El artículo reporta las dificultades que enfrenta el proceso de inserción de la sustentabilidad en las universidades iberoamericanas. Se recupera la discusión conceptual sobre la sustentabilidad en la región, así como los desafíos derivados de las demandas de la sociedad, del Estado y las presiones del mercado global. El punto focal está puesto en la manera en que suelen ejecutarse los pronunciamientos de las instituciones de educación superior (ies). Las principales dificultades están caracterizadas por un conjunto de declaraciones y de planes que quedan en un plano meramente formal. Asimismo, aplicamos la metáfora del “techo de cristal” —adoptada en los estudios de género— para representar la barrera que impide hacer cambios sustantivos y estructurales.
The article reports the challenges facing the sustainability addition process in Ibero-American universities. We recover the conceptual discussion about region sustainability and the arising challenges from the society and state demands, and global market pressures. The focus is placed on how often these higher education institutions pronouncements are being held. The main difficulties are characterized by a set of declarations and plans that remain in a purely formal level. We apply the glass ceiling metaphor –adopted for genre studies– to represent the barrier towards substantive and structural changes. We emphasize that universities do not seem to be able to address many challenges, especially inserting sustainability into its structure, operation and substantive functions.
La incorporación de la sustentabilidad en las Instituciones de Educación Superior (ies) en la región de Iberoamérica (América Latina, España y Portugal) es un proceso relativamente reciente. Sus antecedentes se remontan a la creación del Centro Internacional de Formación en Ciencias Ambientales (cifca) en 1975 y, de especial interés para los fines de este trabajo, el Seminario Universidad y Medio Ambiente en América Latina y el Caribe celebrado en Bogotá, Colombia, en 1985.1
El cifca inició sus actividades con un intenso programa que incluía una serie de seminarios y de publicaciones. Uno de ellos fue el Seminario sobre Ciencia, Investigación y Medio Ambiente, convocado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (pnuma) en enero de 1982 (Bogotá), el cual propuso analizar la situación existente de la investigación básica y aplicada acerca del medio ambiente en la región, con énfasis en los aspectos conceptuales y metodológicos de las diferentes disciplinas, para observar y discutir cómo éstas se vieron afectadas por el surgimiento de los problemas ambientales.2 Algunos años atrás ya se había dado a conocer el primer inventario de programas de estudio vinculados con el medio ambiente y con los recursos naturales que ofrecían las universidades de la zona, intitulado Panorama de los Estudios Superiores Medioambientales en América Latina (1977).
Posteriormente, el Seminario sobre Universidad y Medio Ambiente dio continuidad a estos trabajos, enfatizando el importante papel que desempeñan las universidades en los procesos de desarrollo de la región y, por lo mismo, el imperativo de vincular a la educación superior con la problemática ambiental; el estudio que justificó este seminario fue el “Diagnóstico de la incorporación de la dimensión ambiental en la educación superior”, llevado a cabo por la unesco y el pnuma.
En el seminario se debatieron dos importantes documentos.3 El primero de ellos fue “Diez Tesis sobre el Medio Ambiente en América Latina” (Tudela, 1985), que establece que ha sido el orden económico internacional vigente el que ha determinado, en los países latinoamericanos, un estilo de desarrollo que provoca tanto la degradación de los ecosistemas como el empobrecimiento de la mayorías. Las modalidades de explotación de los recursos naturales producen un deterioro superior a las posibilidades de regeneración de los propios ecosistemas. El reporte también señala que el área cuenta con los recursos naturales suficientes para satisfacer las necesidades básicas de su población y con los potenciales ecológico y humano para promover un proceso sostenido de desarrollo, pero el inadecuado manejo de aquéllos ha conducido a su eliminación o bien a la alteración drástica de los procesos ecológicos básicos de los ambientes naturales. En dicho documento, el ambiente es concebido como un potencial para el desarrollo alternativo, equitativo y sustentable, fundado en el manejo integrado de sus recursos ecológicos, tecnológicos y culturales, razón por la cual las soluciones concretas a los problemas ambientales dependen, en última instancia, de una nueva capacidad organizativa de la sociedad en su conjunto, basada en los valores culturales de las comunidades, la creatividad humana y su potencial innovador. Tales soluciones no pueden darse al margen de una voluntad política que rompa con la dependencia económica, ideológica y tecnológica, y propicie las condiciones idóneas para una gestión participativa y democrática de los recursos.
El otro documento debatido en aquel seminario fue “La Carta de Bogotá sobre Universidad y Medio Ambiente en América Latina”,4 texto que señalaba que la inclusión de la dimensión ambiental en la educación superior obliga a replantear el papel de la Universidad en la sociedad y en el marco del nuevo orden mundial, el cual configura la realidad latinoamericana y del Caribe. Por eso, es necesario insistir en la función de la Universidad como el laboratorio de la realidad actual dentro de las condiciones concretas de la región en el contexto global. De ahí que la incorporación de la temática ambiental en las funciones universitarias y la internalización de esta dimensión en la producción de conocimientos deben replantear la problemática interdisciplinaria de la investigación y la docencia que, en ese contexto, exige la responsabilidad de las universidades en el proceso de desarrollo de nuestros países.
La Carta de Bogotá también enfatiza que la cuestión ambiental ha generado nuevas temáticas interdisciplinarias que obligan a trascender esfuerzos y métodos pluridisciplinarios anteriores. Entre estos temas se encuentran, entre otros, la necesidad de descentralizar el poder y los procesos económicos con base en los criterios ambientales, y generar un proceso de desarrollo mucho más equilibrado en lo regional, ecológicamente sustentable y que permita una gestión más democrática de los recursos productivos. Ese marco inscribe también a problemas globales y complejos como el de la racionalidad de los procesos productivos, la cuestión alimentaria de nuestros pueblos, el manejo integrado de nuestros recursos, la satisfacción de las necesidades básicas de la población y el mejoramiento de su calidad de vida.
La sustentabilidad como acto litúrgicoSi bien existen otros antecedentes importantes sobre el proceso de construcción de una concepción y una política del medio ambiente en Iberoamérica, hemos seleccionado los dos anteriores porque nos permiten subrayar que la noción de medio ambiente prevaleciente en nuestra región se ha caracterizado, desde los inicios de este debate, por fuertes componentes económicos y políticos,5 y en el mismo tenor ha sido entendida, por tanto, como una concepción compleja con profundas raíces históricas y culturales; no obstante, dicha idea impide comprender al ambiente como el medio físico del cual se derivan servicios de los ecosistemas, o como un capital natural que provee bienes y servicios, entendidos en la jerga economista a la manera de externalidades positivas que contribuyen a incrementar el bienestar de las personas y de las comunidades (Barzev, 2002). Por el contrario, el medio ambiente ha sido asumido como una compleja intersección de sistemas humanos y naturales en marcos socioculturales específicos.
De ese modo, cuando fue publicado el Informe Brundtland (1987) se hizo evidente, por un lado, que el concepto de desarrollo sustentable es una noción política y no una noción científica, cuyas expectativas se depositan principalmente en el potencial tecnológico y no en el social; por otro lado, se manifestó que la necesaria articulación de los componentes ecológicos, sociales y económicos estaba implícita en la misma concepción de ambiente predominante en la región. El hecho de ser una noción política provocó que las definiciones de desarrollo sustentable se inscribieran en un halo de ambigüedad que fue el caldo de cultivo que propició su éxito (Naredo, 1997), al facilitar su empleo como un significante vacío en una constelación discursiva de las más diversas filiaciones políticas, económicas y ambientales (González Gaudiano, 2008). No obstante, esa misma ambigüedad ha constituido una de las principales dificultades para su aplicación en las políticas públicas.
El debate conceptual en torno al desarrollo sustentable tomó posición en torno a dos aspectos nodales: su visión centrada en lo intergeneracional más que en lo intrageneracional, así como en la asociación de lo sustentable con la desprestigiada noción de desarrollo que, según algunos autores, constituía un oxímoron (Meira, 2005). Numerosas críticas han cuestionado la capacidad de que la aplicación de este concepto pueda conducir a un cambio ambiental o social (Bonnet, 2006; González-Gaudiano, 2005; Jickling, 2006; Jickling & Wals, 2008; Kopnina, 2012; Manteaw, 2008; Sauvé, Brunelle & Berryman, 2005; Stevenson, 2006; Sumner, 2008), por lo mismo la discusión muy pronto condujo a pensar en una propuesta distinta que recuperara el sentido crítico que ya había sido metabolizado por el sistema. De ahí surgió la sustentabilidad como algo diferente al desarrollo sustentable y, en esa discusión, se distinguió entre una sustentabilidad fuerte y una débil (Victor, Hanna & Kubursi, 1995; Ayres, Van den Berrgh & Gowdy, 2001; Gudynas, 2000, 2004); pero tales categorías, a su vez, han sido cuestionadas (Martínez Alier 1995; Beckerman, 1994). El debate conceptual continúa y las dimensiones operacionales de ambas propuestas permanecen sin quedar claras, si bien se ha avanzado en la definición de indicadores (onu, 2007; Gutiérrez y González Gaudiano, 2010; Benayas, 2014; Complexus, 2013).
Pese a ello, más de mil ies han suscrito declaratorias sobre compromisos con la incorporación de la sustentabilidad adoptando, a menudo, la definición de “Nuestro Futuro Común” (WCED, 1987), aunque muchas de ellas han eludido la discusión al respecto y emplean indistintamente la noción de sustentabilidad y la de desarrollo sustentable (Tilbury, 2007). En otras palabras, salvo contadas excepciones en el ámbito universitario, prevalece la confusión conceptual esquivando las implicaciones políticas de valerse de uno u otro concepto. Asimismo, las instituciones suelen aplicar definiciones convencionalmente aceptadas, si bien la gran mayoría incurre en el sesgo de verla como sustentabilidad ambiental. Más aún, un gran número de dichas declaratorias y políticas del sector de la educación superior alienta una ingenua creencia, la cual consiste en suponer que desde el ámbito académico se pueden resolver las grandes crisis. De este modo, anunciar institucionalmente en documentos y en discursos de las autoridades la plena adscripción a las políticas de sustentabilidad se ha convertido en una especie de acto litúrgico.
En la región que nos ocupa, la universidad pública enfrenta una situación bastante precaria e incierta. En el continente americano, el desarrollo experimentado por las economías de los países emergentes como México, Brasil o Chile, está obligando a reformular de manera, incluso traumática, el papel de sus sistemas de educación superior e investigación, principalmente en lo concerniente a los sistemas universitarios públicos, aprisionados entre los requerimientos del mercado, sus propias inercias y las necesidades de sus sociedades de referencia. En los países ibéricos, España y Portugal, las instituciones universitarias, en especial las de carácter público, han sido impactadas por una crisis económica que ha recortado en forma muy drástica su financiamiento y, lo que es peor, su autonomía académica en aras de los objetivos de control del déficit para responder a la deuda transferida desde el sistema bancario a los Estados.
En ambas orillas del Atlántico puede percibirse que, tras las particularidades de las dificultades de cada sistema universitario nacional, subyace la crisis de la universidad pública y es evidente el proyecto de predisponer todos los dispositivos sociales al servicio de los intereses del mercado, ahora global, dominados por una lógica neoliberal, desarrollista y competitiva que no concuerda con los fines de la universitas ilustrada, moderna y humanista. En este escenario, por un lado, la sociedad en su conjunto le hace crecientes demandas a las universidades públicas para responder a las necesidades y para impulsar procesos de innovación de muy diverso tipo y alcance; mientras que por otro, el Estado les restringe cada vez más el financiamiento requerido y pretende limitar su autonomía. Triplemente desafiadas por la sociedad, el Estado y el mercado global, las universidades no parecen estar en condiciones de afrontar tantos retos (De Sousa Santos, 2011), sobre todo uno tan complejo como inyectar la sustentabilidad en su estructura, en su operación y en sus funciones sustantivas.
Shriberg y Tallent (2003) señalan que, desde la Declaración de Talloires (1990), el campo de la sustentabilidad en las ies se ha nutrido de muchas propuestas y recomendaciones, así como de narrativas de lecciones aprendidas, pero se ofrecen pocos datos, pruebas empíricas o desarrollos teóricos rigurosos. Así, las universidades y los educadores carecen de un enfoque coordinado de la evaluación de las iniciativas en los campus que proporcionen estrategias bien fundadas para su aplicación eficaz.
Para los impulsores de la sustentabilidad en las ies sigue siendo una necesidad encontrar una estrategia orientadora y unificadora para todas las universidades, a pesar de sus marcadas diferencias. Los resultados de una encuesta creada por la University Leaders for a Sustainable Future (ulsf) en 2001, aplicada a 59 universidades estadounidenses, revelan que en los campus predominan las medidas operativas usuales de separación de residuos, aunque persiste la resistencia a actividades más ambiciosas como la promoción de medidas alternativas de transporte o de energía renovable. Los miembros de estas universidades, signatarias de la Declaración de Talloires, respondieron en dicha encuesta que la aplicación de propuestas sustentables tiene como motivaciones principales los aportes a su reputación y al ahorro en sus finanzas (Shriberg, 2002).
Por otro lado, la integración de la sustentabilidad en la investigación y en el curriculum se manifiesta de formas muy variadas, y depende de comités académicos e instancias de aprobación que no suelen ser favorables a transformar las tradiciones ni las costumbres. Asimismo, las políticas para la sustentabilidad no forman parte del núcleo duro de la agenda institucional y tampoco son de aplicación general a todo el campus; las facultades y los centros se suman con lentitud a las acciones en esfuerzos poco coordinados; las estructuras burocráticas y jerárquicas desalientan los precarios avances y aducen de manera recurrente al tema financiero como la principal limitante; la realidad demuestra que en el fondo existe una falta de comprensión y de compromiso por parte de la alta dirección en lo que se refiere a la sustentabilidad (Martínez-Fernández, 2015).
Esa intrincada red de situaciones refractarias y resistentes a cambiar para promover medidas nodales y transitar hacia la sustentabilidad no implica encontrar un modelo único, totalizador e incluyente. De hecho, no debería verse en absoluto como la búsqueda de un santo grial. Como cualquier otra institución, las universidades funcionan con identidades propias arropadas en contextos sociales e históricos específicos y adoptan los idearios a través de procesos lentos. Un planteamiento más adecuado sería: ¿qué es lo que se espera de las universidades en relación con el tránsito hacia la sustentabilidad? Si la respuesta a la crisis civilizatoria puede encontrarse en el campo de la sustentabilidad, entonces ¿por qué tan pocas universidades se encuentran trabajando en ello? Ésta es una pregunta que Leal Filho (2000) se planteó en un estudio con 40 universidades europeas elegidas al azar.
Leal Filho realizó un estudio similar a la ulsf sólo que con estrategias más cualitativas; su intención fue construir un perfil aproximado de las razones por las cuales las universidades son reacias a transitar hacia la sustentabilidad. La investigación se realizó a través de entrevistas y discusiones informales, cuyos ejes de análisis fueron dos cuestionamientos: 1) ¿cuál es la opinión personal sobre la sustentabilidad?; y 2) ¿cuáles elementos se perciben como obstáculos para la consecución de la sustentabilidad en el contexto de cada institución?
Leal Filho buscaba identificar si el tema de la sustentabilidad era una cuestión relevante.6 En cuanto a los obstáculos, exploró aquellas áreas en las que resulta necesario actuar. Recuperando la discusión acerca de la polisemia de la sustentabilidad y el desarrollo sustentable en las ies, en los resultados de Leal Fihlo se observa que el asunto es mucho más complejo porque se detectan varias confusiones e interpretaciones erróneas, que el autor definió como “ideas falsas”:
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La sustentabilidad es demasiado abstracta. Los representantes de las universidades se refieren al tema como algo abstracto y alejado de la realidad.
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La sustentabilidad es muy amplia. Subsiste la idea de que es tan amplia que puede aplicarse a cualquier área de la universidad, al grado de considerar como actividades sustentables aquellas que no lo son.
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La sustentabilidad es un tema para especialistas. Existe la creencia de que se necesita personal muy calificado para poner en práctica la sustentabilidad.
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La sustentabilidad no tiene bases científicas. Aunque referida en menor proporción, dicha conjetura se presenta como un argumento para la inacción.
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La sustentabilidad es cara. Este supuesto considera que los recursos financieros para su aplicación no se justifican.
Mientras la uslf cuestiona el cumplimiento de los compromisos internacionales, Leal Filho (2000) pregunta: ¿por qué es tan difícil de comprender la sustentabilidad cuando se lleva a un plano operativo? A la lista anterior de ideas obstaculizadoras, Waas y otros (2012) añaden que la falta de visión de los líderes, la carencia de motivación, de coordinación y de recursos financieros, así como la estructura orgánica en torno a las disciplinas de las universidades, dificultan el pensamiento integrador, la cooperación y el aprendizaje interdisciplinarios. Bajo un marco así, la sustentabilidad se asume como un “parche” y no como una dimensión integrada; los académicos perciben que se carece de bases para su adecuada operación, e incluso algunos lo consideran un tema radical que interfiere con la libertad académica al desdibujar sus fronteras (Waas y otros, 2012).
Desde el punto de vista de las políticas institucionales se observa que no hay congruencia con el supuesto propósito de trascendencia hacia una universidad sustentable. Así, las ies han conducido sus procesos de planeación para la sustentabilidad con independencia de otros procesos académicos y sin el adecuado eslabonamiento a través de un plan transversal. De poco sirve un programa magistralmente elaborado si sus efectos son reducidos a un ámbito de acción limitado, debido a la contraposición con otras políticas jerárquicamente más importantes o que mantienen un modus operandi sedimentado en la institución.
En suma, un problema que enmarca la situación radica en la falta de una plena comprensión del significado que cobra la sustentabilidad en el momento actual, así como en las dificultades para llevarla a un terreno práctico al interior de las universidades. El conflicto subyace en la resistencia que muestran las ies a realizar cambios sustanciales en sus estructuras académica y de gestión, cuyos principales efectos inciden en que las propuestas de sustentabilidad se topan contra un techo de cristal en las propias instituciones.7
El techo de cristalAl trasladar el concepto de techo de cristal, desde el territorio feminista hasta el análisis de los procesos de sustentabilidad universitaria en el espacio iberoamericano, se requiere llamar la atención sobre una realidad contradictoria. Después de dos décadas, son mayoría las ies que cuentan con programas de sustentabilidad más o menos ambiciosos, reforzados en muchos casos mediante estructuras administrativas (vicerrectorías, departamentos, centros) dedicadas específicamente a su aplicación. Pocas universidades de la región han dejado de incorporar la sustentabilidad a sus objetivos o a sus estrategias de responsabilidad social, reconociendo formalmente la necesidad de introducir cambios en su gestión y de enfocar sus funciones principales (formación, investigación y vinculación social) hacia ese horizonte. Sin embargo, este avance formal no termina por traducirse en cambios sustantivos y estructurales de las comunidades universitarias; tampoco se han convertido en modelos de coherencia ambiental para las sociedades a las que sirven. Tal y como sucede con las políticas de género, la definición retórica de una doctrina que apuesta estratégicamente por la inducción de la sustentabilidad en las instituciones universitarias acaba por estrellarse contra barreras e inercias sociales, económicas y académicas, fuertemente establecidas, que impiden avances reales y significativos. Es decir, existe una considerable distancia entre los objetivos de sustentabilidad formulados y los logros finalmente alcanzados.
¿De qué naturaleza son las barreras y los obstáculos que conforman ese techo de cristal metafórico? De entrada, de la misma forma que las políticas de igualdad de género colisionan con algunas estructuras sociales de carácter patriarcal —las cuales conforman una barrera muy sutil y difícil de franquear en la medida que impregnan la cultura en todos los estamentos y dimensiones de la vida común—, es posible que las políticas que pretenden situar a las universidades en la oleada de la sustentabilidad se topen también con otras barreras estructurales, ligadas a una concepción desarrollista y mercantilista de la sociedad que impregna y determina de manera cada vez más intensa las políticas de las ies y los patrones socio-culturales que guían a los miembros de la comunidad universitaria, desde los cuerpos docentes hasta los propios estudiantes. La creciente mercantilización de los procesos de generación del conocimiento y de la oferta de formación superior, incluso en las universidades públicas, constituyen indicadores cada vez más evidentes de este proceso de sometimiento de las ies a los imperativos e intereses del mercado.
La banalización de la sustentabilidad en las ies, cada vez más diluida en un concepto de “responsabilidad social” transferido del mundo de la empresa privada, forma parte del desencuentro —cada vez mayor— entre un discurso estratégico formalmente pro ambientalista y algunas prácticas políticas, económicas y académicas en las que se imponen los criterios y los intereses del mercado. En esta línea, cabe interpretar la creciente importancia de la competitividad entre universidades y grupos académicos con derivaciones incoherentes desde el punto de vista de un discurso social y ambiental responsable, como la elaboración de rankings, que también afecta a las políticas de sustentabilidad. No es, en todo caso, nada distinto a lo que sucede a nivel global, donde las esferas de la vida social tienden a estar cada vez más colonizadas por los dogmas del crecimiento y del libre mercado en su fase más radicalizada del capitalismo neoliberal.
A esta barrera estructural, sin duda la más poderosa e insidiosa del techo de cristal que entorpece el avance hacia la sustentabilidad, cabe sumar otras relacionadas con la dificultad de las ies para romper con las inercias heredadas de la visión decimonónica y compartimentada del saber, tanto en el campo de la investigación como en el de la organización del currículo disciplinar. Los estudios evaluativos sobre las políticas de inclusión de la sustentabilidad universitaria, específicamente la ambiental en el espacio iberoamericano, en su mayor parte, coinciden en destacar que se han logrado progresos precarios en cuanto a la ambientalización curricular y la incorporación de estos problemas complejos (y no sólo de los conocimientos científicos asociados a ellos) a los programas de formación y de investigación. Las experiencias disponibles —pese a ser innovadoras y mostrar modelos de trabajo académico transdisciplinario deseable para avanzar en esta línea— no dejan de ser escasas y puntuales, limitadas a pequeños colectivos de docentes innovadores dentro de un programa de estudios o una facultad en particular, y han tenido y tienen escasa incidencia en la elaboración de los planes formativos a nivel general (Geli, Junyent and Sánchez, 2003; Aznar, Martínez-Agut, Palacios, Piñero and Ull, 2011).
Tampoco pensamos que estas barreras sean particularmente distintas en el espacio universitario iberoamericano en relación con otras regiones del planeta. Por ejemplo, el informe mundial elaborado por la Global University Network for Innovation (guni-unesco, 2011), sobre los retos y compromisos de las universidades con la sustentabilidad, señala las principales dificultades que enfrentan las ies para poder introducir cambios en un contexto social insustentable. Una de las limitaciones que identifica el estudio radica en la estructura excesivamente disciplinar y compartimentada que persiste en la mayoría de las universidades, misma que impide un acercamiento integrador y globalizado a la crisis ambiental. Éste indica que existe una importante apuesta por soluciones basadas en la innovación tecnológica, sin debatir las limitaciones que implica la aplicación de ésta; también menciona que los programas docentes suelen contener una agenda oculta de prácticas basadas en acciones insustentables que no favorecen la reflexión sobre los dilemas éticos asociados con la interacción humana y el medio; y en relación con la investigación, el informe denuncia que está más focalizada en el factor de impacto de las publicaciones que en fomentar la relevancia social y ambiental de los avances y soluciones planteados por los investigadores.
Como destaca Benayas (2014: 9), pueden identificarse otras limitaciones y barreras que enfrentan las universidades iberoamericanas en la actualidad, pero la principal carencia “es que no están consiguiendo implicar a sus profesores y formar a sus estudiantes y futuros líderes de la sociedad en los principios de la sostenibilidad”, dado que “no se han dado pasos significativos para que los estudiantes de las distintas carreras (…) reciban una formación básica para construir un sistema económico y social basado en los principios de la sostenibilidad”. Dicho en otras palabras, la sustentabilidad no ha logrado impregnar más que de forma superficial y limitada la cultura de las comunidades universitarias, y ello pese a las condiciones supuestamente óptimas de las instituciones a las que se les atribuye una responsabilidad social específica e inherente a su misión: la de crear conocimiento científico y humanístico para utilizarlo en la formación de las élites profesionales e intelectuales de sus sociedades de referencia. Resulta difícil pensar que las universidades puedan servir como modelo para generar cambios sociales profundos a mediano y largo plazos en la relación con la biósfera, si la formación que reciben sus estudiantes sigue reproduciendo en lo fundamental los conocimientos, las prácticas culturales y los modelos de producción ambientalmente insustentables y socialmente injustos que nos han situado en el umbral de un colapso socio-ambiental.
¿Percibe la comunidad universitaria iberoamericana más implicada en los procesos de sustentabilidad de las ies la existencia de este “techo de cristal”? No hay muchos estudios al respecto, pero algunas aportaciones pueden contribuir a tratar de responder la interrogante. Por ejemplo, la plataforma universia realizó una encuesta virtual dirigida a la comunidad universitaria en el marco de las actividades preparatorias del iii Encuentro Iberoamericano de Rectores, celebrado el 28 y el 29 de julio del 2014 en Rio de Janeiro, bajo el lema “La Universidad del Siglo xxi: Una reflexión desde Iberoamérica”.8 En dicha consulta se formuló la siguiente pregunta: ¿cumplen las universidades con su papel de liderar la sustentabilidad socio-ambiental?
Los expertos universitarios convocados podían elegir entre dos alternativas de respuesta. La primera afirmaba que las universidades han realizado, en los últimos años, importantes esfuerzos para adoptar compromisos y aplicar medidas concretas orientadas hacia la sustentabilidad, con acciones en el ámbito de la gestión de sus campus, ampliando y diversificando las zonas verdes, mejorando la gestión de residuos peligrosos y la recogida selectiva de los mismos, reduciendo el consumo energético y potenciando formas de transporte alternativas. Quienes elegían esta opción de respuesta asumían que las ies están avanzando claramente hacia la sustentabilidad.
En contraposición, la segunda alternativa consideraba que las ies no están atendiendo el reto de la sustentabilidad; es decir, aunque se han dado los primeros pasos, aún queda mucho camino por recorrer, dado que en la mayoría de las universidades las políticas de sustentabilidad “son incipientes, escasas, aisladas y carecen de un plan global de actuación que cambie de forma profunda la manera de funcionar de la universidad”, y como la primordial carencia emerge la ya enunciada falta de conexión de la comunidad universitaria con los principios de la sustentabilidad.
De los 156 expertos latinoamericanos que participaron en la encuesta, sumando una amplia representación de este espacio universitario, 70% se decantó por la segunda opción, es decir, por la existencia de escasos avances en la respuesta de las universidades al reto de la sustentabilidad; mientras que solamente 30% reconoció que se han producido avances significativos en ese camino. Más relevantes que el dato cuantitativo son algunos de los argumentos utilizados por los expertos para justificar sus elecciones, los cuales apuntan, precisamente, a la existencia de múltiples barreras e inercias en las instituciones universitarias o en su contorno, que bloquean o ralentizan los avances hacia la sustentabilidad, a pesar de que ésta se contemple como un objetivo en el horizonte estratégico de sus universidades.
Es de advertir que muchos expertos que optaron por la visión pesimista también reconocen algunos avances que valoran claramente como parciales e insuficientes, el caso español ejemplifica esta situación. Los últimos informes realizados sobre cómo han ido incorporando las universidades españolas los principios y los objetivos de la sustentabilidad ambiental coindicen en señalar que, desde la mitad de los años noventa del siglo pasado hasta mediados de la primera década de este siglo, fueron realizados algunos progresos en aspectos como la gestión urbanística y arquitectónica de los campus, el tratamiento de los residuos y la reducción del consumo energético (Benayas et al., 2011; Comisión Técnica de la Estrategia Universidad-2015, 2011; Larrán, 2014).
Buena parte de esos avances eran ineludibles para las universidades debido a la aplicación de los marcos normativo-legales europeos y estatales relacionados con el adecuado control y manejo de los residuos tóxicos y peligrosos generados en la actividad universitaria. Otros obedecen más a motivaciones de carácter económico que pro ambientales, como el ahorro en el consumo energético. Frente a los avances relativamente importantes en el ámbito de la gestión, los mismos informes señalan progresos limitados en la impregnación en las comunidades universitarias de la cultura de la sustentabilidad, la ambientalización curricular y de la tarea investigadora, o en el papel de las universidades como modelos de congruencia ambiental ante la sociedad. Un dato muy relevante expone que prácticamente ninguna institución universitaria española realiza un seguimiento sistemático de la evolución de su huella ecológica, si bien algunas han hecho esfuerzos relevantes en este sentido.9 Otra carencia a destacar es la falta de visibilidad de los planes de sustentabilidad para las propias comunidades universitarias. Los mismos informes coinciden en remarcar que esta situación de estancamiento se agudizó con la irrupción de la crisis económica en 2007, provocando recortes significativos en el financiamiento de las universidades públicas que han limitado aún más la evolución de unas políticas de sustentabilidad todavía incipientes.
Más allá del techo de cristalLa posibilidad de romper el “techo de cristal” que limita el tránsito hacia una sustentabilidad ambiental profunda del quehacer de las universidades iberoamericanas acaso requiere repensar y reformular estratégicamente los marcos de acción seguidos hasta ahora. Hay avances importantes que es preciso consolidar en el ámbito de la gestión, sin embargo, las iniciativas desarrolladas para que las ies interioricen la cultura de la sustentabilidad y la irradien al conjunto de la sociedad apenas han logrado impregnar los valores y las prácticas de las comunidades universitarias.
De hecho, las universidades iberoamericanas se encuentran en una encrucijada. Por una parte, actúa la presión del mercado para poner al servicio de sus intereses los recursos formativos e investigadores que poseen las ies, por otra, interviene la demanda social para poner ese potencial al servicio de la prosperidad general, la igualdad y las adecuadas gestión y distribución de los bienes comunes en los contextos en los que operan. El deterioro de los sistemas universitarios públicos en España y Portugal, como consecuencia de la crisis financiera, social y económica desatada desde 2007 en el sur de Europa, pone en evidencia el conflicto entre una educación superior subordinada a los intereses del mercado, que el discurso neoliberal identifica con los intereses de la sociedad, o puesta al servicio de los intereses y necesidades de la colectividad. Al menos en el escenario ibérico, el impacto de la crisis de sus sistemas universitarios va más allá de la restricción de recursos para afectar a su concepción como servicios públicos que deben ofrecer sus capacidades al servicio de la sociedad. Los planes de sustentabilidad, trabajosamente diseñados en la última década del siglo pasado y en el primer lustro de éste, permanecen congelados o en retroceso, escasos de financiamiento y con estructuras organizativas que se mantienen a duras penas o languidecen esperando su desaparición, y lo que es peor, sin que las comunidades universitarias hayan tomado en cuenta el retroceso que significó el escaso reconocimiento y la poca valoración que los programas, estrategias y políticas de sustentabilidad tuvieron dentro de ellas. Las ies de este lado del Atlántico no atraviesan por un escenario muy distinto, que además se agrava por el crecimiento desregulado de una persistente oferta de educación superior privada carente de criterios de calidad (Didrikson et al., 2009).10
La mercantilización de la educación superior, con un peso creciente de la oferta privada y una presión cada vez mayor para recortar el financiamiento y la autonomía de las universidades públicas, se refuerza con la imposición de criterios e indicadores de evaluación que ponderan la calidad y la excelencia académicas en función de su rentabilidad económica y de su capacidad de responder a las demandas del mercado. Cualquier otra finalidad social o ambiental es considerada secundaria o, en todo caso, subordinada a la visión neoliberal que todo lo invade y condiciona.
Podríamos decir que el árbol de los indicadores no deja ver el bosque de la crisis de la sustentabilidad de las universidades. Muchas de las redes de ies constituidas dentro de los Estados que constituyen el espacio iberoamericano, e incluso a nivel transnacional dentro de este mismo espacio, han ideado sistemas de indicadores para evaluar los avances realizados en los procesos de sustentabilidad ambiental universitaria. Son, sin duda, iniciativas necesarias, pero también se percibe tras ellas la lógica competitiva de los rankings que tanta importancia tienen en las políticas universitarias centradas en la competencia y la eficiencia, que pretenden trasladar al ámbito universitario los mismos criterios y baremos de éxito (maximización de beneficios) que se utilizan en el mundo empresarial. Estos procesos de evaluación se basan en baterías de indicadores más o menos consensuados, aplicados con mayor o menor capacidad crítica, pero que suelen obviar el modelo antropológico, ideológico y social al que responde la política universitaria.
En países como España, este conflicto de fondo es cada vez más evidente y se revela en la existencia de diferentes enfoques para valorar la sustentabilidad universitaria. Frente a informes sistémicos —diseñados para consolidar los avances e identificar alternativas y buenas prácticas para superar el techo de cristal en aquellos ámbitos en los que dichos adelantos han sido limitados (Cadep, 2011; Comisión Técnica de la Estrategia Universidad-2015, 2011)— se desarrollan otros estudios que trasladan al ámbito universitario las prácticas, el lenguaje y la filosofía de la evaluación de la responsabilidad social en el mundo empresarial (Larrán, 2014), caracterizando a los sectores que integran la comunidad universitaria como “empleados”, “clientes” o “proveedores”.
Aun más, sea uno u otro el enfoque, los indicadores son susceptibles de convertir un proceso que ha de ser necesariamente cooperativo y solidario —valores fundamentales en una cultura profunda de la sustentabilidad— en un mecanismo competitivo que sirve para situarse en los rankings, que las mismas universidades utilizan en sus estrategias de marketing dentro de la lucha por captar recursos públicos cada vez más escasos, y otros privados. Lo que no suelen demostrar los protocolos que se utilizan para elaborar los rankings de sustentabilidad ambiental ya existentes —ni probablemente puedan hacerlo— es si aquellas universidades que los encabezan han desarrollado en su comunidad universitaria, y en su entorno, una cultura realmente alternativa con respecto a las causas que generan la crisis socio-ambiental, o si, simplemente, han introducido algunos cambios más o menos superficiales en ámbitos que pueden ser importantes (gestión de residuos, ahorro energético, acciones de sensibilización sobre movilidad, etc.), pero que no implican una transformación de la universidad, enclave de la cultura de la sustentabilidad.
Desde este punto de vista, el reto de las universidades con respecto a la sustentabilidad ya no reside sólo en los ámbitos de ambientalización de la gestión, la creación de conocimiento o el curriculum. Tampoco, esencialmente, en su relación con las comunidades de referencia y con la sociedad en su conjunto, aunque es en esta dimensión en la que cabe repensar y reformular cuál es su papel con respecto a la crisis socio-ambiental y a su gobernanza. La cuestión central debe ser ahora, al menos en las universidades iberoamericanas en ambos lados del Atlántico, cómo cuestionar un estatus institucional condicionado por la hegemonía del mercado y cómo impugnar su estrategia insidiosa para destruir los mecanismos de gestión y de deliberación democrática en las universidades, dado que estos últimos elementos son la base de sus autonomías académica, política y económica. La crisis fiscal es el ariete que se está utilizando para la labor de demolición más intensa, pero esta va acompañada de una serie de estrategias de inspiración neoliberal que sitúan la competitividad (por producir conocimiento y formación, captar “clientes”, generar patentes “rentables”, etc.) como meta suprema. La mercantilización del conocimiento a través de las empresas que gestionan editoriales, revistas académicas y bases de datos, el tratamiento de las patentes y su transferencia hacia la empresa privada, la mercantilización de la formación cada vez más sometida a las leyes de la oferta y la demanda y menos al interés social o a criterios de equidad e igualdad de oportunidades, etc., son algunas de manifestaciones de esta deriva de inspiración neoliberal. La sociedad del conocimiento augurada por la unesco en la década de 1980 y 1990 del siglo pasado ha devenido en sociedad del conocimiento como mercancía; ante ella, las universidades han de definir su rol y su identidad: sumisión o espíritu crítico.
A modo de cierre¿Existen enfoques alternativos que permitan a las ies cuestionar este escenario y responder de forma más realista a los retos de la crisis socio-ambiental? Como todo intento de desarrollar una praxis contra la hegemonía del mercado, no es fácil pensar y, sobre todo, llevar a la práctica posibles alternativas. La coyuntura universitaria iberoamericana, tal y como aquí se ha caracterizado, tiende a imponerse y naturalizarse como la única posible, con escasos márgenes para la innovación y el cambio. Aquí queremos abrir, al menos especulativamente, otras posibilidades estratégicas para construir universidades que se impregnen en la cultura de la sustentabilidad y la traspongan a sus contextos sociales.
Es frecuente referirse a la Universidad como “Comunidad”; de hecho, esta calificación se utiliza con frecuencia en la documentación que regula su actividad administrativa, docente e investigadora, así como en la de proyección social. Con ello se destaca la idea de que este tipo de instituciones se caracterizan por albergar a un conjunto de personas que tienen intereses comunes, relacionados con el conocimiento, la gestión o el desarrollo profesional. Además, al ser un “conjunto”, se advierte que está constituido por elementos singulares, diferentes entre sí, pero todos compartiendo la misma identidad y la percepción de pertenencia a un marco institucional común.
La “Comunidad Universitaria” es un agregado institucional que desempeña funciones de interés público (fundamentalmente la docencia y la investigación) y es un tipo de organización clave en el sistema educativo de cualquier Estado moderno. Igualmente, tiene órganos de gestión estructurados y bien diferenciados, normalmente dotados de un alto grado de autonomía y un carácter democrático, aunque muy particular pues conserva un fuerte componente estamental. A su vez, las comunidades universitarias gozan, en distintos grado e intensidad, de cierto prestigio social que les atribuye el conjunto de la sociedad a quienes están próximos a las fuentes del saberes científico, técnico y humanístico.
Como institución, a la Universidad se le supone la capacidad de ejercer una gran influencia sobre sus miembros, haciendo equilibrios entre la salvaguarda del status quo y la renovación permanente de sus estructuras y modelos de organización académica, científica y administrativa. Las expectativas que generan en las sociedades a las que prestan sus servicios también suelen ser contradictorias: se espera que las ies se sitúen en la vanguardia de la innovación social —ya que se encuentran en una posición privilegiada en cuanto a la producción y el acceso al conocimiento—, al tiempo que sean conservadoras, puesto que no son bien tolerados los cambios bruscos, rápidos o radicales. De esta contradicción surge, en el espacio social iberoamericano, la acusación frecuente de que las comunidades universitarias viven ajenas a la realidad, al mismo tiempo que se espera y se demanda de ellas que ofrezcan soluciones innovadoras y efectivas a los retos e incertezas que plantea esa misma realidad.
En relación con la sustentabilidad, se puede enunciar a la universidad como “una actividad humana, imbricada en un territorio, con un área de influencia y con una serie de impactos sobre el medio” (Alba, Alonso y Benayas, 2011: 147). De esta conceptualización derivan las medidas que la propia universidad adopta sobre cómo regular su actividad en relación con la problemática ambiental, las cuales tendrán repercusión sobre la comunidad de personas que gestiona y, a su vez, sobre otros grupos con los que se relaciona, directa o indirectamente, convirtiéndose en “modelo” inspirador del cambio para otros contextos institucionales y sociales.
Las fórmulas para introducir desde una visión ajena a la inercia de lo establecido (el modelo económico y social actual que se demuestra insustentable) precisan de estrategias de participación e implicación de los miembros de la comunidad. De nada sirve gestionar el espacio, los residuos, la energía, etc., desde planteamientos más ecológicos, sin la participación consciente de los distintos estamentos que la integran. Es por ello que Alba, Alonso y Benayas (2011: 148) afirman que “la gestión y la educación ambiental se encuentran estrechamente relacionadas y difícilmente funcionará una gestión ambiental sostenible en la Universidad si solamente la ejecutan los técnicos y no se fomenta la participación activa de toda la comunidad universitaria”. La cultura de la sustentabilidad requiere, en definitiva, de un cambio de modelo que permee a todos los estamentos de la comunidad universitaria y modifique substancialmente su forma de ser y de estar en ella, desde las esferas académica y profesional, ligadas a sus roles como docentes, investigadores, estudiantes o personal de gestión, incluso en los ámbitos deportivo, artístico, recreativo, de promoción cultural y de reflexión crítica y política, hasta la esfera personal y social, ligada a sus roles como ciudadanos y ciudadanas comprometidos con la sustentabilidad de sus comunidades y de la sociedad en su conjunto.
Esa intención estratégica es la que anima a trasladar el modelo de las “comunidades en transición” al ámbito universitario (Iglesias, 2013; Pardellas, Iglesias y Meira, 2013). Las “comunidades en transición” –también reconocidas como “iniciativas en transición” o “pueblos en transición”– son un movimiento social iniciado en Kinsale (Irlanda), y luego extendido a Totnes (Inglaterra) por el ambientalista Rob Hopkins a comienzos de 2005 (Hopkins, 2008, 2011). Su objetivo es construir, mediante una metodología participativa, procesos impulsados por la sociedad civil para encarar seriamente los problemas paralelos del Cambio Climático y el Pico del Petróleo (Suriñach, 2008). Ante la preocupación por los cambios sociales que se derivarán de dichas problemáticas ambientales, la propuesta de las “iniciativas en transición” tiende a construir un modelo social que haga más fuertes a las comunidades locales (barrios, pueblos, ciudades), desarrollando su sentimiento de comunidad y reduciendo su dependencia energética. Esto redunda en la consecución de un objetivo de mayor envergadura, a saber: el aumento de la resiliencia de las personas y sus comunidades.11
Las ies o los colectivos académicos que desde una universidad han optado por este marco de acción, también han renovado el interés por desarrollar experiencias formativas transformadoras que permeen la cultura de la sustentabilidad en todos los estamentos universitarios, adoptando un enfoque eminentemente educativo. La puesta en marcha de iniciativas en transición bajo contextos universitarios supone un nuevo impulso a los proyectos y programas preexistentes orientados hacia la sustentabilidad. Sin embargo, las iniciativas no tienen la suficiente continuidad en el tiempo y no es fácil que cuenten con los respaldos institucional y social suficientes como para provocar cambios tangibles en aspectos estructurales de la organización universitaria o en el ejercicio de sus funciones básicas de formación e investigación, alcanzando una mayor proyección en su labor de extensión social (Iglesias, 2013).
En esta línea, estas iniciativas han puesto en marcha cursos, conferencias, talleres, seminarios, grupos de reflexión e innovación social, cooperativas de consumo, etcétera, cuyo fin es la búsqueda de nuevos modos para socializar, implicar y movilizar a la comunidad universitaria en procesos de cambio compartidos y cooperativos, con un enfoque de desarrollo integral.
Si lo propio de las ideas y las prácticas hegemónicas es mostrarse como naturales e ineluctables (el neoliberalismo como pensamiento único, el capitalismo sin alternativas viables, el patriarcado sin opciones igualitarias, etc.), bien pudiera ser que aquellas comunidades universitarias en transición —que sean capaces de esgrimir con fuerza su singularidad y su autonomía, y de resistir a la homogeneización cultural y económica que constituye uno de los pilares de la insustentabilidad— se conviertan en laboratorios para ensayar prácticas y patrones culturales, modelos de relación social, de producción y de consumo, que caminen en sentido contrario. Una Universidad que asuma el modelo de las comunidades en transición también estará sometida a las presiones del mercado, es inevitable, pero puede generar estrategias que permitan movilizar sus activos científicos, tecnológicos y organizativos al servicio de la construcción de modelos alternativos de sociedad, liberándose así, en cierta medida, de las barreras academicistas, eficientistas y economicistas que configuran el techo de cristal que impide dar pasos más ambiciosos en pos de la sustentabilidad.
A diferencia de otras comunidades en transición, las universidades, además de construir colectivamente la sustentabilidad de la comunidad universitaria —en una movilización interna—, pueden y deben generar efectos difusores de mayor alcance por cuanto una de sus misiones es formar ciudadanos que serán profesionales con capacidad para influir en otras comunidades próximas o distantes de la localización de la ies que les formó. Es una exigencia comunitaria de todos con todos, donde conocimiento, ética y comportamiento tienen que referenciarse de un modo coherente. Los cambios pueden realizarse a diferentes escalas, desde variaciones que apenas supongan costos objetivos o subjetivos para quienes los asumen (como substituir focos de luz incandescente por otros de bajo consumo), pasando por modificaciones que suponen opciones más costosas (moderar la temperatura media del aire acondicionado y de la calefacción o renunciar a consumir carnes rojas), hasta el abandono de prácticas de alto impacto y cuya adopción implica cambios radicales en los estilos de vida normalizados (prescindir de viajar en avión, suprimir el transporte privado, renunciar a prácticas de consumo conspicuo), en prácticas que ya se situarían en el marco de una filosofía decrecentista.12
Con una perspectiva más crítica, una parte de la comunidad universitaria integrada en la Red de Transición (Transition Network) se interroga: […] si el futuro para el que estamos educando a los jóvenes no es el futuro que se avecina, ¿cómo podemos ajustar el rumbo de nuestro monolítico sistema educativo? ¿Cuáles son las habilidades y aptitudes necesarias para un mundo de contracción económica, de aumento de los costos de energía, de degradación ambiental y de cambio climático? ¿Hemos trazado nuestra ruta por una Estrella del Norte equivocada? (Hopkins, 2013).
Con más o menos acierto, algunas comunidades universitarias, también iberoamericanas, han puesto en marcha iniciativas de transición que exploran, de forma incipiente, alternativas innovadoras para afrontar el reto de conformar una comunidad universitaria integrada por ciudadanos y ciudadanas conscientes de las amenazas socio-ambientales contemporáneas y comprometida en la ardua tarea de superar o minimizar sus consecuencias a niveles local, regional y global
El cifca fue fundado por iniciativa del gobierno español y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (pnuma) como resultado de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano (Estocolmo, 1972), y en respuesta a la necesidad de fortalecer la cooperación de España con los países latinoamericanos y del Caribe. Su actividad se orientaba a la formación ambiental del más alto nivel, en el entendido de que los países de esta región debían impulsar sus procesos de desarrollo para atender las crecientes demandas sociales, pero sin degradar sus ecosistemas ni reducir la calidad de su medio ambiente.
Para otros análisis sobre esta problemática, véanse: Adomssent, Godemann y Michelsen (2007); Global University Network for Innovation (2011). Para el caso México, véase Gutiérrez Barba y Martínez Rodríguez (2010).
La entrevista se realizó a rectores, vicerrectores, presidentes, vicepresidentes y directores de facultades de ciencias naturales de las cuarenta universidades.
El techo de cristal es una metáfora empleada en los estudios de género para caracterizar esa barrera superior invisible en la trayectoria profesional de las mujeres que les impide acceder a los cargos de más alta jerarquía. Se dice que es invisible porque no existen normas, políticas o dispositivos sociales establecidos que legitimen esa exclusión, sino que se trata de valores entendidos y pautas culturales muy arraigadas y difíciles de identificar. Eso mismo ocurre con los avances de la sustentabilidad en las ies.
El planteamiento y los resultados de esta encuesta en línea pueden consultarse en: http://universitario2014.com/es/debates/debate26.html
La Universidad de Santiago de Compostela ha realizado el seguimiento de su huella ecológica entre los años 2010 y 2013 como parte de la evaluación de su política de responsabilidad social con respecto a la sustentabilidad ambiental. Los resultados pueden consultarse en http://www.usc.es/export/sites/default/gl/goberno/vrcalidade/descargas/MRS2013galego/Ecoloxxa_interna.pdf . Otras, como las universidades de Málaga, de Granada y de León, han hecho cálculos más puntuales o estudios piloto sobre la huella ecológica de algunos de sus campi o facultades.
Aunque la mayor parte de esta oferta es de instituciones privadas de dudoso prestigio, en el caso de México hay instituciones públicas creadas por decreto de gobiernos locales que se encuentran en la misma situación. Es la situación de la Universidad Popular Autónoma de Veracruz. Véase, Jonguitud (2014).
En el modelo propuesto por la Red de Transición se sugieren doce pasos para la puesta en marcha de una iniciativa en transición en una ciudad/pueblo/barrio: 1) Formar un grupo dirigente y planificar su dimisión desde el comienzo; 2) Tomar y crear conciencia; 3) Sentar las bases; 4) Organizar un gran lanzamiento; 5) Crear grupos de trabajo; 6) Utilizar la metodología del espacio abierto; 7) Desarrollar manifestaciones prácticas y visibles del proyecto; 8) Facilitar la “Gran Capacitación”; 9) Tender puentes con las autoridades locales; 10) Honrar a los mayores; 11) No forzar los resultados; y 12) Elaborar un plan de descenso de energía (Brangwyn y Hopkins, 2009). La adaptación de este modelo y sus estrategias de ambientalización a las peculiaridades de las comunidades universitarias es un reto pendiente.
El “decrecimiento” es una corriente de pensamiento y acción que pone en cuestión la necesidad de crecer que la economía capitalista ha instaurado como sistema de producción y consumo. Sus reflexiones enuncian la incapacidad del modelo de vida moderno para producir bienestar social y por tanto defienden una producción racional y respetuosa con los recursos de la naturaleza y con los habitantes del planeta. Autores de referencia pueden ser Serge Latouche (2008) o Carlos Taibo (2011), en el ámbito iberoamericano. Por ser un enfoque socio-económico nítidamente contra-hegemónico, su presencia académica en el medio universitario es marginal.