El curriculum —como disciplina académica— nació en Estados Unidos con el trabajo desarrollado por John Franklin Bobbit, quien impartió la primera cátedra sobre el tema en la Universidad de Chicago en 1918; sus ideas sentaron las bases de lo que después fueron la teoría y el modelo curricular (Pinar, 2014). Desde entonces, varias han sido las propuestas que han abordado y explicado la materia, y entre las más recientes se encuentra el libro Diálogos curriculares entre México y Brasil, que exponemos a continuación. El objetivo primordial de esta recensión es presentar comparativamente el desarrollo del diseño, los ejes discursivos, debates y bases conceptuales, así como valorar las semejanzas y diferencias que han existido entre México y Brasil en relación con la política curricular; conviene distinguir las áreas y líneas de investigación de este campo del conocimiento entre ambos países para contribuir con su difusión. Diecisiete autores participaron en la obra; por tanto, contiene opiniones distintas para los dos casos. Asimismo, conviene señalar que está dividida en siete áreas temáticas: a)política y discurso; b)cultura y diferencia; c)escuela, sujetos y formación de profesores; d)calidad y evaluación; e)universidad, cultura y temas transversales; f)competencia y contenido, y g)posgrado, investigación y formación.
En el primer capítulo, titulado «Apuntes para la reactivación del discurso teórico curricular en México», Bertha Orozco Fuentes propone reactivar, desde la historia educativa, la disertación teórica curricular en la educación de orden público bajo el entorno mexicano. El desarrollo de la lección se centra en tres ejes: el primero recupera los elementos conceptuales del curriculum; el segundo, a manera de supuesto, aborda la utilidad de los estudios de corte histórico, y el tercero, en forma hipotética, «reconoce en la teoría curricular una dimensión y un elemento constitutivo del objeto curriculum y su uso metodológico para la elaboración de propuestas» (p. 26). La autora rescata la teoría y la metodología para el diseño del curriculum, elementos de utilidad para delinear los alcances del mismo. No obstante, resulta prudente cuestionar: ¿por qué podemos concluir que la reactivación curricular en México es importante para los educadores?
Dentro del segundo texto, denominado «¿Todavía es posible hablar de un curriculum político?», Alice Casimiro Lopes señala que la política opera en un contexto indecidible o indeterminado, lo cual significa que es imposible demostrar si es un escenario verdadero o falso porque no es concreto ni definido. Casimiro Lopes se cuestiona: ¿cómo habrá de pensarse la política del curriculum y el curriculum político desde la perspectiva discursiva que se presenta en tal escenario? ¿Qué sentidos de los términos política y político podemos emplear? En ese sentido, la autora explica lo siguiente: «la política del curriculum puede entenderse como todo proceso de significación y se desdobla en dimensiones del orden de lo instituido (política) y de lo instituyente (político)». La autora proporciona la respuesta e indica en términos positivos: «defender una sociedad más justa y más democrática implica defender la existencia de un curriculum político capaz de contribuir a dicha transformación social» (pp. 44, 52-54). La interrogante fundamental que podemos plantearnos sería: ¿cuál es el contraste que Alice Casimiro realiza entre la política del curriculum y el curriculum político?
En el capítulo tercero, «Justicia curricular y curriculum intercultural. Notas conceptuales para su relación», Ana Laura Gallardo Gutiérrez examina el curriculum básico mexicano; expone que la justicia curricular es una forma de administrar las relaciones sociales que se establecen en los procesos educativos y refiere que el curriculum intercultural debe ser legitimado como las prácticas y las acciones desde las cuales los estudiantes tendrán oportunidades de ejercer sus derechos sin importar sus diferencias, es decir, un tipo de curriculum que otorgue el «derecho a acceder a los bienes culturales…» (p. 71). Los hallazgos sirvieron a la autora para describir que a partir de la equidad de oportunidades se debe reorganizar el sistema educativo mexicano. Como principal nota conceptual establece dos estrategias: la articulación y el contacto cultural, que ayudarán en la composición de una lógica de construcción curricular intercultural diversificada. Pensemos ahora: ¿cómo se puede relacionar la igualdad de oportunidades y la equidad en el curriculum desde nuestra profesión de educadores?
Elizabeth Macedo plantea, en términos de debate teórico, una triada conceptual intrínseca denominada «Curriculum, cultura y diferencia»; en ella establece que la cultura es «una temática privilegiada en las políticas curriculares de Brasil desde hace varias décadas» (p. 81). En términos generales, la cultura puede ser entendida como «el modo de vida que caracteriza a una sociedad o a un grupo social y que incluye los conocimientos, costumbres, normas, leyes y creencias» (Giddens y Sutton, 2015: 209); Macedo argumenta en varias fracciones del texto que «todo significado es producido en el interior de la cultura… son representaciones dentro de un sistema de significaciones» (p. 90). La autora muestra una descripción amplia y detallada de los elementos del curriculum, la cultura y la diferencia, que nos induce a cuestionarnos: ¿Cuáles son algunos de sus significados?
Manuel Martínez Delgado bosqueja otro tema interesante: «La tensión particularidad-universalidad de la cultura. Reflexiones sobre escritura autobiográfica y formación de profesores». Con un planteamiento distinto al de Macedo, Martínez Delgado centra su atención en la narración autobiográfica y la relaciona con los procesos de formación de profesores; realizó su construcción metodológica con maestrantes a partir de dos elementos teóricos: particularidad y universalidad; asimismo efectuó su análisis con dos bases conceptuales: cultura e identidad; la finalidad de su labor fue explicar que la autobiografía concede forma académica a los docentes. Martínez Delgado define la autobiografía como «un proceso de reconocimiento del ser humano como sujeto social […] se analiza e interpreta, intenta descifrarse como sujeto y reconocer tanto su propia subjetividad como los procesos de subjetivación vividos en sus diferentes momentos y etapas»; considera que el aporte fundamental de la investigación estriba en subrayar dos situaciones personales y curriculares: «a)que el profesor genere una afirmación cultural, un reconocimiento identitario y una reconstrucción de la identidad, y b)que potencie la refiguración de sí mismo al mirarse a través de la lectura que el otro hace de uno mismo» (pp. 102, 113). El autor advierte el estado de oposición entre la particularidad y la universalidad cultural, pero ¿qué peso tiene esta tensión en la conformación de un carácter tendiente a la formación? La cuestión queda en vías de encontrar una respuesta más profunda.
El capítulo seis, «Escuela, sujetos y formación de profesores», de María de Lourdes Rangel Tura, emplea otra tríada conceptual vinculada entre sí. Con la idea de que en estos inicios del sigloxxi resulta necesaria la preparación de académicos en el sentido moral y docente (o pedagógico) relacionada a la educación que brindan las instituciones, Rangel realizó una lectura detallada del contexto social y educativo. Este enfoque le permitió definir «la formación de los profesores como un proceso continuo y múltiple» (p. 131), aunque también precisó que la formación continua del profesorado es bastante amplia y que las agencias gubernamentales nacionales y estatales han permitido la participación de profesionales formados en áreas distintas a la educación. La autora enfatiza que la formación docente en Brasil es precaria, aspecto que se ha traducido en procesos y prácticas académicas con ciertas consecuencias. Del contenido anterior debemos preguntarnos: ¿son las políticas internacionales o brasileñas las que provocan la formación deficiente en los docentes?
El séptimo capítulo, de Ángel Rogelio Díaz-Barriga Casales, se titula «Impacto de las políticas de evaluación y calidad en los proyectos curriculares». La evaluación, argumenta el autor, es una disciplina donde existe cierto desorden. Inclusive en la actualidad se discuten algunos programas, exámenes y normas que el gobierno federal mexicano implementó para que las instituciones tengan la obligación de rendir cuentas de sus operaciones; por ejemplo, el año 2006 empezó la Evaluación Nacional del Logro Académico de los Centros Escolares (enlace) en educación básica, inició la ejecución institucional de las normas internacionales iso 9000-2000 y fue establecido el Programa Integral de Fortalecimiento Institucional (pifi)1 en la educación superior. Estas políticas federales sirvieron principalmente para tres propósitos: a)evaluar el trabajo académico de los profesores; b)conocer sobre la acreditación de los programas educativos, y c)percibir el impacto sociológico que se logra con la formación académica. Díaz-Barriga analiza las políticas de la calidad y arguye que carecen de solidez académica porque en los diferentes niveles educativos persiste una gran cantidad de políticas de calidad, de programas y de esquemas de evaluación con criterios no tan explícitos; hay, por lo menos, cuatro tipos de participantes diferentes: a)grupos o agencias que realizan seguimiento al desempeño de los indicadores; b)autoridades educativas; c)directivos de las instituciones educativas, y d)profesores. La meta que persiguen todos los evaluadores es revisar y valorar —cuantitativamente— el cumplimiento de los indicadores; no obstante, desde esta óptica, Díaz-Barriga concluye que «la calidad se convierte en una expresión vacía que esconde varias deformaciones en la tarea educativa», y debido a estas alteraciones académicas afirma —en forma metafórica— que en la educación existe un «Frankenstein» (p. 140). En ese sentido es factible inquirir: ¿cuál es el efecto, que el autor plantea en el texto, de las políticas de evaluación y las de calidad en el curriculum académico de México?
El capítulo de Clarilza Prado de Sousa, Sandra Lucía Ferreira Acosta y Anamérica Prado Marcondes —el más amplio— lleva por título «Evaluar: entre la equidad y la igualdad», e inicia con una tríada de términos pedagógicos vinculados entre sí: evaluación, equidad e igualdad. Las autoras señalan que la evaluación educativa, restrictivamente, para el beneficio de la sociedad, tiene tres compromisos: a)con el proceso educativo; b)con el desarrollo de los estudiantes, y c)con el perfeccionamiento de la enseñanza; el objeto de estudio es el aula pedagógica y sus actores primordiales son los profesores y los estudiantes de São Paulo, Brasil. Las autoras exponen las decisiones que deben estimarse a partir de los resultados o procesos de evaluación que se ejecutan y de los ya consumados, considerando el trabajo académico impartido por los profesores en las aulas y desde el cual atribuyen un valor al desempeño de los estudiantes; relatan que la evaluación debe ser justa y debe promover la igualdad y la equidad en los alumnos. La contribución principal de las autoras radica en su definición de «equidad», concepto asumido como la disposición de ánimo que provee a cada persona de lo que realmente merece; también consideran que la igualdad se circunscribe al hecho de que las personas cuentan con los mismos derechos y argumentan que la evaluación educativa debe estar llena de valores, pues hasta ahora puede decirse que el formulario pedagógico establecido es como se indica a continuación: evaluación + equidad + igualdad = necesidad de ofrecer posibilidades educativas diferentes, de acuerdo a la necesidad de cada estudiante; todo ello en conjunto implica el cumplimiento de la evaluación. La lectura nos coloca en posibilidad de interrogarnos: ¿qué dificultades operativas existen entre la evaluación, la equidad y la igualdad?
El texto de Alicia Frances de la Concepción de Alba Ceballos, «Cultura y contornos sociales. Transversalidad en el curriculum universitario», aporta elementos para construir el Campo de Conformación Estructural Curricular (ccec), «un agrupamiento de elementos curriculares […] que pretenden propiciar determinado tipo de formación en los estudiantes» (p. 203). La autora resume, en términos macrosociales, la relación entre curriculum y sociedad; después detalla la articulación conceptual, social y cultural con el momento de la construcción curricular; finalmente refiere la construcción del campo de conformación estructural curricular vacío o tendiente a vacío. De Alba asegura que son cuatro los campos existentes: a)epistemológico-teórico; b)científico-tecnológico; c)crítico-social, y d)de particularidades y especialidades. La hipótesis principal radica en que «el curriculum es un dispositivo de poder-saber y está atravesado por la voluntad de poder y la voluntad de ser, en un contexto de tensión globalización-crisis estructural generalizada, lo cual implica desconcierto, falta de timón» (p. 202). Asimismo, De Alba se pregunta «¿cómo transversalizar un curriculum?», pero también es pertinente formular el siguiente planteamiento: ¿cómo se presenta la transversalidad en el curriculum académico desde cada uno de los cuatro campos aludidos?
El capítulo diez, «Curriculum, cultura y formación: desafíos para la universidad frente a las Directrices Nacionales para la Educación en Derechos Humanos en Brasil», de Aura Helena Ramos y Rita de Cássia Prazeres Frangella, aborda las Directrices Nacionales para la Educación en Derechos Humanos, relatando cuatro situaciones básicas: a)desde 1980 se comenzaron a impulsar los Derechos Humanos en la educación; b)en 1990 iniciaron las transformaciones políticas nacionales de los Derechos Humanos; c)en 2007 circuló en Brasil el texto Subsidios para la elaboración de las directrices generales de la Educación en Derechos Humanos: versión preliminar, y d)durante el 2008, en 15 estados de Brasil se capacitó a educadores sobre la instrumentación de una cultura de Derechos Humanos en el sistema de enseñanza (pp. 215-219). Como aporte relevante, las autoras proponen que la educación en Derechos Humanos puede ocurrir de tres formas: a)transversalmente; b)en el contenido específico en alguna disciplina de los planes de estudio, y c)en forma mixta con la combinación anterior de la transversalidad y la disciplinariedad. En ese contexto, quizá convenga cuestionarnos: ¿qué tipo de educación en Derecho Humano tendrá los mejores resultados? ¿Cómo medir, en los alumnos, el impacto principal de los efectos de la educación en Derechos Humanos?
En el capítulo 11, titulado «¿Es posible enseñar competencias disociadas de los contenidos curriculares?», Frida Díaz-Barriga Arceo discute «si realmente el curriculum y la enseñanza basados en competencias han logrado la innovación, si realmente se han transformado mentalidades y prácticas educativas» (pp. 235-236). La autora responde afirmando que, en la década de 1990, los dirigentes de la educación preescolar, básica, media y superior trataron de redefinir la enseñanza y el aprendizaje bajo los modelos de educación por competencias. Díaz-Barriga Arceo destaca que el modelo educativo por competencias posee varias definiciones y tiene un vacío pedagógico, pues no explica cómo se definen las competencias, ni las categorías que existen, ni cómo jerarquizarlas; no se tiene una idea clara de ¿qué es y cómo se deriva una competencia? o ¿cómo se aprenden, se enseñan o se evalúan las competencias? Interrogantes que, por cierto, también prevalecen en los profesores. La autora argumenta que por común denominador «se ha entendido a la competencia dentro del sector educativo como un saber procedimental, como un constructo y una propuesta educativa»; concluye que «existe la necesidad de generar una didáctica específica de la enseñanza basada en competencias que logre congruencia y recupere elementos clave de la didáctica específica de los distintos tipos de contenidos y disciplinas» (pp. 241, 244 y 249). En este sentido, cabe preguntarse ¿qué son las competencias y qué aportan en la formación de los estudiantes?
«Organización curricular: un campo de antagonismos» es el trabajo de Rosanne Evangelista Dias, quien sostiene que en las últimas décadas en Brasil, en el campo del curriculum, surgieron ideas y opiniones poco exploradas. La autora revisa los puntos señalados en cuatro documentos diferentes, diseñados por agencias multilaterales y nacionales: a)primero, el de la Organización de los Estados Iberoamericanos (oei) de la unesco; b)segundo, el de la Oficina Regional de Educación para América Latina y el Caribe (orealc); c)tercero, el de la International Bureau of Education (ibe), y d)el cuarto lo integran expedientes brasileños de diseño curricular para la formación docente (pp. 254-255). Los documentos han sido revisados porque contienen modelos curriculares integrales y se centran especialmente en el modelo por competencias para la formación de profesores. El nivel educativo que existe en Brasil nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿cuál es el documento que contiene la definición más explícita para alcanzar una organización curricular con éxito?
Uno de los trabajos más relevantes en este libro es el de Concepción Barrón Tirado, «El posgrado en México. Debates en torno a la formación». En él la autora analiza los posgrados que se ofrecen en las instituciones de educación superior, la formación dentro del posgrado en educación y el Programa de Maestría y Doctorado en Pedagogía de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). El capítulo contiene elementos teóricos y metodológicos y advierte que el posgrado académico, o en investigación, «se constituye a partir de la triada investigación-docencia-aprendizaje»; el valor principal de este modelo de formación estriba en la investigación como forma de enseñar y de aprender; en México, este modelo educativo inició en el Instituto Politécnico Nacional (ipn) y en la unam. El posgrado en investigación se caracteriza por siete herramientas académicas fundamentales: a)nivel académico de excelencia de los profesores participantes; b)productividad científica; c)dedicación de tiempo completo de profesores y estudiantes; d)alumnos dedicados al desarrollo de su investigación; e)planes de estudio con tutorías individuales; f)elaboración de tesis, y g)examen de grado (pp. 271-276 y 279-285). Por su parte, el posgrado profesionalizante centra su atención en la «resolución de problemas-docencia-aprendizaje», es decir, promueve un aprendizaje en disciplinas y procura la formación en resolver problemas, de modo que el estudiante se privilegia con cuatro acciones: el saber, el saber hacer, los espacios de aplicación y la solución de problemas; un trabajo interdisciplinario y transdisciplinario (pp. 276-279). Ahora, vale preguntarse ¿cómo formarse educativamente: en un posgrado académico (investigación) o en un doctorado profesionalizante?
En el último capítulo, «Producción y circulación de conocimiento en el noreste de Brasil: contribuciones de importantes interlocutores», desde un trabajo empírico, Francisca Pereira Salvino aborda a tres profesores de Brasil a través de entrevistas realizadas en 2012. Los criterios para elegir a los docentes fueron tres: a)las actividades desarrolladas en los programas; b)la participación en comités, consejos y foros, y c)el liderazgo en la región. Las entrevistas se enfocaron en aspectos como la evaluación de programas de posgrado en el noreste de Brasil, la demanda de posgrado en el noreste frente a las diferencias regionales, la hegemonización de los discursos, más la cuestión ¿tiene sentido el discurso sobre el productivismo? (pp. 287-303).
En suma, el libro describe temáticas interesantes del campo curricular en México y Brasil, contribuye al debate en sus diversos tópicos, y su contenido esencialmente nos sirve para la construcción educativa de los planes, programas de estudio y mapas curriculares; nos permite estudiar, comprender y reflexionar sobre la dinámica y la importancia del diseño, la transversalidad y la evaluación del curriculum, con la intención de que, a través de las diversas metodologías, los académicos y estudiantes desarrollen aprendizajes —competencias les nombran ahora— de manera efectiva.