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Vol. 26. Núm. 3.
Páginas 143-145 (mayo - junio 2011)
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Objeción de conciencia: las lecciones de un debate
Conscientious objection: Debatable choices
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D. Gracia
Facultad de Medicina, Universidad Complutense de Madrid, España
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Hay cosas de las que se habla y se escribe tanto y que han llegado a sernos tan familiares que cuesta imaginar una época en que no existieran. Algunas de ellas, sin embargo, son de anteayer. Es el caso de la objeción de conciencia. Si se acude a los bancos de datos de la Real Academia Española, se comprueba, no sin sorpresa, que la primera vez que aparece en español esa expresión es el año 1962, en un libro titulado La guerra moderna y la organización internacional, y en un párrafo claramente adverso a la objeción, al considerarla propia de grupos protestantes radicales y por completo ajena a los buenos usos morales de la tradición católica. El párrafo en cuestión dice así: «Incluso la objeción de conciencia, antes patrimonio exclusivo de algunas sectas protestantes, ha comenzado a extenderse entre los católicos de algunos países»1.

En efecto, si se acude a los manuales de teología moral católica de esos años, se verá que de la objeción de conciencia no se dice nada, o al menos nada positivo. En un libro tan significado a la altura de los años sesenta como La ley de Cristo2, de Bernhard Häring, la expresión no aparece. Lo mismo sucede en otro texto de teología moral publicado en esa misma fecha, el Compendio de teología moral de Arregui-Zalba3. El año 1965 es particularmente significativo, porque entonces se puso fin al Concilio Vaticano II. La constitución Gaudium et spes sí dedica un breve párrafo a la objeción de conciencia, que dice así: «Parece razonable que las leyes provean, con sentido humanitario, para el caso de quienes, por motivos de conciencia, se niegan a tomar las armas si aceptan otra forma de servir a la comunidad»4. Es el primer reconocimiento explícito del Vaticano a la objeción de conciencia al servicio militar y su compensación a través del servicio social sustitutorio. Un reconocimiento que no fue del agrado de muchos moralistas católicos. He aquí el comentario de uno de ellos, Antonio Peinador, a la altura de 1969: «Sería injusto que la gran mayoría de los ciudadanos, católicos ellos, soporten los riesgos de un conflicto armado, mientras una minoría insignificante de equivocados, aunque de buena fe, viven al resguardo de todo peligro amparados en su objeción»5.

A pesar de que la Iglesia Católica fue especialmente recalcitrante en este tema, no anduvo sola ni tuvo la exclusiva en tal tipo de actitud, que había sido general hasta los años de la segunda guerra mundial. Y es que esto de la objeción de conciencia es muy moderno. De hecho, no ha sido posible más que en el interior de las sociedades liberales y democráticas. En todas las otras sociedades de las que tenemos noticia, a quien se ha negado a cumplir la ley se le ha castigado con la cárcel, los trabajos forzados, el destierro o la propia muerte. No tiene sentido hablar, como a veces se hace, de objeción de conciencia a propósito, por ejemplo, de los primeros cristianos. Es cierto que se negaron a la adoración del emperador romano, pero fueron severamente castigados por ello. No fueron tratados como objetores, sino como insumisos. Con anterioridad a las revoluciones liberales no hubo nada parecido a la objeción de conciencia, si por tal entendemos, como parece lógico, el respeto a la persona que, por motivos de conciencia, se resiste a ejecutar algo exigido o permitido por una ley. Ese respeto no ha existido nunca en las sociedades no democráticas. En las democracias, las leyes se aprueban por mayoría en las cámaras representativas. Se supone, por ello, que tales leyes expresan los valores morales, no de todos, pero sí de la mayor parte de los ciudadanos, razón por la cual estos han de considerar moralmente correcto lo que estipula la ley. Pero también es obvio que una minoría no lo verá así. Pues bien, las sociedades democráticas han establecido un procedimiento de respeto a tales personas. Ese procedimiento es la objeción de conciencia, que permite a un ciudadano no intervenir en algo que tiene por moralmente incorrecto, por más que se halle aprobado o incluso exigido por la ley. La objeción es una excepción legal al cumplimiento de la ley. Caso de que el legislador o los tribunales de justicia consideraren inapropiada la objeción en un caso concreto, el objetor dejará de ser tal para convertirse en insumiso. Que es lo que fueron todos los que se opusieron a cualquier ley en las sociedades predemocráticas o no democráticas. Los primeros cristianos que se negaron a adorar al emperador no fueron objetores, fueron insumisos, que es cosa distinta.

Dentro de las sociedades democráticas, la objeción de conciencia es también un fenómeno reciente. Aparece como tal figura con posterioridad a la segunda guerra mundial. Fue con ocasión de esta contienda cuando surgió el conflicto en Estados Unidos, al negarse ciertos grupos del llamado protestantismo radical a empuñar las armas e ir a la guerra. Ahí comenzó el proceso de reflexión que acabaría por dotar de contenido a la objeción de conciencia. Ni que decir tiene que el ámbito al que se aplicó fue el militar. Es también lo que sucedió en España durante los años setenta, y lo que dio lugar al artículo de la Constitución de 19786 en el que se reconoce la objeción de conciencia al servicio militar. Esto es importante tenerlo en cuenta, porque la objeción médica, aquella que hoy ocupa y preocupa, habida cuenta de que la otra ha desaparecido al cambiar la ley, no entra en escena más que a partir del año 1985, como consecuencia de la entrada en vigor de la Ley orgánica 9/19857 de interrupción del embarazo en tres supuestos.

Dado que se trata de la excepción al cumplimiento de una norma legítimamente promulgada, es claro que la objeción de conciencia tiene siempre carácter excepcional; es una excepción a la regla, que no puede ser otra que el cumplimiento de la ley. La excepción se hace con el objeto de respetar los valores de las minorías. De ahí que resulten extrañas y atípicas dos figuras cada vez más frecuentes. Una es querer convertir la objeción de conciencia no en excepción, sino en regla, y además absoluta y sin excepciones. Y otra, que se acojan a ella colectivos enteros de población, con lo que algo aplicable a minorías adquiere un uso mayoritario. Cuando esto último sucede, algo falla, pues si la mayoría está en contra de una norma, lo lógico es que esta se sustituya por otra que diga lo propugnado por los objetores. Cuando eso no sucede, hay que sospechar que la objeción no es auténtica, es decir, que se objeta por motivos que no son morales o de conciencia. En lo que sigue analizaré brevemente estas dos anomalías, tan frecuentes que oscurecen y enturbian el panorama de la verdadera objeción.

En primer lugar, el intento de transformar la excepción en ley, aún más, de convertir la objeción de conciencia en un derecho absoluto, superior a cualquier otro derecho y que, por lo tanto, debe considerarse prioritario en caso de conflicto con él. Esta tesis es la que defienden todos los partidarios del iusnaturalismo estricto, negando validez al principio, por demás obvio en cualquier sistema jurídico democrático, de que los derechos nunca son absolutos y pueden verse recortados cuando entran en conflicto con otros derechos. Hay situaciones en que todo derecho humano, por muy primario que sea, debe ceder ante la exigencia de otro u otros. Esto le sucede al derecho a la vida, y con él a cualquier otro. De ahí que cuando se afirma la objeción de conciencia como derecho absoluto se esté haciendo una enmienda a la totalidad del derecho liberal y democrático. Lo que se está afirmando es que los parlamentos democráticos no tienen legitimidad para aprobar normas que vayan contra ese pretendido derecho natural. De lo que se deduce algo de la máxima importancia, y es que quienes defienden la objeción de conciencia como un derecho absoluto están haciendo una enmienda total a la teoría liberal y democrática. Con lo cual se concluye en la paradoja de que, al afirmar la objeción de conciencia como un derecho absoluto, se está negando legitimidad a la única estructura sociopolítica que ha hecho posible la objeción de conciencia. Los fanáticos de la objeción son sus más peligrosos enemigos.

Pero hay una segunda paradoja. Y es que si las leyes emanadas de parlamentos democráticos son el reflejo de las opciones morales de la mayoría de la población, no se entiende cómo la objeción puede convertirse en mayoritaria. Esto último es lo que ha sucedido en medicina, en el caso concreto del aborto. Se dirá que los médicos no son toda la población y que, por lo tanto, puede suceder que la mayoría de la sociedad opte por algo que a la mayoría de los profesionales de la medicina les parece inadmisible. Es posible que así sea, pero no deja de resultar raro. Los médicos son parte de la sociedad y, por lo tanto, parece que deben compartir los valores de mayor vigencia en ella. Cabría pensar que en ese cuerpo profesional, debido a sus características socioculturales, la proporción de los partidarios de interrumpir el embarazo fuera menor que en la población normal; cabe incluso asumir que fuera mucho menor, pero se hace difícil entender que sea casi unánimemente negativa, hasta el punto de que los no objetores son la excepción, no la norma.

La Fundación de Ciencias de la Salud publicó en 2008 una guía de objeción de conciencia8. Y entre las cosas sorprendentes del texto, están dos figuras que sus autores se vieron obligados a identificar y que denominaron «seudoobjeción» y «criptoobjeción». La seudoobjeción se da al objetar como resultado de un acto clínico incorrecto. La objeción nunca puede amparar decisiones clínicas mal tomadas. Dicho en otros términos, al objetar se está lesionando siempre un valor, que es el derecho de una persona a una prestación sanitaria; por lo tanto, la objeción constituye un curso extremo de acción. Siempre que haya cursos intermedios que permitan salvar los valores en conflicto o lesionarlos lo menos posible, la objeción no puede considerarse correcta. Los ejemplos son muchos. Hay médicos que objetan a operar sin sangre a testigos de Jehová, a pesar de que la operación no entrañe especial riesgo, o porque no quieren llevar a cabo una cirugía hemostática, o con recuperador de sangre, etc. La objeción nunca puede ser amparo de la mala práctica.

Pero hay una segunda figura, por desgracia aún más frecuente que la anterior. Se trata de la criptoobjeción. Consiste en la objeción por motivos distintos de los propiamente morales. Se objeta por comodidad, por ignorancia, por respeto humano, por el qué dirán, por tantas cosas más. En ciertos servicios, es mucho más fácil objetar que no objetar. Hay una auténtica coacción hacia el no objetor. Y la consecuencia es que se objeta, aunque no por razones de conciencia. Ni que decir tiene que esta objeción de conciencia es también incorrecta. La objeción de conciencia no puede ser más que de conciencia, por motivos morales. Los demás motivos no son legítimos.

La seudoobjeción y la criptoobjeción son el gran lastre para el respeto de la auténtica objeción de conciencia. En nuestro medio no hay prácticamente nadie que considere que no se debe respetar la verdadera objeción de conciencia. Los enemigos de la objeción de conciencia no son quienes se oponen a ella, sino quienes abusan de algo tan íntimo, y por ello tan difícil de controlar, como la conciencia. Los verdaderos enemigos de la objeción de conciencia son aquellos que quieren convertirla en un bastión inexpugnable, ante el que reboten todos los demás derechos, y quienes se aprovechan de ella haciendo seudoobjeciones o criptoobjeciones.

Es frecuente buscar la solución de todo esto en el derecho, pidiendo una ley o norma que regule el ejercicio de la objeción de conciencia. Personalmente soy muy escéptico ante ese tipo de regulaciones. Y ello porque la conciencia es el reducto último de la ética, y el derecho tiene muy difícil regular asunto tan íntimo. Esto sólo lo arreglará la correcta formación moral de los ciudadanos. La única labor que puede y debe hacer la ley es definir quiénes pueden objetar y quiénes no (quiénes son actores o colabores directos) y a qué normas puede objetarse y a cuáles no. Cualquier otro procedimiento, como la inscripción previa en registros, bien colegiales, bien administrativos, puede acabar produciendo mayores perjuicios que beneficios. Y es que en este tema, como en tantos otros, la solución no está en la búsqueda de normas estrictas de aplicación mecánica, sino en la promoción de la prudencia y la responsabilidad moral en las personas implicadas. Algo que por lo general se nos escapa.

Financiación

Ninguna.

Conflicto de intereses

El autor declara no tener conflicto de intereses que puedan afectan al presente texto.

Bibliografía
[1]
Real Academia Española: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español [citado 3 Mar 2011]. Disponible en: http://www.rae.es.
[2]
B. Häring.
La ley de Cristo.
4. a ed, Herder, (1965),
[3]
A.M. Arregui, M. Zalba.
Compendio de teología moral.
El Mensajero del Corazón de Jesús, (1965),
[4]
Concilio Vaticano II, Constitución apostólica Gaundium et Spes, n.o 79 [citado 3 Mar 2011]. Disponible en: http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html.
[5]
A. Peinador.
Moral profesional.
Biblioteca de Autores Cristianos, (1969),
[6]
Constitución Española, art. 30.2 [citado 3 Mar 2011]. Disponible en: http://noticias.juridicas.com/base_datos/Admin/constitucion.html.
[7]
Ley Orgánica 9 de 5 de julio 1985 que modifica el art. 417 bis del Código Penal. BOE núm. 166. 12 julio de 1985.
[8]
Guías de Ética en la Práctica Clínica, Ética de la objeción de conciencia. Madrid: Fundación de Ciencias de la Salud; 2008.
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