La demencia es una de las principales causas de incapacidad en los ancianos y, por su prevalencia creciente al alargarse la esperanza de vida de la población, un formidable problema de salud pública. Sin embargo, su magnitud y sus repercusiones sociosanitarias serían mucho menores y relativamente asumibles si se lograra retrasar su aparición 5 o 10 años en el conjunto de la población (1). Con este objetivo se están realizando numerosos estudios, tanto poblacionales como caso-control, para identificar los factores determinantes de demencia y, en particular, de enfermedad de Alzheimer, su causa principal.
Los resultados de estos estudios empiezan a mostrar un complejo panorama con múltiples factores de riesgo de importancia modesta, pero no desdeñable, que acompañan a la edad como determinante principal de la aparición de enfermedad de Alzheimer y otras demencias. Entre estos factores de riesgo hay algunos de naturaleza biológica, dependientes de la constitución del individuo (2, 3) (genotipo ApoE, otros polimorfismos genéticos, hipertensión arterial, otras patologías cardiovasculares, diabetes, sexo femenino, perímetro cefálico, sordera, función cognitiva previa, etc.), otros de carácter psicosocial, dependientes en gran medida del entorno del sujeto (4, 5) (educación, interacción social, actividad física, nutrición, tóxicos ambientales, ocupación, etc.), y otros resultantes de la interacción de ambos (6, 7) (depresión, hábitos alimenticios, tabaquismo, terapia hormonal sustitutiva, fármacos antiinflamatorios, niveles séricos de lípidos y homocisteína, función tiroidea, traumatismos craneales, etc.).
Sobre algunos de estos factores de riesgo es factible plantear alguna intervención potencialmente preventiva, pero es preciso examinar su viabilidad, la magnitud de sus efectos y de sus costes. No es posible cambiar los rasgos genéticos y constitucionales del individuo, pero sí controlar de modo relativamente eficaz la hipertensión y otras patologías cardiovasculares con efectos probados de reducción de la incidencia de demencias (8). La educación, tanto en la niñez y juventud como en edades más tardías, puede incrementarse, al igual que las redes de apoyo social y la buena nutrición. Por último, la depresión puede ser tratada, los hábitos alimenticios y tabáquicos mejorados, y se han de evaluar los beneficios de terapias crónicas con diversos fármacos (9).
Por desgracia, la importancia de cada uno de estos factores no es muy grande y alguno de ellos está aún por confirmarse de forma definitiva, ya que no puede excluirse que sean sólo correlatos de otros factores más básicos e independientes aún no identificados. Los estudios realizados deben replicarse y refinarse pero habrá también que iniciar acciones de carácter práctico; será necesario potenciar los programas de control de la hipertensión y las patologías cardiovasculares, implementar dispositivos de estimulación cognitiva y «educación» de los ancianos, propiciar su intervención en la comunidad y fortalecer sus redes sociales, prevenir o tratar los trastornos depresivos y los defectos sensoriales, y facilitar una buena nutrición.
Son muchos los frentes en los que han de iniciarse ensayos de prevención y probablemente los recursos son insuficientes para abordar todos ellos desde una perspectiva poblacional general. Es preciso seleccionar las acciones preventivas más adecuadas y determinar los grupos de población en los que serían más eficaces. A este respecto es de especial importancia el hecho, constatado en varios estudios longitudinales, de que los ancianos con defectos cognitivos leves tienen un alto riesgo de desarrollar en el espacio de pocos años una enfermedad de Alzheimer (10). Este hecho identifica un grupo de sujetos con rasgos clínicos relativamente definidos en el que los efectos de cualquier intervención preventiva podrían ser fáciles de detectar. Por esta razón se han iniciado varios ensayos clínicos para valorar si diversos fármacos previenen o retrasan la aparición de demencia en estos sujetos, pero igualmente habría que examinar otras medidas no farmacológicas.
Los resultados de estos ensayos nos ofrecerán algunas respuestas dentro de 2-3 años y, al tiempo, suscitarán otros interrogantes nuevos y numerosas cuestiones prácticas. Mientras tanto han de ponerse en marcha o proseguirse una serie de estudios que aporten bases sólidas de conocimiento, procedentes de nuestra propia población, para el objetivo de prevenir o diferir el deterioro mental del anciano. Entre ellos cabe destacar:
Estudios longitudinales de factores de riesgo de deterioro mental y demencia con obtención simultánea de datos sobre condiciones socioculturales, red social, hábitos de vida, nutrición, función cognitiva, parámetros cardiovasculares, metabólicos y cerebrales, fármacos, eventos clínicos y genotipo: estos estudios permitirán consolidar y refinar los conocimientos existentes, jerarquizar por importancia relativa los factores identificados y justificar acciones preventivas.
Estudios clínicos y patológicos de la transición entre normalidad-deterioro mental-demencia: estos estudios ayudarán a identificar factores críticos, quizá circunstanciales, y a seleccionar grupos especiales de riesgo.
Estudios de nonagenarios y centenarios: estos estudios son fundamentales para comprender los procesos del envejecimiento y del declinar cognitivo dentro de un rango amplio de edad, y para contrastar hipótesis generadas en grupos poblacionales más numerosos.
Estudios controlados sobre eficacia y coste de intervenciones preventivas: sólo este tipo de estudios pueden ofrecer evidencia científica e información práctica para sustentar y recomendar medidas preventivas útiles.