La insuficiencia cardíaca (IC) constituye un importante problema de salud a nivel mundial por su elevada prevalencia, incidencia y morbimortalidad, así como el gran consumo de recursos sanitarios asociado, siendo una patología que afecta especialmente a las personas de mayor edad1,2.
Por su parte, la depresión también es una enfermedad muy común en las personas mayores, siendo el trastorno afectivo más frecuente en este grupo de edad y con el agravante de que, en muchas ocasiones, está infradiagnosticada3. Es importante detectar la depresión a tiempo, ya que su presencia se asocia con un aumento global de la mortalidad y puede producir múltiples consecuencias negativas, especialmente en la calidad de vida, en el paciente y en su familia, y también multiplica las visitas ambulatorias y el gasto sanitario4.
Si ambas entidades son frecuentes en las personas mayores, es de esperar que coexistan. Se han descrito prevalencias de entre el 10 al 60%, variando según los métodos de detección de la depresión, el estadio, el momento o el lugar (hospital, domicilio) de la IC en que se evalúa dicha coexistencia5–7.
Las personas de sexo femenino, que nunca se han casado, mayores de 60 años y con baja renta económica tienen mayor riesgo de depresión relacionada con IC7. Es importante tener en cuenta que se ha descrito un aumento del riesgo de suicidio en los pacientes con IC y depresión especialmente alto durante los meses siguientes al diagnóstico de la IC8. Respecto a la fracción de eyección (FE) se ha establecido que la asociación es más importante en los pacientes con IC con FE preservada en comparación con aquellos con IC con FE reducida9.
Una de las primeras reflexiones que deben plantearse, es si esta coexistencia es solo casual o bien causal. Son varias las hipótesis que apoyan la existencia de causalidad y bidireccionalidad, y que cada una de ellas actúe negativamente sobre la otra10. Así se han reportado diversos factores que parecen favorecer la asociación. Entre estos, además de factores psicológicos y conductuales como la adherencia a hábitos saludables, también se han señalado mecanismos fisiopatológicos como la activación neurohormonal, mediadores de la inflamación, hipercoagulabilidad o el mecanismo autorregulador del flujo sanguíneo cerebral y la hipoperfusión, con una potencial interacción de estos factores entre sí10.
Un importante reto en la práctica clínica es el de diagnosticar la posible coexistencia de depresión en los pacientes con IC, ya que, en ocasiones, pueden semejarse los síntomas (cansancio, alteraciones del sueño, pérdida de peso, alteración de la memoria, etc.)6. En una interesante revisión sistemática, se reporta que los cuestionarios informados por el paciente son más utilizados que aquellos calificados por médicos, incluido el inventario de depresión de Beck, el cuestionario de salud del paciente (PHQ-9) y la escala de ansiedad y depresión hospitalaria que son algunos de los más usados6. Es evidente que la edad avanzada y las comorbilidades añaden dificultad al diagnóstico de la depresión, pero en nuestra opinión, lo básico es pensar en ello y entrevistar al paciente en su búsqueda.
Como parecía lógico, la coexistencia de ambas enfermedades empeora el pronóstico. Los pacientes con IC y depresión tienen peor calidad de vida, más reingresos e incluso mayor mortalidad que las personas con IC sin depresión6. Esta última puede favorecer el aislamiento social y la baja adherencia a la terapia farmacológica y no farmacológica6.
El tratamiento debe ser el óptimo para ambas patologías, y esto incluye el uso de betabloqueadores, especialmente en la IC con FE reducida, que en ocasiones no se usan, malinterpretando su posible relación con la depresión11, aunque su empleo no queda tan claro en la IC con FE preservada12. Al mejorar la sintomatología de la IC, optimizando el tratamiento, se mejora la depresión como nos muestra un reciente artículo en el que se trata con sacubitrilo-valsartán13.
Respecto a la depresión, el abordaje no es tan uniforme. En la revisión sistemática realizada por Ishak et al.6 se señala que las seis intervenciones más comunes para el tratamiento son los fármacos antidepresivos, las intervenciones integrales/colaborativas, la psicoterapia, el ejercicio, la educación y otras no farmacológicas. Si bien se han informado mejorías asociadas al uso de antidepresivos, los efectos más significativos han sido señalados para la psicoterapia (tratamientos cognitivo-conductuales)6. Además de por su mayor eficacia, esta última tiene ventajas adicionales que incluyen la inexistencia de efectos adversos asociados con la IC, puede individualizarse a las características de cada paciente y proporciona recursos a las personas que reducen el riesgo de recaídas14. Con respecto al tratamiento farmacológico, tanto la revisión de Ishak et al.6 como otras14 concluyen que los inhibidores selectivos de recaptación de la serotonina son los fármacos de primera elección para pacientes con IC y problemas emocionales como la depresión o la ansiedad14,15. Creemos que una recomendación muy a tener en cuenta sería la de no usar antidepresivos tricíclicos, que no estarían sugeridos por sus potenciales efectos secundarios (arritmias, hipotensión, etc.) tanto para la población de mayor edad en general como, especialmente, para aquellos con IC asociada15.
En conclusión, destacamos la importancia de que los profesionales que atienden a pacientes mayores con IC deben ser proactivos en detectar la posible coexistencia de depresión y, si se confirma la asociación, tratarla de manera adecuada.