medios probatorios para dejar constancia de un hecho de trascendencia procesal. En este sentido cabe recordar que el artículo 217-6.º de la Ley de Enjuiciamiento Civil ordena al Tribunal, a la hora de ponderar los criterios de la carga de la prueba, que tenga presente la disponibilidad y la facilidad probatoria que corresponde a cada una de las partes del litigio.
Evidentemente, hablar de la culpa y de su prueba conduce al planteamiento de múltiples cuestiones, supuestos en los que la complejidad de la correlación de la actividad sanitaria, con principios básicos de organización y adición en el proceso curativo, aleja en ocasiones la subjetividad del acto médico de su autor, cuando menos desde una perspectiva inmediata, en los términos que genéricamente aquí hemos tratado de analizar. Me refiero, en concreto, a la definición y extensión de responsabilidad en los supuestos de la medicina ejercida en equipo, de reciente regulación en la Ley 44/2003, de 21 de noviembre, de ordenación de las profesiones sanitarias (el artículo 9-3 de la Ley establece que "cuando una actuación sanitaria se realice por un equipo de profesionales, se articulará de forma jerarquizada o colegiada, en su caso, atendiendo a los criterios de conocimientos y competencia, y en su caso al de titulación, de los profesionales que integran el equipo, en función de la actividad concreta a desarrollar, de la confianza y conocimiento recíproco de las capacidades de sus miembros, y de los principios de accesibilidad y continuidad asistencial de las personas atendidas. 4. Dentro de un equipo de profesionales, será posible la delegación de actuaciones, siempre y cuando estén previamente establecidas dentro del equipo las condiciones conforme a las cuales dicha delegación o distribución de actuaciones pueda producirse"), en cuanto implica responsabilidad por terceros, no sólo de los integrantes del equipo propiamente dicho, sino incluso de los tutelados, y más concretamente de los médicos internos residentes (MIR), supuestos en los que son de aplicación los principios de división del trabajo y de confianza a que se refiere el artículo 9-3 de la Ley 44/03, dado que por su ubicación en la organización médica el MIR se trata, como señala Barreiro1, de un médico en formación que presta su servicio bajo la dependencia del responsable de la unidad a la que se encuentra adscrito, que controla y supervisa la asistencia médica del residente. Así lo ha señalado la Jurisprudencia, que en una sentencia de la Audiencia Provincial de Pontevedra, de 11 de enero de 1997, afirma que la actuación de los médicos residentes en el área de urgencias, en su doble vertiente asistencial y formativa, está subordinada a la de los médicos de urgencia, de los que deben recibir las instrucciones concretas que precisen, y en este contexto, el MIR debe requerir instrucciones del médico de guardia o de cualquier otro especialista y someter el diagnóstico a la valoración o supervisión de los mismos, criterio acogido finalmente en norma legal, contenida también en la reciente Ley de ordenación de las profesiones sanitarias, que destina su artículo 20 a la regulación del sistema de formación de especialistas, estableciendo que la formación mediante residencia ha de atenerse a determinados criterios, entre otros, a que la actividad de los mismos se desarrolle "de forma programada y tutelada... asumiendo de forma progresiva, según avancen en su formación, las actividades y responsabilidad propia del ejercicio autónomo de la especialidad" (Art. 20-3-d), de modo tal que, formando parte de un equipo asistencial determinado (el artículo 20-3-c dispone que "la actividad profesional de los residentes... se incardine totalmente en el funcionamiento ordinario, continuado y de urgencias del centro sanitario"), le es de aplicación lo dispuesto en el artículo 9 sobre relaciones interprofesionales y trabajo en equipo, en cuanto en dicho precepto se establece que la delegación dentro de un equipo sólo es posible cuando estén establecidas las condiciones en las que pueda producirse, disponiéndose que "condición necesaria para la delegación o distribución del trabajo es la capacidad para realizarlo por parte de quien recibe la delegación..." (Art. 9-4, inciso segundo).
De esta doctrina se deriva, como bien señala el autor indicado, que una omisión en los deberes de la unidad y de sus titulares, en relación a la tutela y control del residente, puede generar responsabilidad, equivalente a la que nace del trabajo en equipo. Piénsese en el caso del especialista que, requerido por el MIR, omite toda atención, infringiendo su deber de tutela tanto docente como profesional, derivándose de la asistencia del residente la ejecución de actos médicos inadecuados con efecto de índole lesivo para el paciente.
Conclusiones
El hecho de que la responsabilidad médica se haya ubicado definitivamente en el ámbito de la subjetividad valorativa de la ejecución del acto médico, que es examinado desde el patrón, el molde o la plantilla, que como juicio de valor objetivo pretende ser el criterio de la lex artis ad hoc, supone una medida de higiene trascendente a la hora de valorar las declaraciones de responsabilidad en el quehacer sanitario. Esta medida tiene como corolario más importante que se imponga a quien afirma una responsabilidad el deber de acreditarla y, por tanto, de probar que el acto o actos médicos ejecutados en el proceso sanitario han sido negligentes o imprudentes, que se ha producido un resultado dañoso y que entre este resultado y el acto médico imprudente hay relación de causalidad. Con ser esto cierto, la posible ilógica causal entre la lesión y su resultado al final del proceso curativo exige, de producirse, una gestión o diligencia probatoria a cargo de quien puede justificar, conforme al estado actual de la ciencia y de los medios concretos de que dispuso, el porqué de tal discordancia.
Con carácter más general, y para concluir, no debe olvidarse que al Juez le corresponde efectuar una labor comparativa entre el acto médico cuestionado y el que procedería al caso; analiza, por tanto, el ser y el deber ser, y cuando no existe coincidencia y no hay justificación para ello, surge el primer elemento de una posible responsabilidad. Esta actividad requiere probar precisamente que estará a cargo, conforme a los criterios expuestos y en cada caso, de quien puede aportar los elementos comparativos para la labor analítica judicial.