Tras dos años y medio desde el inicio de la pandemia por COVID-19 y estando a las puertas del final de la misma, según anunciaba la Organización Mundial de la Salud (OMS), llega el momento de hacer algunas reflexiones de lo que ha significado esta enfermedad para la población anciana. A fecha 7 de octubre se han confirmado a nivel mundial 617.597.680 casos y 6.532.705 fallecimientos por enfermedad por SARS-CoV-2. Cabe destacar que, del total de casos, solo el 5,86% se han diagnosticado en población mayor de 65años, ocasionando, no obstante, el 26,67% de la mortalidad total. Si estos datos los trasladamos a la población española, los porcentajes resultan aún más desasosegantes: las personas mayores representan el 16,57% de los casos, pero suponen el 90,59% de los fallecimientos totales1. Es decir, a pesar de no ser el grupo etario con el mayor número de casos confirmados por coronavirus, representa el grupo con la mayor ratio de mortalidad, siendo, una vez más, la población mayor la más afectada. Se han establecido diferentes factores de riesgo asociados a ese exceso de mortalidad en este grupo de población (biomarcadores proinflamatorios, polifarmacia, sexo, comorbilidades, entre otros), siendo la situación funcional basal, previa al episodio de infección por coronavirus, el denominador común en todos los estudios como factor asociado a mortalidad por COVID-192-5, por encima de la comorbilidad e incluso de los índices de gravedad clínica habitualmente utilizados (SOFA, qSOFA y otros). Una vez más, la situación funcional ha marcado, junto a la edad y el sexo (variables no modificables), el pronóstico en la población anciana. Y a pesar de ello, sigue siendo la variable menos medida y menos referida en esta población, fuera de los «ambientes geriátricos». Esta cuestión no es baladí. Cuando en muchos centros se establecieron criterios de ingreso en UCI, la función tuvo mucho menos peso que la edad, con la consecuencia de que ancianos en magnífica situación funcional, aunque de edad avanzada (mayores de 80años), tuvieron limitado su acceso a este recurso asistencial. No hay más que ver los informes de seguimiento de las diferentes consejerías para verificar este aserto. A modo de ejemplo, en la Comunidad de Madrid el 80% de los fallecidos eran mayores de 70años, pero solo representaron el 25% de los ingresados en UCI, situación que alcanza valores aún más llamativos en la población mayor de 80años, donde se produjo algo más del 60% de las muertes, pero suponen menos del 5% de los ingresados en UCI6.
Pero la función no solo ha resultado ser el principal factor pronóstico, habitualmente ignorado, sino que ha sido una vez más ignorada en la mayoría de los estudios que han evaluado las consecuencias de la infección a corto, medio y largo plazo. No solo en aquellos con diagnóstico de coronavirus (independientemente de haber precisado o no hospitalización), sino también durante el periodo de cuarentena establecido durante la primera ola (marzo-mayo 2020), que evidentemente también afectó a las personas mayores no infectadas. En ambos se observó un marcado deterioro, tanto desde el punto de vista funcional como desde el cognitivo, la calidad/cantidad de sueño y algunos síntomas relacionados con la ansiedad y el humor depresivo7,8.
El deterioro funcional observado en pacientes con COVID-19 (tanto a corto como a largo plazo) tiene varias posibles explicaciones. La primera de ellas tendría que ver con los cambios biológicos originados en el huésped por la infección, y que en el anciano presenta algunas características diferenciales. Destacar la respuesta inflamatoria secundaria a la infección por coronavirus, que genera hipoxia muscular, disfunción mitocondrial asociada a la tormenta de citoquinas y alteraciones metabólicas exacerbadas debido al incremento del sedentarismo en estos sujetos. Esto, junto con la presencia de déficits nutricionales y una baja actividad física, va a favorecer la pérdida progresiva de la función muscular, haciendo que la presencia de sarcopenia pueda ser mayor en esta población8.
El siguiente factor a tener en cuenta sería la hospitalización por infección por SARS-CoV-2, donde el propio proceso de ingreso hospitalario, así como el tratamiento farmacológico utilizado para tratar la infección (corticoesteroides, principalmente) aumentan el riesgo de diversos ítems funcionales (fragilidad, pérdida de situación funcional, discapacidad y dependencia)9, en especial en aquellos con mayor grado de dependencia (índice de Barthel <40/100)10, lo que conlleva mayor uso de recursos sociosanitarios y, consecuentemente, mayor gasto de recursos económicos. Aunque hay pocos estudios de seguimiento al alta hospitalaria, en un reciente estudio realizado en Noruega con un periodo de seguimiento de 6meses tras haber superado la infección por COVID-19 se objetivó que una tercera parte de los pacientes presentaba pérdida de movilidad, así como una menor realización de actividades de la vida diaria en el 11% de los sujetos11. En un estudio español con un seguimiento también a 6meses, la presencia de deterioro funcional se estableció en el 47,1% de los sujetos del estudio12. Como era de esperar, el impacto a largo plazo de la enfermedad es máximo en sujetos con edades más avanzadas. Así, en pacientes mayores de 80años que han sobrevivido a un ingreso hospitalario por COVID-19 seguidos a lo largo de 18meses se observó también una mayor pérdida de función en el primer mes tras el alta por coronavirus (con una caída en el índice de Barthel presente en el 53% de los sujetos del estudio, y un aumento de la fragilidad según escala de FRAIL en el 58% de los participantes), un deterioro funcional que se mantenía prácticamente constante a lo largo de todo el seguimiento, presentando el 47,6% un empeoramiento en el índice de Barthel y un 52,1% en la escala FRAIL a los 18meses de seguimiento13. Este último dato es especialmente relevante ya que, al contrario de lo que ocurre con otras variables (por ejemplo, el peso/índice de masa corporal, que se recuperan espontáneamente en la inmensa mayoría de los sujetos tras el alta hospitalaria), la función perdida durante el ingreso no se recupera de manera espontánea. Este es un hallazgo consistente en los diferentes estudios. Las condiciones que operaban en los momentos más graves de la pandemia hicieron imposible la intervención sobre estos aspectos: los pacientes no podían ir a los hospitales, y menos aún a hacer rehabilitación, ya que estos servicios y los hospitales de día estaban cerrados; tampoco se podían desplazar los fisioterapeutas a los domicilios de los pacientes, y la atención primaria estaba prácticamente cerrada.
La tercera cuestión a tener en cuenta es el deterioro funcional asociado al periodo de confinamiento, favoreciendo una menor actividad física de moderada-alta intensidad, así como un menor tiempo de caminar8, pudiendo acelerar la aparición de sarcopenia, aumentar la grasa corporal y, consecuentemente, empeorar la función. Tanto es así, que se calcula que durante la pandemia hasta el 10% de la población mayor podría haber desarrollado pérdida de función muscular, acelerando el riesgo de fragilidad y sarcopenia7.
Una penúltima reflexión. Una vez que todo indica que los aspectos más agudos de la pandemia han quedado atrás, al menos de momento, ha tomado relevancia lo que se ha venido en denominar «COVID a largo plazo». Resulta chocante que, habiendo sido las personas mayores el grupo más afectado cuantitativa y cualitativamente por la pandemia, una vez más hayan sido ignoradas en los estudios que han intentado fijar unos criterios para definir el síndrome, sea este lo que finalmente sea. Como consecuencia de este «olvido», entre los criterios no figura el deterioro funcional como tal, aunque sí otros, como la fatiga o la dificultad para respirar14, a pesar de que el deterioro funcional se observa hasta en la mitad de los sujetos mayores que han padecido COVID-19 tras hospitalización.
Finalmente, este editorial no puede terminar sin hacer mención al auténtico drama humano que se ha vivido en las residencias y que, en lugar de servir para aprender de lo ocurrido, sacar conclusiones y mejorar algo de lo mucho a mejorar en este nivel asistencial, se utiliza mezquinamente para otros fines por diferentes grupos de interés que, mientras los geriatras intentábamos poner orden en medio del caos utilizando criterios estrictamente técnicos y nunca políticos, se mantenían al margen o simplemente se ponían de perfil.
En conclusión, COVID-19 ha tenido gravísimas consecuencias en la población anciana, en términos de una elevada mortalidad y un marcado deterioro funcional. Una vez más, esta población no ha recibido la atención adecuada a sus necesidades, ni durante la fase aguda ni en los momentos posteriores a la misma, habiendo sufrido nuevamente las consecuencias de un edadismo que sigue anclado en nuestras autoridades sanitarias y en el propio Sistema Sanitario. Ni siquiera el muy publicitado informe del Comité de Expertos de Lancet, a pesar de reconocer que la mortalidad entre la población anciana fue 10 veces superior a la de la población general, no menciona una sola medida específica para esta población, a la que solo se refiere de manera marginal en alguno de sus muchos apartados15. Desde nuestra responsabilidad como profesionales que trabajan por el mayor bienestar de las personas mayores, tenemos un enorme reto que enfrentar, detectando el deterioro funcional residual presente en muchos ancianos para, tras la adecuada valoración, adoptar las actitudes indicadas en cada caso; promoviendo y mostrando ante las autoridades sanitarias las enseñanzas que la pandemia ha dejado claras, con un énfasis especial en los pacientes con deterioro funcional, representados en su máxima expresión por aquellos que viven en residencias, una vez más ignorados pero que siguen ahí, tras el fin de la pandemia y su desaparición de las primeras páginas, con todos sus problemas sin resolver ante la indiferencia de unos y los intentos de manipulación de otros. Y promoviendo la vacunación en aquellos en los que esté indicada. Este es nuestro papel en esta etapa de la pandemia. Como siempre, un papel poco llamativo pero útil para la población a la que nos debemos, las personas mayores.