El concepto de fragilidad viene desarrollándose en las dos últimas décadas. El número de publicaciones con este término se ha multiplicado por diez desde la década de 1990 hasta la actualidad. En este tiempo, la asimilación de la fragilidad al concepto de vulnerabilidad del individuo se ha mantenido constante. Sin embargo, sus dimensiones y los criterios operativos que la acotan han sufrido cambios sustanciales y aún en la actualidad están sujetos a revisión.
En la década de 1990 la operatividad del constructo se asimiló a la concurrencia de varias enfermedades o a la presencia de discapacidad o dependencia. A finales de la década de 1990 y a principios de esta década, Fried y Walston1 fijaron el constructo en una vertiente más biológica relacionada con la afectación de múltiples sistemas y la pérdida de plasticidad en la respuesta a estresores. El concepto se plasmó en un eje biológico que incluía la composición corporal, la actividad y el metabolismo energético, llamado «ciclo de la fragilidad». De manera empírica, operativizaron el constructo identificando cinco criterios (perder peso, sentirse exhausto, baja actividad, pobre fuerza muscular, lentitud en la marcha) que examinaron en el Cardiovascular Health Study observando un gradiente de riesgo entre aquellos que no cumplían ningún criterio y los sujetos que los cumplían todos en cuanto a mortalidad, a hospitalización y a discapacidad a medio y a largo plazo. Relacionaron sus bases fisiopatológicas con la presencia de cambios inmunitarios y hormonales relacionados con el envejecimiento2 y la presencia de determinadas enfermedades y condiciones. Aunque en la actualidad sus criterios están en revisión debido a la posibilidad de incluir la presencia del trastorno cognitivo o el índice de masa corporal dentro de su fenotipo, el constructo es un estándar aceptado de fragilidad, y múltiples estudios epidemiológicos incluyen esta aproximación al concepto de fragilidad. No obstante, actualmente coexiste otro abordaje de la fragilidad, que la relaciona con el cúmulo de múltiples déficits que pueden no estar relacionados por nexos fisiopatológicos comunes. El paradigma de esta visión de la fragilidad son los índices acumulativos de fragilidad de Rockwood y Kulminski3,4. Estos incluyen 40 y 48 ítems, respectivamente, que van desde cambios funcionales, autopercepción de la salud y sentimientos hasta depresión y presencia de varias enfermedades, entre otros. Estos índices son predictores de malos resultados de salud, pero por su constructo pueden adolecer de pobre sensibilidad al cambio y su mezcla de ítems los hace poco apropiados para la investigación sobre los cambios biológicos subyacentes ya que carecen de un fenotipo definido. Finalmente, se distinguen dos tipos de fragilidad: la fragilidad primaria es aquella relacionada con los cambios biológicos que se producen con el envejecimiento y los estilos de vida no saludables, y la fragilidad secundaria es aquella derivada de la presencia de enfermedades o condiciones que favorecen la inmovilidad y los cambios hormonales y/o inflamatorios.
Hasta el momento, la mayor parte de la investigación en fragilidad se ha centrado en los estudios de poblaciones y aún hacen falta estudios clínicos que proporcionen información acerca del impacto de la fragilidad en la evolución natural de las distintas enfermedades y su relación con la hospitalización. No obstante, existen algunas evidencias que aventuran que la fragilidad será un actor principal en el manejo de distintas enfermedades y condiciones. Un interesante ejemplo5 de la interacción de la fragilidad con la hospitalización es el trabajo de Boyd y Fried en la cohorte del WHAS I. Este estudio muestra en mujeres independientes mayores de 64 años que la incidencia de desarrollar discapacidad en las actividades básicas de la vida diaria en personas frágiles que sufrieron hospitalización en tres años de seguimiento fue del 68%. Este hallazgo advierte sobre el valor de incluir el estudio de la fragilidad en la valoración geriátrica integral.
Desde un punto de vista más clínico tenemos que resaltar que la fragilidad es un estado común —si no ineluctable— en la evolución natural de las enfermedades más frecuentes en el anciano. En este sentido, se ha observado una alta asociación con la demencia, la enfermedad vascular, la enfermedad pulmonar obstructiva crónica y la insuficiencia renal, entre otras. Lo que no conocemos bien —aún no existen estudios— es el alcance que puede tener el tratamiento de la fragilidad en la evolución natural de dichas enfermedades. No obstante, si tomamos los programas de ejercicio como un principal actor en el manejo de la fragilidad6, existen evidencias de que su implementación puede proporcionar mejoras sustanciales en la calidad de vida de los pacientes. Así, ya es asumido que los programas de ejercicio son un coadyuvante de valor en el tratamiento de la insuficiencia cardiaca con mejoras en el rendimiento físico7,8 y la función endotelial8. Incluso podríamos aventurar que la estratificación por fragilidad podría identificar a sujetos con un mayor potencial de respuesta, explicando así las inconsistencias de algunos estudios que observan en el grupo de intervención un grupo de francos respondedores frente a otro de no respondedores9. También estos programas forman parte del tratamiento integral en la OCFA mejorando la tolerancia al esfuerzo10,11, observándose que tal mejora es incluso independiente de la mejora de los parámetros de la función respiratoria. Igualmente se han visto eficaces en el manejo del deterioro cognitivo12, entre otros. Por último, es importante resaltar que la inclusión del síndrome de fragilidad en futuros estudios sobre la eficacia de programas de ejercicio dedicados al manejo clínico de estas enfermedades proporcionará información sobre cuáles serían los sujetos diana de la intervención y cuál el programa de ejercicio más adecuado (aeróbico, de fortalecimiento muscular o mixto) para ellos.
El salto desde el ámbito puramente epidemiológico al clínico conlleva una adecuación de los constructos y los criterios a un ambiente que demanda factibilidad, sensibilidad al cambio, capacidad predictiva y reproducibilidad. Como mencionábamos, existen dos aproximaciones a la fragilidad, el constructo de Fried y Walston, principalmente oligodimensional e inestable en el tiempo, y los de Rockwood o Kulminski, multidimensionales y más estables. El resto de las escalas o los índices de fragilidad se podrían incluir en una de las dos aproximaciones. Los índices acumulativos poseen capacidad predictiva de malos resultados a medio y a largo plazo pero debido a su extensión son poco aplicables en la práctica clínica habitual; además, el hecho de integrar en ellos niveles de función y comorbilidad los hace poco sensibles al cambio ya que son entidades poco reversibles. El constructo de Fried es también predictor de malos resultados, se basa en un modelo simple que se asienta en pilares que son de fácil estimación: la presencia de dinapenia y la baja actividad física. Este índice posee varias ventajas que lo hacen —desde nuestro punto de vista— adecuado para la función clínica. La primera es su simplicidad. Son cinco criterios que emplean medidas estandarizadas. La segunda es que la fragilidad según Fried puede ser reversible con el manejo adecuado. La tercera es que el síndrome participa de unas bases fisiopatológicas bien determinadas, íntimamente relacionadas con el desarrollo o agravamiento de múltiples enfermedades, lo cual nos permite —mediante su medición— monitorizar la respuesta biológica al tratamiento. La cuarta proviene del carácter oligodimensional del constructo, orientado a los cambios en la composición corporal, la actividad y la demanda energética, lo que facilita también su manejo. En este sentido, el ejercicio tiene como dianas terapéuticas el núcleo del síndrome: la composición corporal (sarcopenia-obesidad) y la demanda energética. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, el gran problema para la aplicación generalizada a la clínica es que los puntos de corte de algunos criterios (velocidad de la marcha, fuerza de prensión y actividad) requieren de marcos referenciales adecuados a la población bajo estudio, siendo necesarios estudios poblacionales que proporcionen referencias estandarizadas. Sirvan como ejemplo los datos del Estudio Toledo de Envejecimiento Saludable en el que el quintil más bajo de fuerza de prensión en la mano dominante en el cuartil más bajo del índice de masa corporal fue de 19,01kg para los hombres y de 10,41kg para las mujeres, muy alejado de los 29 y los 17kg de los estándares internacionales13. Por último, algunos autores proponen como un estimador de fragilidad la escala SPPB14 pero adolece de los mismos problemas de estandarización y no incluye la actividad y las medidas directas de fuerza dentro de su constructo, ítems que creemos pilares de la fragilidad.
Como corolario, podemos concluir que la fragilidad será un factor relevante en el manejo clínico del anciano y de los enfermos con enfermedad crónica, que por su simplicidad y su oligodimensionalidad el ciclo de la fragilidad de Fried y Walston se aventura como el constructo más adecuado y que serán necesarios estudios para adecuar los criterios a cada población.