En las últimas décadas se ha ido clarificando la asociación entre el consumo de tabaco y el riesgo de enfermedad y muerte por diferentes causas, entre las que destacan diferentes tipos de cáncer, enfermedades cardiovasculares y procesos respiratorios crónicos (1). Debido a estos efectos perjudiciales para la salud, el consumo de tabaco ha sido reconocido como la causa aislada más importante de morbilidad y mortalidad prematura prevenibles en los países desarrollados, aunque la tendencia del consumo de tabaco hace prever que esta relación se invertirá en los próximos años. Con métodos de estimación directa, en España en el año 1992 (2, 3) la mortalidad atribuible al consumo de tabaco se situaba en 14,7% de todas las muertes que se produjeron en ese año, con una clara diferencia marcada por el sexo (93,4% versus 6,6% de varones y mujeres fumadoras respectivamente), aunque poco a poco se ha ido observando un aumento anual durante los años 1978-1992 del 6,7% de mortalidad anual atribuible al consumo de tabaco en las mujeres. Todas estas cifras aumentan en cuanto se estima que el conjunto de personas no fumadoras expuestas directamente al humo del tabaco (fumadores pasivos), alcanza la alarmante cifra de un 25% de la población, constatándose a éste, aunque sea difícil de establecer cifras, como una causa inequívoca de cáncer de pulmón, y de aumento de la frecuencia y gravedad de infecciones del tracto respiratorio superior e inferior, sin ser los datos tan concluyentes en la evidencia específica para la enfermedad cardiovascular (4).
Con respecto al anciano, todos los estudios (5, 6) apuntan a un aumento tanto de la morbilidad (menos información disponible) como de la mortalidad en los ancianos fumadores con respecto a los no fumadores, tanto comparados con su grupo de edad, como con edades más jóvenes, con riesgos relativos superiores en hombres que en mujeres. Estos datos se mantienen incluso cuando se comparan con grupos de no fumadores y exfumadores. El anciano por sus características inherentes, cambios fisiológicos, comorbilidad, atipicidad..., presenta un mayor riesgo de enfermar por el tabaco (7). De la morbimortalidad atribuible al tabaco, tres cuartas partes son debidas a sólo cuatro enfermedades (8): cáncer de pulmón, EPOC, cardiopatía isquémica y enfermedad cerebrovascular. Todas ellas son de una gran prevalencia en el anciano, e incluso es en este grupo de edad donde se van a diagnosticar o debutar como enfermedad aguda o bien como empeoramientos de enfermedad crónica ya conocida pero ahora con importantes limitaciones funcionales.
Por lo tanto el tabaco constituye «per se» un serio e importante problema a considerar como habitual en la práctica geriátrica, tanto por su prevalencia en el consumo (tendencia más baja que en otros grupos de edad, pero probablemente lleven fumando muchos años, con gran adicción) como sobre todo por las consecuencias aditivas de enfermedad que han ido arrastrando por su consumo (la mayoría de los que mueren o enferman por el tabaco no son especialmente «grandes fumadores», pero sin embargo, han empezado a fumar muy jóvenes).
Dejar de fumar produce beneficios significativos en la salud, a cualquier edad (9). En ancianos que llevan décadas fumando, el dejar de fumar puede:
Evitar o reducir el riesgo de diversas enfermedades como las cardiopatías, el cáncer y las enfermedades respiratorias (10).
Estabilizar enfermedades ya presentes, como la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (11).
Prolongar la vida y permitir un funcionamiento independiente con menos restricciones (7, 12). Este punto puede constituirse como uno de los principales argumentos a aconsejar al anciano fumador, buscando una mejor calidad de vida frente a la simple perspectiva de prolongación de la misma.
En lo referente al impacto económico, aunque son difíciles las estimaciones, un 14% (el mismo porcentaje que el obtenido en la mortalidad en España) del total de las estancias hospitalarias (1), pueden ser atribuibles al consumo directo del tabaco, constituyendo un coste aproximado de 250.000 millones de pesetas, al que habría que añadir los costes de atención primaria (alrededor del 6,3% de las consultas), el gasto farmacéutico y especialmente en la población anciana las consecuencias de la cronicidad y la incapacidad (sobrecarga familiar, ayuda comunitaria, institucionalización...).
Ante todos estos datos parecería lógico pensar que la solución es fácil: dejar el tabaco. Sin embargo, el abandonar el hábito tabáquico no es un proceso dicotómico, lo dejo o no lo dejo, dejar de fumar es un proceso más largo por el que va pasando el fumador a lo largo de varios años antes de que haga el intento de abandono de sus cigarrillos, en donde a la vez confluyen otros aspectos como los enormes intereses económicos de las tabaqueras, la adicción que produce la nicotina entre sus consumidores, la recaudación de impuestos y la escasa sensibilización política respecto al problema del tabaquismo. Pero sobre todo en la vejez, influyen aspectos socioculturales adquiridos durante toda la vida y que en esta edad se encuentran muy arraigados y siguen perdurando y en muchas ocasiones apoyadas por el sentir erróneo, incluso entre el personal sanitario, «a esta edad, para qué sirve quitárselo, mejor dejarle tranquilo y lo que viva que lo viva feliz».
Dado que los pacientes mayores visitan al médico o algún marco sanitario varias veces al año, en un porcentaje mayor que el resto de población, los médicos pero igualmente cualquier profesional sanitario, son piezas fundamentales para que el anciano deje el tabaco. Con respecto a los médicos, las conclusiones de la mesa de la AHCPR (Agency for Health Care Policy and Research, EE. UU.) (13), establecen con respecto al anciano que:
Debe proporcionarse y hacerse accesible un tratamiento para dejar de fumar a todos los fumadores en todas sus visitas a la consulta.
Los médicos deben preguntar sobre este hábito y registrarlo en la historia en todos los pacientes.
Un tratamiento para dejarlo de sólo tres minutos ya es eficaz.
Cuanto más intenso sea el tratamiento, más eficaz será en conseguir una abstinencia prolongada de tabaco.
El tratamiento de sustitución con nicotina, o con determinados antidepresivos como el bupropión (aunque actualmente aún no está probada su eficacia en el anciano), el soporte social prestado por un médico, y el entrenamiento de hábitos son componentes efectivos del tratamiento para dejar de fumar.
Los sistemas de atención sanitaria deben modificarse de forma que rutinariamente se identifiquen e intervengan sobre todos los fumadores en todas las visitas.
La abstinencia del tabaco, dentro de los apartados de tóxicos, constituye igualmente una de las intervenciones y recomendaciones para el examen periódico y la promoción de la salud en la población de 65 años y mayores dadas por la US Preventive Service Task Force (14). Cobra relevancia en este caso el papel claro, inequívoco y serio de los profesionales de la salud en proporcionar información adecuada sobre el tabaco a sus pacientes (enfermería, médicos, etc.), y al tiempo, si es fumador tomar un papel activo en dejar de fumar, y en respetar y animar a su respeto a los espacios sin humo. Poco se podrá conseguir al respecto si el personal sanitario es el primero en no tomarse en serio ayudando a que se cumpla al menos la normativa presente o incluso aún menos, respetar e impulsar al no fumador.
A lo largo de este suplemento de la Revista, los diferentes autores desarrollan cada uno de los puntos expuestos anteriormente, intentando ser una ayuda y apoyo a todos los profesionales sanitarios en la práctica geriátrica en la prevención y el tratamiento del tabaquismo en el anciano.