Tanto los proveedores de servicios sociales y sociosanitarios, como los planificadores, expertos y responsables políticos, manifiestan una creciente preocupación por el elevado número de plazas residenciales desocupadas en España. El diagnóstico de la situación es aparentemente claro: la crisis económica que obliga a sus potenciales usuarios y a sus familias a buscar soluciones menos onerosas en el entorno doméstico y familiar, en detrimento de soluciones más profesionales a sus necesidades de apoyos y cuidado. Sin embargo, se podría decir que «llueve sobre mojado» ya que esta situación se remonta a bastantes años atrás, y el mercado residencial nunca ha podido colgar el cartel de «completo».
Paralelamente, la sociedad española y las propias personas mayores, a través de diversas fuentes de investigación, expresan con claridad sus preferencias y expectativas de cuidado ante una potencial necesidad de ayuda: vivir en casa y mantenerse en un entorno doméstico1–3. La residencia, se sitúa sistemáticamente en el último lugar entre las preferencias de las personas respecto a donde prefieren vivir cuando sean mayores y necesiten ayuda. Parece que, definitivamente, es necesario profundizar en las causas de estos deseos, deteniéndonos con atención, en las características de nuestro modelo residencial que tan pocas adhesiones parece conseguir.
En los países anglosajones y escandinavos, hace varias décadas que se asumió la necesidad de transitar desde los modelos residenciales tradicionales, procedentes de una combinación de culturas disciplinares hospitalarias y hoteleras, a la promoción de un conjunto de iniciativas en las que los entornos domésticos y la atención centrada en las persona configuren los ejes centrales de un modelo de alojamiento para personas en situación de dependencia, que, en la actualidad, ya se encuentran plenamente consolidados en dichos contextos geográficos. Prueba de ello es la multitud de investigaciones difundidas en este periodo, en torno a conceptos como housing, extra-care housing o los diferentes modelos de alojamientos pequeños basados en otras propuestas de mejora de la calidad de vida4. Así, por ejemplo, existe evidencia suficiente para concluir que alojamientos «domésticos», con un grupo limitado de residentes, personal estable y en los que se desarrollen actividades cotidianas acordes a los deseos de las personas residentes conllevan efectos beneficiosos para residentes, familiares y trabajadores5–7.
En España, ya en la década de los 90 se presentaban este tipo de iniciativas, algunas desde esta misma revista, como propuesta de trabajo para el futuro8,9. Pero, probablemente, no era el momento adecuado para proponer iniciativas de alojamiento que suponían una alternativa a las que estaban en expansión. Se necesitaba profesionalizar y actualizar en mayor medida la oferta residencial, desde la convicción de que el modelo IMSERSO, en torno a 200 plazas, con confortables instalaciones comunes, habitaciones compartidas y plantillas de profesionales especializadas y con bastante complejidad competencial, era la solución de calidad para diferentes perfiles de personas mayores, en principio, independientes y progresivamente con importantes necesidades de cuidados sociosanitarios. Así, nos encontramos con una oferta residencial en 2011 en torno a 369.000 plazas (índice de cobertura de 4,56%)10 con diferencias de todo tipo en cuanto al tamaño, la calidad o el diseño arquitectónico, si bien con condiciones generalmente adecuadas y ajustadas a una estricta y variada normativa autonómica.
En la actualidad, están apareciendo en el conjunto del estado español tímidas iniciativas que, sin descuidar la relevancia de los aspectos medico- asistenciales, están dejando paso a otros enfoques de atención que giran en torno a los postulados del modelo de atención centrado en la persona. Este modelo de atención se dirige fundamentalmente a «la consecución de mejoras en todos los ámbitos de la calidad de vida y el bienestar de la persona, partiendo del respeto pleno a su dignidad y derecho, de sus intereses y preferencias, y contando con su participación efectiva»11.
En lo que hace referencia a centros residenciales, la transición del modelo de atención tradicional a otros que combinen la prestación de cuidados adecuados en ambientes como los «de casa» constituye un proceso complejo que conlleva la incorporación de muy diversas intervenciones. En primer lugar, se han de procurar el diseño de ambientes domésticos tanto comunes (cocina y comedor-estar) como privados (habitación y cuarto de baño). En segundo lugar, el personal de atención directa ha de adquirir competencias con vistas a la promoción de la independencia, autonomía y bienestar respetando las preferencias y deseos de los residentes. Por último, son necesarios cambios organizativos relativos al número y estabilidad del personal de atención directa y un estilo de gestión «de abajo a arriba», en el que se favorezcan y gestionen con eficacia las dificultades e iniciativas de los profesionales que atienden día a día a los residentes12.
Por otro lado, desde la perspectiva de la intervención gerontológica, la implantación de este modelo pone de manifiesto la necesidad de desarrollar en las residencias nuevos procedimientos y estrategias de evaluación e intervención. Especial atención merecen desde esta perspectiva la identificación de valores, preferencias e intereses de las personas y cómo pueden ser considerados en la atención profesionalizada, el desarrollo de actividades significativas de la vida cotidiana con valor terapéutico, y el diseño de entornos físicos y sociales adecuados a personas con diferentes necesidades de apoyo13,14. En último lugar, el actual interés que se está despertando hacia la puesta en marcha de estas nuevas formas de atención supone, en nuestro país, una oportunidad para superar «la brecha» existente en muchas iniciativas de intervención en el ámbito del envejecimiento, entre la investigación y el ámbito aplicado. En este momento en el que en nuestro contexto se están iniciando o, planificando diferentes transformaciones en el modelo de atención, sería especialmente conveniente obtener información de sus resultados, con el fin de documentar su eficacia, limitaciones, y proponer en su caso nuevas perspectivas para continuar avanzando en propuestas de atención ajustadas a las preferencias y necesidades de las personas y sensibles a las particularidades culturales del entorno en el que desarrollan.
En definitiva, el itinerario de cambio e identificación de otras formas de planificar la intervención y la vida cotidiana de las personas que necesitan ayuda, requiere, en base a todo lo expuesto, un abordaje riguroso, y una revisión en profundidad del actual modelo residencial. Estamos ante un nuevo reto: un cambio cultural, sostenible, que responda realmente a las expectativas de las personas que hoy y en el futuro deseamos ser atendidas con profesionalidad, pero «como en casa». Sería un error banalizar iniciativas de las que tenemos evidencia por no asumir los riesgos y las resistencias que siempre acompañan a los cambios. Es nuestra oportunidad.