Albert Costas, catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona, subraya que, en la actualidad, un gran número de personas se jubilan en unas condiciones de salud excelentes y que este fenómeno se va a acentuar en los próximos años cuando comiencen a llegar a la edad de jubilación los miembros de la llamada generación del baby boom, nacida entre finales de la década de los cuarenta y principios de los setenta, con pautas y niveles de salud mucho mejores de los que pudieron disfrutar sus padres y abuelos.
La actual generación de ancianos españoles es la primera que va a vivir 20 o 30 años como jubilados y lo mismo va a ocurrir con las generaciones que seguirán; nunca antes en nuestra historia había ocurrido un fenómeno parecido. ¿Qué van a hacer estas personas con su tiempo? ¿Qué va a hacer la sociedad con ellas? Se trata de personas, que mayoritariamente desearían permanecer activas —aunque, muchas de ellas, no sepan cómo— con un acervo de conocimientos, habilidades y experiencia, que la sociedad no debería menospreciar y que alcanzan la edad de jubilación sin manual de instrucciones para su uso. Este fenómeno, además, se va a incrementar con la reciente oleada de prejubilaciones, consecuencia de la crisis económica. Convertir a las nuevas oleadas de potenciales jubilados ociosos en jubilados activos eficientes, útiles, capaces de disfrutar con las tareas que realicen constituye sin duda un importante reto1.
Diego Gracia, siguiendo los pasos de Aristóteles y Ortega, nos muestra que el objetivo de toda vida humana es alcanzar la felicidad, la plenitud, y que no podemos conformarnos con menos: «Todos vamos dirigidos hacia ello —escribe— como la flecha del arquero hacia su blanco»2. Objetivo que comparten, por tanto, los jubilados de cualquier edad, incluso aquellos que se hallan ya en la fase final de su existencia.
Eric Cassell, en un artículo paradigmático que lleva por título «El sufrimiento y los objetivos de la medicina»3, nos transmite un mensaje capital: «Los que sufren, no son los cuerpos; son las personas». Pero, ¿qué es una persona? Y tras la reflexión, surge la respuesta: la persona es un producto esencialmente relacional, no tiene res extensa. Sin interacciones específicas en contextos concretos, la persona como tal, única e irrepetible, no existiría4.
Llegados a este punto, es necesario no caer en lo que Ryle5 llama error categorial. La persona no es el organismo, no es el cerebro, no es la mente, no es la conducta, no es la sociedad, la persona no es el coche, no es el motor, no es la carretera. El coche, el motor, la carretera, los compañeros de viaje, el mapa, el equipaje, el paisaje son elementos que hacen posible y enriquecen el viaje, pero no son el viaje.
Cuando el cerebro se apaga, el viaje acaba; pero el cerebro no es la persona. La persona, con toda su riqueza y complejidad, es su biografía4, siempre provisional, siempre inacabada, siempre cambiante, buscando en todo momento la felicidad y la luz. Constituiría un grave error, tanto por parte del individuo como de la sociedad, dar el viaje por terminado al llegar a la jubilación.
Cuando alguien alcanza esta etapa de su vida, la biografía no ha finalizado. Incluso, para algunos, la parte más substanciosa de ésta tal vez no haya hecho más que empezar. Es cierto que, en el seno de una cultura que adora la juventud y la immediatez hedonística, los que llegamos a la vejez solemos hacerlo con el estereotipo de tacaños, reiterativos, pelmas, lentos, irritables, quejicas, olvidadizos, ineficientes o carrozas. Pero disponemos de ejemplos de personas de edad avanzada (recordemos, ya centenarios, a la premio nobel de Medicina Rita Levi-Montalcini o al médico catalán Moisés Broogi6) que nos muestran que este modelo negativo de anciano no refleja necesariamente una realidad universal. Nos incumbe a los que hemos llegado a la edad de jubilación cambiar las etiquetas que nos coloca automáticamente la sociedad por otras más positivas —serenos, tolerantes, flexibles, generosos, eficientes, no repetitivos, con sentido del humor— rompiendo el estereotipo y demostrando con nuestro comportamiento que la vida —una vida plena y activa— se prolonga más allá de los sesenta y cinco, de los setenta y cinco, de los ochenta, de cualquier edad, incluso en el caso de que nuestras condiciones físicas no sean las más idóneas (por ejemplo, las de Stephen Hawking).
Aun admitiendo que la existencia de la jubilación constituye un innegable logro social, la rigidez de una frontera prefijada de edad conduce inevitablemente a un café para todos, que a algunos les sabrá amargo y a otros a agua teñida. En el fondo, las normativas de jubilación vigentes en muchos países occidentales equivalen a una simple discriminación por edad, tan discutible, en principio, como la discriminación por sexo, raza o religión. A pesar de su dificultad, hay que luchar para conseguir un modelo de jubilación flexible capaz de adaptarse, tanto a las necesidades individuales como a las colectivas. Hay que tener en cuenta que la variabilidad interindividual se incrementa a lo largo de la vida, lo cual supone que, a igualdad de edad, los ancianos son menos semejantes entre sí que los jóvenes7. ¿Por qué tratar a todos por igual? ¿Por qué si se permiten «prejubilaciones» a las empresas e instituciones tanto públicas como privadas, no se facilitan demoras en la jubilación en los casos en los que tal medida esté justificada por el deseo, la capacidad y la eficiencia de los interesados?
La persona es el viaje. Los profesionales sanitarios —en concreto, los especialistas en Geriatría y Gerontología— pueden hacerlo más llevadero reduciendo las vivencias de amenaza de los mayores, incrementando su percepción de recursos y mejorando su estado de ánimo, disminuyendo la incertidumbre, ayudándolos a deliberar en las encrucijadas difíciles y aumentado su percepción de control en el itinerario de la vida. Pero, sobre todo, no olvidando nunca que en la universidad, en el hospital, en la residencia, en el consultorio, en la vida política y social, en la familia, sea cual sea el sexo, la raza, la condición o la cultura de sus interlocutores, los profesionales de la Geriatría y la Gerontología no se relacionan con jubilados normalizados, cuyas aportaciones sociales y afectivas a la comunidad ya han terminado, sino con personas que continúan viviendo y luchando porque tienen una permanente e insaciable vocación de felicidad y plenitud.
Fruto de estas reflexiones y de los datos y consideraciones de numerosos autores e investigaciones sobre el tema —de los que me limito a referenciar unos pocos— se pueden perfilar algunas sugerencias para una jubilación activa que me parecen plenamente válidas en el momento en que nos encontramos1:
- 1)
Simplifique su entorno8.
- 2)
Haga ejercicio regularmente. Andar demora la aparición de los síntomas de deterioro9.
- 3)
Si no le gusta, no puede o no lo dejan seguir con el trabajo que hacía antes de jubilarse, busque una actividad alternativa satisfactoria10 y que proporcione sentido a su vida11. Notará que la ha encontrado —da igual que sea pintar, trabajar en una ONG, investigar o cultivar un huerto— cuando al practicarla sienta que el tiempo desaparece y experimente satisfacción por el hecho de llevarla a cabo.
- 4)
Viva el aquí y el ahora plenamente12; evite —al menos con frecuencia— sumergirse en la rumiación del pasado o de sueños inalcanzables de futuro. La estrategia para conseguir la felicidad consiste en desear no lo que nos falta, sino lo que no nos falta; en aprender a disfrutar de lo que hacemos y tenemos. De cuando en cuando recuerde esta frase, procedente de la sabiduría popular: «Pasé la mitad de mi vida preocupándome por cosas que nunca sucedieron».
- 5)
Regálese momentos de lentitud, de reflexión, en los que contemple su propia vida, sin juzgarla, como si estuviera en la cima de una montaña y la viera transcurrir como un río por el fondo del valle. Al envejecer —escribe Moisés Broggi6— sucede que «cuanto más se piensa y se medita en la vida pasada, más fácil resulta la renuncia al mundo material, y la entrada en un estado de tranquila serenidad que permite (al anciano) aceptar su fin natural». Reflexionar sobre este hecho de vida que es la muerte, nos señalan Séneca y Montaigne, es meditar sobre la libertad. El que ha aprendido a morir ha desaprendido a servir1.
- 6)
Enriquezca tanto como le sea posible su vida cultural, social y afectiva13. Intente ser apasionadamente creativo. La vida no es repetición, es cambio.
- 7)
Sea generoso y compasivo con los que lo rodean. Trate de hacer felices a las personas que comparten con Vd. una historia, un tiempo y un espacio.