El artículo de Abizanda Soler et al1, que aparece en este número, puede ser un buen pretexto para volver una vez más sobre el tema de la enseñanza de la geriatría en el pregrado de medicina. Se trata de un tema recurrente que ha sido abordado de manera reiterada en nuestra revista desde hace muchos años2-6 y al que yo mismo he dedicado atención repetida en otros lugares7-12.
Cabría suponer que la incorporación oficial de esta materia en las directrices generales de los planes de estudios vigentes para la obtención del título de licenciado en medicina y cirugía13, establecidas en 1990, y que entraron en vigor oficialmente en 1993, haría superfluo volver a insistir en la necesidad de esta enseñanza. En teoría, desde esa fecha la discusión tan sólo tendría sentido en torno al cuándo, al cuánto, al cómo y a cuestiones afines. Sin embargo, los hechos han demostrado que esto no es así y, por consiguiente, después de 12 años pueden ser oportunas algunas reflexiones al respecto.
Los argumentos para que el alumno de pregrado aprenda geriatría son incuestionables y se basan en dos pilares fundamentales: la realidad sociodemográfica y la especificidad de la materia objeto de estudio. Hablar de demografía no es únicamente aludir a los 7.276.620 ciudadanos españoles que habían cumplido los 65 años a finales de 200414, sino tomar en consideración que estamos hablando del colectivo más importante a la hora de consumir recursos sanitarios. Los ancianos son los principales usuarios de los hospitales y los centros de salud, los que tienen estancias hospitalarias más prolongadas, altas más difíciles, mayor número de reingresos, y los consumidores de fármacos por excelencia. Se sabe que en atención primaria el anciano supone el 60% del tiempo del médico y que cualquier especialidad clínica, médica o quirúrgica tiene una proporción altísima de pacientes ancianos.
Por lo que respecta a la especificidad de la geriatría, por superfluo que parezca, hay que recordar que el envejecimiento determina cambios importantes en nuestro organismo, con una pérdida progresiva de los mecanismos de reserva y una mayor vulnerabilidad ante cualquier agresión. Ello da lugar, a medida que se envejece, a un número creciente de enfermedades con cronificación de muchas de ellas y con secuelas funcionales de gran impacto sobre la persona y sobre la sociedad. También, a que las manifestaciones atípicas sean la norma en lo que respecta a síntomas, signos y exploraciones auxiliares. Las posibilidades de claudicación en cadena de los diferentes órganos y sistemas son mucho más comunes. La manera de aproximación diagnóstica y, sobre todo, terapéutica tiene numerosas connotaciones específicas de las que la forma de selección y administración de fármacos puede resultar paradigmática. Además, existen patologías y problemas igualmente vinculados casi de manera exclusiva a la persona mayor, como los llamados «grandes síndromes geriátricos» que son necesarios conocer.
Todo lo anterior justifica la necesidad de un aprendizaje específico y ha llevado, entre otras cosas, a establecer métodos de trabajo propios cuya expresión más significativa es la «valoración geriátrica integral». Obliga igualmente a un conocimiento más amplio del entorno sociosanitario del paciente y a extremar el cuidado en todos los problemas relacionados con la persona mayor dentro del campo de la bioética.
Como vemos, hay razones más que suficientes para programar esta enseñanza. Tampoco faltan contenidos ni referencias sobre donde encontrarlos. Numerosos libros de texto en la literatura de habla inglesa15-21, que es la que nos suele servir de orientación en la enseñanza de la medicina, avalarían también esta necesidad y pueden ser un buen referente a la hora de la programación. Los propios textos más clásicos y acreditados de patología médica en lengua castellana incorporan, desde hace varias ediciones, apartados más o menos extensos dedicados a la enseñanza geriátrica22-24.
Se entiende mal, entonces, que todavía hoy muchas de nuestras facultades de medicina no tengan establecida esta enseñanza de forma reglada y con carácter obligatorio, tal como señala la legislación. Quizá sea más difícil explicar la carencia prácticamente universal de un profesorado específico. Parte de la respuesta puede venir de la mano de la sempiterna inercia de nuestra estructura universitaria ante los cambios, asumiendo que aun los más obvios siempre se producen con un «tempo» muy lento. Junto a ello, hay que considerar las enormes resistencias que desde la más rancia tradición celtibérica imponen muchos de los llamados profesores generalistas, todavía con un gran peso en las estructuras docentes y administrativas de la universidad española, y para los que el desarrollo de las especialidades ha sido siempre una agresión insoportable. Ello ha pasado y sigue ocurriendo en distintas universidades con especialidades ajenas a la geriatría, más antiguas y poderosas, por lo que no debe extrañar demasiado que ocurra en este caso. También los geriatras y nuestras sociedades científicas debemos tener alguna parte de culpa, en la medida en la que no hemos sido capaces de hacernos oír de forma eficaz ni de transmitir nuestros argumentos con la fuerza suficiente.
Si miramos hacia afuera las cosas están algo mejor. Durante los años noventa del siglo xx, tuvieron lugar diferentes encuentros internacionales de consenso25-27. A día de hoy, con exclusión de Portugal y Grecia, todos los países de la antigua Unión Europea tienen incorporada estas enseñanzas a sus planes de estudios, por más que haya una gran diversidad en cuanto a contenidos y extensión. Países como Bélgica, Dinamarca, los Países Bajos, Finlandia, Irlanda, Italia, el Reino Unido o Suecia disponen de cátedras de geriatría en la práctica totalidad de sus facultades de medicina para la enseñanza en el pregrado. Francia y Noruega se van aproximando a ello. Alemania está algo peor y en Austria, aunque se contempla esta enseñanza, no hay todavía ninguna cátedra de geriatría. La rama dedicada a la geriatría de la Unión Europea de Especialidades Médicas (UEMS) se esfuerza por establecer programas comunes en todos los países de la Unión. En la misma línea van los esfuerzos de la EAMA (European Academy for Medicine of Aging)28 y los de la propia EUGMS (European Union Geriatric Medicine Society), constituida hace muy pocos años y entre cuyos fines fundacionales más importantes figuraba el de fomentar la enseñanza de la geriatría en el pregrado mediante modelos comunes. Si miramos hacia el este europeo, países como Rusia, Ucrania, la República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumania o Polonia también tienen incorporada la enseñanza de la geriatría en el pregrado de medicina, aunque no siempre de una manera universalizada y con gran variabilidad en cuanto a sus contenidos29.
El artículo del grupo de Albacete analiza una forma concreta de aprendizaje que, a juzgar por los resultados, está mostrando una buena aceptación por parte del alumno1. Evidentemente, los modelos de enseñanza pueden ser muchos y todos ellos resultan válidos cuando se abordan con rigor y dedicación. Tiene interés que la discusión sobre la enseñanza de la geriatría en el pregrado de medicina se centre cada vez más sobre este tipo de cuestiones. Ello llevaría implícita la idea de haber superado ya las dos primeras fases del proceso: la que obliga a demostrar la necesidad de enseñar geriatría y la de conseguir un amplio consenso social a la hora de su aceptación doctrinal. Incluso en el caso de Albacete, se habría superado la tercera fase, la que representa la puesta en marcha o la implementación del proceso de una manera generalizada. Habríamos alcanzado esa cuarta fase de consolidación, donde la discusión se centra en debatir y comprobar la eficacia y la eficiencia de los sistemas aplicados.
Desgraciadamente, esta no es la perspectiva general que hay en España y el esfuerzo mayor estriba todavía en conseguir que ningún estudiante de medicina en España concluya su carrera sin haber tenido oportunidad de adquirir unos conocimientos geriátricos básicos. La teoría está clara. Las recomendaciones al respecto son abrumadoras. Algunas de ellas, como las derivadas de las conferencias de consenso de los años noventa o de la propia experiencia de los países europeos, ya han sido comentadas. Pero las hay más antiguas y también más recientes. En 1976, la British Medical Association pedía que cada Facultad de Medicina dispusiera de una unidad académica propia «para proporcionar una enseñanza autorizada de pre y posgrado sobre los problemas clínicos del anciano, así como sobre algunos conocimientos de gerontología y sobre las estructuras administrativas que se ocupan de los servicios sociales del anciano»30. La Asamblea Mundial del Envejecimiento, celebrada en Viena en 1982 a instancias de las Naciones Unidas, insistía en lo mismo. Ese mismo año de 1982, la Organización Mundial de la Salud (OMS) definía diez objetivos para la enseñanza de la geriatría en el pregrado31. Paralelamente, en los Estados Unidos tenían lugar recomendaciones similares que, como en Europa, se fueron traduciendo en una presencia creciente de departamentos docentes de geriatría en la mayor parte de las escuelas de medicina de aquel país32-35.
En años más recientes, y referido a los países de nuestro entorno, las recomendaciones se asemejan más a un recordatorio de algo obvio que no a argumentar sobre un tema que se da por consensuado. Así se desprende, por ejemplo, de los documentos oficiales de la OMS emanados de su II Asamblea Mundial del Envejecimiento celebrada en Madrid en 200236. O, aún más próximo en el tiempo, del documento elaborado por el grupo de trabajo de la Sociedad Americana de Geriatría sobre el futuro de la medicina geriátrica en Estados Unidos37.
En España tenemos aún mucho trabajo por realizar. Para llevarlo a buen puerto, los geriatras y nuestras sociedades científicas deberemos asumir varios hechos. El primero es estar convencidos de que, por muy obvio que sea el tema, nadie nos va a regalar nada. Junto a ello, hay que ser conscientes de que nuestras universidades --y sus facultades de medicina-- son estructuras muy cerradas, poco dispuestas a incorporar innovaciones en sus programas o, en sentido contrario, a admitir la caducidad de determinadas materias que en su día pudieron haber sido consideradas fundamentales, pero a las que hoy los avances tecnológicos relegan a un interés casi nulo, por lo que deben ser total o parcialmente sustituidas por las nuevas necesidades curriculares. Además, la lucha por cualquier plaza docente, y en mayor medida si es para enseñar algo nuevo, lleva detrás una competencia feroz y presupone una mente abierta por parte de los departamentos académicos que las promueven y de los tribunales que las juzgan, y que raramente se produce.
Por todo ello deberemos seguir insistiendo. Argumentando con hechos y con números. También con trabajos como el que da origen a estos comentarios. Deberemos acudir repetidamente a cuanta instancia sea necesaria, incluyendo aquellas como las administraciones centrales estatales y autonómicas que, por definición, deben tener una mirada más amplia. Tenemos que buscar aliados en los medios de comunicación y, también, entre los representantes de la sociedad civil, incluyendo en ello a las asociaciones de gente mayor. Pero, sobre todo, deberemos estar preparados individual y colectivamente y demostrar una competencia profesional alta que haga incuestionable nuestra capacidad para liderar esta tarea docente.