En las últimas décadas, el envejecimiento de la población ha sido exponencial y se calcula que a mediados de este siglo se multiplicará por 10. Este crecimiento será todavía más acusado en los mayores de 85 años. Se estima que entre un 10 y un 20% de las personas mayores de 65 años son frágiles y este porcentaje es superior al 50% en los ancianos octogenarios y sobre todo en los nonagenarios1. Además, es conocido que estas personas son las principales consumidoras de recursos sanitarios en los países occidentales. Por otro lado, sabemos que la hospitalización por si misma se asocia a un deterioro funcional significativo, probablemente de causa multifactorial: la propia enfermedad que genera el ingreso, la situación de fragilidad, los tratamientos recibidos, etc. Circunstancias que pueden favorecer que un anciano frágil alcance un estado de deterioro funcional irreversible, con las consecuencias clínicas negativas que ello conlleva, en especial en aquellos ancianos con una edad más avanzada2,3.
En los últimos 20 años, se ha producido un incremento progresivo de la edad media de los pacientes ingresados por causa médica en los hospitales españoles, en algunas especialidades como la Medicina Interna se ha traducido en un aumento medio de 8,3 años4. En un estudio publicado en el mismo número de esta revista por Lázaro et al.5, los autores analizan los ingresos en los servicios de Medicina Interna de todo el sistema público de salud de nuestro país durante el período 2005-2008 y encuentran que el 35,3% de los mismos corresponden a pacientes octogenarios y el 6,2% a pacientes con 90 años o más. Las principales causas de ingreso de estos pacientes son las infecciones respiratorias y la insuficiencia cardíaca. Como era de esperar, la mortalidad intrahospitalaria de estos pacientes fue más del doble que la de los pacientes más jóvenes5. En nuestra opinión, la contundencia de estos datos nos plantea diversas cuestiones relacionadas con la asistencia médica a estos pacientes. En primer lugar, ¿deben ingresar pacientes con edades tan extremas en los hospitales de agudos? Existe numerosa evidencia de que la situación funcional basal de los pacientes mayores (tanto física como cognitiva y social) es el principal factor pronóstico tanto de mortalidad intrahospitalaria como a corto y largo plazo tras el alta del hospital, independientemente de la patología responsable del ingreso hospitalario6–8. Un estudio reciente que evalúa la supervivencia a 5 años de una cohorte de 124 nonagenarios hospitalizados confirma que aquellos que tenían un menor índice de Barthel previo y una mayor comorbilidad presentaban una mortalidad más elevada9. Por tanto, una valoración geriátrica en estos pacientes nos ayudará respecto a la adecuación o no de su ingreso hospitalario. La segunda cuestión que se nos plantea es si dada la situación de gran fragilidad de estos pacientes, ¿deben ingresar en salas convencionales y recibir una atención estándar? En este sentido, también disponemos de evidencia contrastada de que aquellos ancianos que ingresan en unidades de agudos geriátricos presentan una menor caída funcional durante el ingreso hospitalario y, por tanto, mayor probabilidad de vuelta al domicilio10. Por ello, sería deseable que todos los hospitales públicos españoles dispusieran de estas unidades específicas11. No obstante, a tenor de las expectativas demográficas futuras, no todos los pacientes ancianos van a poder ingresar en estas unidades, por lo que la difusión de la cultura de la atención geriátrica debe extenderse al resto de las especialidades médicas. Otra cuestión interesante es, si la hospitalización conlleva un riesgo muy elevado de deterioro funcional, ¿sería posible atender a estos pacientes en otros dispositivos alternativos? En este caso, dispositivos como la hospitalización a domicilio, los hospitales de día geriátricos o las unidades de subagudos y las unidades de media estancia o convalecencia fuera de los hospitales de agudos clásicos pueden ayudar a evitar o disminuir el deterioro funcional en estos pacientes tan frágiles. No obstante, actualmente no disponemos de estudios tan contrastados respecto a su utilidad en el paciente muy anciano. Probablemente, la mejor alternativa asistencial sería evitar al máximo el ingreso innecesario de estos pacientes en los hospitales. Sabemos que una valoración geriátrica adecuada, y en su caso una intervención precoz, han demostrado su utilidad en personas de edades no tan avanzadas12, lo que nos conduce a la última pregunta, ¿es eficaz aplicar la valoración y la intervención geriátrica en nonagenarios? En la actualidad ya disponemos de estudios prometedores en este sentido, que nos llevan a recomendar desde este editorial que en la atención primaria debe incorporarse la valoración geriátrica a los nonagenarios13. Además, esta valoración debe implicar una intervención adecuada cuando se detectan problemas concretos como un riesgo nutricional o de caídas, presencia de sarcopenia, etc.14,15. Estamos convencidos de que esta es la única vía para que, en un futuro cercano, podamos conseguir disminuir al máximo los ingresos hospitalarios y preservar la capacidad funcional de los nonagenarios en la comunidad.