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Vol. 45. Núm. 178.
Páginas 1-15 (abril - junio 2016)
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Vol. 45. Núm. 178.
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«¡Pasen a borrar el pizarrón!» Mujeres en la universidad
“Come clear the blackboard!” Women in the university
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Araceli Mingo
Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación-unam, Ciudad de México, México
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Resumen

A pesar de la amplia presencia numérica de las mujeres en las Instituciones de Educación Superior, la discriminación hacia ellas no es cosa del pasado. La información obtenida en los grupos focales realizados con estudiantes de tres facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México muestra que las alumnas desarrollan su quehacer académico en un ambiente que expresa, de múltiples formas, un menosprecio hacia la población femenina arraigado en una visión binaria y jerarquizada de las diferencias entre hombres y mujeres.

Palabras clave:
Educación superior
Estudiantes
Relaciones de género
Mujeres
Discriminación
Abstract

Notwithstanding the considerable numerical presence of women in higher education, discrimination against them is still common currency. The information obtained from focus groups with students attending three faculties of the National Autonomous University of México shows that female students face an environment in which multiple forms of contempt against women are expressed. Such an environment is the result of a binary and hierarchical understanding of the differences between men and women.

Keywords:
Higher education
Students
Gender order
Women
Discrimination
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Introducción

Los estudios de carácter histórico respecto a la participación de las mujeres en las Instituciones de Educación Superior permiten apreciar las dificultades que debieron sortear para lograr su ingreso a éstas. De acuerdo con Palermo (2006: 14-15):

El proceso, lento pero ininterrumpido, de acceso «sistemático» de las mujeres a la universidad, estuvo enmarcado en un contexto de crecientes reclamos y de luchas feministas por la igualdad de derechos de ambos sexos, y su inicio puede situarse en el siglo xix. Comenzó en Estados Unidos, en la década de 1830 (en escuelas médicas exclusivas para mujeres, que no necesariamente dependían de la Universidad), continuó en las décadas siguientes en Europa, comenzando por París, Zúrich e Inglaterra, y casi siempre con la carrera de Medicina. Este proceso siguió en Italia, España, Bélgica, Dinamarca, Alemania y Rusia, y llegó a América Latina y a Argentina hacia fines del siglo xix.

El interés en mantener a las mujeres fuera de las aulas universitarias, por la amenaza que esta situación representaba para el statu quo, marcó la experiencia de todas aquellas que cursaron estudios de tercer nivel. Incluso algunas se vieron obligadas a disfrazarse de hombres para, de esta manera, obtener un título universitario. Tal es el caso de 2 mujeres europeas que a principios del siglo xix estudiaron medicina y ejercieron su profesión como si fueran varones (Palermo, 2006: 14).

Un buen ejemplo de la hostilidad a la que debieron hacer frente las mujeres para ser reconocidas como universitarias fue lo ocurrido en Cambridge en 1897, cuando se planteó la posibilidad de que pudieran ser miembros con pleno derecho en esta institución (Romito y Volpato, 2005: 43). Para evitar que la propuesta prosperara se alegaba, entre otras cosas, que las mujeres eran bobas y frívolas, y que su presencia en la universidad minaría la educación de los hombres (Blacker, 1996: xii-xiii).

De acuerdo con Alvarado (2011: 118), en México el «hermafroditismo social» al que se decía que llevaba el no respetar los roles asignados a la población femenina producía temor en amplios sectores de la sociedad decimonónica, incluso en quienes veían la necesidad de que las mujeres recibieran una educación más avanzada.

Es importante subrayar que la inferioridad intelectual atribuida a las mujeres se utilizó comúnmente como argumento para excluirlas de este nivel de estudios. En México, a principios del sigloxx, algunos afirmaban que «la inteligencia femenina no manifiesta aquellos atributos mentales que son indispensables para realizar poderosas inducciones (ni) llevar a cabo sublimes construcciones científicas» (Cano, 2010: 184).

Formas de la discriminación

Lejos de lo que pudiera pensarse, el menosprecio hacia las mujeres en las Instituciones de Educación Superior no es cosa del pasado. Una de las maneras como se ha caracterizado el trato discriminatorio que reciben en el día a día las mujeres que cursan estudios de tercer nivel es el llamado «clima frío». La metáfora de la frialdad se refiere, al mismo tiempo, a la incomodidad física y a la sensación de rechazo que se experimenta cuando un ambiente social es inhóspito. La figura retórica se entiende mejor cuando se aplica el antónimo: un ambiente cálido es confortable —un sitio donde una persona se siente «a gusto»— y deriva de una actitud social de aprecio y de aceptación.

Hall y Sandler (1982) y Sandler, Silverberg y Hall (1996) identificaron en diversas universidades estadounidenses la ocurrencia de una variedad de prácticas discriminatorias hacia las mujeres que, consideradas cada una por sí sola, puede llevar a calificarlas como pequeñas molestias o como asuntos triviales; sin embargo, su combinación cotidiana adquiere un importante efecto acumulativo que genera un «clima frío», el cual acarrea aspectos como falta de reconocimiento, devaluación y pérdida de confianza en sí mismas y en sus habilidades. Entre las numerosas prácticas que estas autoras identifican se encuentran: hacer comentarios despectivos acerca de las mujeres y de su intelecto, hacerles proposiciones sexuales, referirse a los estudiantes como «los hombres» y a las mujeres como «las niñas», hacer bromas y contar chistes sexistas; el que los docentes hagan más contacto visual con los varones, les den más tiempo para responder y mayor atención a sus respuestas, preguntarles a las alumnas cosas simples mientras que a sus compañeros aquellas que requieren pensamiento crítico, hacer comentarios sobre los atributos físicos y la apariencia de las mujeres, usar un tono condescendiente con ellas.

Rowe (1993: 36-37) comenta que 20 años de trabajo como ombudspeople del Massachusetts Institute of Technology (mit) le han permitido estudiar en profundidad la discriminación sutil que cotidianamente enfrentan poblaciones como la femenina, la gente de color y la homosexual; la autora señala que «la discriminación sutil se lleva a cabo mediante eventos encubiertos, efímeros o aparentemente triviales que, a menudo, no son reconocidos por quienes los perpetran y con frecuencia no resultan evidentes para la persona a la que se lesiona con éstos». Estas microinequidades, añade Rowe, «son difíciles de detectar debido, en parte, a que son infinitamente variadas y a menudo no intencionales. Con frecuencia parecen insignificantes, por lo que quienes son blanco de éstas no saben cómo lidiar con ellas sin aparecer como gruñonas». También señala que diversos estudios en el mit indican que las mujeres presentan un nivel de estrés mayor que los hombres, debido en mucho a la preocupación por su seguridad y por la experiencia constante de estar en un campo sesgado por una discriminación sutil.

Lo señalado conduce a la consideración de lo que Segato (2003: 115) llama violencia moral:

Mientras las consecuencias de la violencia física son generalmente evidentes y denunciables, las consecuencias de la violencia moral no lo son. Es por esto que, a pesar del sufrimiento y del daño evidente que la violencia física causa a sus víctimas, ella no constituye la forma más eficiente ni la más habitual de reducir la autoestima, minar la autoconfianza y desestabilizar la autonomía de las mujeres […]. En materia de definiciones, violencia moral es todo aquello que envuelve agresión emocional, aunque no sea ni consciente ni deliberada. Entran aquí la ridiculización, la coacción moral, la sospecha, la intimidación, la condenación de la sexualidad y la desvalorización cotidiana de la mujer como persona, de su personalidad y sus trazos psicológicos, de su cuerpo, de sus capacidades intelectuales, de su trabajo, de su valor moral. Y es importante enfatizar que este tipo de violencia puede muchas veces ocurrir sin ninguna agresión verbal, manifestándose exclusivamente con gestos, actitudes, miradas.

Ahora bien, junto a las formas escurridizas de discriminación es menester no dejar de lado aquellas cuya animosidad hacia las mujeres se torna evidente. Por ejemplo, en México, la exaltación del machismo que forma parte de la cultura estudiantil de la Universidad Autónoma Chapingo, especializada en ciencias agronómicas —campo considerado como territorio masculino—, conduce a que buena parte de los varones expresen una hostilidad abierta y sistemática hacia las mujeres (burlas, insultos, comentarios denigrantes, miradas ofensivas, amenazas, acoso sexual) que les llevan a adoptar conductas que las constriñen (no mirar en cierta dirección, limitar sus contactos personales, no circular por determinados espacios, guardar silencio, cambiar su vestuario) y a desgastarse con dudas cotidianas acerca de su capacidad de resistir este ambiente tóxico y no desertar de sus estudios (Castro y Vázquez, 2008). En la investigación de Phipps y Young (2013), con 40 estudiantes inglesas y escocesas, se identificó la presencia de una «cultura de chavos» (lad culture) en los campus del Reino Unido vinculada a la llamada crisis de la masculinidad, que la mitad de las participantes consideró «omnipresente dentro de sus campus». Algunas de sus características son: «“bromas”, sexismo y misoginia, homofobia, sexualización, objetivación de las mujeres, actitudes de apoyo a la violación y hostigamiento sexual» (Phipps y Young, 2013: 34). Esta cultura se manifiesta en los salones de clase ante la mirada indiferente de algunos docentes, en otros espacios universitarios, así como en las relaciones personales entre estudiantes; algunos de sus efectos son la inhibición y el silenciamiento de las mujeres, distintos tipos de malestar y la dificultad para confrontar este tipo de comportamientos. En el estudio realizado por Swim, Hyers, Cohen y Ferguson (2001: 49), con población universitaria de Estados Unidos, se observó que el sexismo era un hecho cotidiano, pues las mujeres experimentaban semanalmente uno o 2 incidentes, abiertos o sutiles, que tenían impacto en su bienestar, y como características de éstos se encontraron «creencias sobre los roles de género y prejuicios, comentarios y comportamientos despectivos, y objetivación sexual». Los efectos psicológicos observados fueron enojo, ansiedad, disminución de la autoestima y comodidad, así como depresión.

Acerca de este estudio

Con el propósito de identificar las relaciones de género que enmarcan y marcan la experiencia cotidiana de las alumnas de las facultades de Derecho, Ingeniería y Psicología de la unam, se realizaron grupos focales en cada una de éstas1. Como señala Morgan (1988: 12), esta técnica permite «el uso explícito de la interacción grupal para producir datos e insights que serían menos accesibles sin la interacción que se da en un grupo». Smithson (2000: 114, 116) puntualiza que:

[…] algunas cosas solamente surgen, o es más probable que surjan, en un discurso público en vez de en uno privado […]. Por ejemplo, lugares de desacuerdo, confusión, contradicción […]. El abanico de argumentaciones que exhiben los participantes resulta en la profundización de un diálogo que no se encuentra a menudo en las entrevistas individuales.

La elección de Ingeniería y Psicología obedeció a los pronunciados sesgos que se observan en la composición por sexo de su matrícula (Ingeniería: 81.2% de hombres y 18.8% de mujeres; Psicología: 19.4% de varones y 80.6% de mujeres), lo cual permitió la comparación de casos extremos. La de Derecho ofreció la posibilidad de apreciar lo que ocurría en una facultad de gran tradición dentro de la unam, en la que por muchos años los hombres fueron mayoría, pero que ha alcanzado un relativo equilibrio numérico entre la población femenina con 58.5% y la masculina con 41.5%.

En cada una de las facultades consideradas se realizaron 2 grupos focales, uno con hombres y otro con mujeres; la separación por sexo obedeció al interés de favorecer un clima relajado que animara la expresión sin cortapisas de las y los participantes. El número de estudiantes en cada grupo fue entre 8 y 12; la mayoría tenía entre 20 y 22 años de edad, había cursado 3 o más semestres de su carrera y se dedicaba a tiempo completo a sus estudios; las sesiones duraron entre 60 y 90min y se realizaron a lo largo de 2 semanas en las instalaciones de cada facultad; los temas explorados fueron la percepción que tenían del ambiente de la facultad, las relaciones entre el alumnado, así como entre docentes y estudiantes; cada grupo fue advertido de que la sesión sería grabada y se explicitó el compromiso de mantener el anonimato.

El género en la vida cotidiana de 3 facultadesLa vigencia de un viejo discurso

Los relatos obtenidos en las 3 escuelas transparentan la permanencia de un discurso muy viejo, vinculado a posiciones esencialistas, sobre la forma como las hormonas afectan el comportamiento de hombres y mujeres, discurso que a lo largo del tiempo se ha traducido, por un lado, en la minimización o dispensa de la responsabilidad que tienen los varones sobre ciertas conductas rudas, agresivas o abiertamente violentas que se atribuyen al incontrolable poder de la testosterona —como si ésta tuviera vida propia— y, por otro lado, en el cuestionamiento o la descalificación franca del juicio de las mujeres en razón de los cambios hormonales que experimentan durante su ciclo menstrual. Así, a través de este discurso, la imagen de las mujeres se empequeñece, pues su capacidad de discernimiento aparece atada a sus humores hormonales y a una emocionalidad que las torna poco confiables. De esta forma mientras en un caso las hormonas sirven de pretexto para excusar en un hombre su responsabilidad en cierto tipo de actos, en otro se utilizan como argumento para poner en duda la solvencia de las apreciaciones que hace una mujer. Ejemplos de la presencia de este discurso son:

  • a)

    Apelar a pretendidos estudios científicos con los que se disfraza como verdad irrefutable el discurso acerca de la sexualidad, supuestamente irreprimible, de los varones, tal como sucedió en la Facultad de Psicología, donde un docente afirmó en clase que la violación sexual de la que son objeto algunas mujeres en distintos espacios sociales es atribuible al comportamiento de las propias mujeres; el mensaje es claro: la pulsión sexual de los varones es irrefrenable y toca a ellas cuidar que ésta no se despierte.

  • b)

    Descalificar la denuncia que hizo una joven de esa misma facultad respecto al acoso de que era objeto de parte de un profesor, con intervenciones como «mira, pon atención, a lo mejor es que has estado muy sensible en estos días por tus cambios hormonales».

  • c)

    El comentario que hicieron los alumnos de Ingeniería sobre el efecto que tenía en su comportamiento la presencia de las mujeres. Relataron que la debilidad que sienten por ellas conduce a que algunas de sus compañeras los utilicen para que les hagan los trabajos escolares, pues saben que su cercanía los desarma: «como andamos todo el día detrás de ellas, tienen todo el control». La indefensión que estos estudiantes dijeron experimentar frente a las alumnas recuerda lo que podría llamarse «el efecto criptonita», es decir, la pérdida de todo poder que experimentaba Supermán por el debilitamiento súbito e incontrolable que le producía acercarse a esta piedra. Cabe señalar que la queja compartida, expuesta por estos jóvenes, por el uso que hacían sus compañeras de la debilidad que padecían frente a ellas, contrastaba con el tono festivo y cómplice que acompañó «su lamento». Es decir, la formulación de esta «queja» fue una buena oportunidad para declarar la posesión de un fuerte impulso sexual que se ajusta a lo que se pregona como cualidad propia de los varones.

Otra manifestación de la presencia que tiene este discurso, que reduce a los seres humanos al papel de ventrílocuos de su biología, es que tanto en los grupos de mujeres como de hombres se hicieron comentarios que revelan la creencia en una esencia femenina y una masculina. Por ejemplo, cuando en ambos grupos de la Facultad de Psicología se señaló que existía una marcada rivalidad entre las alumnas, se afirmó que esto obedecía a que «las mujeres» eran conflictivas, rebuscadas y rencorosas, lo que contrastaba con la relación amable que se daba entre los varones debido a que ellos eran de trato fácil, directos y prácticos. Asimismo, haciendo eco al discurso sobre la natural inferioridad intelectual de las mujeres, un alumno del grupo de Psicología puso abiertamente en duda las capacidades intelectuales de sus compañeras: «Y el caso es que no saben cómo trabajar, no saben cómo. Les das un texto y no saben dar una opinión crítica al respecto», afirmación frente a la cual guardaron silencio los otros participantes, y no fue sino hasta el final de la sesión cuando uno de los jóvenes expresó que se había quedado incómodo con tal afirmación, pues le parecía «un poco despectiva», comentario que no produjo reacción alguna en el resto del grupo.

De igual manera ha de considerarse la forma como los alumnos de Ingeniería disminuyen las capacidades de sus compañeras, pues cuando los estudiantes de esta escuela hablaron de su quehacer académico expresaron con claridad que era muy exigido, demandaba mucho esfuerzo y les impedía dedicarse a actividades distintas al estudio; sin embargo, cuando se tocó el tema del rendimiento académico de sus condiscípulas dieron un giro y cambiaron la apreciación de sí mismos: se mostraron como desenfadados respecto a su actividad mientras a ellas las hicieron aparecer como muy esforzadas. Así, señalaron que sus compañeras eran muy dedicadas («hay que distinguir entre inteligente y matada. Igual muchas me he dado cuenta que son muy, muy matadas»), mientras que ellos eran perezosos. Dicho de otra forma, los logros educativos de sus compañeras obedecían a su tesón y no a su inteligencia; en cambio, los de ellos eran producto de sus cualidades intelectuales y no de su empeño. A propósito de estas actitudes, Jackson y Dempster (2009: 348) señalan que: «[…] mientras que el rendimiento realizado con un mínimo esfuerzo es contrastado por los varones con el esfuerzo “femenino”, lo cual ayuda a representar una identidad masculina “alivianada” (cool) que resulta popular, esto también puede funcionarles como protección frente al efecto perjudicial que acarrea el fracaso», en la imagen propia y en la que se proyecta. Frente a este señalamiento, resulta por demás elocuente lo dicho por uno de los alumnos de Ingeniería: «Yo creo que si de por sí, quieras o no mostrarlo, el que un hombre, así, uno igual, sea mejor que tú […] como que dices “no inventes”; pero […] que una mujer te gane, ¡te duele todavía más!».

Es importante recordar que el determinismo biológico, manifestado en las variadas apreciaciones de la población participante en este estudio respecto a lo que considera son las cualidades distintivas de cada sexo, ha sido históricamente un eficaz recurso para naturalizar la posición subordinada de las mujeres y la arbitraria división de tareas entre los sexos. La asignación de cualidades fijas y diferenciadas (razón/emoción, agresividad/ternura, fuerza/debilidad, creación/procreación, rebeldía/docilidad, extrapoladas de las diferencias biológicas y complementarias de los sexos para la reproducción de la especie humana), que forman parte de la ideología de género, son el telón de fondo de las observaciones vertidas en los grupos respecto a los comportamientos y características de los hombres y las mujeres con quienes comparten sus estudios.

El escrutinio cuidadoso de las investigaciones que han servido de sustento para legitimar los límites impuestos a los comportamientos y campos de acción de las mujeres permite observar las fallas presentes en éstas. Por ejemplo, en la revisión que hace Jordan-Young (2010: xi) de más de 300 investigaciones publicadas entre 1967 y 2008 acerca de las diferencias entre los cerebros de hombres y mujeres se encontró que estos estudios tenían como base una teoría no cuestionada que establece que «la exposición prenatal a las hormonas causa la diferenciación del cerebro, esto es, las hormonas tempranas crean patrones masculinos y femeninos permanentes de deseo, de personalidad, de temperamento y de cognición». Esta investigadora concluyó, después de largos años de estudio, que las evidencias son parciales y no dan apoyo a la teoría.

La investigación concerniente a las diferencias entre hombres y mujeres ha sido usada históricamente para «mantener a las mujeres en su lugar», a pesar de que a menudo ha sido pobremente concebida y ejecutada, y sus hallazgos interpretados de manera sesgada. Al enfocarse sobre la diferencia, los estudios que tratan el sexo de los participantes como una variable descontextualizada propician una dicotomización de los sexos y fomentan «una explicación individual de la conducta a expensas de explicaciones situacionales socioculturales» (Richardson, 1997: 21-22).

Mensajes en el día a día

Otro aspecto que se identificó en las 3 facultades son las repetidas ocasiones en que las estudiantes reciben un mensaje, unas veces en forma abierta y otras de manera indirecta, equivalente a «estás fuera de tu lugar». Como era previsible, los ejemplos más claros los ofrece la Facultad de Ingeniería; entre éstos destacan: el cuestionamiento que hacen algunos docentes sobre la pertinencia de que las mujeres formen parte de su clase sin miramiento alguno («ustedes no deberían estar aquí»; «seguro ustedes sólo vienen a buscar marido, y como ya lo van a encontrar, pues no tienen que aprender: sálganse, ya tienen 10»); el que varios profesores asuman que ellas no disponen de los atributos necesarios para la ingeniería y las traten como inferiores; la hostilidad que bajo diversas formas les expresan algunos compañeros riéndose y murmurando cuando ellas pasan al pizarrón; el que el número y la localización de los baños no contemple las necesidades de las estudiantes pues éstos, además de insuficientes, no existen en todos los pisos del edificio, situación que obliga a las jóvenes a correr de un piso a otro y hacer fila para poder utilizar un baño, y ellas comentaron que si bien podía parecer una nimiedad, les acarreaba inconvenientes como invertir un tiempo extra entre clase y clase que se traducía en retardos. A la luz de lo señalado, no resulta extraño lo afirmado por una de las estudiantes: «[…] ésta es una facultad para hombres, no para mujeres».

Por otro lado, no puede soslayarse el énfasis que pusieron algunos jóvenes de Ingeniería en caracterizar a la mayoría de sus compañeras como feas («no son bonitas»; «por alguna razón aquí no hay mucha mujer guapa, pasa algo raro»), e incluso afirmar que «parecen hombres» o que quieren parecerse a ellos, lo que es otra forma de descalificarlas y hacerlas aparecer en falta. La intención de disminuir a las mujeres que estudian Ingeniería mediante juicios respecto a sus atributos físicos no es exclusiva de estas latitudes: por ejemplo, en Inglaterra un alumno publicó en una página de Internet: «Estoy estudiando Ingeniería […] ¿por qué todas las pájaras de Ingeniería son feas?», comentario al que otro respondió: «Espera, ¿hay mujeres en nuestro curso?».2

En la información recabada por Cerva (2011) con académicas de la misma Facultad se advierte que una de ellas, doctorada en ingeniería, fue asignada como edecán para atender a un grupo de especialistas que asistirían a un evento; observemos, entonces, que el lugar que se consideró adecuado para ella en tal reunión no corresponde al de sus credenciales académicas sino a la forma como más de uno de sus colegas la mira: una graciosa acompañante. En relación con el desgaste que ocasiona a las mujeres el tener que marcar límites a los habituales comportamientos de este tipo del que son objeto en este campo, resulta ilustrativo el comentario realizado por una joven ingeniera australiana:

Yo creo que debe haber cambios culturales masivos […] yo estaba cansada de pelear […], terminas emocionalmente exhausta de estas batallas —«no me hubieras dicho eso si yo fuera un hombre» o «tú no hubieras esperado que fuera yo la que limpiara la mesa después de la reunión a pesar de que hay aquí personas que tienen oficialmente un estatus menor»—, de este tipo de cosas (Gill, Mills, Franzway y Sharp, 2008: 232).

Un ejemplo más de los comportamientos que dentro de la unam se emplean para recordar a las mujeres cuál es «su lugar» aparece en la información ofrecida por alumnas de la Facultad de Derecho respecto a que es precisamente a ellas, y no a sus compañeros, a quienes diversos profesores les piden que pasen a borrar el pizarrón: «¿Por qué a nosotras y no a ellos?», cuestionan. De igual forma, resulta ilustrativo el comentario que hizo en clase un docente de Ingeniería: «¡Ay!, las mujeres son tan lindas cocinando y cuidando hijos».

Es necesario precisar que junto con mensajes como el anterior, muchas universitarias reciben otros que las marcan como objetos —por ejemplo, sexuales— para la diversión, para afirmar una cierta masculinidad, para exhibir poder. Los frecuentes actos de hostigamiento sexual que, como se verá más adelante, sufren las estudiantes en las 3 facultades son un buen ejemplo de esto. También lo es la antigua y celebrada tradición que existe en la Facultad de Ingeniería de chiflarles y gritarles piropos y vulgaridades a las mujeres que cruzan por el patio central, lo cual obliga a las estudiantes a evitarlo y buscar caminos diferentes debido al malestar y el agravio que dijeron experimentar, práctica a la que los alumnos aludieron de manera gozosa, pues les divertía ver las reacciones de temor, enojo y vergüenza que generaba en sus compañeras; uno de ellos señaló: «Es un juego, lo hacemos nada más para molestar». Igualmente resulta ilustrativo el comportamiento de un docente de esta misma escuela que hizo pasar a una joven al frente de la clase e invitó a sus alumnos a admirar su belleza. Allan y Madden (2006: 701) identificaron que los docentes usan: «humor sexual, comentarios sexuales indirectos y atención sexual explícita para aparecer como “alivianados” (cool) y desarrollar empatía con los estudiantes varones, lo que ocasiona humillación y enojo a las alumnas». Asimismo, los jóvenes de Derecho aludieron al modo como clasificaban a sus compañeras de acuerdo a su belleza y al tipo de comentarios que hacían entre ellos cuando alguna les parecía fea: «¡Ay, qué araña!», lo cual les parecía divertido. De igual forma ha de considerarse el relato de una alumna de Psicología sobre el malestar que le producía el que, debido a la abundancia de mujeres en su escuela, muchos varones de otras facultades acudían a mirarlas y clasificarlas de acuerdo a su belleza como si fueran mercancía. Quinn (2002: 394) anota que «[…] el estar mirando mujeres (girl watching) trabaja como una representación dramática que se actúa para otros hombres como medio con el que un cierto tipo de masculinidad es producida y el deseo heterosexual se exhibe». Asimismo señala que esta práctica «opera como una táctica de poder […]. La mirada demuestra su derecho, como hombres, de evaluar sexualmente a las mujeres».

Disparidad entre pares

La asimetría que caracteriza a las relaciones de género en estas facultades también se hace evidente en los desiguales trato y aprecio que reciben quienes están en situación de minoría en las de Psicología e Ingeniería. Así, mientras el reducido número de varones que estudia en la primera no es visto ni tratado como extranjero —ellos mismos afirmaron sentirse acogidos y muy cómodos en ésta—, en Ingeniería la imagen se invierte, como en un espejo, no sólo porque ahí ellos son franca mayoría sino también por todo lo que se ha venido señalando en los párrafos anteriores, y que puede resumirse en lo formulado por uno de sus alumnos respecto a la experiencia de sus compañeras: «[están presionadas] y tienen que dar ese extra porque están contra la barrera, entre los maestros y nosotros». O sea, mientras en Psicología el hecho de ser hombre no acarrea dificultad alguna, en el caso de las mujeres de Ingeniería «hay que imponerse. Sí, te impones a las críticas, a las ofensas, a todo», «las que no pueden imponerse se dan de baja».

La asimetría entre hombres y mujeres también se revela en la información obtenida en el grupo de alumnas de Psicología al hablar de las relaciones entre estudiantes de uno y otro sexo. Durante la primera parte de la entrevista las jóvenes se dedicaron a señalar distintas formas en las que se manifestaba una marcada competencia entre ellas dentro de los grupos de trabajo en los que participaban, así como en clase, pues «siempre hay la que quiere sobresalir y la que quiere aplastar a otra con sus comentarios». Su malestar, cansancio y enojo por la rivalidad que observaban entre las mujeres eran claros; sin embargo, en buena parte de sus intervenciones y en el tono con que las acompañaban esto aparecía como una práctica perniciosa pero inevitable, como si este tipo de comportamiento fuera propio de su naturaleza, una suerte de destino femenino. Frente a esto sus compañeros aparecían no sólo llenos de cualidades —«mesurados», «buena onda», «amistades muy sinceras», «cero complicados»— sino como los mediadores entre ellas: «[…] nos escuchan, nos tienen paciencia, sirven de intermediaros», «[a las que se enfrentan] las tranquilizan, les dicen “todo está bien” y hablan con las dos partes». También se dijo que ellos recibían mucha atención en las aulas por ser minoría o que se hacían oír interviniendo con mucha frecuencia durante las clases. Algunas agregaron que las disputas frecuentes entre ellas permitían a sus compañeros sobresalir y tomar la delantera.

Por su lado, los alumnos de Psicología ofrecieron una visión que concuerda con lo dicho por las estudiantes sobre la rivalidad entre ellas y los beneficios que esto les aporta: «mientras ellas se pelean y discuten, nosotros avanzamos». Agregaron que «las mujeres ceden el liderazgo», «aunque lo intentes, no puedes pasar desapercibido, te voltean a ver, te asignan el papel [de líder] y yo lo tomo»; también aludieron a la tolerancia de parte de las alumnas cuando ellos no cumplen con sus compromisos de trabajo y los cuidados que algunas les dispensan: «[…] te ves muy cansado, deja de hacerlo». Es decir, estos alumnos reconocieron las atenciones y los privilegios que les acarreaba el hecho de ser hombres en esta facultad. Asimismo, se ocuparon de remarcar los contrastes que veían entre su forma de proceder: «sin complicaciones estériles», y la de sus compañeras, «retorcida», o sea, apelaron al viejo truco de afirmar el valor propio mediante el demérito de «el otro». Es importante destacar que, a diferencia de la consideración mostrada por las alumnas cuando hablaban de sus compañeros, en las intervenciones de ellos prevaleció un tono burlón y condescendiente cuando se referían al comportamiento de sus condiscípulas: «cosas de niñas», «sí, son como muy altruistas, cuidan mucho nuestro bienestar», observaciones que eran celebradas por todos con risas muy sonoras.

Lo comentado permite apreciar formas variadas en las que se recrean, en la Facultad de Psicología, las relaciones de género convencionales y la manera como algunas de estas alumnas, sin proponérselo, dan sostén al orden establecido, por ejemplo: a)la competencia en la que se desgastan cotidianamente les ha impedido identificar problemas comunes como el hostigamiento sexual del que son objeto, así como la necesidad de enfrentarlo como colectivo; b)ceden el liderazgo académico a sus compañeros y les delegan la resolución de los conflictos entre ellas; es decir, las estudiantes se ponen a sí mismas en el lugar del sujeto tutelado; c)asumen el papel «femenino» de cuidar por los otros, en este caso por el bienestar de sus compañeros a quienes, en general, procuran de tal manera que les transmiten un mensaje de que son especiales; d)suelen ser complacientes con la falta de responsabilidad de los que no cumplen sus compromisos de trabajo, y e)ellas se autodescalifican apelando a supuestas cualidades fijas que oponen a las virtudes que atribuyen a «los varones». Si además de tales comportamientos consideramos la devaluación que se deslizó en los comentarios socarrones de sus compañeros acerca de ellas, en las risas burlonas con las que se negaba —en el curso de la entrevista— lo que afirmaban verbalmente desde la corrección política, así como en la actitud indulgente y paternalista adoptada por ellos cuando intervenían en los conflictos que se suscitaban entre las alumnas, es posible afirmar que en esta facultad, habitada mayoritariamente por mujeres, queda un largo camino por recorrer para modificar el orden establecido.

En relación al desprecio que se filtraba en los gestos, comentarios y actitudes de los alumnos de Psicología, cabe recordar lo señalado por Miller (1997: 214) a propósito de las posibles combinaciones que puede adoptar este sentimiento; dice él, no es difícil imaginar la connivencia del desprecio con, por ejemplo, la lástima, el desdén, la burla, la altanería, el asco, el odio, el desaire, la repulsión, el horror, la indiferencia o el ignorar a alguien, factores que al desplegarse producen una variedad de risas y sonrisas como las sarcásticas e indulgentes; agrega que el elemento común a todas estas experiencias, en las que el desprecio se hace presente de diversas formas, reside en el reclamo de una superioridad respecto a un cierto sujeto, y el desprecio, afirma, es en sí mismo el reclamo de una relativa superioridad.

Antes de pasar al siguiente punto es menester resaltar que la actitud mordaz y condescendiente observada en el grupo de varones de la Facultad de Psicología no fue exclusiva de ellos, también estuvo presente en los otros 2 grupos de hombres cuando se hablaba de las estudiantes y «sus particularidades», aunque fue menos marcada en el grupo de Derecho que en los de Ingeniería y Psicología. La actitud mostrada por estos jóvenes en relación a sus compañeras resuena con lo señalado por Pardo (2014) a propósito del machismo: «Tiene la forma de un entendimiento tácito e inconfesable entre varones […] que excluye —e infama— a las mujeres, y exhala el pegajoso olor a sudor de la camaradería, es decir, de quienes duermen en la misma cámara». Frente a lo ocurrido en los grupos de varones, en los de mujeres el tono que prevaleció cuando se aludía a sus compañeros fue de enojo e indignación en Ingeniería, de compañerismo en Derecho y una mezcla de afecto con admiración en Psicología.

Hostigamiento sexual3

La extensión que alcanza este problema dentro de las Instituciones de Educación Superior se aprecia en datos como los que a continuación se exponen. En la encuesta de carácter nacional aplicada por Hill y Silva (2005) en Estados Unidos se identificó que alrededor de 6 millones de estudiantes habían sido objeto de acoso sexual en estas instituciones. En el Reino Unido, el reporte elaborado por la National Union of Students (NUS, 2011) muestra que el 68% del alumnado había sufrido este tipo de comportamientos. En el estudio coordinado por Feltes (2012: 59), que recaba datos de 35 universidades de 5 países europeos (Alemania, España, Italia, Polonia, Reino Unido), se observa que «más de la mitad de la población estudiantil encuestada (media=60.7%) había experimentado por lo menos un incidente de hostigamiento sexual durante el tiempo que había pasado en la universidad». En el caso de la unam, la encuesta aplicada por Buquet, Cooper, Mingo y Moreno (2014: 304) revela que la frecuencia del acoso sexual es muy alta: en la población académica el 39.8% de las mujeres y el 21.7% de los hombres reportaron haber sido objeto de, al menos, un comportamiento de este tipo; en la estudiantil las proporciones alcanzadas son del 49.3% de las alumnas y del 27.6% de sus condiscípulos.

Junto a los datos anteriores es importante considerar, como señalan Allan y Madden (2006: 703), que el hostigamiento sexual también tiene un efecto pernicioso en quienes no han sido objeto directo de estas prácticas, pues «la presencia de violencia sexual puede restringir la vida de las mujeres generando un clima en el que regularmente se les recuerda la posibilidad de experimentar tal violencia de manera directa y de ajustar su vida diaria en consecuencia».

En los grupos realizados para este estudio, salvo en el de los alumnos de Ingeniería que negaron la ocurrencia de estas conductas en su facultad, en el resto se explicitaron variadas formas y experiencias de hostigamiento. Es pertinente subrayar que, en un primer momento, las alumnas de Psicología negaron en forma categórica la existencia de este tipo de prácticas, lo que contrasta con lo señalado en el grupo de varones: «hay infinidad de casos de hostigamiento», «sí, hay un buen de hostigamiento». ¿Qué tan naturales resultan para ellas estos comportamientos que les tomó un buen tiempo traer a la memoria el amplio número de hechos que más adelante relataron haber vivido o presenciado en su facultad?

El uso de las calificaciones de parte de profesores como medio para conseguir algún tipo de acercamiento con sus alumnas fue mencionado en las 3 facultades. Esto ocurría con propuestas del tipo «me dijo que tenía 6 [de calificación] y que cómo lo quería yo arreglar», o de formas más descarnadas como «te acuestas conmigo o te vas a extraordinario. Y no hagas nada porque, aunque lo hagas, no me va a pasar nada». Y sí, el docente tenía razón, pues cuando la alumna se fue a quejar nada sucedió. Se dijo que con rumores y burlas se castigaba y devaluaba a aquellas estudiantes que se pensaba que habían aceptado tales arreglos. En ocasiones, bastaba con que una joven portara ropa de un cierto tipo o fuera vista como atractiva para que se le atribuyera alguno de sus logros académicos al uso de estos recursos: «bueno, es que algunas no son muy inteligentes, entonces […]», «con esa faldita hasta yo me saco diez». En varias ocasiones se hicieron comentarios que depositaban en las alumnas la responsabilidad del comportamiento abusivo de sus docentes: «hay mujeres que dan pauta a que sus profesores sigan así», «pero si conoces al maestro, cómo te presentas a clase con un escote».

Como se aprecia, con este tipo de comentarios la población entrevistada convalida el orden establecido, pues se atribuye a las mujeres la responsabilidad de cuidar que la sexualidad de los varones —en este caso de sus docentes— no se salga de cauce; por otro lado, develan que se olvida o ignora que la responsabilidad de garantizar que las calificaciones correspondan a una evaluación académica rigurosa, en vez del atractivo físico de las alumnas, radica en el personal docente y no en ellas, incluso en aquellos casos en los que alguna busque, de la manera que sea, aprovechar sus cualidades físicas. Es necesario subrayar que la responsabilidad de que estos actos sucedan sólo es atribuible al profesorado que los comete, así como a la institución que en vez de afrontar el problema ha decidido, a lo largo de los años, ignorarlo y convertirlo en tema tabú.

Respecto al hostigamiento ejercido por el propio alumnado, debe precisarse que sólo en Derecho e Ingeniería se mencionó. En relación a éste se observó lo mismo que con el del personal docente, pues en muchas intervenciones se responsabilizó a las mujeres de estos actos por considerar que era tarea de ellas «darse a respetar», idea expresada no sólo por la mayoría de los hombres sino también por varias alumnas.

Incómodas forasteras

A la luz de la información presentada en las páginas anteriores, parece claro que el sexismo —si bien menos transparente y radical que en los momentos en que se vetaba abiertamente el ingreso de las mujeres a los espacios universitarios— flota libremente en el ambiente de la unam.4 La común banalización de las prácticas con las que se discrimina a la población femenina —pues cuando se nombran suelen calificarse como sucesos menores, jocosos, excepcionales, inocentes, exageraciones producto de sensibilidades extremas, interpretaciones mal intencionadas, etcétera— y el consecuente desprecio por los efectos perniciosos que conlleva conducen a destacar lo señalado por Kardinter y Ovesey (citado en Davis, 2000: 145) en relación al impacto emocional que tiene la discriminación en quienes la sufren:

[…] la autoestima sufre […] porque constantemente reciben una imagen desagradable de sí mismos por el comportamiento que otros les dirigen. Éste es el impacto subjetivo de la discriminación social […]. Parece haber un irritante siempre presente que no da alivio. Su influencia no obedece solamente al hecho de que esto resulta doloroso por su intensidad, sino también porque el individuo, para mantener un balance interno y para protegerse de ser sobrepasado por esto, debe iniciar maniobras restaurativas […] —todas bastante automáticas e inconscientes. Además de mantener el equilibrio interno, el individuo debe conservar una fachada social y algún tipo de adaptación al estímulo que lo ofende de manera que pueda preservar alguna efectividad social. Todo esto requiere de una constante preocupación a pesar […] que estos procesos adaptativos […] ocurren sin tener mayor conciencia.

De esta manera, la violencia —unas veces velada y otras veces abierta— hacia las mujeres que forma parte del ambiente de la unam las fuerza a desarrollar un trabajo extra e invisible para lidiar con las tensiones que derivan de su inserción en un territorio en donde, como ya vimos, de diversos modos se les marca como inferiores y advenedizas. Respecto al trato que reciben, cabe considerar el señalamiento que hace Bonino (2007: 95-96) acerca del efecto que tienen en el mantenimiento de las relaciones asimétricas entre los sexos un conjunto de comportamientos suaves —de «baja intensidad», larvados, difíciles de percibir, por los que se cuela la creencia de la superioridad de «lo masculino»— a los que denomina micromachismos; el autor precisa que éstos «no suponen intencionalidad, mala voluntad, ni planificación deliberada», sino que son dispositivos mentales y corporales integrados y automatizados en el proceso de «hacerse hombres», como hábitos de funcionamiento frente a las mujeres.

Lo señalado por este autor hace eco al planteamiento de Bourdieu (2000: 54-55) sobre la fuerza que adquieren las relaciones de dominio debido a su inscripción en los cuerpos, ya que éstas se somatizan: «ley social convertida en ley incorporada», una inscripción que se lleva a cabo «a través de la familiarización insensible con un mundo físico simbólicamente estructurado y de la experiencia precoz y prolongada de interacciones penetradas por una estructura de dominación».

Un orden social como el de género, cuyo mantenimiento tiene un asiento importante en las relaciones de dominio que se han impuesto como un hecho natural, requiere para su resquebrajamiento reconocer, como señala McIntosh (2004), las colosales dimensiones no vistas de los sistemas sociales; agrega también que los silencios y negaciones alrededor del privilegio son una herramienta política clave debido a que mantienen incompleto el pensamiento sobre la igualdad o la equidad, y asimismo, al hacer de estos temas un tabú se protege a las ventajas inmerecidas y la dominación que ejercen ciertos grupos.

Fernández (1993: 78, 89) señala que entre los mecanismos a través de los cuales los mitos sociales —en tanto cristalización de sentido— logran su eficacia en el disciplinamiento social, en la legitimación y en el orden de las instituciones que involucran, destaca particularmente la naturalización; este mecanismo hace aparecer como «realidades naturales y ahistóricas —y por lo tanto inmodificables— aquello que es producto, efecto de su eficacia», de ahí la necesidad de ocuparse por «abrir [una] interrogación sobre lo naturalizado [lo cual] significa problematizar lo impensado, lo obvio, no ya oculto en alguna profundidad, sino tan próximo, tan inmediato que no puede verse».

En este sentido, resulta de interés destacar lo sucedido en el grupo de mujeres de Psicología: después de enfatizar en un primer momento la competencia que se daba entre ellas y de negar en forma rotunda la existencia de hostigamiento sexual en su facultad, la discusión de los temas abordados las llevó, poco a poco, a hilvanar recuerdos sobre lo que habían experimentado y lo ocurrido a otras compañeras. A medida que se escuchaban unas a otras, hubo un cambio de actitud muy notorio, un paso claro de un «yo» a un «nosotras», un reconocimiento de malestares y problemas compartidos. Por ejemplo, una señaló:

Cómo es posible que nos digan a un grupo de cincuenta mujeres eso de que las mujeres somos responsables de las violaciones y ninguna diga nada. Pero yo creo que es eso, es el miedo, y ese miedo surge a partir del individualismo que tenemos: «no, es que cómo la voy a ir a apoyar si a lo mejor eso va a repercutir en mí y yo por defender a alguien más no me voy a titular; no, pues mejor no».

Así, a través del intercambio de experiencias las alumnas tomaron conciencia de la frecuencia del hostigamiento. También de algunos mecanismos que minan su ánimo y que favorecen el mantenimiento de un orden que les es adverso, por ejemplo, la sordera ante sus reclamos, culpabilizarlas de lo sucedido, frivolizar su malestar e indignación, atemorizarlas con las repercusiones que se les dice pueden acarrearles sus acusaciones, poner en duda los hechos que revelan, y someter sus denuncias a trámites interminables («ella mejor se cansó y dijo “no, ya no [denuncio]”»). Asimismo, identificaron que su individualismo obstaculizaba la conformación de un «nosotras» que les diera fortaleza para hacer frente a la amenaza que representa el acoso sexual, así como la posibilidad de juntarse para impulsar acciones que pongan fin a esta práctica en su facultad. A propósito de este suceso, consideremos lo señalado por Giberti y Fernández (1992: 20) sobre la relevancia que adquiere nombrar lo que nos desazona:

Poner nombre, nominar el malestar, no es exclusivamente un acto semántico o un hecho del discurso; la capacidad de dar existencia explícita, de publicar, de hacer público, de decir objetivado, de visibilizar, de enunciar, de teorizar aquello que —al no haber accedido a la experiencia objetivada colectiva— continuaba en estado de experiencia individual, privada, como malestar, expectativa, ansiedad, inquietud, frustración, representa un formidable poder social.

Precisamente una de las tareas a la que se han abocado diversos grupos de académicas dentro de la unam es la de nombrar y hacer visibles, por medio de investigaciones, las distintas formas como se hace presente el orden social de género dentro de una institución en la que el tradicional «derecho a no saber» (ignorar, negar, trivializar) que tienen los varones respecto a los problemas que enfrentan las mujeres en los espacios universitarios (Feldthusen, 1990) ha sido un poderoso escudo para salvaguardar añejos privilegios. Es decir, hacer visible en una institución universitaria que la igualdad entre hombres y mujeres que se pregona es sólo una ficción sostenida en lo que Anzaldúa (1990: xxi) llama «realidad selectiva»: «el estrecho espectro de la realidad que los seres humanos eligen percibir y/o que su cultura “elige” que ellos/as “vean”. La percepción es un proceso interpretativo condicionado por la educación. Aquello que está fuera del rango de la percepción que resulta común se “suprime”». Más adelante y a propósito del desarrollo de lo que llama las «mestizaje theories», Anzaldúa (1990: xxvi) destaca la importancia que tiene para la población excluida recobrar y analizar las realidades que han sido suprimidas. Como señala Tuana (2004), la ignorancia respecto a los problemas que enfrentan ciertas poblaciones no debe ser teorizada como simple omisión o hueco en el conocimiento, pues con frecuencia es construida y preservada en forma activa. Fernández (2007: 33) anota que «lo que una teoría no ve, o no enuncia, no son sus eventuales errores o defectos, sino sus objetos prohibidos, sus objetos denegados, sus impensables». A propósito de la ignorancia, Felman (1982: 30) afirma que «su naturaleza es menos cognitiva que performativa […], no es una simple falta de información sino la incapacidad —o el rechazo— para reconocer la propia implicación en la información» (subrayado en el original).

La información recabada en esta investigación muestra que, a pesar del paso del tiempo y de la amplia presencia que actualmente tienen dentro de la unam, en el día a día, las mujeres se ven envueltas en un ambiente permeado por añejos discursos y prejuicios que las posicionan como inferiores, como fuera de lugar, como objetos para el enaltecimiento de los egos masculinos. Si bien las prohibiciones explícitas fueron por largo tiempo el medio utilizado para mantener las aulas universitarias como territorios exclusivamente varoniles, hoy día es con el ejercicio cotidiano del sexismo que se les recuerda su carácter de forasteras.

La naturalización y la frivolización del sexismo, junto a la común ausencia de lo relativo a las experiencias de las mujeres en los conocimientos que se generan sobre la vida universitaria, muestran la urgente necesidad de buscar formas de producir y de difundir conocimientos que, además de que permitan ver lo que no se ve —a pesar de que ocurre a la vista de todos—, tengan la fuerza para provocar emociones como indignación, vergüenza y enojo. Es decir, conocimientos que perturben el sosiego de «los ignorantes» y obliguen a reconocer que el discurso acerca de la igualdad entre los integrantes de la comunidad universitaria es sólo una ficción que arropa jerarquías, privilegios y poderes añejos.

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La información se recolectó en la investigación «Tras las huellas de género. Vida cotidiana en tres facultades», realizada por Carolina Agoff y Araceli Mingo.

En este artículo, hostigamiento sexual y acoso sexual se usan como sinónimos.

Situación común en todo tipo de espacios dentro y fuera del país; véase Bates (2014).

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