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Vol. 45. Núm. 178.
Páginas 101-108 (abril - junio 2016)
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La formación de nuevos investigadores educativos. Diálogos y debates
The training of new educational researchers: Dialogues and debates
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Angélica Buendía Espinosa
Departamento de Producción Económica, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, Ciudad de México, México
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El presente libro me provocó varias reflexiones desde el primer momento en que lo tuve en mis manos. Por supuesto, resulta interesante para quienes participamos desde diferentes espacios de la investigación educativa, pero particularmente me atrajo por 2 situaciones personales que ocurrieron en un lapso relativamente corto. La primera se refiere a mi nombramiento, en julio de 2015, como coordinadora de un programa de posgrado impartido en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, el cual involucra tanto la maestría en Desarrollo y planeación de la educación como el área «Sociedad y educación» del doctorado en Ciencias Sociales. La segunda fue la conclusión de la tesis y la presentación del examen de grado de la primera alumna que asesoré a nivel doctorado, trabajo que obtuvo el reconocimiento como la mejor tesis de doctorado que otorga la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (anuies) en 2015.

Ambos eventos me habían provocado varias preguntas, y en cuanto comencé a leer el texto volvieron a mi mente, pero se concentraron en un par: ¿cuáles son los caminos por los que transita la formación de futuros especialistas en investigación educativa en términos curriculares, laborales y personales?, y ¿qué significa llegar a buen puerto en el proceso de formar investigadores educativos? El libro no podía ser más oportuno y su lectura resultaba necesaria y urgente, pues considero que representa un aporte fundamental en la formación de los futuros académicos, en el contexto del llamado recambio generacional de la planta docente en las universidades mexicanas, bajo el sentido de la definición que los autores proponen:

Un académico, según se define en la mayoría de los diccionarios, es una persona que, por medio del estudio prolongado, ha adquirido el dominio sobre una o más disciplinas. Las tres palabras o frases clave en esta definición son estudio prolongado, dominio y disciplina (donde disciplina se define como una rama del conocimiento) (p. 29).

Además, Teichler agrega que:

[…] la educación doctoral en todo el mundo sirve para la reproducción de la profesión académica, es decir, la preparación de personas que se desarrollarán profesionalmente en Instituciones de Educación Superior (ies), de manera primordial en las áreas de investigación y docencia… (p. 29).

Aunado a lo anterior, desde las primeras páginas resultó provocadora la invitación que los autores hacen de unirnos:

[…] a la conversación que hemos impulsado (y que seguimos llevando a cabo) entre nosotros, de modo que formule una postura razonada que encaje con sus propios antecedentes y su contexto social, nacional y educativo. Debido a que no existen soluciones universales a los problemas involucrados en el establecimiento y en la operación de un programa doctoral de calidad, los educadores deben estar conscientes de las alternativas a su disposición y hacer elecciones informadas con base en la comprensión de su institución y del contexto social más amplio (p. 14).

Éste es un primer gran acierto de los autores del libro, apartarse de procesos homogéneos en la formación de futuros investigadores educativos e incitar a la reflexión sobre la diversidad institucional en el diseño y el rediseño de los programas doctorales, aunque yo me atrevería a incluir aquí también a los de maestría con sus respectivas particularidades.

Entremos pues a la sustancia. Una primera característica particular del libro es su estructura, y la señalo porque tiene implicaciones en los aportes y conclusiones del mismo. El subtítulo «diálogos y debates» corresponde totalmente con la manera como se desarrolla el texto. Con la presentación del primer capítulo, escrito por Ulrich Teichler, como telón de fondo para los siguientes, se abre el espacio para la reflexión sobre la educación y la formación doctoral. Los siguientes 5 capítulos escritos por los diferentes autores, a cuyas propuestas ocurre una interpelación, a manera de réplica por alguno de ellos, constituyen un encuentro al que se inserta el lector con sus propias perspectivas sobre los diferentes temas tratados.

En las siguientes páginas intento establecer con los autores una conversación que espero resulte amena y provoque la lectura del libro desde 2 perspectivas. La primera, quizá muy similar a la mía, y que apunta a la reflexión sobre ¿cuál ha sido su rol en la formación de doctores en el campo de la investigación educativa?, ¿qué modelos de formación se han privilegiado y cuáles han sido las ventajas y desventajas de unos y de otros?, ¿cómo enfrentar el problema de la expansión de posgrados relacionados con la investigación educativa?, entre otros tantos cuestionamientos que puede platearse el lector.

Comienzo por el capítulo 6 porque representa la conclusión, pero al mismo tiempo el inicio de nuevas vías de discusión a partir de un conjunto de preguntas derivadas de los capítulos precedentes: ¿por qué tenemos programas doctorales en educación?, ¿cuáles son los propósitos o metas más importantes de los programas doctorales en educación?, ¿cuáles son los requisitos para ingresar en un programa doctoral en educación?, ¿quiénes deben ser los responsables de guiar a los estudiantes a través de los programas doctorales en educación?, ¿cuál debe ser la estructura de los programas doctorales en educación en términos de materias, prácticas, aprendizajes, talleres y la tesis doctoral? y ¿dónde se espera que se ubiquen lo egresados de programas doctorales en educación en el continuo de novato a experto? Es muy probable que nos hayamos planteado nuevas interrogantes, pues las enunciadas tienen implicaciones teóricas y prácticas a nivel individual e institucional. También es factible que tengamos algunas respuestas; ahora nos toca ponerlas en la mesa y revalorarlas, sea para coincidir o disentir con los autores de este libro.

El punto de partida de Teichler es el análisis de la diversidad de enfoques en la formación doctoral entre disciplinas y países; aquí el autor reseña claramente la influencia que han tenido los dos modelos ideales de formación en el mundo, así como el rol que juega la docencia, la investigación y la concepción y la identidad misma del profesor, del investigador y del académico, en cada uno de ellos. Los modelos referidos son el alemán y el anglosajón, éste reconfigurado desde la visión desarrollada de la mejor manera de hacer ciencia en las principales universidades e instituciones de educación superior de Estados Unidos.

El autor pone énfasis en las formas y prácticas que los diferentes países han adaptado, reformulado o reconfigurado los modelos alemán y anglosajón. Una propuesta híbrida resulta de la preeminencia histórica de ambos: el modelo latinoamericano, donde la función docente se sobrepone a la investigación. Sin embargo, como señala el autor más adelante, será la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde), vía las políticas de reforma de la educación superior en el mundo, el organismo que habrá de posicionar a la formación doctoral como uno de los ejes transversales para que los países puedan incorporarse a la llamada «sociedad del conocimiento». Este hecho colocó al modelo de formación doctoral de Estados Unidos como el ideal, principalmente entre los llamados países menos avanzados o en desarrollo.

Lo que no apunta el autor es que con este proceso comenzó otro de homogenización de la formación doctoral que ha fracasado dada la diversidad de las condiciones económicas, políticas, sociales y culturales en que operan los sistemas de educación superior. No obstante, sus consecuencias se observan en modos y dispositivos de organización más sofisticados para determinar la calidad de la formación doctoral y, por ende, de la investigación que se realiza en el mundo. Ello puede observarse en los rankings de ies que hoy proliferan, en la medición de la productividad de los investigadores y, por tanto, en las relaciones de subordinación entre los países desarrollados con el resto del mundo.

El debate en torno a la formación doctoral en el marco de la diversidad de contextos y condiciones de los sistemas de educación superior, de acuerdo con Teichler, considera al menos 2 posiciones un tanto antagónicas. La primera hace alusión a un enfoque altamente institucionalizado y programado; la segunda privilegia un enfoque de aprendizaje individualizado. Además se suman a la discusión otros temas como el de los distintos tipos de doctorado, la gama de competencias que se lograban en el doctorado, más allá de la habilidad para realizar investigación, y la relación entre la formación y el trabajo académico productivo en esta fase (p. 25).

Para abonar este debate el autor propone y argumenta 7 grandes dimensiones a examinar en el análisis de la formación doctoral en el mundo: 1)el grado de expansión de la educación superior; 2)el grado y los modos de diversificación de los sistemas de educación superior y de investigación; 3)la cantidad de los doctorados, así como el destino académico, u otro distinto, de los poseedores de doctorados;4) el papel de la fase del doctorado en la educación, la formación y el desarrollo de carrera en general de los académicos; 5)el papel de la formación doctoral en el contexto de la preparación y el desarrollo de carrera en general para aquellas personas que finalmente son activas profesionalmente fuera del mundo académico; 6)la situación y el papel en general de los académicos jóvenes, y 7)las opiniones cambiantes de las competencias y los papeles de empleo de los académicos (p. 25).

Las dimensiones propuestas por Teichler invitan a reflexionar sobre la trascendencia de la formación doctoral en el mundo, pero especialmente, en el caso de México, contribuyen al análisis de diversos temas relacionados con las políticas públicas para la educación superior, la ciencia y la tecnología, así como las implicaciones o efectos que éstas han tenido en los contextos institucionales y en los programas doctorales. La expansión de la educación superior mexicana, ocurrida desde finales de la década de 1970, ha reconfigurado el sistema y da cuenta de la diversidad de programas educativos de licenciatura y de posgrado, entre otras cosas, pero al mismo tiempo muestra el fracaso de la diferenciación institucional, pues cada vez más las ies se vuelven isomorfas1 como resultado de la aplicación de políticas homogéneas en contextos sumamente diferentes. La diversidad institucional,2 salvo contadas excepciones como los centros de investigación, es apenas una aspiración nominal del Estado, pero, en general, no refiere un sistema de educación superior diversificado por sus funciones y su relación con otros actores y sectores. No obstante, ni la diversidad ni la diferenciación institucional dan cuenta de la calidad de la oferta educativa. Allí todavía hay varios asuntos pendientes por abordar.

Para el caso de la formación de doctores en el campo de la investigación educativa, el número de programas de doctorado se ha multiplicado, tal como lo señala María de Ibarrola en el capítulo 2. Mientras que antes de 1990 sólo la escuela de Pedagogía de la Universidad Nacional Autónoma de México ofrecía un doctorado en Pedagogía, en el año 2013 la anuies reportó 133 programas de doctorado en educación, escolarizados y no escolarizados, y una matrícula total de 8,443 estudiantes, lo que representa el 21.2% del total de estudiantes de doctorado en el país (p. 70). El sector privado ha sido el más beneficiado de este proceso de «reproducción», pues ha mostrado la capacidad de responder a la «demanda» y es precisamente ésta la que, de acuerdo con las motivaciones y «usos» del título de doctor, busca un espacio en aquella institución que más se acerca a sus necesidades. Ello da cuenta también de las transformaciones que ha sufrido el mercado laboral, pues una mayor credencialización puede significar un mejor puesto de trabajo. Por tanto, el grado de doctor no sólo representa la entrada al mundo académico, sino también a otros tantos «mundos laborales» que exigen una mayor profesionalización.

De Ibarrola reconstruye armónicamente la configuración del campo científico de la investigación educativa en el país y reconoce que se trata de un campo multi e interdisciplinario donde convergen investigadores de diversas disciplinas, cuyo objeto de indagación se relaciona con el fenómeno educativo. El campo de la investigación educativa tuvo su origen en el año 1963 con la creación de un centro jesuita privado de investigación; posteriormente la autora explica cómo el surgimiento de organismos y el rol de diversos actores contribuyeron para determinar las condiciones que privan actualmente en el campo; algunos de ellos fueron el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, el Consejo Mexicano de Investigación Educativa y el Sistema Nacional de Investigadores.

Es de particular relevancia la reflexión que hace De Ibarrola sobre la calidad de la investigación educativa. Al respecto, señala que se trata de un atributo: «relativo y relacional. No depende ni se basa en ninguno de los parámetros usuales, sino en la elección adecuada entre las posibilidades que ofrece cada parámetro junto con la articulación coherente de las elecciones que se hacen de ello y entre ellos» (p. 80). Pero ¿es de calidad la investigación educativa mexicana? La pregunta se vincula con otro cuestionamiento: ¿quién es un investigador educativo? La autora discute en torno a los criterios que la propia política pública y los organismos internacionales establecen para tipificar a un investigador educativo; sin embargo, se extraña su postura frente a aquéllos.

Una reflexión adicional para el caso mexicano es precisamente la formación de doctores que sí están orientados a la investigación y cuyo destino final tendría que ser una institución de educación superior para asumir el rol de académicos. En este sentido, el problema que hoy enfrentan muchos de esos doctores formados en México o en el extranjero es la inexistencia de una política nacional e institucional para promover el recambio generacional de académicos. Conseguir una plaza de académico (profesor investigador de tiempo completo) es una batalla que hoy muchos jóvenes investigadores, por desgracia, no logran librar. ¿A dónde van esos doctores al no encontrar un espacio laboral en alguna institución? Es un tema de investigación educativa que debemos abordar.

El capítulo 2 concluye con la propuesta de 7 debates en torno a los programas doctorales y la formación de investigadores educativos: 1)la naturaleza de los programas doctorales en educación; 2)el papel de la investigación en los programas doctorales; 3)los horizontes de la educación doctoral de mayor calidad; 4)las condiciones institucionales básicas de todos los programas; 5)los requisitos básicos para profesores; 6)los requisitos para estudiantes, y 7)la impartición del programa doctoral. Son invitaciones a seguir dialogando para fortalecer el campo de la investigación educativa y para reflexionar sobre cada uno de ellos y evitar que «nos abrume la logística de ponerse al día […] más fácilmente víctimas de las novedades y las modas pasajeras en la educación superior que prevalecen en el momento de la expansión más rápida de los doctorados» (p. 104).

¿Cuál es el universo en que se espera que funcione el futuro estudiante del doctorado en educación? Es la pregunta que subyace en el capítulo 3, escrito por Gavriel Salomon. El autor propone esta metáfora, «universos», para referirse a 2 vías por las que debiera transcurrir la formación doctoral. El primer universo alude al denominado Ph.D., diseñado para promover la ciencia, con las implicaciones prácticas como subproducto, y el segundo al Ed.D, orientado para servir a la práctica, con avances científicos como subproducto (p. 115). El autor defiende la tesis de que un programa doctoral orientado a la práctica o profesionalizante es necesario. Ello no significa que se pierda calidad o que el rigor de la práctica educativa, llevada a la formalización desde la investigación, vaya en deterioro. Sin embargo, el autor no ofrece mayores elementos de análisis sobre la dicotomía ciencia-práctica y concluye afirmando que las respuestas a los cuestionamientos que puedan derivarse de tal bifurcación se encuentran en el diseño del programa.3

Lorin W. Anderson cuestiona fuertemente la postura de Salomon sobre los doctorados de 2 vías. Rescato su comentario porque es revelador:

[…] un doctorado de dos vías puede derivar fácilmente en una estructura de profesorado de dos niveles en las Instituciones de Educación Superior: los académicos (o el profesorado ‘verdadero’) y los ‘aspirantes a serlo’ […] debemos diseñar e implementar programas doctorales en educación que se enfoquen en el futuro, no en el pasado; que se enfoquen en la fluidez, más que en las categorías estáticas; que se enfoquen tanto en la generación como en la crítica de los nuevos conocimientos, en lugar de la asimilación de nuevos conocimientos en esquemas previamente aceptados. Dentro de estos parámetros, se debe cuestionar seriamente la necesidad y la factibilidad de los programas de doctorado de dos vías (p. 128).

¿Qué implicaciones tiene este debate para el caso mexicano? El crecimiento exponencial de los doctorados en educación, tal como lo señala De Ibarrola en el capítulo 2, ha ocurrido en mayor proporción en las instituciones privadas. Es muy probable que su orientación corresponda al segundo universo propuesto por Salomon y que la mayoría de quienes se inscriben sean «practicantes». Habría que agregar que un alto porcentaje de quienes imparten los cursos en esos doctorados son profesores por hora, por tanto no cumplen con las características que, según De Ibarrola, debe poseer un investigador educativo. ¿Quién diseña esos programas y cuál es el resultado en términos de la calidad de la formación? Nuevamente, el entorno organizacional es una variable determinante en las posibles respuestas a cuestionamiento aún no resueltos. También, en este sentido, el libro proporciona elementos para el análisis.

En el contexto de la formación doctoral, Anderson analiza en el capítulo 4 el papel de la investigación. Su discusión comienza con la pregunta ¿qué hace que la investigación sea investigación? Ésta, de acuerdo con el autor, no consiste sólo en un proceso sistemático que conduce a un conjunto de resultados que casi siempre son falsables. La investigación se usa para referirse «al conocimiento generado por la investigación, en lugar del proceso que generó ese conocimiento» (p. 139). La investigación es también:

[…] una manera de pensar, y es lo que hacen los investigadores, incluyendo los métodos, procedimientos y técnicas que emplean para diseñar y llevar a cabo sus estudios. Los investigadores hacen preguntas, formulan hipótesis, manipulan las condiciones de los tratamientos, hacen observaciones y mediciones, analizan datos y redactan informes, algunos de los cuales llegan a publicarse (p. 139).

Según Anderson, la meta de todo programa debe ser producir estudiantes capaces y dispuestos a pensar como investigadores; ello implica que las respuestas a las que lleguen no se miren nunca como definitivas, y que se fundamenten en la disciplina, el trabajo constante, el compromiso y la ética con lo que se investiga. En mi opinión el aporte de Anderson, aunque parece obvio, no lo es. Estas características no siempre las observamos en nuestros estudiantes de posgrado, y por ello la propuesta del autor conduce a algunas consideraciones prácticas; por ejemplo: ¿cómo identificar estas características en el proceso de ingreso al programa?; ¿qué hacer cuando, una vez ingresados los estudiantes, notamos que carecen de alguna o de varias de ellas?; ¿qué implicaciones tiene para el diseño y el desempeño de programas de maestría y de doctorado en términos de los procesos de evaluación impulsados por las políticas públicas?

El capítulo 5 nos ofrece algunos elementos interesantes para avanzar en este sentido. Denis C. Phillips señala que «se requieren cambios extraordinarios para mejorar la educación de estudiantes de la investigación educativa», y agrega que «las universidades (donde tiene lugar esta educación a nivel de maestría y doctorado) son esencialmente instituciones conservadoras, por lo tanto, no son entornos conducentes donde se pueda intentar una reforma revolucionaria de los planes de estudio» (p. 174). La alternativa es generar cambios incrementales que conduzcan a mejorar la formación de los estudiantes en un ambiente que, para el caso de las universidades públicas mexicanas, puede resultar sumamente adverso. Quien decide impulsar cambios sabe de antemano que se requiere rebasar la negociación política y la rigidez burocrática en la universidad.

El cambio en la formación de estudiantes de maestría y de doctorado en investigación educativa, según el autor, transita por una seria cavilación sobre la identidad de los investigadores educativos y sus aportes reales a la investigación en el campo. Aquí la disputa entre la teoría y la práctica cobra sentido en la lógica de la diferenciación entre quienes hacen investigación sobre problemas educativos y quienes son maestros practicantes que se ven obligados a realizar investigación en función de alguna política pública (es el caso de las escuelas normales en México). Un segundo elemento de análisis es la reputación y el prestigio de la investigación educativa que variará según el contexto; no obstante, el autor señala que en varios países y por largo tiempo ha habido serias críticas sobre su calidad. El último elemento se refiere a que la investigación educativa podría provocar el diseño de políticas públicas que posteriormente, dada la complejidad de los fenómenos educativos, deriven en efectos no deseados, por ejemplo, la aplicación de pruebas estandarizadas en la educación básica mexicana.

Pero el aporte central de Phillips es la crítica a la práctica reproduccionista de los profesores en la formación de los futuros investigadores, y su propuesta para orientar el cambio. El autor afirma que «un programa educativo de alta calidad para futuros investigadores, entonces, será uno que les permita cruzar el umbral y entrar en […] diversos contextos universos»; éstos son: marcos de investigación, contextos sociales discordantes, conocimientos sustantivos e infraestructura profesional. Los programas doctorales deben considerar en su diseño y en su operación los 4 universos si pretenden desarraigarse del pasado, aunque ello no signifique descartar experiencias enriquecedoras de éste. A manera de síntesis, los 4 universos representan espacios de poder y de negociación que los estudiantes de posgrado y futuros investigadores deberán analizar, dilucidar y aplicar, según sea el caso, y para ello los programas deben ofrecer las herramientas necesarias. Estos contextos o universos van desde la disputa, el dominio y/o la cooperación entre los marcos téoricos y metodológicos, la congruencia y la oportunidad de los objetos de investigación, la capacidad explicativa de tales objetos a partir de los marcos teórico-metodológicos elegidos y las habilidades para la gestión como una función más que desarrollan los investigadores y que es vital para su tarea. Esto incluye, además, la búsqueda de financiamiento, la publicación y la difusión de la investigación y, en general, «la participación activa en este universo profesional es lo que sirve como una especie de ‘preparación práctica’ para el investigador» (p. 182).

Formar en estos 4 universos, según Phillips, contribuye a elevar la calidad de la investigación que está en función del rigor metodológico y de la relevancia de la misma. Además, el autor propone algunos elementos y prácticas que también favorecen la investigación de calidad y que variarán en función de las circunstancias institucionales: a)fortalecer el papel del asesor del programa/moderador de tesis; b)ampliar la supervisión de la investigación de tesis; c)la formación en investigación no debe ser sólo por medio de la tesis; d)usar formatos que no sean cursos; e)involucrar a los estudiantes en otras experiencias de investigación; f)aprovechar al máximo el mayor recurso del alumnado; g)organizar conferencias de investigación para estudiantes, y h)promover charlas sobre la gestión como una actividad necesaria en la vida del investigador.

Algunos lectores afirmarán que no hay nada nuevo en esta propuesta, que usualmente cada una de estas actividades se realizan, en mayor o menor medida, en los programas doctorales. No obstante, me parecen un muy buen insumo para discutir si estas prácticas han sido valoradas en su justa dimensión, por ejemplo, por la evaluación externa a la que se someten los programas de posgrado en México y, si así fuera, si hay diferencias entre las disciplinas, la orientación de los posgrados, las características institucionales, entre otras.

Hemos llegado al fin del diálogo con los autores de este libro; ellos han puesto en la mesa un debate urgente para el posgrado, particularmente para el caso mexicano. Nos toca ahora continuarlo y aprovechar esta valiosa oportunidad y, desde nuestro propio espacio de intervención en la formación de doctores, valorar sus propuestas y compartirlas con colegas y estudiantes. Éste, me parece, sería el principal aporte del libro.

Referencias
[DiMaggio y Powell, 1991]
DiMaggio, J. Paul y Powell, Walter (1991). “Introducción”. En Powell, W., y DiMaggio, P.J. (comps.), El nuevo institucionalismo en el análisis organizacional. México: Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración Pública/Universidad Autónoma del Estado de México/FCE.
[López Ruiz et al., 2013]
Martha López Ruiz, Lya Sañudo Guerra, Rolando E. Maggi Yáñez.
Investigación sobre la investigación educativa 2002-2012.
comie y anuies, (2013),
[Neave, 2002]
Guy Neave.
The Universities’ Responsibilities to Society: International Perspectives.
International Association of Universities, (2002),
[Teichler, 2009]
Ulrich Teichler.
Between Over-Diversification and Over-Homogenization: Five Decades of Search for a Creative Fabrique of Higher Education.
University Rankings, Diversity, and the New Landscape of Higher Education,

El concepto de isomorfismo institucional es propuesto por DiMaggio y Powell (1991) para explicar los procesos de cambio institucional que ocurren por las interacciones entre las organizaciones y su ambiente. Los programas de política pública (por ejemplo, el Programa Nacional de Posgrados de Calidad) operan entre las organizaciones de educación superior como una fuente de legitimidad y contribuyen a su posicionamiento social y económico (este último vía las becas de posgrado). Tres mecanismos de cambio institucional isomorfo son propuestos por los autores: coercitivo, normativo y mimético.

El concepto de diversidad ha sido ampliamente discutido en la literatura sobre el análisis de los sistemas de educación superior para referirse a las diversas configuraciones que aquéllos han adquirido. Teichler (2009) hace una interesante revisión sobre las acepciones de diversidad y su relación con el asunto de las políticas. Si bien hay una visión normativa del concepto de diversidad institucional que se asocia generalmente con el buen desempeño de las instituciones, también existe una crítica contundente al mismo expresada por Neave (2002). La diversidad institucional puede conducir a la intensificación de las diferencias interinstitucionales, principalmente en términos de los recursos asignados, es decir, a la polarización de grupos de instituciones más o menos favorecidos, según sea el caso.

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