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Vol. 46. Núm. 184.
Páginas 39-54 (octubre - diciembre 2017)
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Vol. 46. Núm. 184.
Páginas 39-54 (octubre - diciembre 2017)
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Juventud de los estudiantes universitarios
Youth of university students
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María Herlinda Suárez Zozaya
Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM), Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Cuernavaca, Morelos, México
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Resumen

El objetivo de este artículo es ponderar el involucramiento activo del «ser joven» de los estudiantes en la construcción de las representaciones sociales de «su» juventud. Relata algunas disputas que se han dado entre estudiantes y autoridades universitarias en los planos de la realidad y el simbólico, y da cuenta del proceso de ahondamiento de la brecha que separa el mundo institucional del de los estudiantes. El análisis refiere sucesos acontecidos en los siglosxx y xxi.

Palabras clave:
Universidad
Juventud
Estudiantes
Representaciones sociales
Educación superior
Abstract

The aim of this paper is to emphasize the student participation in constructing and deconstructing the meaning of their youth. It focuses on the disputes between them and the university authorities in regard of social representations of young people in higher education, and underlines the process whereby the students disengaged from the institution, during the 20th and 21st centuries.

Keywords:
University
Youth
Students
Social representations
Higher education
Texto completo
Introducción

Los estudios sobre juventud han recorrido un largo camino desde que en 1978, en una entrevista, Bourdieu (2002: 163) lanzó la provocadora sentencia de que «la juventud es tan sólo una palabra». Desde entonces, las investigaciones sobre juventud han puesto más interés en cuestionar las premisas biologistas, esencialistas y universalistas con las que había sido abordada la cuestión juvenil; han denunciado que la juventud es una representación social y que, como tal, está cargada de relaciones de poder y de imposiciones; han develado que los jóvenes no integran una unidad social ni son un grupo constituido que posea intereses comunes originados por su edad; han hecho énfasis en que no existe una sola juventud sino numerosas juventudes.

En efecto, no se puede ignorar la heterogeneidad que hay dentro de la categoría juventud ni la diversidad existente en los jóvenes, en tanto que ocupan distintas posiciones genéricas y sociales. Sin embargo, la importancia atribuida al mandato social que prescribe a los jóvenes asistir a la escuela torna pertinente distinguir dos juventudes: la de los estudiantes y la de los no estudiantes. Por supuesto, en ambos grupos persisten diferencias enormes, pero ser estudiante universitario significa formar parte de un grupo selecto, cuando menos en términos de las representaciones sociales.

El presente artículo identifica a los estudiantes como juventud1 y reconoce el término como una construcción social, lo cual significa considerar que los sujetos, situados en contextos socio-históricos concretos, actúan y tienen la capacidad para transformar, construir y reconstruir las representaciones que existen sobre ellos y sobre otros. El concepto de representación ha sido explicado de varias maneras, y como señaló Moscovici (1988) no es posible comprimirlo en una sola definición. Para propósitos del presente texto basta entender que representar implica hacer un equivalente, es sustituir a, poner en lugar de. En este sentido, la representación es el sustituto mental de algo: objeto, persona, acontecimiento, imagen, etc. (Jodelet, 1984).

A partir de tal definición surgen varias preguntas: ¿cómo y quién construye la equivalencia entre estudiantes universitarios y juventud?, ¿a cuál juventud se refiere?, ¿cuáles son las disputas y las apuestas que hay detrás de la imposición de fronteras entre «jóvenes»-estudiantes-juventud y «adultos»-maestros, autoridades y funcionarios universitarios? Precisamente, el objetivo del presente texto estriba en brindar elementos para dar respuesta a tales preguntas, ponderando las luchas que al respecto se han dado entre los estudiantes y otros actores involucrados en el campo de la educación superior desde inicios del sigloxx.

Las narrativas hegemónicas recientes tienden a legitimar la idea de que la juventud de los estudiantes contemporáneos, como la de todos los jóvenes, viene caracterizada por la apatía política y la falta de solidaridad social. Pero el presente artículo muestra que a pesar de que tales discursos reflejan la forma como los estudiantes universitarios construyen la definición y/o vivencia de su juventud, las representaciones surgidas de sus propias experiencias, acciones y culturas juveniles cuestionan tales narrativas, compiten con ellas y las de-construyen. En este sentido, la contribución del texto es académica y también política.

Prácticamente desde siempre y en todos los grupos sociales, los jóvenes2 han sido clasificados como tales por su edad, e incluso se pueden constatar ciertas atemporalidad y recurrencia en la preocupación y en la inquietud social que ha despertado su forma de ser más todo lo que deriva de ella. La idea de que «los jóvenes son como una pértiga curva que para enderezarla hay que curvarla suavemente hacia el lado contrario» es tan vieja que está escrita en la Retórica de Aristóteles (2004). En cambio, sobre la juventud lo mismo se han forjado algunas imágenes bondadosas y otras desfavorables debidas, entre otras cosas, a que surgieron vinculadas con la representación de los estudiantes. De hecho, puede interpretarse que la asociación de la juventud con la educación funciona como estrategia de la sociedad moderna (burguesa) para que los adultos «enderecen» a los jóvenes. En esta acepción, la imagen social proyectada sobre los colegiales universitarios es la de jóvenes que se encuentran en proceso de ser «enderezados».

La representación social de la juventud asociada con los estudiantes permanece marcada por su génesis, en la cual jugó un papel esencial la movilización de los alumnos que fundaron la Universidad de Bolonia, en la Edad Media. Si bien para entonces la juventud como grupo social diferenciado todavía no había aparecido, aquellos escolares desplegaron su capacidad de agencia para buscar autonomía frente a los poderes en turno, y para obtener concesiones y beneficios respecto a los demás estudiantes y otros jóvenes. Las marcas de la disposición a movilizarse, así como la búsqueda de autonomía y de privilegios quedaron grabadas por mucho tiempo en las representaciones de los estudiantes universitarios y de «su» juventud.

Varios siglos después de que se fundara la universidad, las necesidades de la sociedad burguesa empujaron el nacimiento de un sistema escolar formalmente encargado de producir juventud «conveniente». Desde entonces las instituciones educativas, incluidas las de nivel superior, emiten una serie de discursos prescriptivos y proscriptivos que mandatan a «sus» jóvenes acerca de cómo deben ser y comportarse. Frente a tales mandatos y prohibiciones, los estudiantes han desplegado una serie de dispositivos de apropiación, de resistencia y/o de protesta que en distintos momentos se han conjugado para de-construir y construir el significado y las representaciones de su juventud.

Hacia el final del sigloxix, como consecuencia de la confianza social que ganaron la ciencia y la tecnología en tanto medios para aumentar la producción, las expectativas utilitaristas hacia la universidad y sus egresados se incrementaron, e incluso proliferaron los discursos que prescribieron a los jóvenes la adscripción a la ética y la actitud de aspiración. A los colegiales se les recetó «sacar provecho» de su educación y les fueron prometidas importantes recompensas cuando fueran profesionistas, también se multiplicaron las imágenes que configuraron a la juventud universitaria como agente del cambio encaminado al desarrollo y al progreso, personal y social. Muy pronto se abrieron disputas entre las grandes corrientes de pensamiento que, en ese entonces, trataban de darle orientación al cambio: tradicionalismo, liberalismo y socialismo.

Conviene apreciar que la expresión clave en la identificación de los estudiantes con la juventud reside en la de agente de cambio, pues de ahí se deriva la disputa. Este término ha sido barajado de acuerdo con las distintas orientaciones ideológicas, dándole el sentido que en cada caso corresponde. Desde poco antes de empezar el sigloxx hasta la década de 1990, la constante fue una imagen utópica de la juventud que consideraba a los estudiantes universitarios integrados a la idea de la perfectibilidad del ser humano, y contemplaba también la posibilidad de utilizar la razón para construir un mejor futuro. Como telón de fondo también surgió la idea de que la universidad habría de servir para construir una sociedad justa e igualitaria. En el mundo académico, estudiantes y profesores gestaron y compartieron una identidad universitaria que comprometía a la educación superior con el pensamiento crítico y la acción política. De hecho, fue particularmente importante la participación de los intelectuales y académicos en la representación de los alumnos universitarios como los agentes de búsqueda de la justicia social. Proliferaron las utopías socialistas y los estudiantes fueron señalados como actores esenciales para su realización.

Hacia finales del sigloxix, por ejemplo, Jules Michelet identificó a los colegiales con el proletariado y les atribuyó la capacidad de hacer cumplir el destino de libertad y de fraternidad de todas las sociedades. En su libro El estudiante, publicado en 1887, el autor personifica a los alumnos universitarios «como agentes de combinación de una clase social particular semejante al proletariado, y a la vez de una cultura pasajera vinculada con la juventud» (Michelet, 2000: viii-ix); su visión imputa la ética contestataria de aquéllos a su ser joven y anuncia que, cuando sean adultos, se integrarán a la clase capitalista porque es el destino inevitable de los profesionistas.

Prácticamente durante todo el sigloxx, la imagen de la juventud asociada con la del estudiante universitario permaneció marcada por la ilusión de la participación política. En este marco se desarrollaron experiencias como la Reforma de Córdoba en 1918 y los movimientos estudiantiles de 1968. Pero, con el avance del capitalismo, las utopías socialistas se fueron desarticulando y la pujanza intelectual a favor de ellas se debilitó. Hoy la idea de que la participación política deriva en un componente fundamental de la agencia juvenil de los alumnos universitarios ya se significa como una impertinencia mítica, incluso una infinidad de fuentes ahora los retrata y exhibe como desengañados, hastiados del mundo institucional y de la política.

Al respecto, Krotsch (2002) señaló que la cultura de los jóvenes se ha modificado, incluso el estudiante de hoy aparece menos adherido a la cultura de la institución universitaria y más cercano a la cultura popular de masas, de la cual los sectores juveniles constituyen la espina dorsal. Bajo el señalamiento de Krotsch como línea de reflexión, en los siguientes apartados hago un seguimiento analítico de algunas disputas que se han librado en el terreno de la educación superior y doy cuenta de la existencia de una brecha de distanciamiento creciente entre el mundo institucional y el de los estudiantes.

No hay que pasar por alto que este artículo ha sido escrito a cien años de los sucesos de Córdoba, Argentina. Sirva este texto también para homenajear a los alumnos universitarios que, en 1918, tomando como bandera de lucha su juventud, forjaron para la universidad latinoamericana y para los jóvenes que ahora estudian en ella una identidad que los compromete con la defensa de la autonomía de la institución y del cometido social de la educación.

De la identidad en sí a la identidad para sí

A principios del sigloxx, en México, un grupo de estudiantes y egresados del nivel superior se autoidentificaron con la juventud para organizar un movimiento de cambio cultural. Al fundarse como grupo tomaron el nombre de «Ateneo de la Juventud», siendo uno de sus miembros más destacados Pedro Henríquez, quien en sus Memorias refiere que los fundadores, en 1909, fueron treinta y que la mayor parte eran estudiantes universitarios, no todos mayores de edad (Roggiano, 1989); el mismo texto relata que más tarde se unieron a ellos destacados intelectuales y artistas menos jóvenes. De este modo, los participantes de este grupo arraigaron en la «identidad juvenil» de los estudiantes universitarios latinoamericanos la lucha por las causas culturales.

Pero no cabe duda de que el movimiento de Córdoba, Argentina, en 1918, constituyó el evento más emblemático en la construcción social de la juventud universitaria como un colectivo social de vanguardia3. Los estudiantes que participaron en aquel movimiento identificaron sus causas con las de los partidos políticos populares y las del movimiento sindical; dieron a conocer su reclamo mediante el famoso Manifiesto Liminar, redactado por Roca (1918), y se autoidentificaron como juventud4; forjaron para sí una identidad vinculada con la pureza de espíritu, el liderazgo político y la búsqueda de participación en el gobierno universitario. A partir de estos sucesos, en Latinoamérica, la representación de los estudiantes universitarios aparece asociada con la imagen de una juventud letrada5, con disposición especial para movilizarse, retar y presionar al poder y a las autoridades.

Más tarde, en el marco de la larga rivalidad que enfrentaron los Estados Unidos y la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial, la juventud de los universitarios dejó de ser la única protagonista en el escenario de la lucha por la cultura y el cambio social y político. Numerosos contingentes de jóvenes se manifestaron públicamente para repudiar el orden vigente y la falta de cumplimiento de la paz prometida. Los manifestantes no hicieron particular alusión a su condición de estudiantes pero muchos lo eran y, consecuentemente, las instituciones universitarias se convirtieron en espacios de expresión de la inquietud creciente de la juventud «contra el sistema»; cuando no en una universidad en otra, siempre había noticias de conflictos. Las protestas de los jóvenes se dirigían hacia la sociedad en general y la universidad era puesta en entredicho, pues el discurso enunciaba que en ella imperaba el autoritarismo y que los planes de estudio eran obsoletos.

En el marco de la corriente filosófica del existencialismo, representada principalmente por Jean-Paul Sartre y Albert Camus, la figura de la juventud en general, y no sólo la de los estudiantes universitarios, quedó inscrita en las representaciones del homo revolucionario y del homo rebelde, una de adscripción marxista y la otra humanista, ambas eminentemente anticapitalistas. Para entonces ya era visible la participación de las mujeres en la educación superior, al grado de que en 1930 Gustave Cohen, profesor de la Facultad de Letras de París, había citado lo siguiente: «Si me preguntaran cuál es la mayor revolución a la que hemos asistido desde la guerra, respondería que es la invasión de la Universidad por las mujeres» (Córdoba, 2005). Pero no fue sino hasta después de 1968 que las imágenes de la juventud universitaria dejaron de estar asociadas con juventudes notoriamente masculinas6.

En las sociedades asomaron grupos solidarios con las causas y los movimientos estudiantiles, pero también varios adversarios a ellos. En México, los conservadores y los católicos acusaron a la educación laica de ser la responsable de la insubordinación de los jóvenes y, desde entonces, en el país pesa sobre la educación pública la sospecha de ser la culpable de que los estudiantes se vuelvan rebeldes, flojos y subversivos. Cuenta Soledad Loaeza que, en 1961, una multitud reunida en el atrio de la Basílica de Guadalupe pronunció la siguiente oración: «Por haber dejado a los estudiantes en manos de una enseñanza laica, sectaria y amoral: ¡Perdónanos, Señor! Por permitir que falsos maestros de mentira corrompan la mente y el alma de la juventud: ¡Perdónanos, Señor!» (Loaeza, 1988: 285). Así, a la vez que se promovía una imagen de los estudiantes que los presentaba como revoltosos, se acusaba a los académicos y a las instituciones públicas de ser los responsables de la corrupción de la juventud. Recuérdese que la cultura que entonces privaba en las universidades públicas no se encontraba tan alejada de la de los estudiantes, tendía a la crítica y muchos de los profesores veían con simpatía la participación política de sus alumnos.

Para entonces, el clima juvenil que evocaba la rebeldía contra la sociedad establecida se expresaba, sobre todo, en la diferenciación estética. Los jóvenes buscaban la afirmación de una identidad y una cultura propias, organizando grupos que se apoderaban de espacios para existir y desarrollar sus actividades. Muchas calles, barrios, esquinas, etc., fueron espacios tomados por ellos, la escuela dejó de tener el monopolio de la producción de juventud y los campus de casi todas las grandes universidades funcionaron ya no sólo como lugares de producción de ésta, sino como espacios de acogida de la contracultura7. La conflictividad, las huelgas, las asambleas y la represión pasaron a ser cotidianas en la vida universitaria y era notorio que hubo un cambio en el aspecto físico de los estudiantes debido a lo que llevaban puesto.

La tensión entre la juventud y el mundo adulto era evidente, estética y políticamente, tal era el contexto cuando llegó 1968. Los sucesos ocurridos entonces significaron el punto de condensación y de mayor visibilidad de la representación de los alumnos universitarios como colectivos sociales revolucionarios y peligrosos para el orden vigente. Para el gobierno y otros representantes del poder, la acción de los universitarios se volvió más amenazante que la del resto de los jóvenes porque sus características culturales y socioeconómicas ocupaban una posición de campo8 que se traducía en capacidad para ejercer el liderazgo.

Muniesa (2013) alude a las palabras pronunciadas por Herbert Marcuse el día 10 de mayo de 1968, en una entrevista que publicó el diario Le Monde, en las que describe la imagen de los estudiantes universitarios a los que temía el poder: el filósofo alemán aseveró que estos jóvenes no se movilizaban por el hambre o la pobreza, sino contra la educación caduca y mediocre, la riqueza, la ostentación, el consumismo capitalista, las guerras y toda forma de autoritarismo; los representó como hijos de las clases dominantes, pero generosos e ideológicamente distanciados de sus familias.

Por su parte, la oleada de dictaduras militares que asoló a América Latina durante la década de 1970, la tensión generalizada y sostenida entre Estados Unidos y la extinta Unión Soviética, así como la guerra de ideologías en torno a ella, fortalecieron la percepción social de que los estudiantes consideraban que el cambio no se podía dar de manera pacífica, incluso existía la creencia de que varios de ellos formaban parte de grupos clandestinos y guerrilleros. Así vistos, los educandos universitarios aparecían como una verdadera amenaza para el orden y el poder.

En efecto, en varios países surgieron organizaciones de guerrilla urbana que incorporaron a sus filas a estudiantes universitarios. En México, por ejemplo, a decir de Montemayor (2010), estas organizaciones aglutinaron a nutridos contingentes de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), del Instituto Politécnico Nacional (ipn), de la Universidad Autónoma Chapingo (uacha) y de otras universidades; varios sectores del gobierno afirmaron reiteradamente que la violencia de los colegiales era fomentada, sostenida y armada por agentes comunistas y, además, esparcieron sobre ellos una especie de «leyenda negra» que descalificó sus acciones y pensamientos, mostrándolos como producto de «una juventud reventada».

La campaña desatada para descalificar a la juventud universitaria ponía bajo sospecha nuevamente a los alumnos de las universidades públicas. Se les acusaba de que más que estudiantes eran simplemente juventud: usaban drogas, abusaban del consumo de alcohol, eran sexualmente desenfrenados y cometían toda clase de excesos. Los poderes utilizaron todas sus capacidades para insertar en la sociedad la idea de que había que poner límites a la juventud de los escolares universitarios porque de otra manera trastocarían el orden moral establecido. Por el hecho de ser jóvenes resultaban sospechosos, pero su adscripción universitaria los mostraba todavía más peligrosos porque se pensaba que se reunían con el fin de planear asaltos para derrocar al gobierno universitario, al gobierno del país y al capitalismo. Algunos miembros de los grupos dirigentes de la nación y de las instituciones educativas desarrollaron tanto odio contra los estudiantes universitarios, que se mostraron dispuestos a acabar con ellos. Un caso extremo fue el de un rector de la Universidad de San Carlos, a quien se le atribuye haber expresado lo siguiente: «prefiero antes de renunciar que quede el tendal de cadáveres de los estudiantes» (Mangone y Warley, 1994: 41).

En fin, desde aquellas jornadas violentas en donde a varios estudiantes universitarios les fue quitada la vida, «su juventud» se caracterizó por un alto componente de desconfianza hacia las instituciones y la relación con su «ser juvenil» se ha ido volviendo cada vez más estrecha.

Del grupo selecto a la masa

El desencuentro entre los alumnos universitarios y los dirigentes de los países planteó contradicciones respecto a las expectativas acerca de la educación como elemento clave para preparar al homo dúplex9, formar ciudadanos y alcanzar el progreso individual, social y económico10. Se suponía que la experiencia universitaria debería incidir en el desarrollo de ideas y en los flujos culturales plantando en los jóvenes valores convenientes para el progreso de la institución, para el país y para los propios jóvenes. Pero con sus comportamientos belicosos, la universidad pública y sus colegiales habían traicionado «la misión universitaria», y así fue como se les representó: como traicioneros. Luego comenzó a desdibujarse la significación de los estudiantes universitarios como «juventud selecta» y se fortaleció la imagen que los identifica como simples jóvenes11.

Para entonces el peso de los jóvenes en la pirámide de edades había crecido bastante y eran numerosos los que demandaban una formación superior. Este nivel educativo seguía significando una posibilidad de ascender en la jerarquía social, económica y cultural, y la matrícula universitaria aumentó significativamente dando lugar al fenómeno de masificación12. Un artículo de Meyer y Schofer (2006) evidencia que en todas las regiones del mundo se registraron altos índices de expansión de la educación terciaria; los autores incluyen en su texto una gráfica muy ilustrativa del alcance mundial del fenómeno de la masificación (fig. 1) y, aunque alertan sobre ciertas cuestiones metodológicas, concluyen que en cada uno de los grupos de países se encuentran índices de crecimiento similares; en suma, afirman que a partir de la segunda mitad del sigloxx la educación superior se expandió en todas partes13.

Figura 1.

Matriculación terciaria por cada 10,000 jóvenes (20-24 años). Medias regionales, 1900-2000.

(0.11MB).

En América Latina la ampliación de la matrícula de educación superior se explica por varios factores, entre los que destacan: la previa ampliación de la matrícula de estudios de educación media y el cambio en la estructura de los procesos productivos y en los mercados de trabajo que demandaron más profesionales y técnicos superiores (Rama, 2009). Además, el Estado asumió la responsabilidad de expandir el sistema de educación superior, particularmente la matrícula.

En efecto, la matrícula de educación superior creció significativamente, pero no por ello se universalizó. En la región latinoamericana, quienes podían aspirar a ser alumnos universitarios continuaban representando una minoría; pero es cierto que «la masa» ya no contenía tan sólo herederos14, aparecieron jóvenes procedentes de otros orígenes sociales y hubo una masiva afluencia de mujeres, aunque una característica importante de la participación femenina en la universidad fue la concentración en carreras consideradas «típicamente femeninas» (ciencias de la educación, letras, ramas menores de las ciencias médicas, etc.)15.

La masificación tuvo implicaciones en los significados y sentidos de la asistencia a la universidad, y en la representación de los estudiantes, pues tomaron preponderancia los motivos personales y familiares (ascender socialmente, tener un buen empleo, etc.) respecto a los motivos académicos y sociales (saber más, resistencia al autoritarismo, búsqueda de autonomía, contribuir a cambiar el mundo, etc.). Por su parte, los motivos netamente juveniles (liberarse de tradiciones familiares, conocer y pasarla bien con los amigos, encontrar pareja, entretener el tiempo hasta encontrar un empleo) también incrementaron su relevancia.

La universidad tradicional no estaba hecha para recibir a «las masas» ni satisfacer las necesidades de una sociedad y un mercado de trabajo transformados, mucho menos correspondía a las búsquedas, anhelos y culturas juveniles16 de los nuevos colegiales. La herencia medieval de la universidad, basada en la organización gremial, la orientaba a formar alumnos como si sólo apuntaran a ser académicos: maestros o investigadores. Al respecto, Touraine escribió refiriéndose a Francia:

Se continúa enseñando historia a los estudiantes fingiendo creer que serán profesores de historia, lo cual no será cierto más que para una pequeña minoría de entre ellos, y se hace así porque se tiene miedo a reconocer la separación entre las categorías correspondientes a la oferta y a la demanda de conocimientos (Touraine, 1977: 171).

Así que en varios países la universidad como modelo institucional entró en crisis. En su libro Cartas a una estudiante, Touraine afirma:

No se trata ni de una paradoja ni de una blasfemia, sino de una hipótesis reflexionada y medida: sí, creo que estamos viviendo el final de las universidades.

Y, el mismo autor, pregunta:

¿Acaso las universidades no son hoy instituciones caducas y que se hunden en una crisis incurable? ¿Acaso no es obvio que para la mayoría de estudiantes, la universidad se ha convertido en algo sin sentido? (Touraine, 1977: 164).

Podría discutirse si es posible generalizar el pesimismo que, en torno a la universidad, encierran las preguntas levantadas por Touraine y abrir el tema de las diferencias por países respecto a las modalidades, las intensidades y los tiempos de la crisis (por no decir muerte) de la universidad tradicional. Pero al revisar la bibliografía resulta que, prácticamente de manera generalizada antes de terminar el sigloxx, en el mundo que llamamos «Occidente», prevalecía la idea de que la universidad se encontraba en crisis (Santos, 2007). Además, los jóvenes desconfiaban de que la asistencia a la universidad fuera un medio seguro para construir un mejor futuro (Suárez, 2013), ser alumno universitario ya no se asociaba con la pertenencia a un estatus de exclusividad, ni las universidades eran vistas como garantía de ascenso social o de prosperidad individual.

La expansión de la matrícula se produjo a partir de un crecimiento de instituciones muy diferenciadas; por lo general, las nuevas instituciones repelieron la tradición universitaria basada en las humanidades y en la actitud académica, tratando de suplantarla por la orientación práctica e instrumental; se ofertó la enseñanza superior corta que, entre otras, tuvo como función desviar la demanda masiva de educación que podía poner en peligro la calidad y el elitismo social de las universidades «de cabeza» (Touraine, 1977: 173).

En términos generales, el acceso de nuevos sectores sociales a las instituciones públicas de educación superior vino acompañado de la disminución de los indicadores de calidad académica y de desempeño escolar (Gallo, 2005), porque las prácticas y los dispositivos que regulaban la relación profesor-alumno, que garantizaban la autoridad pedagógica y que producían un orden institucional se erosionaron. Este estado de cosas junto con los efectos de la «leyenda negra», constantemente vertida por los sectores hegemónicos sobre los estudiantes de las universidades públicas, provocaron un clima de opinión social que los identificó ya no como revolucionarios sino como flojos, fósiles y pseudoestudiantes. Obviamente, el valor social de la identidad de estudiante universitario continuó con su caída y se produjo una nueva situación en la que se debilitaron las barreras de identidad socioeconómica y cultural que distinguían a la juventud universitaria de las demás juventudes. Mientras que la desigualdad entre estudiantes y no estudiantes se desdibujó, las desigualdades al interior del grupo estudiantil se magnificaron.

En efecto, la diversidad de valores, de gustos, de posturas y de actitudes del estudiantado se tradujo en opacidad del sentido de la categoría juventud universitaria como referencia a una juventud vinculada con la élite, con la crítica y con la acción políticas. En cambio, tal categoría intensificó su significado en relación con la pertenencia a una clase de edad, o edad social, vinculada a un rango etario en el que la prescripción social es matricularse en una institución de educación superior y cursar una licenciatura17.

Para los burócratas y los administradores de la educación superior, incluso para muchos académicos, los estudiantes universitarios adquirieron una existencia meramente estadística; los visualizaron como individuos que se suman y se restan para dar cuenta de los indicadores de atención, de matrícula y de cobertura. El manejo estadístico de la población estudiantil y su identificación prioritaria con la magnitud de la prestación de los servicios educativos desdibujaron la significación conflictiva de la juventud universitaria con la institución. De esta manera, se hizo patente que la juventud rebelde y socialmente comprometida de los alumnos universitarios había sido derrotada política y simbólicamente (Reguillo, 2012: 20).

Clientes y consumidores

Al comienzo del sigloxxi, en el marco de los escenarios de la globalización, del neoliberalismo y de las nuevas tecnologías, prácticamente todo había mutado, en especial la universidad y sus educandos. Lo declarado por Touraine en 1977 respecto a que la universidad estaba por desaparecer —esa que se fundó en el medievo y que se forjó durante la modernidad industrial— parecía un hecho consumado. En 1999, Readings escribió un libro llamado La universidad en ruinas en el que declaraba que la universidad había perdido su razón de ser, debido a que se había transformado en una institución más al servicio del capitalismo trasnacional abandonando el ideal cultural. En la nueva institución, dice el autor, no se espera que el estudiante se comporte como ciudadano sino como mero cliente, listo para consumir, reproducir y mantener su funcionamiento (Readings, 1999).

El interés de transfigurar a los estudiantes en clientes o en consumidores encuentra su base en la tendencia general de privatización ocurrida a partir de la última década del sigloxx, que dio por resultado una nueva sociedad signada por un prejuicio sistemático en contra de lo público (Escalante, 2015). Bajo el supuesto de que el Estado, las empresas estatales y los servicios públicos son por definición ineficientes, se generalizó una valoración dogmática a favor de lo privado. Como la educación superior ya representaba una prescripción y un imperativo social para una cantidad creciente de jóvenes, muchos empresarios mostraron disposición a invertir en ella, pues prometía muy buenos rendimientos. Hoy en los círculos empresariales existe la idea de que en las universidades se mueve tanto dinero que, para hacerse rico, un buen plan de negocios consiste en fundar una universidad privada.

Lo escrito por Altbach (2005) permite apreciar lo que tal circunstancia ha significado en América Latina: «en el último cuarto del sigloxx, las dinámicas cambiaron de manera dramática y la educación superior privada se convirtió en el rubro con mayor crecimiento en el mundo, extendiéndose rápidamente por todo el orbe». En general, el aumento de la intervención del sector privado en la educación superior no supuso una disminución significativa de la participación del sector público, pero en términos de asignación presupuestaria sí implicó una caída. Por lo demás, en ambos sectores se introdujeron reglas de competencia, sistemas de gestión y de supervisión propias del mercado; es decir, prácticamente toda la educación superior se mercantilizó. El gasto de las familias en educación se incorporó al que tradicionalmente realizaba el Estado, con el consecuente traspaso de responsabilidades.

La educación se reconceptualizó dejando de representar un bien público para convertirse lisa y llanamente en una mercancía. Al constituirse un mercado de educación superior, el sistema se diversificó y se segmentó como estrategia para captar diferentes tipos de clientes y así tener éxito en la penetración de distintos mercados. Incluso surgió un segmento denominado de «absorción de demanda» destinado a dar cabida a quienes no cumplían con los requisitos para acceder a las universidades privadas de élite ni a las públicas; un sector de pésima calidad pero que existe porque hay quienes lo reclaman y lo pagan.

Los establecimientos que ofrecen educación superior no son equiparables, ni los públicos y menos aún los privados. No lo son en términos de jerarquía social y académica, ni respecto a los horizontes de futuro que ofrecen. Tampoco en lo que toca a los valores y las prácticas en los que se socializa a los jóvenes, los cuales se distribuyen en los distintos establecimientos según la condición socioeconómica, cultural y biográfica. La separación de los jóvenes de diferente origen social y cultural permite que los alumnos tengan experiencias escolares18 muy distintas, lo cual resulta funcional en cuanto a la fragmentación19 de la sociedad y de la ideología individualista. Al caer los muros que separaban a los estudiantes de los demás jóvenes cayeron también los compromisos con la homogeneización e igualación social de los propios estudiantes. Ahora los jóvenes matriculados en universidades llegan —con la desigualdad a cuestas— a una institución que no promete presentes ni destinos igualitarios, ni seguridades de progreso; en cambio, sí pondera y promueve la diferencia, así como las experiencias personales y las posibilidades de éxito vinculadas al mercado.

Como lo han comentado Brunner y Uribe (2007), en el nuevo sistema universitario conviven instituciones de distinta índole. No existe un solo modelo de universidad ni de gobierno universitario; tampoco existe un solo modelo de estudiante ni una sola forma de ejercer el oficio estudiantil. Lo escribió Carlos Peña en el prólogo del citado libro:

Los estudiantes han cambiado su función de vanguardias intelectuales, la de «minorías de minorías», que tuvieron hasta los años sesenta, por la de demandantes de bienes, o sea, por la más simple de hijos de las mayorías que demandan al sistema estar a la altura de las expectativas (Brunner y Uribe, 2007: 9-10).

Por su parte, Saravi (2015) distingue entre escuela total y escuela acotada para dar cuenta de los extremos de la segmentación de la experiencia estudiantil, de acuerdo a determinantes sociales y culturales de los jóvenes.

La escuela total corresponde a la oferta educativa para la élite privilegiada, permite una inmersión total de los jóvenes en la vida escolar y contribuye a la formación de una identidad estudiantil densa. En este caso, ser alumno universitario implica contar con un espacio de acogida para el desarrollo de prácticamente todas las actividades de la vida cotidiana, además de las dedicadas al estudio: hacer deporte en instalaciones seguras y adecuadas; convivir con amigos en restaurantes, cafés y jardines; conectarse a Internet en cualquier lugar del campus, practicar actividades artísticas, asistir a espectáculos culturales, etc. Como dice el autor: «en la escuela total, la experiencia escolar lo es todo» (Saravi, 2015: 81). Además, los estudiantes «totales» representan el tipo ideal del colegial contemporáneo y reciben transmisiones que los colocan del lado de la juventud triunfadora. Son socializados, y socializan a su institución a través de formas determinadas de comportamiento, de actitudes, de maneras de vestir y de hablar, asociadas con la distinción20. Constituyen un grupo bastante homogéneo y cerrado que se caracteriza por desconocer o despreciar lo que pasa en su sociedad, en general. Las estancias en el extranjero se han convertido en un deber ser de la experiencia escolar de la escuela total, de tal suerte que la promesa de intercambio con universidades de otros países es utilizada por dichas instituciones para atraer estudiantes, en un contexto de competencia apoyada en el marketing. Además, con el objeto de atraer «consumidores» foráneos se crean programas de intercambio21.

Por supuesto que en las escuelas acotadas las cosas son muy diferentes. Para empezar, el tiempo que pasan los jóvenes-estudiantes en el campus es menor, ya sea porque tienen otras obligaciones o porque las instalaciones y los programas no los invitan a estar ahí. Para estos jóvenes asistir a la universidad resulta una actividad más entre otras; muchas veces llegan cansados a clase y las demandas escolares compiten con otras preocupaciones. Los tránsitos vinculados con el paso a la edad adulta se realizan antes y el peso de la vida es mayor. Las identidades como joven, mujer/hombre, trabajador(a), madre/padre, hijo(a) se imponen y, en cambio, la de estudiante pierde centralidad. Las prácticas, los comportamientos y las percepciones características de las clases populares se integran al oficio de estudiante y, a través del consumo de la educación diferenciada, se naturalizan, se institucionalizan y se reproduce la transmisión intergeneracional de las desigualdades.

Todo lo anterior revela la existencia de una juventud estudiantil fragmentada. Con todo, persiste la idea de que todas las juventudes contemporáneas tienen desinterés por la política. La idea permanece instalada en la mentalidad colectiva desde la cual, como lo planteó Durkheim, la sociedad dicta comportamientos, valoraciones y creencias. Esto significa que desde las representaciones sociales sobre la juventud contemporánea se está prescribiendo a los jóvenes para que consuman educación superior (la mejor que puedan) y que se esfuercen por ser alumnos universitarios. La proscripción es que participen en acciones políticas.

Agencia y resistencia de la juventud universitaria

Identificar a los estudiantes como juventud y reconocer que tal identificación es una representación exigen denunciar quién los representa así, y cuáles son las disputas y apuestas que hay detrás de la imposición de fronteras entre «jóvenes»-estudiantes-juventud y «adultos»-maestros-autoridades y funcionarios universitarios. En el último apartado del documento se revela que los actores afiliados al capitalismo de consumo han penetrado en las representaciones de la educación superior, desplegando su poder para transfigurar a los estudiantes universitarios según les conviene.

Desde tales representaciones, los estudiantes universitarios aparecen como consumidores que deben saber hacer «compras inteligentes» en el mercado de la educación superior, idea sustentada en la competencia y en el mito de la superioridad de la educación privada. A través de discursos que subordinan el sentido de la educación superior a su rendimiento económico, y utilizando técnicas de marketing, se impone a los jóvenes la necesidad de «invertir» en «educación de calidad» para favorecer su empleabilidad y ganar dinero. Aquí, la cuestión de fondo consiste en que la figura de los educandos universitarios queda reducida a la de jóvenes que están haciendo lo necesario para «capitalizarse» a través de la apropiación privada de conocimientos, de información y de todos los beneficios sociales derivados de la educación superior, la cual se encuentra segmentada y condicionada a la capacidad de pago; es decir, de consumo.

Los estudios de mercado y las grandes empresas tienen en la mira a los estudiantes universitarios, los cuales en su mayoría pertenecen a la llamada generación millennial. Los integrantes de esta generación han sido acusados de ser apáticos y poco solidarios social y políticamente, su imagen ha sido marcada por los estigmas del egoísmo y la impaciencia y de ellos se dice que tienen la autoestima inflada y gran necesidad de sobresalir. Se afirma que estos jóvenes ya no identifican a la universidad como espacio principal de construcción de su juventud, sino como un instrumento que les facilitará el acceso al dinero. A partir de esta visión se remarca que consumir educación «barata» significa desventaja y que hay que hacer lo imposible por evitarla. Así, el mercado logra que muchos jóvenes y sus familias se endeuden.

Tanto los que estudian en instituciones que no son consideradas «de punta» como los que obtuvieron créditos para poder estudiar, viven en una situación de «falta», es decir, están invadidos por la angustia del «no ser» o «no poder tener». En los tiempos que corren, no es difícil imaginar que en Latinoamérica la subjetividad de muchos estudiantes universitarios esté atravesada por la angustia. En la región, el medio social y político no ha sido favorable a la juventud ni les transmite a los estudiantes universitarios seguridad y confianza.

Heidegger escribió que la angustia es precisamente la que permite a las personas comprender que son libres para configurar un modo propio de existencia (Grave, 2001). Desde que comenzó el sigloxxi se dieron varios movimientos y luchas estudiantiles. Suele decirse que los jóvenes que se han movilizado son minoría, no obstante, las imágenes develan que han sido muchos quienes han mostrado capacidad y valentía para levantar la voz y emprender acciones para defender sus causas y derechos. Por regla general, las protestas estudiantiles han estado enmarcadas en las narrativas críticas al neoliberalismo y se han enfocado específicamente a denunciar la mercantilización de la educación, el lucro en las universidades, así como la precarización del sector juvenil-estudiantil.

En efecto, los movimientos estudiantiles registrados han surgido mayormente como reacción a problemas circunscritos al ámbito de la educación. Sin embargo, las más de las veces las demandas de los estudiantes universitarios se han entroncado con demandas sociopolíticas amplias que reclaman un modelo alternativo de país. Incluso ha habido ocasiones en las que los estudiantes universitarios han dado un paso al frente situándose como reflejo de la tensión y malestar social generalizado22. En todos los casos, han protestado desde su posición de estudiantes y reivindicado su identidad juvenil.

El legado de protesta política que han dejado los jóvenes estudiantes universitarios del sigloxxi no es poca. Es suficiente para refutar la verosimilitud de la representación que los configura como una juventud políticamente apática y socialmente poco solidaria. No puede caber duda que los estudiantes universitarios continúan siendo punto de lanza de la conflictividad contra la injusticia pero, a diferencia de las juventudes estudiantiles del pasado, ahora sus profesores y la institución universitaria no los acompañan ni reconocen.

A la luz de lo dicho, la cita de Krotsch (2002) que aparece en la introducción de este artículo se torna relativa. Es cierto que los estudiantes de hoy están menos adheridos a la cultura de la institución universitaria, pero el motivo de ello no es solamente que la cultura de los jóvenes se modificó. La historia revelada torna patente que fue la cultura de la institución universitaria la que cambió drásticamente. Produjo distancias, desconfianzas y competencias entre los miembros de su comunidad y fragilizó los nexos relacionales entre ellos. Fue incapaz de mantenerse del lado de los estudiantes, echó fuera del campus a su «ser juvenil» y orientó su misión hacia la producción de juventudes desafiliadas social y políticamente y dóciles a los mandatos adultos (del mercado). La universidad no solo se des-socializó y mercantilizó, también envejeció, material y simbólicamente.

Aceptémoslo. Desde las últimas décadas del sigloxx la institución universitaria cayó en un letargo decadente. Al vetar la acción política, su compromiso con los jóvenes se banalizó y se redujo a la oferta de títulos y grados. Mientras tanto, los docentes e investigadores han estado «estimulados» luchando por obtener reconocimientos, méritos y beneficios personales. La convivencia entre profesores y estudiantes es mínima y, como lo escribió Carlos Peña en el prólogo del libro de Brunner y Uribe (2007), los académicos universitarios han transitado a una cultura salarial, centrada en el desempeño, y han quedado relegados a expertos que cobran por sus servicios y que no son capaces de hablar más que consigo mismos.

La «universidad de estudiantes» ha quedado vacía de significado. La institución universitaria contemporánea es adultocéntrica y se encuentra concentrada en las preocupaciones impuestas por el mercado: obtener financiamiento, vender servicios y avanzar en los rankings. No tiene interés ni capacidad de ver, entender ni compartir la agencia juvenil de sus estudiantes. Eso sí, la universidad participa muy decididamente en la producción y reproducción de representaciones que muestran a sus estudiantes como miembros de una juventud escindida de su contexto histórico.

Pero, debo conjurar que lo aquí escrito sirva para seguir desplazando lo juvenil de las universidades o para continuar ignorando que se trata de territorios fundamentales en la vida de los jóvenes. Quiero aclarar que los jóvenes contemporáneos tienen una alta estima por la universidad y es por ello que están dando la batalla. La lucha no es por la universidad en términos generales, sino por su carácter público, pues constituye una condición necesaria para que la educación superior sea un derecho garantizado para todos los jóvenes. Esto quiere decir que sin universidad pública, el conocimiento y la educación serían bienes privados; no habría pensamiento crítico ni tampoco democracia. Tal es el patrimonio que la juventud contemporánea está defendiendo.

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Con el fin de dejar constancia del reconocimiento al valor de las reivindicaciones de género, la autora escribió «las» y «los» estudiantes en el título. No obstante, en el idioma español es habitual el uso del masculino genérico (el todos con que nos referimos a todos y todas, por ejemplo) y no es aconsejable (ni siempre posible) forzar cambios en la lengua para transformar sus estructuras gramaticales. Consecuentemente, los nombres apelativos masculinos, cuando se emplean en plural, pueden incluir en su designación a seres de uno y otro sexo. Al respecto se recomienda consultar el Diccionario Panhispánico de Dudas (artículo temático de género). Esta circunstancia gramatical no debe ser interpretada como discriminación hacia las mujeres (Nota del editor).

Juventud entendida como un conjunto de sujetos en condición juvenil. Esta categoría alude a la importancia de analizar lo juvenil dentro del contexto social y relacional específico. Pondera la dependencia de las estructuras sociales y destaca la importancia de lo subjetivo como constitutivo del papel de los jóvenes como actores sociales.

Resulta particularmente importante para los propósitos de este texto entender que «jóvenes» y «juventud» no son lo mismo, como escribió Balardini (2000: 11): «jóvenes siempre hubo, mientras que juventud no. La juventud es un producto histórico resultado de relaciones sociales y de poder».

La importancia de este suceso es de tal envergadura que la problemática universitaria latinoamericana no puede ser entendida sin un análisis de lo que significa la Reforma de Córdoba (Tünnermann, 1998). Este acontecimiento constituye el referente obligado de las imágenes que representan a los estudiantes como juventud.

El Manifiesto comienza con la frase: «La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica».

Es importante hacer hincapié en el calificativo «letrada» porque la alta escolaridad de estos jóvenes actuó como fuente de legitimidad. Cuando menos en México, la justificación de los gobernantes para recurrir al autoritarismo fue que el Estado era el encargado de llamar al orden a una población inquieta y sumamente ignorante, con el propósito de hacer posible el progreso (Gilabert, 1993). Obviamente, no se podía usar el mismo argumento cuando los que se movían eran los estudiantes universitarios.

Cuando menos en Latinoamérica tardó bastante para que las estudiantes dejaran de ser claramente una minoría. Valga mencionar el caso de la unam: según los Anuarios estadísticos respectivos, en 1940 las mujeres que asistieron a esta institución representaban, en el total de la matrícula, el 20.73%; el 18.26% en 1950 y el 17.62% en 1960 (UNAM, 2017).

El concepto de contracultura se acuñó para dar cuenta del conjunto de valores y formas de vida alternativa propuestos en los años sesenta por grupos juveniles que cuestionaban los convencionalismos culturales de las mayorías. Los jóvenes rechazaban, entre otros aspectos, la organización económica de la sociedad, las prácticas sexuales, las manifestaciones estéticas y, en general, todas las conductas vinculadas a la sociedad capitalista (Goffman, 2005).

De acuerdo con la teoría de Pierre Bourdieu, un campo se define como una trama o configuración de relaciones objetivas entre posiciones sociales que se definen objetivamente en su existencia y en las determinaciones que imponen a sus ocupantes, por su situación actual y potencial en la estructura de la distribución de poder (Criado, 2008).

El homo dúplex fue definido por Durkheim (2000) para referirse al hombre que por un lado es un organismo biológico, llevado por sus instintos, deseos y apetitos, y por otro es un ser orientado por la moral y otros elementos generados por la sociedad.

Hasta hoy el vínculo causal entre progreso socioeconómico y cambio educativo es bastante opaco (Meyer y Schofer, 2006). Los análisis empíricos que se han realizado al respecto no han podido probar de manera contundente que exista una relación directa ni positiva.

Las universidades públicas también perdieron su status selectivo.

La expresión masificación universitaria hace referencia a grandes números. Utilizada socialmente evoca «la masa» que, hasta los años setenta no era considerada como población presente en las universidades. La expresión está cargada de un significado negativo vinculado con el acceso a la universidad de las clases populares o bajas.

Cabe reproducir el comentario de los autores respecto a que si bien es cierto que prácticamente la expansión de la educación superior se registró en todos los países del mundo, las diferencias en la calidad de las instituciones son enormes entre pobres y ricos. No existe definición mundial acerca de la formación y las competencias de los profesores, las instalaciones necesarias, la vocación para la investigación, etc., en las instituciones. Por lo tanto, una organización considerada como universidad en un país pobre puede no ser aceptable, como tal, en un país rico.

Aquí la palabra herederos se utiliza de manera laxa para dar cuenta de los jóvenes que nacieron en una clase social donde los estudios superiores se afrontan como destino natural, independientemente de que sus padres tengan títulos universitarios. En cambio, para los «otros» jóvenes llegar a la universidad es algo que no se da por sentado sino que, para lograrlo, hay que «hacer sacrificios». Comúnmente, en la literatura sobre educación los pobres meritorios son llamados «becarios», los cuales, como narran los rubros anteriores de este texto, han tenido presencia en la universidad desde el medievo. En cambio, los «otros», que ingresan en el marco del llamando fenómeno de masificación, son jóvenes de clases sociales bajas no necesariamente meritorios. Ingresan a la universidad debido a la interiorización del mandato que reza: «hay que tener una profesión, a pesar de que no te guste estudiar». Para ellos la cultura escolar se encuentra muy alejada de su vida cotidiana.

La tendencia hacia la feminización de los estudios universitarios está consolidada. Las mujeres han ido desplazando a los varones de su posición prioritaria. En varios países, el porcentaje de mujeres en el total de la matrícula universitaria es mayor que el de hombres (Radl, 2010: 205).

El concepto de cultura juvenil puede definirse como el «sistema de valores y creencias que conforman el comportamiento de jóvenes concretos y que muestra características distintivas en relación con otros grupos de edad de la sociedad» (Castells, Fernández-Ardéval y Galperín, 2011: 127).

El rango etario prescrito para realizar estudios terciarios difiere por países. En México, el cálculo de la tasa bruta de cobertura suele tener como denominador a la población entre los 19 y los 23 años (Rodríguez, 2013).

La experiencia se desarrolla a través del sentido que cada estudiante otorga a su propio proceso de formación. Es considerada como la manera por la cual los actores se constituyen y construyen un juego de identidades, de prácticas y de significaciones (Dubet, 2006).

El concepto de fragmentación social se refiere no solamente a un distanciamiento sociocultural asociado a la desigualdad social o de clase, sino también a la operación de jerarquías y rupturas.

Se utiliza este concepto aludiendo al pensamiento de Bourdieu respecto a las diferencias de clase en el terreno de la cultura, particularmente las prácticas en relación con el sistema escolar como medio para mantener o aumentar la posición social.

Con todo y que en la época actual lo que prolifera es la intención del negocio, no por ello ha dejado de estar presente la pretensión del dominio por medio de la imposición de una cultura.

El movimiento «Yo soy 132», por ejemplo, irrumpió en México como protesta contra el entonces candidato a la presidencia por el pri en las elecciones federales de 2012. Entre otros temas de interés público, el movimiento denunció la imposición mediática de Enrique Peña Nieto como candidato en las elecciones presidenciales y exigió la democratización de los medios de comunicación.

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