Este artículo ofrece un acercamiento analítico a cuestiones relacionadas con cambios recientes en la profesión académica. Se centra en las conductas culturales y políticas de los profesores e investigadores, de tiempo completo, en universidades mexicanas.
This article offers an analytical approach to several issues regarding recent changes in the academic profession. It focuses on the cultural and political behavior of faculty members at Mexican universities.
La pregunta que aparece como título de este artículo cobra sentido en el contexto del México actual, urgido de sujetos y de actores comprometidos con idear, promover, gestionar y luchar por cambios que ofrezcan propuestas y pongan un alto a la situación de crisis en la que ha estado sumergido el país ya por más de 2 décadas, de índole política, económica, social y cultural, y que en el último lustro ha tendido a agravarse.1
Bajo este contexto en el que se encuentra México, resulta particularmente preocupante que hoy prevalezca la idea de que los académicos universitarios no son protagonistas activos en la tarea de buscar y de ofrecer soluciones viables y dignas para atender los problemas del país y de sus instituciones educativas. Se supone que ellos poseen los conocimientos y las capacidades críticas requeridos para hacerlo, pero, al parecer, los profesores e investigadores se han adaptado a los mecanismos y estrategias que están convirtiendo a las universidades públicas en instituciones administradas bajo la lógica empresarial; con honrosas excepciones, se encuentran sumergidos en la tarea de «no quedarse atrás» en la competencia por la productividad y la mejora de sus ingresos. De aquí la pertinencia de la pregunta que nombra el presente artículo: ¿Qué pasa con los académicos?2
El comportamiento de los académicos ha sido abordado por diferentes autores. García Salord (1999), por ejemplo, encaró el tema caracterizando a los académicos universitarios como un actor social e institucional en el que difícilmente puede reconocerse una agregación general de intereses, y señaló que el encuentro de éstos se dificulta porque lo que subyace a la profesión académica3 es la diversidad funcional y la heterogeneidad. La misma autora advirtió de que estos factores se «articulan con la desigualdad y la diferencia de recursos materiales, sociales, culturales y simbólicos, así como la discrepancia en las concepciones científicas, políticas e ideológicas». Por su parte, Gil (2000) indicó que la academia constituye un «oficio con ethos diversificados de manera aguda».
Asimismo, otros autores han planteado que las personas con profesión académica conforman una fauna configurada por exigencias de carácter supranacional globalizado, al tiempo que se encuentran expuestas a una creciente diferenciación interna que da por resultado la existencia de tribus universitarias (Pedró, 2004). De esta manera, la adscripción a la profesión académica implicaría compartir valores, formas de vida y problemas con relación a un contexto profesional supranacional, pero diferenciados por realidades locales e institucionales específicas y según campos de conocimiento, disciplinas y temas de estudio, así como por posturas e intereses políticos e ideológicos (Follari, 2008).4
En nuestra opinión, lo dicho por estos autores debe tenerse en cuenta. No cabe duda de que la indagación sobre la profesión académica, sus actores y las instituciones donde laboran debe abordarse desde una perspectiva metodológica que recoja la heterogeneidad y las desigualdades.5 Con todo, sostenemos que prácticamente todos los profesores e investigadores de tiempo completo que laboran en instituciones de educación superior en México han estado expuestos a los efectos de las nuevas condiciones y dinámicas del mercado de trabajo académico-universitario. Incluso, existen estudios que muestran que, a la fecha, prácticamente entre todos los académicos de las universidades públicas mexicanas domina una sensación de rechazo y de molestia por el estado de cosas que hay en sus instituciones, con críticas severas al régimen laboral y al modo de producción del conocimiento (Galaz, Gil, Padilla, Sevilla y Arcos, 2012).
Una de las mayores quejas que expresan los académicos es que para cumplir las exigencias laborales actuales se requiere obtener resultados tangibles en un plazo muy corto de tiempo y publicarlos inmediatamente, más allá del impacto científico y social que puedan tener. De no publicarlos, se corre el riesgo de quedar excluido de los reconocimientos y estímulos indispensables para lograr la valoración positiva entre los pares, así como para conseguir ingresos que remuneren por encima del salario. En tal estado de cosas, las propias condiciones del trabajo académico —impuestas a través de diversos mecanismos institucionales de regulación laboral y por la construcción de percepciones sobre las consecuencias fatales de no acogerse a ellos— constituyen un bloqueo a la posibilidad de que profesores e investigadores de las universidades públicas mexicanas dispongan del tiempo necesario para reflexionar y aportar ideas innovadoras y comprometidas socialmente.
Si a lo anterior se añade que, como escribieron Touraine y Khosrokhavar (2002), «hoy en día la economía, el consumo y la ética de las redes de la información y del conocimiento se han apoderado del mundo y, por lo tanto, no es fácil distanciarse de sus mandatos encargados de destruir las filiaciones institucionales y la autonomía, exponiéndonos continuamente al miedo, al fracaso y a sentimientos de frustración e insatisfacción de lo que hemos logrado en la vida»,6 ¿podríamos esperar que los profesores e investigadores de las universidades fueran inmunes a la corrosión de carácter que, de acuerdo con la visión de Sennet (2000), marca el escenario histórico en el que hoy vivimos?
¿Quiénes son los académicos?Definimos7 como académicos a aquellas personas que trabajan como profesores o como investigadores en una institución de educación superior. En algunos casos, estas instituciones incluyen estudios de bachillerato y de preparatoria y, cuando es así, los profesores de este nivel formativo quedan incluidos en nuestro universo de estudio. Entendemos que acotar la profesión académica al mundo de las instituciones de educación superior tiene un carácter restrictivo, pero la razón que explica la limitación estriba en nuestro interés por centrar el análisis en el mercado laboral y en los trabajadores académicos de las instituciones que ofrecen estudios de licenciatura o posgrado en México.
Hasta hace relativamente poco tiempo, el conocimiento que se tenía sobre los académicos de las universidades públicas mexicanas era muy escaso. Sin embargo, los trabajos de varios investigadores (Suárez, 1983; Gil, 1993; García Salord, 2000; Grediaga, 2000; Muñoz, 2002; Gil, 2004; Gil, Rodríguez y Pérez, 2009; Ibarra Colado y Rondero, 2005; Galaz et al., 2012) fabricaron ideas y datos que han permitido que conozcamos más acerca de ellos. En efecto, actualmente existe información sobre algunas realidades institucionales en las que se desempeñan, sobre sus características sociodemográficas, sus experiencias académicas y sobre los procesos de construcción de sus subjetividades. La invisibilidad de los académicos se ha desvanecido y ahora disponemos de más investigaciones, estudios y reflexiones sustantivas que constituyen el punto de partida de este texto.
Pero es de hacer notar que, a la fecha, en México, todavía queda pendiente realizar un censo que permita aseverar características y comportamientos más allá de lo que dicen las «muestras» o los bancos de datos de instituciones específicas. Cuando se reconoce que una población es extremadamente diversa, como sabemos que son los académicos, tener información sobre todo el universo es lo mejor, a fin de que sirva de base para realizar muestreos, comparaciones y contrastar diferencias.
Con todo, la encuesta sobre la reconfiguración de la profesión académica en México, llevada a cabo en 2007-2008 (Galaz et al., 2012), arrojó datos para conocer y reflexionar acerca de la configuración actual de la profesión académica y de quienes la desempeñan. En términos de estructura, el estudio agregó y distinguió a las instituciones en 5 tipos: centros públicos de investigación, instituciones públicas federales, instituciones públicas estatales, instituciones públicas tecnológicas e instituciones privadas. Las plantas académicas en cada grupo tienen rasgos específicos y enfrentan condiciones laborales desiguales y culturas académicas distintas. El análisis de la información constata que la profesión académica es muy diversa y que se ejerce con peculiaridades institucionales.
La misma fuente evidencia que la profesión académica se concentra en las universidades públicas; la mayoría de quienes la practican están adscritos a instituciones estatales y, enseguida, a las federales. En las instituciones de educación superior de carácter privado trabaja el 17.5% del total del personal académico-universitario. Ya quedó dicho y demostrado que una singularidad, más o menos generalizada, en las instituciones de educación superior de carácter privado reside en que hay malas condiciones de trabajo y de flexibilidad laboral (Gil, 2004), lo que no exime a las públicas de que también las haya. De hecho, independientemente de si trabajan en instituciones públicas o privadas, alrededor del 60% de los académicos encuestados consideraron que la infraestructura y las condiciones de trabajo no son buenas.
Aludiendo a la perspectiva de género, por lo que parece, la profesión académica dejó de ser exclusivamente «cosa de hombres». No obstante, todavía hay evidencia de que, a nivel nacional, la incorporación de las mujeres a este ámbito laboral es significativamente menor respecto a la de los varones. Para la fecha en la que se realizó la encuesta, sólo el 37.1% del personal académico eran mujeres y, por supuesto, las diferencias resultan notables por instituciones, por áreas de conocimiento y por disciplinas de estudio. Es indiscutible que la participación femenina aumentó en la planta académica de las universidades, pero también lo es que continúa concentrada en las carreras asociadas a los roles asignados tradicionalmente a las mujeres, o bien en instituciones de menor prestigio social. Ni qué hablar de los liderazgos que, en su gran mayoría, siguen siendo masculinos.
Por lo que toca al nivel de estudios de los académicos universitarios, la encuesta reveló que 7 de cada 10 académicos cuentan con posgrado. Una vez más, aquí deben resaltarse las diferencias según el tipo de institución y también por áreas de conocimiento. Si bien, en todas las áreas, la mayoría del personal académico tiene posgrado, en las ciencias naturales y exactas la proporción es más alta. Entre las instituciones, las diferencias son notorias, y en los centros públicos de investigación el porcentaje de posgraduados es más alto; las instituciones públicas tecnológicas y, enseguida, las privadas registran los indicadores más bajos.
Por ser una exigencia de la propia profesión, prácticamente todos los académicos dedican horas de trabajo a la docencia: 8 de cada 10 declararon que esta actividad es su primera o segunda en importancia. En cuanto a la investigación, la proporción fue menor: 4 de cada 10. Esta diferencia, en proporciones, es un dato relevante porque, en las últimas fechas, las universidades registraron un cambio en las tradiciones del trabajo académico y transformaron la valoración que tenía la práctica docente respecto a la producción de conocimiento. Con todo, los datos muestran que la docencia sigue siendo la función más influyente en la definición de la labor académica en las universidades mexicanas.
Las universidades latinoamericanas, y particularmente las mexicanas, han estado adscritas a la tradición napoleónica,8 es decir, han ponderado su función de formar profesionales dedicados al «saber hacer». Pero, en las últimas décadas, los criterios para evaluar el trabajo académico tienden a otorgar mayor relevancia a la investigación y, hoy, los profesores e investigadores se ven obligados a cumplir ambas funciones en el marco de una cultura institucional que, hasta cierto punto, resulta contradictoria: por un lado, proclama que la función más importante de la universidad es la formación de los jóvenes, pero por otro reconoce y premia, prioritariamente, los productos de la investigación de sus profesores e investigadores.
Según datos más recientes (Estudio comparativo de las universidades mexicanas, dgei-unam, 2013) la planta académica de educación superior en México estaba integrada por 382,235 personas. De este total, 91,591 académicos, o sea el 23.9%,9 tenían un contrato de tiempo completo,10 a ellos, específicamente, están dirigidos los argumentos que se expresan en este texto, pues consideramos que son quienes, en buena medida, representan y reflejan la profesión académica como modo de vida y, de este universo, el 43.5% contaba con el grado de doctor. Cabe hacer notar que para ese año, el Sistema Nacional de Investigadores11 registraba un total de 19,747 miembros. De hecho, son pocos los académicos contratados en instituciones de educación superior, públicas y privadas que, contando con el grado de doctor, gozan de los beneficios honoríficos y económicos asociados con este reconocimiento.
Las distinciones y los premios, como la membresía del Sistema Nacional de Investigadores, no sólo otorgan prestigio a quienes los tienen, sino que objetivan la diferencia respecto a quienes no los tienen, exponiendo a todos los académicos a la comparación constante. La meritocracia, como lo escribió Sennet (2007: 99), tiende a confinar a las personas en una jaula de hierro, que se convierte en una celda de confinamiento solitario. De esta manera, se encuentran elementos para comprender por qué los académicos no participan y, de algún modo, permanecen poco comprometidos con el cambio social e institucional: subsisten recluidos tratando de cumplir los requisitos necesarios para acumular méritos.12
La profesión académica siempre ha sido meritocrática y los símbolos de status y el reconocimiento han sido muy importantes. Si a esto se le agrega que estos símbolos se encuentran asociados a beneficios económicos, su importancia se magnifica, pues en un contexto como el que vivimos en la actualidad, en México, marcado por la precarización general de los salarios y de las condiciones de trabajo, los premios económicos y las becas de que gozan los académicos se traducen en un incremento muy significativo de sus ingresos (Suárez, 2011b). Como, en general, las bases de los concursos para obtener estos premios y becas no consideran las trayectorias sino sólo los productos, involucrarse en procesos largos de producción, de investigación, de docencia o de intervención implica arriesgarse a perder méritos y a descender en prestigio e ingresos. Hoy los académicos lo tienen claro: hay que priorizar las acciones que «dan puntos».
Existen estudios (Gil et al., 2009) que muestran que las primas adicionales al salario académico representan la mayor parte de los ingresos (50% o más) de los profesores e investigadores universitarios. Estas primas no impactan en la jubilación, lo que es un dato importante de ser anotado en este trabajo porque, según la encuesta mencionada, para el ciclo escolar 2007-2008, la edad promedio de los académicos mexicanos era de casi 50 años. Independientemente de que el indicador promedio de la edad de los académicos no permite conocer las proporciones entre académicos jóvenes y viejos, podemos inferir, por medio de observación directa y por comentarios cotidianos que, a la fecha, muchos académicos universitarios están cercanos a cumplir los requisitos legales para jubilarse.13
Es bien sabido que las condiciones económicas que ofrecen los actuales sistemas de pensiones y de jubilaciones, sobre todo las proporcionadas por los institutos de Seguridad y Servicios de los Trabajadores del Estado y Mexicano del Seguro Social no se muestran satisfactorias (Rodríguez, Urquidi y Mendoza, 2009). En estas circunstancias, no sorprende que sea frecuente que los académicos, aun cumpliendo con los requerimientos para hacerlo, no se retiren del trabajo, porque esto significaría pérdidas importantes en el monto de sus ingresos.
En el caso de los jóvenes de reciente incorporación a la profesión académica, las percepciones por vía salarial son relativamente bajas. En ellos se hace patente la nueva conformación del mercado de trabajo académico: prácticamente todos tienen el grado de doctor y cuentan ya con, cuando menos, una o 2 publicaciones. Se esfuerzan por cumplir con los requisitos: dan clases, investigan, son conferencistas y participan en congresos nacionales e internacionales, fungen como tutores, dirigen tesis, forman parte de comités de evaluación, etc. Cumplen todos los requisitos con la esperanza de tener los méritos necesarios para integrarse, de manera estable, a la planta académica y así poder concursar para obtener becas, premios y reconocimientos que les permitan ganar prestigio y más dinero. Pareciera como si entre los académicos jóvenes el paradigma de trabajar para «acumular puntos» ya estuviera consolidado.
Así que, aunque es cierto que la profesión académica está marcada por fuertes diferencias, también es verdad que prácticamente todos los académicos universitarios son trabajadores cuyas jornadas laborales rebasan lo estipulado en sus contratos: los viejos tratan de prolongar lo más que pueden su vida activa y los jóvenes realizan esfuerzos extraordinarios para conseguir un lugar estable. La queja respecto al tiempo está generalizada y, en este sentido, no cabe duda de que el mercado de trabajo académico resulta precario. Aunque algunos obtengan ingresos relativamente muy altos, casi todos los académicos se encuentran trabajando «de más», amenazados por el riesgo de perder el nivel alcanzado en sus puestos o los propios puestos mismos.
Ocurre que en la base de estas ideas y comportamientos se encuentra, como diría Bourdieu (1984), la violencia simbólica que establece desigualdades, exclusiones, reconocimientos y desconocimientos entre compañeros, prescritos como algo natural y legítimo a través de la aplicación de mecanismos de evaluación. Estos mecanismos constituyen la forma como en el nuevo capitalismo (Sennet, 2007), y en particular en el capitalismo académico (Slaughter y Leslie, 1997), se ejerce la disciplina y el poder del castigo (Foucault, 2008).
Llegamos así a un punto donde podemos determinar que la profesión académica está extremadamente expuesta a las imposiciones del nuevo capitalismo.14 De aquí que a la pregunta ¿quiénes son los académicos?, respondamos diciendo que, en la actualidad, son trabajadores, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, extremadamente «exigidos», cargados de responsabilidades y de tareas en demasía, debido a la cantidad de regulaciones laborales a las que están sujetos, y a la importancia que le atribuyen a hacer méritos en el trabajo, a los premios y recompensas que se derivan de ellos, y al miedo que tienen a la exclusión y al castigo.15
Mandatos del mercado y políticas públicas de evaluaciónRefiere Foucault, en su obra titulada Vigilar y castigar (2008) que, a lo largo de la historia, han existido distintas formas de organizar el castigo en la sociedad. Relata que, durante los regímenes monárquicos, quien atentaba contra lo establecido era sometido al suplicio, y se exponía su cuerpo a horrores hasta que moría (la horca, el patíbulo, la guillotina, etc.). Con la llegada de la Modernidad, en la época de la Ilustración o de Las Luces, se forjó la idea de que la «humanidad» merece respeto.
A partir de entonces y hasta nuestros días, se pone un límite al poder de castigar y se obliga a quien ostenta el poder a suavizar las penas imponiendo —dice Foucault— el castigo-medida, que ya no pertenece a un monarca, ni a Dios, ni a las familias, sino que lo instaura la sociedad a través del Derecho. El poder de castigar se organiza como un procedimiento para rescatar de la desobediencia a quienes se apartan del entendimiento del «deber ser» impuesto por la sociedad y el Estado. Se trata de un sistema vigilante cuyo paralelismo lo asemeja a la disciplina del cuartel o las prácticas y penas de la prisión.
Ya hace cuando menos 2 décadas que, en México, el «deber ser» en la educación se impuso a través de la complicidad entre el Estado y el empresariado. Tal complicidad no es causal, responde a una situación histórica a la que alude Aboites (2012: 39) citando a Gunder Frank: «la crisis de la deuda convirtió a los mismos Estados en Latinoamérica en instrumentos fieles y hábiles de la finanza internacional». Por ello, las relaciones entre universidad y gobierno, así como los flujos de recursos públicos a dicha institución educativa, dejaron de estar apegados al compromiso social; ahora son los propios actores del Estado los que insisten en que los procesos y resultados de la educación superior se inserten en los círculos y en las lógicas de la globalización, relacionados con la razón instrumental del mercado y sus formas de premiación y de castigo.
Actualmente se entiende que la educación y el conocimiento representan factores clave de la competitividad económica y que, por lo tanto, las instituciones de educación superior representan un campo muy rentable para el capital; la profesión académica se ubica bajo la mira de políticas públicas de educación superior y de ciencia y tecnología, que tratan de que los profesores e investigadores adquieran el espíritu de los emprendedores; el presupuesto educativo se orienta mediante el objetivo de racionalizar los recursos (Aboites, 2012: 41), tomando como fundamento una visión que, por un lado, convierte en virtud la máxima económica de «hacer más con menos» y que exige que el trabajo sea más productivo. Tal visión ha fomentado que la universidad vaya dejando atrás su identidad de «institución» de la sociedad para devenir en «organización» del mercado (Ibarra Colado, 2001: 374).
El incremento en la percepción social de que la educación profesional constituye un elemento crucial para tener acceso al mercado de trabajo decente, junto con el aumento del número de jóvenes con educación media superior, implicó una importante expansión de la demanda de este nivel educativo. En este marco, la pretensión de hacer rentable la educación superior vino acompañada del reclamo del sector privado de llevarse una mayor tajada.
El sector público no tardó en expresar su incapacidad para cubrir financieramente las demandas de acceso y brindó a los particulares las facilidades necesarias para abrir y operar planteles de enseñanza, de todos los niveles educativos, en todo el país. Al respecto, escribió Aboites (2012: 66): «a tal grado flexibilizaron los requisitos para que los particulares pudieran impartir educación que el número de escuelas privadas creció desmesuradamente».16
La educación, especialmente la de nivel superior, se convirtió así en un claro espacio de coincidencia de intereses entre los sectores gubernamental y empresarial.17 Desde el gobierno se procuró que los jóvenes y sus familias apreciaran que la calidad de la educación pública estaba en entredicho y que obtendrían mayores rendimientos y beneficios si invertían en educación privada, de manera que el personal académico contratado en este tipo de establecimientos creció, aunque el incremento se dio, sobre todo, en nombramientos de profesores por asignatura.
Para convencer a «los compradores» de la conveniencia de invertir en educación privada se recurrió al marketing y a los expertos en publicidad a fin de devaluar a las universidades públicas y a sus académicos, que fueron acusados de ineficientes.18 Las políticas a favor de la calidad inundaron el escenario educativo y, nuevamente, la evaluación se perfiló como el antídoto contra la ineficiencia de las instituciones, de los programas y de los académicos. Se consolidó la competencia como un elemento clave para lograr una mayor productividad y eficiencia en la educación superior (Aboites, 2012: 81), y se la ubicó, definitivamente, en el terreno del comercio de los servicios educativos.
Desde este enfoque comercial, la identidad estudiantil trata de construirse bajo la representación de clientes o de consumidores, y la profesión académica aparece como proveedora de bienes y de servicios. La lógica de la competencia supone generar información (Akerlof, 1970) que permita que los posibles clientes y consumidores conozcan la calidad de los servicios y bienes que se proveen, y entonces puedan realizar comparaciones y tomar decisiones racionales. Así que, para atraer clientes y situarse en posiciones competitivas en las listas de rankings, las universidades piden a sus profesores e investigadores que ajusten sus actividades y productos de acuerdo con los indicadores que, en el mercado internacional de la educación superior, sirven de referente de reputación y de jerarquía de las instituciones.19 La cuestión de la garantía de la calidad y de la reputación de los servicios y bienes que ofrecen las instituciones de educación superior propicia que las actividades y los productos de la profesión académica se ciñan, cada vez más, a las condiciones dictadas por la competencia de mercado, lo que afecta al apego de los investigadores y profesores a las culturas locales y a la atención de los problemas nacionales.
Visto en perspectiva, de acuerdo con cómo se han ideado y aplicado los mecanismos de evaluación y las recompensas en el sistema de educación superior, y en las universidades mexicanas, lo planteado por Foucault operó efectivamente para naturalizar el disciplinamiento de los académicos a los señalamientos del mercado. Así que, desde que en la profesión académica se consolidó el sistema de pagos por becas y estímulos, la vida, la producción, la profesión y los actores académicos sufrieron transformaciones insospechadas, porque las lealtades institucionales y los compromisos sociales, cívicos y culturales tradicionalmente vinculados con el trabajo académico se han modificado.
Gobierno universitario y vida académicaPor supuesto que las políticas públicas emprendidas por los gobiernos de las últimas décadas en el campo de la educación superior tuvieron impacto en el gobierno universitario.20 A través del mandato de «la universidad debe estar a la altura de los tiempos» se forzó a que la institución universitaria ejerciera rigor presupuestal y flexibilidad laboral, y se presionó a sus académicos para que encaminaran su producción según los requerimientos de las convocatorias que ofrecían becas y premios. Para instalar estas imposiciones fue necesario, entre otras cosas, impactar la tradición académica relacionada con los procesos decisorios basados en lo estipulado dentro de la legislación institucional y en la participación directa de los actores universitarios y de sus representantes en los cuerpos académicos.
Los cuerpos colegiados, contemplados en la legislación de las universidades autónomas, resultan inaceptables para la lógica de la privatización y de la empresa privada porque promueven el ejercicio efectivo de la autonomía colectiva e individual, al tiempo que combaten el centralismo y aceptan la pluralidad de visiones. Ambas cuestiones son ajenas al enfoque gerencial y eficientista requerido para poner en marcha los mandatos del mercado. Por ello hubo que buscar la manera para minar su poder y transformar los procesos decisorios y sus resultados.
Ya hace más de 2 lustros quedó claro el enfoque gerencial que penetró en las universidades públicas mexicanas (Casanova, 2009). Desde entonces se produjeron importantes cambios en las culturas institucionales y en las prácticas de sus actores, entre los que destacaron tanto el incremento de la burocratización como la centralización administrativa, ambos necesarios para enfrentar los procesos de evaluación externa (Díaz Barriga, 2005, 2009). La burocratización se expandió y se reforzó, además, porque el rectorado acrecentó su poder en la correlación de fuerzas respecto a la comunidad académica y a las organizaciones sindicales. Actualmente, el rector y su burocracia lo controlan todo: concentran la función de gestoría económica, el manejo político interno, el cabildeo externo, la conducción administrativa (Muñoz, 2006; Acosta, 2009) y la comunicación social.21
Al respecto, Díaz Barriga (2005: 6) señaló que la emergencia de los nuevos métodos de gestión, como la planificación estratégica y la evaluación por resultados, generaron la existencia de especialistas para este ámbito en cada institución, así como la dedicación de académicos destacados específicamente abocados a evaluar a sus pares. Todo esto provocó que los investigadores y profesores universitarios dedicaran una parte significativa de su tiempo a las tareas de evaluación: llenado de informes y formatos para concursos; búsqueda, puesta en orden, entrega y recepción de comprobantes y papeles; revisión, análisis y dictamen de la información contenida en ellos, etc. Obviamente, esto ha derivado en la aparición de nuevos cuerpos de gobierno universitario, encargados de llevar a cabo las evaluaciones institucionales generales, que compiten con los cuerpos académicos tradicionales.
No existen, todavía, suficientes estudios empíricos sólidos que permitan clarificar las consecuencias que estos cambios trajeron para las universidades públicas mexicanas, ni los impactos que han tenido sobre la profesión académica en el país. Sin embargo, con las limitaciones inherentes a la práctica de tomar como válidas las experiencias de otras naciones, resulta sugerente lo referido por Whitchurch (2008, 2012b) respecto a las universidades del Reino Unido; la autora menciona que en las instituciones universitarias surgió un «tercer espacio», diferenciado de los tradicionales ámbitos de lo administrativo y de lo académico, y de acuerdo con lo observado y teorizado por ella, en este nuevo espacio de gobierno universitario puede reconocerse una diversificación de tareas que hacen a la institución más compleja y dinámica.22
En este contexto, Whitchurch (2012a) y otros autores (Schneijderberg y Merkator, 2012 y Macfarlane, 2012) se han preguntado qué significa hoy «ser un académico», porque a las tradicionales funciones de docencia, de investigación y de difusión se le añadieron otras, particularmente las relacionadas con la internalización de las nuevas reglas en la profesión académica. Porter (2003) apuntó este problema en su ensayo La universidad de papel, en el cual denunció la existencia de una universidad hecha de papeles, de trámites y de certificaciones, y no de estudiantes y profesores. Sea como sea, lo cierto es que la imposición de mecanismos de evaluación, internos y externos, trajo como consecuencia que la burocracia, con todas sus degeneraciones (Weber, 2004), esté tomando el control de la universidad, y de los procesos y resultados de la profesión académica.
Incorporación de las tecnologías de la información y la comunicaciónPoco a poco, las tecnologías de la información y de la comunicación (tic) se han convertido en un soporte fundamental de las 3 funciones del trabajo académico: docencia, investigación y difusión. De hecho, el uso de las nuevas tecnologías ya está generalizado prácticamente en todos los ámbitos de la vida de los actores universitarios, de tal manera que, para ellos, ya cambiaron muchas maneras de hacer las cosas.
No cabe duda de que las tecnologías comunicativas e informáticas tienen una enorme trascendencia sociocultural, entre otras cosas, como citan algunos autores, porque el ciberespacio tiene una economía interna, así como una psicología y una historia propias (Briggs y Burke, 2002). Hay quienes les atribuyen la posibilidad de abrir el paso a una cultura a la que se ha dado en llamar poshumana, en referencia a un mundo en el que las máquinas se están humanizando, mientras que los seres humanos se están mecanizando (Pérez, 2002).
La incidencia de estas nuevas tecnologías en el trabajo académico es innegable. Su utilización masiva23 ha implicado que en la universidad se haya instalado lo que Castells (1999) llamó un nuevo modo de producción, aludiendo al proceso laboral bajo el paradigma informacional. En este nuevo modo de producción, la relación del trabajo con el tiempo y con el espacio ha sufrido una transformación fundamental que ha dado lugar a convivencias y coincidencias virtuales que se suman, cuando no sustituyen, a las presenciales.
Como se sabe, en términos económicos, el tiempo y el espacio son 2 factores fundamentales en la determinación de la productividad y de la competitividad. Ya mencionamos que incrementar la productividad de los académicos y hacerlos competir constituye la esencia del mandato gubernamental hacia las universidades. Esto quiere decir que, a los gerentes universitarios y a quienes promueven las políticas de evaluación de la educación superior, la llegada masiva de las tic a la universidad les vino como anillo al dedo. El uso de las tecnologías de la información facilita que los académicos se lleven el trabajo a casa y lo hagan en todos lados y tiempos. El incremento del trabajo en lugares y horarios extrainstitucionales no implica el fin de la oficina, el salón de clases o del cubículo, sino la diversificación de los tiempos y espacios de trabajo. De hecho, ya se ha vuelto realidad el pronóstico de Castells: «El equipo tele-informático cada vez más móvil resaltará esta tendencia hacia la oficina ‘sobre la marcha’ en el sentido más literal» (Castells, 1999).
Hoy, la información necesaria está disponible en «la red» y es posible tener acceso a ella y trabajar a la hora que sea. Al difuminarse los horarios y los espacios institucionales del trabajo académico, muchos investigadores y profesores universitarios adoptan comportamientos extenuantes de autoexplotación, aunque es innegable que entre ellos se crea una sensación de libertad, en cuanto a la posibilidad de decidir cuándo y cómo cumplen con sus labores. Así que, volviendo al título del presente artículo, ¿Qué pasa con los académicos?, otra respuesta posible es: están trabajando en exceso.
Estas tendencias hay que situarlas en el marco de la reestructuración de la relación capital-trabajo en el nuevo capitalismo, dentro del contexto del fenómeno de la globalización. Zia Qureshi (1996: 30), funcionario del Banco Mundial, definió la globalización como «un fenómeno que se ve impulsado por la tendencia generalizada hacia la liberalización del comercio y de los mercados de capital, la creciente internacionalización de las estrategias empresariales de producción y de distribución, y el avance tecnológico gracias al cual se están eliminando rápidamente los obstáculos al intercambio de capital».
Entre las muchas definiciones de globalización, incluimos la del Banco Mundial por el énfasis que hace respecto a que el fin último del mencionado fenómeno radica en eliminar los obstáculos al intercambio de capital; es decir, su objetivo asoma como netamente comercial y está puesto al servicio del capitalismo. Que quede claro entonces que bajo este contexto marcadamente económico es donde se están configurando los procesos culturales y sociolaborales de la profesión académica. La transformación tecnológica, puesta en el marco de las transformaciones organizativas y de la globalización, se ha dirigido a que las universidades generen relaciones de producción semejantes a las de las «empresas red».24
Dice Castells (1999) que la empresa red emerge como un instrumento indispensable para fomentar la flexibilidad y que ésta es la fuente fundamental de la competitividad. El mismo autor advierte de que la empresa red también tiene efectos nocivos para las instituciones y para los trabajadores en la medida que, por un lado, quiebra los sistemas de convivencia institucionales-presenciales y, por otro, lacera la protección sindical de los trabajadores ya que, hasta ahora, «los sindicatos no funcionan en red, por lo que la generalización de esta forma productiva en último término acaba con los actuales sindicatos como forma de organización de los trabajadores».
Así pues, bajo la lógica de mercado y de la competencia, la forma de trabajo en red fomenta la apropiación privada del conocimiento. De esta manera, los académicos crean y procuran contactos personales a través de relaciones que se encuentran interconectadas más allá de los espacios institucionales, elementos que permiten la circulación de la información y del conocimiento a escala planetaria. Tal forma de trabajo, dice el mismo autor, se encuentra asociada con los fenómenos de deslocalización, desinstitucionalización, fragmentación social, des-sindicalización, individualización y flexibilización del trabajo.
Nuevos tipos de docenciaLos cambios ocurridos dentro y fuera de la universidad han implicado transformaciones en la transmisión de conocimiento que se lleva a cabo en la institución, replanteando varios procesos, métodos y tradiciones de desempeño de la profesión académica en relación con su función docente. Tanto, que se puede decir que ha habido un importante cambio cultural respecto a la relación con los roles de los profesores y los estudiantes en el proceso enseñanza-aprendizaje. Para la universidad contemporánea resulta imperativo reconocer que la cultura escolar tradicional es cada vez más ajena a los gustos, valores, anhelos y preocupaciones de los estudiantes (Suárez, 2012).
Poco después del movimiento estudiantil de 1968, la antropóloga norteamericana Mead señaló que el modelo de relación educativa había evolucionado de una cultura figurativa, fundada en la continuidad de lo que transmite una generación a la siguiente, con base en las adquisiciones del pasado, a una cultura cofigurativa en la que las transmisiones de las generaciones pasadas a las más jóvenes pierden sentido y, en cambio, prevalecen las que se dan entre contemporáneos que comparten experiencias que sus mayores no han conocido. Desde entonces, la autora advirtió de que los jóvenes se estaban alejando de las enseñanzas que les transmitían sus padres y maestros y que la educación se estaba convirtiendo en un espacio de ruptura (Mead, 2009).
Por su parte, Barbero (1996) indicó, refiriéndose a la juventud contemporánea, que lo que hay de nuevo es una reorganización profunda en los modelos de socialización: ni los padres constituyen el eje de las conductas, ni los maestros son los únicos actores legitimados del saber, ni los libros son el centro que articula la cultura. Giddens (1995) afirmó que los cambios apuntan a la emergencia de sensibilidades desligadas de las figuras, estilos y prácticas de añejas tradiciones que definen la cultura y que ahora los sujetos se constituyen a partir de la conexión/desconexión con los aparatos.
Recurriendo nuevamente a Barbero (1996), podríamos decir que en la actualidad ocurre un desordenamiento cultural marcado por una ruptura generacional sin parangón en la historia. El desordenamiento y la ruptura afectan a la profesión académica, particularmente respecto a la concepción y el ejercicio de la función docente. Los profesores ya no ocupan, frente a sus estudiantes, la posición privilegiada que tenían, dado que estos últimos encuentran en los medios de comunicación otra autoridad cultural que los informa continuamente sobre todas las cuestiones. Sin duda, esta situación genera una carga emotiva entre profesores y estudiantes y constituye un reto para la profesión académica.25
Desde nuestro punto de vista, la respuesta a la pregunta que da título a este artículo, ¿qué pasa con los académicos?, también se encuentra íntimamente relacionada con el trastocamiento de las jerarquías socioculturales en las que se apoyaba el proceso de enseñanza-aprendizaje tradicional, en el cual los profesores, la institución y sus bibliografías tenían el monopolio legítimo de la autoridad respecto a la transmisión de conocimiento. Las transformaciones ocurridas avizoran la desinstitucionalización del proceso de aprendizaje y replantean las relaciones de poder entre las distintas generaciones, así como el papel que juegan en el desarrollo del conocimiento.
Poniendo como marco estas transformaciones, se comprende que la sociedad reclame a las universidades que forme jóvenes reflexivos. La juventud de hoy requiere aprender a descifrar críticamente la información que encuentra en los medios de comunicación. A los profesores les toca enseñar a sus estudiantes a distinguir, discriminar, valorar y escoger información, y a convertirla en conocimiento (Suárez, 2015). Para que tal cosa suceda se requiere que los profesores y los estudiantes convivan, y que se inaugure entre ellos una relación que en lugar de ser antagónica (el profesor enseña y los estudiantes aprenden), sea complementaria (ambos aprenden el uno del otro). Indudablemente, como lo plantea Dussel (2005), llegó la hora de llevar a cabo «una redefinición del oficio docente: replanteando el lugar de la transmisión y la autoridad cultural».
La fórmula ya la planteó Freire (2005) en su obra titulada Pedagogía del oprimido, escribió: …el educador no es el que simplemente educa, sino que al mismo tiempo es educado en el diálogo con el alumno. El último, al mismo tiempo que es educado, es educador. De esta forma los dos llegan a ser sujetos en el proceso donde progresan juntos, donde los argumentos de autoridad ya no son válidos.
Pero, lamentablemente, muchos académicos universitarios desconocen esta fórmula. La mayoría carece de formación en metodologías de enseñanza. En el sistema de educación superior se ha tendido a pensar que por el sólo hecho de ser profesionista y de tener experiencia en el campo, se tiene la preparación suficiente para ser docente. Obviamente esto no es cierto: ¿cuántas veces se ha dado el caso de excelentes profesionistas a quienes sus estudiantes tachan de malos maestros?
Además, la expansión que en las últimas décadas ha experimentado la educación superior ha implicado, entre otras cosas, que en algunas universidades de carácter público exista la tendencia a la saturación de las aulas por dificultades de crecimiento de las instituciones y de limitaciones presupuestales. Existe evidencia de que en la actualidad asisten a las universidades estudiantes de «nuevos tipos» y que la diversidad de capital cultural es algo que hoy caracteriza al sector estudiantil universitario (Rama, 2009).
Y, por si fuera poco, la creación de «nuevas» carreras y titulaciones, orientadas por la interdisciplina o por competencias, no encajan del todo dentro de las formas tradicionales del ejercicio de la docencia. Los grupos estudiantiles están conformados por alumnos que provienen de diferentes orígenes formativos y que tienen un manejo muy disparejo de los conocimientos instrumentales (sean matemáticos, estadísticos, tecnológicos, comunicativos, etc.). Asimismo, el porcentaje de estudiantes de licenciatura que tienen participación activa en el mercado de trabajo es relativamente alto. A nivel nacional, el indicador de estudiantes de licenciatura que combinan sus estudios con el trabajo registra el 35% (Suárez, 2015: 220). Como se dice en varios artículos que aparecen en el libro compilado por Tenti (2006), queda claro que todo esto repercute en forma directa sobre el ejercicio del oficio de enseñar.
En efecto, todos los rasgos señalados exigen, entre otras cosas, que la transmisión y la evaluación de conocimientos y competencias que llevan a cabo los profesores sean «transversales», que reconozcan y tomen en cuenta la experiencia formativa adquirida por los estudiantes fuera de la escuela, así como la excesiva carga de trabajo y la consecuente falta de tiempo para estudiar de algunos de sus alumnos. ¿Cómo podrían enfrentar los académicos todos estos retos sin tener una formación específica y la propia vocación para la docencia? Una reacción lógica deriva en el desarrollo de sentimientos de impotencia y de abierto desinterés.
El resultado expone la dificultad de la convivencia entre profesores y estudiantes. Se ha debilitado la visualización de la universidad como lugar de encuentro y de contacto multicultural en donde se producen transformaciones en relación con la donación y la recepción de cultura, de conocimiento y de experiencias entre distintas generaciones. No es casual, entonces, que los estudiantes de licenciatura de la unam hayan respondido, con una frecuencia relativamente alta, que sus profesores muestran poca accesibilidad fuera de clase (28%) y que tienen poco interés en los alumnos (27%) (Suárez, 2012).
Identidades fracturadas y desconocimiento entre paresA lo largo del artículo hemos tratado de dejar claro que, con diferencias entre instituciones, actualmente, en las universidades mexicanas impera un escenario empresarial, gerencialista y tecnologizado. Hemos hablado de cómo las tradicionales funciones de docencia y de investigación, asignadas a la profesión académica, han sido afectadas y que, además, han sido sumadas nuevas tareas al quehacer de profesores e investigadores. Hemos referido algunos aspectos acerca de los roles y relaciones de poder que se han gestado recientemente en las universidades debido a la emergencia de un tercer espacio de gobierno vinculado con la evaluación del desempeño de los profesores e investigadores y de sus proyectos, lo que se ha traducido en la remuneración diferencial de los académicos26 —independientemente de su nombramiento—, y en la búsqueda frenética de lograr una productividad «que dé puntos». Toca ahora visualizar cómo tales factores impactan en las identidades.
La literatura sobre los cambios recientes registrados en las identidades académicas es vasta, aunque hasta ahora escasean los trabajos que hagan referencia a Latinoamérica. Autores ingleses como Henkel (2000), Becher y Trowler (2001) y Barnett (2005) escribieron acerca de cambios en la cultura universitaria que generaron nuevas identidades académicas. Whitchurch (2008) abordó el tema utilizando el concepto de «identidad fluida», acuñado por Delanty, 2001. Por su parte, Schneijderberg y Merkator (2012), Macfarlane, 2011, Deem (1998) y Rhoades (1998) apuntaron que los efectos de los cambios acaecidos implicaron que profesores e investigadores de las universidades se convirtieran en «paraacadémicos», «gerentes académicos» o «académicos gerenciados». Los autores asentaron el fuerte impacto que ha tenido sobre las identidades de los profesores e investigadores la tendencia a tener que llenar formatos y papeles para conseguir financiamientos y mejorar sus ingresos.
Al respecto, Readings (1996) observó que las ideas académicas se vieron asfixiadas bajo el peso de los imperativos de la productividad y de la eficiencia, y esto ha tenido repercusiones importantes en la manera como los académicos se perciben a sí mismos, perciben su trabajo y su relación con la institución universitaria. También las nociones de autonomía y de libertad académicas, alrededor de las cuales se habían construido tradicionalmente las identidades académicas, se han ido erosionando de forma progresiva para dar paso a una nueva profesión basada en criterios empresariales que hacen hincapié en la urgencia (Rué y Lodeiro, 2010: 194) y en el cumplimiento de «cuotas» y deadlines establecidos por los mecanismos de evaluación formal del desempeño.
Todavía está pendiente realizar investigaciones específicas sobre lo que ocurre en México. Pero si se aprecia de manera integral lo sucedido en las instituciones de educación superior e investigación durante las 3 últimas décadas, en términos culturales, uno puede observar que el capitalismo académico27 ha hecho mella sobre las prácticas y la subjetividad de los profesores e investigadores de las universidades mexicanas. El giro hacia el «emprendimiento» o «negocio» académicos ya ha sido dado. Actualmente, en la estructura y los valores académicos sobresale la importancia del individualismo competitivo.
Las percepciones, las significaciones y el sentido de lo que es ser un académico universitario deben ser leídas en el marco de las representaciones construidas en la sociedad, en cada momento dado. En el capitalismo actual, las representaciones de éxito están siendo construidas en relación con la competencia global, y para que las universidades resulten competentes, la estrategia ha sido fomentar en sus académicos el espíritu del concurso y de la ganancia (Boltankski y Chiapello, 2002).
Al abrir paso a la cultura de la competencia y al espíritu de la ganancia, se derrumbaron las autorrepresentaciones de los académicos comprometidas con el ethos28 colectivo que adhiere las identidades universitarias, disciplinares, profesionales e institucionales, a las expectativas de participar en la resolución de los problemas de su entorno inmediato y en la construcción de una mejor vida para todos. Consecuentemente, entre muchos profesores e investigadores, sobre todo entre los que cuentan con antigüedad en la institución, se ha generado una sensación de pérdida y de deslealtad respecto a la tradición cultural de la universidad que considera el conocimiento y la educación como bienes públicos. Esa universidad fomentaba entre sus actores la búsqueda del interés común y la convicción de que los bienes públicos representan derechos que deben ser provistos, a todos, por el Estado.
Por su parte, los más jóvenes se sienten afortunados. Para nadie es un secreto que el mercado de trabajo en México está precarizado y que para los jóvenes con educación superior resulta difícil tener un buen empleo. En estas circunstancias, ocupar una plaza académica en una universidad, más aún si es pública y con prestigio, representa una fortuna, sobre todo si se piensa que el acceso no es para nada fácil; la demanda es mayor que los puestos que se ofrecen, y no necesariamente se quedan los mejores. Para decirlo con Castoradis (2012): hoy en día «la selección de los más aptos es la selección de los más aptos para hacerse seleccionar».
Así que, estando las cosas como están en México, acceder a una plaza de tiempo completo en una universidad pública exige no sólo tener conocimientos y vocación para la docencia y la investigación sino capacidades para «saberse vender» en un mercado en el que como lo menciona Sennet (2007), «el ganador se lo lleva todo»; no hay premios de consolación. Es decir, la profesión académica no sólo es meritocrática, también resulta claramente excluyente.
La competencia por el trabajo y por los recursos, así como el egoísmo, se han colocado en el seno de la cultura universitaria. Esto significa que, en la institución, las acciones de los investigadores y de los profesores se rigen por las consideraciones éticas que atribuyera Smith (2008) al sujeto racional en su obra La riqueza de las naciones. Ahora, como lo ha dicho Giddens (1996), el individuo debe ser más activo en el desarrollo de su biografía personal y no dedicar tiempo a encontrar soluciones para mejorar la vida de los otros. Con esta lógica, los académicos, de ser intelectuales y científicos comprometidos socialmente, se han transformado en «expertos» y su quehacer se ha distanciado de la duda, del cuestionamiento de lo establecido y del compromiso educativo. Actualmente, los profesores e investigadores encuentran su mayor satisfacción en ver sus nombres en los títulos de sus publicaciones, en las listas de ganadores de reconocimientos y, por supuesto, en los honorarios y facturaciones adicionales que se distribuyen.
El vínculo de la universidad con el humanismo29 ha sido desplazado por la racionalidad del nuevo capitalismo, el cual pone atención y valora las dimensiones que impulsan el crecimiento económico y la competitividad por sobre cualquiera otra cosa. En este contexto, la profesión académica se ha ido convirtiendo en productora del «yo-ideal» desde donde se proyecta a toda la sociedad, y especialmente a los jóvenes, el tipo de hombre, extraído del modelo del homo economicus en su versión de homo consumericus, que necesita el nuevo capitalismo para existir y reproducirse. La identidad de «par», en la cual se legitiman la mayoría de los procesos de evaluación académica, ha perdido el sentido que la vinculaba con la construcción de un «nosotros» que comparte visiones, valores y compromisos intelectuales, sociales e institucionales. Al ponderar al individuo por encima de lo social, la línea divisoria entre el competidor y el compañero se vuelve difusa y, en consecuencia, la diferencia entre estas 2 identidades se ha tornado borrosa. Hoy en día, entre pares, más que solidaridad, lo que hay es competencia.
En fin, todo indica que, en las universidades mexicanas, las identidades académicas ya no derivan en procesos de construcción de actores colectivos que puedan refundar y trascender las necesidades y los impulsos particulares de los individuos; entre los profesores e investigadores, los lazos de pertenencia y de compromiso comunitario y social se encuentran desdibujados.
Un reto para las ciencias socialesNo es intención de este texto hacer comparaciones entre lo que sucede con los académicos diferenciando por áreas de conocimiento. Sería interesante hacerlo y probablemente, como resultado de la heterogeneidad entre grupos tan aludida en este texto, resultaría que las intensidades de las problemáticas mencionadas son distintas según el área. Pero el objetivo de haber incluido en este texto un apartado referido a las ciencias sociales no es tal, sino llamar la atención sobre la importancia que tiene ligar el quehacer de estas disciplinas con los procesos de cambio social, particularmente con el país, con la educación y con las instituciones educativas.
Es cierto que varias veces las ciencias sociales han sido puestas al servicio del poder y han funcionado como el instrumento desde donde emanaban estrategias y políticas públicas que favorecían el dominio del mercado por sobre los valores humanistas y sociales. No se puede desconocer que han sido los estudiosos de estas ciencias quienes han desarrollado las teorías y propuestas que inducen a los individuos y a las instituciones —incluidas las de investigación y de educación superior— a normar sus comportamientos por los valores del mercado.
También es cierto que se han hecho propuestas alternativas que alientan la crítica a lo que está pasando pero, en la actualidad, las teorías y propuestas sociales y políticas que ponderan la acción del mercado constituyen la forma hegemónica de ver las cosas. Esta tendencia a favor del mercado parece análoga a un movimiento intelectual que comenzó en el siglo xvi, cuando en Europa la producción del pensamiento hegemónico se fue desplazando desde el Mediterráneo hacia los países del norte y, un poco después, a los Estados Unidos. De hecho, política, social y culturalmente es posible establecer un parangón entre el desarrollo del capitalismo y el proceso de desplazamiento de la producción de ideas dominantes de los territorios del sur a los del norte, y obviamente resulta que el influjo de este proceso sobre las universidades y la profesión académica es de larga data.30 Desde esta visión, lo que está pasando en Latinoamérica, y particularmente a los académicos de las universidades mexicanas, podría ser visto como una especie de remate.
En un texto de Borón (2006), el autor relata que actualmente Latinoamérica tiene una enorme responsabilidad ante los pueblos del tercer mundo por ser el patio trasero de los Estados Unidos. Según dice, «esta situación nos enfrenta a los esfuerzos de dominación y de sujeción del país más poderoso del mundo; somos sus víctimas más inmediatas, pero, justo por esto, estamos en condiciones de analizar este fenómeno sin mediaciones y en mejores circunstancias que en cualquiera otra parte del mundo, siempre y cuando mantengamos el pensamiento crítico». De aquí que resulte necesario, e incluso urgente, que los científicos sociales latinoamericanos sitúen, analicen e interpreten lo que está pasando a los académicos y a las universidades latinoamericanas en el marco de los procesos históricos de construcción de hegemonía y de dominio en el actual contexto de la globalización económica.
Puesto en este marco, el hecho de que, en las universidades mexicanas, agendas, temas, lenguajes, estilos, enfoques, hipótesis de trabajo, tiempos, etc., estén siendo definidos por los procesos de evaluación del trabajo académico no es nimio. Tampoco lo es que las necesidades de promoción individual estén llevando a que los profesores e investigadores busquen publicar sus artículos en revistas extranjeras. La agenda y las características de la investigación no solamente son controladas por los criterios de evaluación de quienes otorgan financiamientos en el país y en el mundo, sino también por los comités editoriales de los journals extranjeros. De seguir así las cosas, lo que podemos esperar es que la academia mexicana quede enteramente colonizada por las lógicas económicas y de mercado globales que sobrestiman el pensamiento que viene «del norte», e invadida por criterios de celebridad y de competencia.
Aquí cabe formular la misma pregunta que se hace Borón en el trabajo antes citado: ¿será posible concretar un proyecto de renovación del pensamiento crítico en la academia? El autor da una respuesta negativa y opina que, en la región, «los académicos han sido puestos en un lugar en el que jamás les pasaría por la cabeza atreverse a desafiar los saberes establecidos y los poderes que sobre ellos se levantan» (Borón, 2006).
Es difícil refutar esta opinión de Borón porque todo lo aquí dicho apunta en el mismo sentido. Pero, como nosotros mismos somos investigadores de ciencias sociales, sabemos que no sería justo ni conveniente dejar implantada, en el imaginario colectivo y en el terreno de las autorrepresentaciones, la imagen de que los profesores e investigadores de las universidades públicas latinoamericanas están dedicados a cumplir con los requisitos dictados por procesos institucionales de evaluación, inseparablemente ligados a los temas del poder y el control. Ya Castoriadis (1985 y 2012) advirtió que el imaginario es la fuente de todo lo que se instituye o se crea, tanto en el psiquismo como en el devenir histórico. Por lo tanto, el imaginario produce, más que representa, y tiene un sentido proyectivo más que retrovisor (Urteaga, 2011: 49). ¿Qué más conveniente podría ser para el capitalismo académico dejar atrás la tradición de representar a los académicos como personas críticas, que comprenden sus derechos y sus compromisos sociales? Por ello, no podemos caer en la tentación de fomentar tal representación sino que, por el contrario, queremos hacer lo posible por cambiarla.
Comenzamos este texto ponderando la heterogeneidad como una característica de la profesión académica. Una evidencia empírica de tal heterogeneidad es que en las universidades públicas latinoamericanas persistan espacios de agencia institucional que mantienen fuertes niveles de autonomía en el desarrollo de sus pensamientos y prácticas. Desde algunos de estos espacios, como lo es el Seminario de Educación Superior que opera en la unam desde el año 2000, se ha advertido acerca de los cambios recientes que experimenta la profesión académica y sobre las consecuencias perniciosas que tienen los procesos de evaluación del desempeño de profesores y de investigadores. Se ha dejado claro que no hay oposición a ellos, sino que es necesario plantearlos y aplicarlos de otra manera para que las universidades y sus académicos provean de los pensamientos y conocimientos críticos que necesitan las sociedades para construir una vida buena y justa para todos.
Actualmente, la moneda está en el aire. Fuera y dentro de las universidades existen redes de indignación y esperanza (Castells, 2012) dispuestas a denunciar los efectos nocivos de las políticas públicas e institucionales que acentúan las lógicas del mercado, y a impulsar y luchar por propuestas alternativas. Durante las 2 últimas décadas, en varias ocasiones, las calles de México y de varios lugares del mundo se han llenado de manifestantes que han mostrado públicamente su malestar ante la subordinación obligada de la educación a las imposiciones del mercado. Por cierto, en la mayoría de los casos, han sido los estudiantes quienes llevan la batuta.
Innerarity (2015a,b) apunta que «los tiempos de indignación […] son momentos en los que es más necesaria que nunca la reflexión acerca de la política, sus instrumentos, sus posibilidades y sus límites». En México, los académicos de ciencias sociales de las universidades públicas deben responder a este reto. Urge que los profesores e investigadores accionen y tomen la palabra. Se necesitan teorías que permitan comprender mejor lo que está pasando en el país, particularmente en nuestras universidades. Se requiere realizar, liderar y acompañar proyectos que permitan un tipo de intervención social eficaz, coherente y capaz de generar una participación social organizada y, de ser posible, nuevas políticas públicas para la educación. El gran reto es volver a creer en la política y en las instituciones, y retomar la conciencia de que la evaluación que realmente importa y trasciende es la que hace la historia.
Advertimos de que el uso genérico que hacemos del masculino se basa en su condición de término lingüístico no marcado por la oposición masculino/femenino. No debe interpretarse como androcentrismo ni lenguaje sexista. Nada más lejos de nuestra intención que excluir, o no visibilizar, a las mujeres académicas.
Al respecto, resulta interesante consultar los libros: Cordera (2012), México frente a la crisis, hacia un nuevo curso de desarrollo (México, UNAM); Moreno-Brid y Ros Bosch, 2010, Desarrollo y crecimiento en la economía mexicana (México, Fondo de Cultura Económica) y González Casanova y Aguilar Camín (2004)México ante la crisis. El impacto social y cultural/las alternativas (México, Siglo XXI, Editores).
Debe quedar claro, desde un principio que en este texto, cuando hablamos de los académicos, estamos haciendo referencia a quienes dedican tiempo completo a las labores académicas en una universidad o institución de educación superior. Por lo tanto, los profesores de asignatura no forman parte de este universo de estudio.
Según Brunner y Uribe (2007), la academia funda un mercado en sentido propio, un objeto legítimamente constituido y posible de ser investigado con procedimientos y reglas particulares, dentro de cuyos límites resulta acertado concebir la tarea académica como una profesión. Además, quienes la ejercen se adhieren a un conjunto de normas o códigos de ética que deben respetar todos aquellos que se precien de ser genuinos profesionales de la academia (García de Fanelli, 2009: 13).
Follari (2008) sostiene que los procesos de cambio, que se están operando en las universidades, están relacionados con múltiples batallas entre los académicos, en las que se busca hacer prevalecer intereses de grupo. El autor se refiere a universidades argentinas, así que la falta de unidad política entre los académicos no es privativa de México, sino que también existe en otras instituciones de educación superior en América Latina.
Es importante tener claro el significado de los conceptos heterogeneidad y desigualdad. Usados como adjetivos, el primero significa que algo está compuesto por 2 o más elementos de diferente naturaleza que, aunque se mezclen, mantienen propiedades independientes que se pueden distinguir a simple vista y que los conserva separados. En cambio, desigualdad alude a la condición o circunstancia de no tener una misma naturaleza, cantidad, calidad, valor o forma que otro.
Esta cita de Touraine cobra mayor pertinencia si se asocia con lo que Augé (2014) denominó «los nuevos miedos», que en el caso de la academia se refieren a ser excluido de los estímulos, a bajar de nivel en la jerarquía académica, al fracaso de incumplir plazos, etc.
Este texto es un ensayo que recoge análisis y resultados de investigación obtenidos en México. La información estadística más reciente la hemos recabado del Estudio comparativo de las universidades mexicanas, elaborado en la unam. Algunas tesis y conclusiones en el escrito no son generalizables, pero promueven una visión heurística para futuros estudios. Están presentes, asimismo, observaciones directas que se hacen en el campus, relatos y reuniones con colegas en las que se ha tratado el tema que es recurrente en el día a día entre investigadores, como nosotros. Para apoyar o refrendar algunos de los problemas que experimentan los académicos, también hemos echado mano de análisis y de la literatura nacional e internacional.
La universidad napoleónica sigue un modelo institucional centrado en escuelas especiales de base disciplinaria cuyo objetivo principal es la formación profesional, de carácter público, vinculada al Estado-nación y a sus proyectos de sociedad. Este modelo inspiró a la universidad latinoamericana hasta la llegada de los postulados de Córdoba en 1918, cuando la autonomía ganó presencia como rasgo de las universidades públicas. Un trabajo de revisión obligada sobre el tema es el de Tünnerman (1996).
Los académicos de tiempo completo con doctorado en las instituciones de educación superior públicas del país han crecido en México, de manera notable, desde fines del siglo pasado y durante los primeros años de este milenio. Por lo pronto, no contamos con información para delinear tendencias de crecimiento, pero lo dicho lo demuestran diferentes fuentes, que, por cierto, no son comparables. Para una ilustración del punto véase Grediaga (2001), Galaz et al. (2012) y dgei-unam (2013). Los datos de la Subsecretaría de Educación Superior, en su reporte para el 2007, indican que un 56% de la planta académica de tiempo completo tiene un posgrado, y que en las universidades públicas estatales el porcentaje se eleva al 70%.
El complemento de esta cifra (76.1%) indica que la mayor parte de los docentes de educación superior son profesores de asignatura. La proporción de ellos es más elevada en las instituciones privadas y, por lo que se observa y se sabe, tanto en las instituciones públicas como en las privadas, este grupo se caracteriza también por la heterogeneidad (académica y demográfica). Sus miembros tienden a ubicarse en las carreras en las que se concentra la mayor parte de la demanda educativa.
El sni es un sistema por medio del cual el Estado mexicano, a través del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (conacyt), distingue y otorga un reconocimiento a las personas dedicadas a producir conocimientos científicos y tecnología. El reconocimiento consiste en otorgar el nombramiento de investigador nacional y simboliza la calidad y el prestigio de las contribuciones realizadas. Además, se otorgan estímulos económicos cuyo monto varía con el nivel asignado (http://www.conacyt.mx/index.php/el-conacyt/sistema-nacional-de-investigadores).
A propósito de la meritocracia y de la profesión académica, en un libro de Van der Berghe (1970) se ilustran las estrategias que los académicos exitosos en las universidades norteamericanas siguieron en los llamados años dorados, cuando el trabajo universitario, en contraste con las realidades del mercado profesional en la sociedad, resultaba muy conveniente. Muestra cómo se adecuaron a las reglas dictadas por quienes gestionan u otorgan fondos para investigación y se tornaron «conservadores» y «silenciosos», reaccionando como gremio solamente para defender sus intereses corporativos y para proteger sus privilegios. El autor concluye preguntándose si este régimen, al que califica como mandarinato, es viable en una sociedad que, al menos en el discurso, pretende ser democrática.
En la unam, por ejemplo, hay un 23% de académicos con más de 60 años de edad. Quienes tienen más de 30 años en la institución representan el 16.8% de un total de 38, 259, de los cuales el 58% son profesores de asignatura (dgapa, Agenda Estadística del Personal Académico de la unam, 2014).
Atrás quedaron las relaciones carismáticas que tenía el profesor con sus discípulos cuando la profesión académica se asemejaba a un trabajo artesanal (Mills, 1969).
Resulta interesante sumar a esta conclusión la perspectiva teológica de la doctrina de la justificación. Desde esta doctrina, los méritos académicos y el interés de acumular puntos podrían equipararse al papel de las obras (opus), a través de las cuales las religiones justifican la absolución y el perdón. Así, en el marco generalizado de incremento de la pobreza y de precarización del mercado de trabajo, actualmente la profesión académica ofrece la posibilidad de la evaluación: si se cuenta con los méritos y los puntos suficientes se puede aspirar a «la salvación» (Küng, 1967).
Para que el lector tenga una idea del peso de las instituciones privadas en el sistema de educación superior, basta con decir que representan un tercio del total de la matrícula y 2/3 de los establecimientos de este nivel educativo, según datos de la sep para el 2012.
En México, la alianza, no explícita, entre el Estado y el sector privado data de mediados del siglo pasado.
Las políticas y acciones utilizadas en México han sido bastante parecidas a las que, en su momento, fueron empleadas en los Estados Unidos para el mismo fin. El libro titulado Privatizing the public university, editado por Morphew y Eckel, 2009 da muestra de ello.
Los rankings internacionales han venido a establecerse como parte del mercado académico mundial y han afectado las dinámicas del prestigio de las universidades. Sobre este punto, consúltese Ordorika y Rodríguez (2009). En México, destaca el ranking anual realizado por la revista Selecciones del Reader's Digest, en el cual se destaca a las 100 mejores universidades y a las «top» 15, por área de estudio. Por su parte, el proyecto de investigación Estudio comparativo de universidades mexicanas (ECUM), que se realiza en la unam (2013) permite sistematizar, comparar y medir el desempeño de varias instituciones de investigación y de educación superior.
El cuadro de relaciones políticas de las universidades públicas es complicado por la variedad de instancias, actores internos y externos que intervienen. Para el logro de financiamiento, por ejemplo, cada universidad entra en relación con los gobiernos federal y local, con las cámaras de diputados, con 2 o 3 secretarías de Estado, con partidos políticos, con la asociación de universidades (anuies) y con sindicatos, entre otros.
La diversificación institucional ha sido tratada en varias obras, entre las cuales destaca la de Kerr (2001).
La utilización de las tic en la universidad cubre casi todos los universos sociales, aunque en la docencia todavía no se cumplen las condiciones necesarias para incorporarlas completamente a la práctica (Zubieta, Bautista y Quijano, 2012). En la Encuesta de estudiantes de la unam, casi el 90% de los entrevistados está registrado en una red social y prácticamente el 100% tiene una cuenta de correo (Suárez, 2011a).
Las nuevas tecnologías permiten un funcionamiento flexible en red, con fuerza de trabajo dispersa en distintas empresas y localidades, al tiempo que se coordinan las tareas mediante intercambios de telecomunicados.
Uno de los ejes más interesantes e importantes de este reto se ubica en el campo pedagógico. Al respecto, el texto de Postman (1994) destaca la disolución de la autoridad adulta en los procesos de aprendizaje y Vezzetti (1998) señala que los profesores no se están haciendo cargo de transmitir a los estudiantes la memoria y, como consecuencia, las nuevas generaciones se están distanciando de ella. Por su parte, Salinas (2004) apunta la necesidad de operar cambios en la administración, en los tiempos de trabajo docente y en los cánones de la enseñanza-aprendizaje.
En México, a fines de los años ochenta, la política del gobierno hacia la educación superior perfiló un paradigma de deshomologación del salario de los académicos alimentado por conceptos como coordinación, excelencia, calidad, eficiencia, competencia, productividad y pertinencia. Este paradigma, con algunas vertientes, se ha traído hasta nuestros días (Muñoz, 2007).
Slaughter y Leslie, en su libro Academic capitalism (1997), acuñaron este concepto señalando el uso que las universidades hacen del capital humano de sus académicos con el propósito de incrementar sus ingresos. Asimismo, aludieron al conjunto de iniciativas y de comportamientos de esta institución y de sus actores que, motivados económicamente, hacen esfuerzos para asegurar la obtención de recursos externos.
La palabra ethos designa los aspectos morales y estéticos de una cultura. Marca una actitud frente a uno mismo y el mundo. También se refiere a disposiciones Geertz, 1987.
Hay varias formas de definir el humanismo. Tomamos aquí una postura que lo vincula con el cultivo de las humanidades y con una preocupación ética que hace hincapié en el valor y la agencia de los seres humanos, individual y colectivamente, que se adhiere al pensamiento crítico, al secularismo y a la ciencia, con el fin de entender el mundo e intervenir responsablemente en los asuntos públicos. En forma sintética, la palabra humanismo refiere al énfasis en los valores humanos, ya sean valores religiosos o laicos, científicos o no (Crane, 1967).
A partir del siglo xix, en el momento en que la Revolución industrial comenzó, desde Gran Bretaña, por el mundo, el objetivo de las universidades y de sus academias evolucionó de la enseñanza al fomento del pensamiento productivo (Hobsbawm, 2010).