Somos más, más viejos, y estamos más sanos que hace unas pocas décadas. Para darse cuenta de que somos más bastaba con darse una vuelta por los alrededores de las ciudades para ver la aparición continua de nuevos barrios, que se iban ocupaban poco a poco por la gente. De hecho, hace un par de años el Instituto Nacional de Estadística constató que ya éramos 44 millones de españoles. Además, asumiendo flujos migratorios constantes, se prevé que dentro de 10 años seremos 3 millones más1.
Es obvio que cada uno de nosotros es más viejo que hace 20 años; también lo es el conjunto de la población. Detrás del llamado «envejecimiento poblacional» se ocultan dos ideas contrapuestas, una buena y otra mala. La primera es el aumento del número absoluto de adultos mayores. Eso es bueno porque la mayoría de nosotros quiere que sus padres y otros familiares mayores nos acompañen (en buena salud, obviamente) el mayor tiempo posible, y nosotros también queremos llegar a viejos. Los adultos mayores son el sector de la población que más ha crecido en los últimos años. Ello se debe al gran descenso de la mortalidad infantil desde principios del siglo xx, que ha permitido que millones de niños llegaran a la vida adulta. Esta evolución favorable todavía se mantiene, aunque a un ritmo más pausado, de forma que en 1991 la mortalidad infantil fue 7 por 1.000 nacidos vivos y en 2007 era ya algo inferior al 4 por 1.0002. El otro factor responsable del mayor número de ancianos es el gran aumento de la esperanza de vida de los adultos mayores. Aunque el conjunto de la población española ha mejorado su esperanza de vida hasta alcanzar una de las mejores del mundo, los adultos mayores son los que más han progresado. Así, la esperanza de vida de las mujeres españolas de 65 años fue 19,25 años en 1991 y 21,65 años en 2007. En los varones fue 15,60 en 1991 y 17,68 en 20072. La reducción de la mortalidad infantil y la mejora de la esperanza de vida de los adultos mayores son dos grandes logros colectivos que invitan al optimismo sobre las capacidades de este país, tan necesario en tiempos de crisis. Algunos dirán que vivir más años amenaza el sistema de pensiones si no se prolonga la edad de jubilación; sin embargo, la principal amenaza está en la escasa actividad y productividad de los más jóvenes, que son los que pagan dichas pensiones.
El yin del envejecimiento es el aumento de la proporción de ancianos en la población, que resulta de la progresiva disminución de la natalidad (acelerada desde la transición democrática) en un contexto de baja mortalidad de los adultos mayores. El porcentaje de personas de 65 y más años en España es del 16,7%, uno de los más altos del mundo3. La preocupación es que la proporción de jóvenes no sea suficiente para mantener a tanta gente mayor (y a una pequeña proporción de niños). Sin embargo, a escala mundial la proporción de niños y jóvenes es todavía muy alta. La cuestión es si, en caso de no aumentar nuestra natalidad, España ofrecerá unas condiciones de vida y trabajo suficientemente buenas para atraer a los jóvenes de otros lugares. Esto ocurría hasta hace poco, cuando España tuvo uno de los mayores flujos inmigratorios del mundo; de hecho, los inmigrantes contribuyeron decisivamente al crecimiento económico de la última década. Por cierto, en contra de una creencia muy extendida, los inmigrantes usan menos los servicios sanitarios (excepto los obstétricos) que los nacionales4, probablemente porque están algo más sanos (lo que permite ponerse en marcha hacia otro país) y porque sus condiciones de trabajo son más precarias y se lo dificultan.
También estamos más sanos que hace 20 años. Una buena medida del estado de salud es la esperanza de vida libre de discapacidad, porque tiene en cuenta la duración de la vida y también su calidad, estimada por la limitación funcional. Esta medida es muy útil porque, aunque se puede retrasar, la enfermedad es un acompañante casi inevitable de la edad muy avanzada; pero son precisamente los enfermos que empeoran más su función los que más sufren, necesitan más cuidados y se mueren antes. En 1986, en los varones españoles de 65 años la esperanza de vida fue 15 años; de ellos 9,9 correspondían a años de vida sin discapacidad y 5,1 a años con discapacidad. En 1999, las cifran respectivas fueron 16,2 años, 11,5 años y 4,7 años5. Por tanto, de 1986 a 1999 los españoles han prolongado la duración de la vida, la han vivido con más salud y han «comprimido» la vida con discapacidad. Resultados similares se observan en todas las edades hasta los 85 años, y en las mujeres5.
Si todo esto es cierto, ¿cómo es posible que los hospitales estén cada día más llenos de personas muy ancianas, con varias enfermedades simultáneas y pobre situación funcional? Porque la compresión de la discapacidad todavía no ha llegado a los muy ancianos. O dicho de otra forma, la discapacidad se ha desplazado (afortunadamente) a los muy ancianos5 y, como éstos cada vez son más (de hecho son los que más han crecido entre los mayores de 65 años), son también más frecuentes en el sistema sanitario.
Sólo se puede especular sobre las razones del buen estado de salud de los ancianos españoles. Es posible que los ancianos actuales se hayan seleccionado (a través de mecanismos casi darwinianos) por sobrevivir a innumerables situaciones adversas durante el convulso siglo xx. Sobrevivieron a las enfermedades infecciosas de la infancia, las malas condiciones higiénicas, la pobre nutrición, la gripe española, la tuberculosis, la guerra civil, el hambre de la posguerra y las malas condiciones de trabajo. Y luego se beneficiaron del desarrollo económico y las mejores condiciones de vida a partir de los años sesenta, y de los grandes avances médicos y de la asistencia sanitaria del último tercio de siglo. Es posible que estas generaciones de ancianos sean irrepetibles, porque han sobrevivido a todo y luego se han beneficiado de casi todos los grandes avances del siglo xx. No obstante, se debe notar que el estado de salud también es muy bueno en los ancianos de otros países, como el Reino Unido o Estados Unidos de América, con periodos de prosperidad más prolongados que el nuestro en el siglo xx6.
El término «envejecer satisfactoriamente» se propuso hace más de 20 años, pero todavía se le da vueltas al concepto, a cómo medirlo y a su posible utilidad en la clínica y en las políticas de salud7. Desde un punto de vista práctico, puede entenderse como el retrasar y compensar el deterioro funcional físico y mental que acompaña a la edad. Coincide aproximadamente con la idea de vivir más tiempo libre de discapacidad grave. También implica cierta sensación de bienestar (físico, mental y social), conformarse de forma optimista con lo que se tiene, y valorarlo. Se puede medir combinando instrumentos objetivos de capacidad física y mental, y cuestionarios de calidad de vida relacionada con la salud, que también inquieren sobre aspectos funcionales. Es muy llamativo que en la población de 85 años en Newcastle se haya observado frecuente morbilidad, pero escasa discapacidad y buena calidad de vida8. Probablemente, se trata de personas que han envejecido de forma satisfactoria. En España, no disponemos de una cohorte tan homogénea en edad como la de Newscastle, pero la mejora de la esperanza de vida libre de discapacidad comentada más arriba también sugiere que se ha progresado en la senda del envejecimiento satisfactorio.
Aunque se van acumulando evidencias de que el envejecimiento satisfactorio se incuba desde el vientre materno, hay unas cuentas recomendaciones útiles en la edad adulta y en la vejez9,10. Primero, no fumar, o dejarlo cuanto antes porque muchos de los beneficios de abandonar el tabaco, en especial sobre la función respiratoria y la cardiovascular, se obtienen en poco tiempo. Segundo, la actividad física regular ajustada a la capacidad individual. La actividad física de inicio reciente es casi tan eficaz como la mantenida a lo largo de bastantes años, lo que es un estímulo para que incluso las personas mayores abandonen el sedentarismo11. Nada tiene un efecto tan favorable como la actividad física para reducir la enfermedad y la discapacidad, y mejorar la calidad de vida. Tercero, controlar médicamente algunos factores de riesgo cardiovascular; la hipertensión arterial es el más importante, pues es la principal causa controlable de ictus que, a su vez, es la primera causa de discapacidad grave en la edad adulta. Cuarto, consumir preferentemente alimentos de origen vegetal y, sobre todo, cierta frugalidad en la comida. Ello alarga la vida en animales de experimentación, pero en humanos es la mejor (y casi única forma) de evitar la obesidad, una causa fundamental de los trastornos osteomusculares, que son la primera causa de discapacidad leve y moderada, y de pérdida de calidad de vida en los ancianos. Por último, todo lo anterior será más fácil si se vive y se lleva a cabo con los que quieres y te quieren. Una buena red social, a menudo imprescindible para recibir ayuda emocional y material, alarga la vida y mejora su calidad en los adultos mayores, tanto en la población general12,13 como en los pacientes14.