Uno de los fenómenos invisibilizados en las instituciones de atención a las personas mayores es la violencia hacia los profesionales. Los actos de violencia realizados por parte de las personas mayores usuarias tienen graves consecuencias en la salud de los profesionales1,2. La naturaleza del acto, la vivencia del profesional, el grado de apoyo por parte de todos los agentes implicados, los mecanismos institucionales y las políticas de prevención y de actuación son algunos de los elementos que condicionan la gestión y su afrontamiento3–5.
En estos momentos, después de casi 2 años de pandemia, las instituciones de mayores disponen de más mecanismos de actuación para la gestión del COVID-19. Sin embargo, los profesionales que trabajan en estas instituciones, al igual que el personal sanitario y los trabajadores sociales, manifiestan altos índices de estrés laboral y un porcentaje significativo (53,8%) sufre altos niveles de agotamiento profesional6.
La tensión, las altas exigencias y el cumplimiento de los procedimientos para minimizar los riesgos sanitarios se sumaron al día a día profesional. Por consiguiente, las nuevas demandas más los riesgos propios de trabajar con personas mayores con altos niveles de dependencia funcional incrementaron los riesgos ocupacionales, de manera especial los psicosociales, afectando a la salud de los profesionales3,6.
Antes de la pandemia, la acción violenta por parte de las personas mayores usuarias era un tema poco tratado en las instituciones y, en caso de ser abordado, era porque se identificaba como problema. En la gran mayoría de casos, la conducta agresiva se asociaba a una alteración del comportamiento debida a un trastorno neurocognitivo mayor o como síntoma de una patología mental7.
Sin embargo, la conducta violenta como rasgo de personalidad, característica psicológica, relacional y/o social o como respuesta ante una situación o contexto de malestar no se tendía a tratar. Su silencio tenía consecuencias fisiológicas, cognitivas, emocionales y/o sociales en el profesional que experimentaba dicha experiencia, pero también en el servicio y en la propia institución1,4,8.
Recientes estudios evidencian que el alto nivel de agotamiento de los profesionales de las instituciones, debido a las situaciones de estrés de larga duración a consecuencia de los efectos del COVID-19 y de su gestión, es un factor de alto riesgo de las acciones violentas hacia el profesional por parte de la persona usuaria2,3,6,9.
Por consiguiente, si el agotamiento se establece como un factor de alto riesgo de la acción violenta hacia el profesional por parte del usuario, se hace indispensable el establecimiento de medidas preventivas para evitar y abordar la violencia en el marco de la institución.
Hablar de la acción violenta de manera abierta y sincera con el fin de visibilizar la situación es una primera actuación preventiva. Sin embargo, la intervención será más efectiva si se acompaña de una mejora de las condiciones laborales, una mayor capacitación de los profesionales, el establecimiento de espacios de supervisión de casos, la reevaluación de las medidas organizativas y de modelos de intervención, la formación ante conductas violentas, la revisión de los prejuicios hacia las personas mayores, entre otros10.
En definitiva, la futura etapa de endemia del COVID-19, puede ser una gran oportunidad para visibilizar la acción violenta hacia los profesionales por parte de las personas mayores en las instituciones y empezar a hablar de este problema para establecer medidas óptimas tanto para los profesionales como para las personas mayores.