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Vol. 36. Núm. S5.
Páginas 25-31 (diciembre 2001)
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Valoración geriátrica
Geriatric assessment
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F. Perladoa
a Servicio de Geriatría. Hospital San Jorge. Zaragoza.
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La comprensión de todo lo que viene en los libros es fácil, sobre todo para los inteligentes; sin embargo, su aplicación a un hombre en particular resulta muy difícil, incluso para el sabio, que profundizó la lectura.

Maimónides. El régimen de salud.

En memoria de Alberto Salgado Alba

INTRODUCCION

Quienes no tienen la preparación adecuada para ejercer geriatría pero la ejercen, creen que el paciente anciano es un paciente que debe ser objeto de estudio abordado con escalas y reglas de medición, tanto mejores cuanto más complejas y sofisticadas sean, extraídas, a ser posible, del último número de una revista norteamericana. Muchos escritos y manuales sobre ancianos exponen las características de la enfermedad en la vejez, hablan de malnutrición, caídas, úlceras, inmovilismo, incontinencia, insomnio, estados de confusión, demencias, Alzheimer, depresión. Tratan de cuidados básicos en los domicilios, asistencia geriátrica especializada, centros de día, hospitales de día, centros sociosanitarios, camas de larga estancia. Siendo la redacción de la mayoría de los textos correcta, en muchas ocasiones es simplemente protocolaria. Todos parecen de acuerdo en proclamar los beneficios de la valoración geriátrica, término que aparece ad infinitum y se ha convertido en el rasgo más evidente de la metódica profusión de normas de empleo de escalas y mediciones frías, no en la comprensión de los problemas. Porque valorar significa comprender.

¿Qué hay que comprender? Podríamos repasar la lista de problemas de tipo psicológico, sensorial, mental o social, y enumerar uno a uno los factores que modifican la personalidad y funcionalidad de hombres y mujeres que se han hecho viejos, cuya aparición fue en su día noticia alarmante en el entorno familiar. Las personas ancianas tienen que hacer frente cada día a múltiples tareas, lavarse, vestirse, arreglarse, usar el servicio, salir a la compra, manejar dinero, hacer las labores domésticas, cuidar, incluso, de un cónyuge también mayor. Muchos ancianos no son capaces de utilizar el transporte público porque les resulta difícil. Cuando un anciano no puede llevar a cabo alguna de las tareas básicas, reduce el ámbito de su acción en un proceso conmovedor y doloroso. Comienza reduciendo el espacio vital, el espacio físico inmediato que rodea a la vivienda y que tiene un considerable significado para él. Los teóricos afirman que este espacio inmediato es la extensión del hogar. En el caso de las personas mayores, la extensión del hogar a espacios vecinales públicos es una necesaria vía de comunicación con los demás. Más adelante, la persona incapaz de cuidarse se abandona a sí misma. Es frecuente, sin embargo, que de una manera terca, aunque comprensible ­es probable que cualquiera de nosotros reaccionaría de forma similar en situaciones parecidas­, la persona mayor deseche la recomendación de convivir con los hijos o de recibir ayuda contratada. El buen médico debe comprender el significado que la vejez tiene para el individuo, anticiparse a sus problemas, detectar riesgo de claudicación, accidentes, caídas, efectos secundarios de los medicamentos, trastornos de audición o de visión, alteraciones de la movilidad, presencia de depresión o el inicio de deterioro cognitivo. No se trata sólo de saber medicina, sino de conocer la patología de la vejez, la psicología de la persona mayor y el entorno vital en el que se mueven los ancianos.

Aunque el médico lleve a cabo la entrevista y la exploración de una forma aparentemente similar, los hallazgos no tienen la misma trascendencia ni significado en un domicilio, consulta, hospital o residencia. Tampoco lo tienen en el caso del anciano querido y sostenido por sus familiares, como cuando está solo y no dispone del apoyo afectivo familiar, o reside en una institución. Para un observador ajeno a la práctica de la geriatría, el acto médico puede parecer un ritual que se repite cada día cientos de veces, pero quiero señalar que cada vez que entrevistamos y examinamos a un paciente anciano el acto médico es único. Valorar es un asunto personal en el que se pone a prueba la preparación del médico, porque tiene que interpretar los diferentes matices de la situación y apreciar el conjunto, sabiendo que el conjunto no es la suma de las partes.

La pérdida de salud puede aparecer en los ancianos como insidioso y progresivo deterioro, con síntomas inespecíficos como son la disminución del apetito, la pérdida de iniciativa, la aparición de caídas, la dificultad para retener información reciente y, a veces, los episodios de confusión mental. Esta clínica inespecífica, característica de la presentación de la patología en la vejez, es interpretada por muchos como indicativa de «senilidad», término que debería ser un desafío diagnóstico y no un diagnóstico. La persona anciana, aunque muestre dificultad para relacionarse con el medio, oiga mal, haya perdido agudeza visual, camine con torpeza o no alcance a entender lo que sucede en su entorno y, en consecuencia, sea un paciente de difícil manejo, no debe ser etiquetado de «senil» con el sentido peyorativo que encierra el término, que sugiere que no hay nada especial que hacer porque todo diagnóstico o tratamiento sería superfluo, dada la avanzada edad. (El propio término «demencia senil», utilizado durante años, debería desecharse. Senilidad significa envejecimiento patológico, pero hoy día se han afinado muchos diagnósticos y la mayoría de las veces podemos prescindir de su empleo.)

No resulta fácil establecer la frontera entre el envejecimiento fisiológico y la enfermedad. La pérdida de peso, por ejemplo, es uno de los signos más equívocos, porque puede ser consecuencia de la involución del organismo, evidente a partir de los 80, 85 o 90 años. Puede ser, por otra parte, un signo de enfermedad, incluso grave. El cansancio, estreñimiento, intolerancia al frío, sequedad de la piel, son síntomas propios de la vejez, pero también lo son del hipotiroidismo. A simple vista se confunden los rasgos clínicos que corresponden a vejez y los que corresponden a enfermedad.

Hay, también, otro concepto peyorativo muy común, expresado implícitamente cuando decimos que un anciano es un «problema social», significando con ello que interfiere con la intervención sanitaria (especialmente, la del médico) y, por consiguiente, lo excluye de la misma. No se puede llevar a cabo una buena valoración si el médico piensa en términos peyorativos.

Una forma sencilla, y útil, de iniciar la valoración en los ancianos, es distinguiendo dos tipos desde el punto de vista funcional: los que son capaces de caminar, y los que hacen vida cama-sillón. Esta distinción hay que hacerla pensando en cómo era la situación meses o semanas anteriores y no durante el episodio de enfermedad o de accidente que son el motivo inmediato de la consulta. Salvo en urgencias, o en momentos especialmente agudos, el médico tiene que tratar de componer una imagen amplia del paciente sin dejarse llevar por signos o síntomas que enmascaran el fondo del tema.

VALORACION DE ANCIANOS CAPACES DE CAMINAR

En el caso del anciano que puede caminar nos haremos estas preguntas: ¿Es capaz de cubrir sus necesidades? ¿Se alimenta, lava y asea, sale a la compra, tiene contactos con el exterior? ¿Sabría reaccionar en caso de enfermedad? ¿Sabe utilizar los medicamentos? ¿Maneja el dinero? ¿Tiene capacidad para comunicarse con los demás? En el caso de que viva solo, ¿a qué distancia viven sus familiares? ¿Con qué frecuencia le visitan? Por supuesto que no es necesario memorizar todas y cada una de estas preguntas, ni confeccionar un cuestionario escrito (aunque se podría configurar, si lo que se ha planteado es una encuesta de población). Se trata de obtener una primera aproximación a los datos que informan de la situación ambiental del paciente, para que el observador se haga una idea de cómo transcurría la vida y entorno del anciano antes de entrar en otras consideraciones estrictamente médicas. Creo aconsejable comenzar siempre por los datos que la gente entiende como de tipo «social», que sería preferible denominar ambiental, humano, o personal, evitando el matiz excluyente que el término social implica.

Lavarse, vestirse, arreglarse, usar el servicio higiénico, alimentarse, cuidar la casa, realizar tareas domésticas, reaccionar en caso de enfermedad, utilizar medicamentos, manejar dinero y comunicarse con el exterior, son actividades tan básicas para la mayoría de las personas que, por lo común, no reciben por parte del médico la consideración que merecen. Hay que indagar si el anciano prescindió de alguna de ellas, cuándo lo hizo y qué grado de ayuda parcial o total ha necesitado hasta el momento. Estos datos nos darán la pista sobre el comienzo de la enfermedad o incapacidad. Por otra parte, necesitar ayuda parcial o total no significa que la reciban. Hay ancianos que manifiestan no necesitar ninguna ayuda, pero deberían recibirla (viudos o viudas recientes, por ejemplo). Otros la precisan en parte, especialmente para determinadas actividades, como es el aseo personal, aunque no siempre la consiguen en el grado que sería adecuado. Esto no es infrecuente en el caso de personas mayores beneficiarias de ayuda a domicilio uno o dos días por semana. La ayuda a domicilio suele tener carácter de ayuda doméstica en sentido estricto (aunque depende en gran parte de la persona que la realiza), incluyendo compra e incluso cocina, y el médico, enfermera o trabajadora social, cuando conocen el caso pueden percibirla insuficiente o inadecuada.

Por lo común, las personas muy ancianas tienen dificultad para relatar los diagnósticos que les han hecho anteriormente, o dan unas explicaciones de síntomas, enfermedades y pruebas realizadas, de lo que no podemos extraer una conclusión válida. Salvo en los casos en que los familiares aportan informes emitidos al alta de algún hospital, o en las consultas de los especialistas, el médico se tiene que basar muchas veces en el listado de los fármacos que toma el paciente para la suposición de los posibles diagnósticos establecidos.

Si la entrevista tiene lugar en el despacho de consultas, la forma de entrar en él el anciano y los acompañantes es de gran valor. Yo me fijo mucho en la manera de entrar, si pasan primero los acompañantes y en último término el paciente, o si el paciente es el primero en entrar. Me fijo también en el número y tipo de acompañantes. Hay pacientes que son introducidos en la consulta en sillas de ruedas porque, según alegan los familiares, no pueden caminar. (No me refiero a pacientes a quienes se facilita una silla de ruedas en la antesala para descanso y comodidad de traslado.) Es fácil comprobar si la persona utiliza habitualmente la silla de ruedas en el domicilio por la manera con que el acompañante maneja la silla. Salvo que quede claro que el enfermo es un paciente habitual de silla de ruedas, la necesidad de su utilización debe ponerse en entredicho. Es sorprendente la cantidad de ancianos que son llevados a la consulta en silla de ruedas y luego se demuestra que son capaces de caminar con ayuda, aunque sea de forma dificultosa y con evidentes signos de necesitar rehabilitación. Hay ancianos que son capaces de caminar pero no lo hacen por estar deprimidos, o porque tienen miedo a caerse o por miedo al dolor. En ocasiones, son los propios familiares o cuidadores quienes no les permiten caminar, llevados por un equivocado interés protector o por confiar en un diagnóstico incorrecto.

La capacidad para caminar es un factor muy importante en el conjunto de la valoración médica. Mi consejo es que lo comprobemos personalmente al inicio de la consulta, aprovechando el momento que tenemos al paciente vestido y calzado, en lugar de verificarlo más tarde al término de la exploración en la cama. Si llega en silla de ruedas, trataremos que se ponga en pie con nuestra ayuda e intente dar unos pasos. Veremos entonces cuál es el problema, si existe pérdida del equilibrio, atrofia muscular, hipotensión ortostática, acortamiento de una extremidad inferior, parálisis de una o las dos piernas, flacidez o espasticidad. La actitud del paciente en su intento de ponerse en pie, y la forma de inicio y tipo de marcha, proporcionan muchos datos. Una marcha a petit pas es típica en los ancianos, pero aquí hay que considerar algunos matices. Normalmente, la marcha a petit pas que vemos en la mayoría de los ancianos no se imanta al suelo, ni es espástica. La marcha imantada y espástica debe hacer sospechar parkinsonismo, especialmente si hay festinación, dudas en la consecución del paso o anteropulsión. (Es útil recordar que el paciente que necesita para caminar el apoyo de una persona situada a su espalda o a su lado no suele tener parkinsonismo, pues esta maniobra le induce a cometer más errores.) La marcha espástica puede ser signo de enfermedad de los lóbulos frontales o de mielopatía compresiva, por lo que, en caso de observarla, ello nos hará examinar después con especial atención la respuesta de los reflejos osteotendinosos y plantares, así como la posible presencia de reflejos primitivos. Una marcha paraparésica induce a pensar en una enfermedad causante de neuropatía, especialmente en la diabetes. Si hay abasia buscaremos en la exploración otros signos de enfermedad cerebelosa, como son ataxia de las extremidades, hipotonía muscular, disartria y nistagmo.

La anamnesis en pacientes ancianos no siempre es fácil. Los familiares pueden pensar que algunos de los cambios que se han producido se deben al envejecimiento, o es el propio anciano quien niega la importancia de los síntomas por miedo a pasar por pruebas cruentas. Puede también suceder lo contrario, que los síntomas sean sobrevalorados e interpretados como expresión de alguna enfermedad oculta y grave, cuando no es así. Normalmente, suele haber entre los acompañantes del anciano una persona que se erige en su interlocutora, que es quien nos relata e interpreta los signos y síntomas, de forma que en el caso de los pacientes ancianos la anamnesis tiene lugar a través de la opinión de terceras personas. Este hecho tiene un valor especial y es parte importante en el proceso de la valoración. A la persona erigida en interlocutora hay que preguntar por el motivo de la consulta, antecedentes médicos, acontecimientos vitales que hayan podido influir en el estado de ánimo del anciano, situación ambiental y funcional del paciente, medicamentos prescritos y médicos que han participado en las distintas consultas y pruebas llevadas a efecto. La persona interlocutora no es sólo un acompañante que facilita la información, sino, con toda probabilidad, el cuidador o cuidadora con quien vamos a tratar en el futuro. Quiero decir que, al igual que el paciente, nosotros también dependeremos de ella. A partir de esa primera consulta se va a iniciar una relación triangular médico-familiar-paciente y no sólo médico-paciente. El conocimiento de la naturaleza y calidad de la relación familiar, capacidad de la familia para reconocer y responder a las necesidades del anciano, posible ignorancia o negligencia en los cuidados, condiciones de seguridad en el interior de la vivienda, accesibilidad a los servicios médicos y sociales, estará influido por la relación que iniciemos en esa primera consulta con el familiar interlocutor.

Deseo dejar claro que una buena valoración se basa en una buena exploración. Si el lugar y el tiempo lo permiten deberíamos hacer siempre una exploración completa con el paciente en decúbito. En determinados lugares de consultas, cuando resulta imposible atender un número excesivo de pacientes en el tiempo asignado, habrá que explorar al paciente sentado en la silla. Una exploración limitada es mejor que ninguna exploración. Por otra parte, el examen cardíaco y del tórax es más cómodo con el paciente sentado. Si el médico sabe buscar lo que quiere, una exploración dirigida a comprobar determinados signos puede ser suficiente para tomar las decisiones oportunas.

Hay que fijarse en signos externos que indiquen el grado de atención que recibe el anciano. Una higiene corporal descuidada, así como la falta de limpieza de la ropa interior, indican mala atención por parte del propio anciano o de quienes con él conviven. Es frecuente que personas ancianas (en su mayoría varones) viviendo solas, o personas mayores que conviven con un cónyuge de avanzada edad, presenten signos de negligencia en el vestir y en el aseo personal, lo que traduce pobreza de medios o dificultades funcionales. El abandono del cuidado personal puede ser también signo de enfermedad mental. En este caso, no resulta difícil reconocer el estado de deterioro cognitivo o la presencia de trastornos mentales, impresión que deberá confirmarse. La forma de responder el paciente a nuestras preguntas y órdenes puede hacernos pensar que padece una demencia, pero el diagnóstico debe ser confirmado. Hay ancianos deprimidos y ancianos agitados que parecen ser dementes y no lo son.

Los datos obtenidos por la observación y exploración del paciente anciano deben ser interpretados en un contexto. Tal vez resida ahí la diferencia entre unos médicos y otros. La mayoría de médicos tiende a sumar uno a uno los signos y los síntomas para elaborar un listado de diagnósticos patológicos por órganos o sistemas, en lugar de adquirir una impresión global del paciente que sea la adecuada al caso referido. En este sentido, hay que considerar dos aspectos. Uno es el que se refiere a la valoración de los hallazgos clínicos. Para muchos ancianos, los síntomas que parecen más llamativos desde el punto de vista médico no son los que realmente les preocupan o incapacitan, ni es relevante la presencia de determinadas patologías para explicar la presente situación. Cuando uno intenta relacionar la historia de la enfermedad actual con los hallazgos clínicos obtenidos, se encuentra con que raramente se identifica un solo problema que la explique, sino múltiples problemas. La cuestión es saber dar a los signos y síntomas la importancia que tienen en el contexto de cada paciente anciano. La habilidad clínica para valorar como corresponde la importancia de los datos obtenidos en la anamnesis, en la exploración, o en las pruebas complementarias, no viene descrita en los textos de patología médica, en los que se habla de enfermedades y no de enfermos, particularmente en el caso de pacientes de avanzada edad. Sólo puede aprenderse a través de la enseñanza directa.

El segundo aspecto se refiere a la valoración funcional. Creo que este concepto ha sido extensamente divulgado y, por ello, es adquirido con mayor facilidad por el alumno, pero quiero insistir en que para conseguir pensar en términos de funcionalidad hay que aprender antes a explorar y a valorar el significado de los síntomas y signos clínicos. Hay médicos que se han hecho con todo un arsenal de escalas de medición funcional pero no sabrían llevar a cabo una buena entrevista ni explorar correctamente a un paciente de edad. El peligro de la profusión de escalas funcionales es que sustituyan al acto médico. Desgraciadamente, muchos médicos jóvenes que han superado los exámenes de graduación y los exámenes selectivos para obtener la formación de internos y residentes, ignoran la técnica de la exploración física. La actual formación académica no facilita la motivación personal necesaria para comprender la semiología del paciente de edad. Sin embargo, a pesar de la enorme transformación de la medicina en los últimos años, el dominio de la semiología clínica sigue siendo la base de la actuación del médico.

VALORACION DE ANCIANOS QUE HACEN VIDA CAMA-SILLON

Ante un paciente que hace vida cama-sillón, debemos preguntar: ¿Es el propio cónyuge quien lo atiende? Por lo general, los cónyuges de estos pacientes (el esposo, la esposa) son también personas de avanzada edad y pueden, a su vez, tener achaques, dificultades físicas o mala salud. Las dificultades que entraña la atención a un paciente incapacitado durante mucho tiempo no sólo se derivan del esfuerzo físico que supone levantar y acostar todos los días al paciente, lavarlo y asearlo, prepararle y darle la comida, pasar la noche en un estado de intranquilidad. El coste emocional de atender día y noche a la persona con quien se ha convivido a lo largo de muchos años en muy distintas circunstancias puede ser alto. Esto es frecuente en los casos de enfermedad de Alzheimer. Igualmente, cuando los cuidadores son el hijo o la hija, los sentimientos personales afectan profundamente el fondo y la forma de la situación.

Se ha escrito extensamente acerca de la claudicación del cuidador, y hay escalas que miden el grado de sobrecarga ocasionado por una enfermedad de larga duración. En la valoración de la situación en su conjunto, es prioritario saber si los cuidadores reciben ayuda de otros miembros familiares, si la ayuda es suficiente, y cómo la perciben.

Según el estado del enfermo, el tipo de complicaciones y los riesgos previsibles, puede que el médico crea que ha llegado el momento en el que cuidar al paciente en el domicilio no es procedente. Siempre se ha dicho que se debería mantener a los ancianos en sus domicilios el mayor tiempo posible, pero este objetivo implica la provisión de servicios de enfermería a un alto coste. La contratación de un servicio de ayuda privado, alguien que vaya a diario a levantar, bañar y asear al paciente, y a acostarlo por la tarde, es una solución parcial, porque estos pacientes son finalmente internados en residencias, o pasan repetidos períodos de tiempo en hospitales, ingresados a través de los servicios de urgencias.

Los motivos que llevan a estos ancianos muy incapacitados a sufrir repetidos ingresos hospitalarios son de diversa índole y no es ahora el momento de analizarlo. Aun cuando hay complicaciones que no se pueden evitar, como son la aparición de úlceras por presión, infecciones del tracto urinario o episodios de broncoaspiración, el médico debería tener la capacidad de controlar la mayoría de los problemas antes de que se produzcan situaciones de crisis. Para ello, debe establecer objetivos a corto plazo en el sistema de cuidados. Debe pensar en listados de problemas y no en diagnósticos. Debe valorar si el problema principal, para el cuidador, es la agitación, la incontinencia, la dificultad para la deglución, o la aparición de úlceras. Teniendo todos los problemas importancia, siempre hay uno que afecta más al cuidador. Valoración significa que el problema mayor que percibe el cuidador debe ser identificado y su manejo cuidadosamente planificado. En el caso de psicoagitación, por ejemplo, el manejo no consiste únicamente en la aplicación de medicación sedante para salvar el momento, que es lo que habitualmente se hace, sino en buscar qué factores la han podido desencadenar. Puede ser la deshidratación y uremia. Pueden ser fármacos usados como sedantes que han hecho un efecto paradójico. Puede ser una retención urinaria o la impactación de heces en el recto. La causa puede estar, incluso, en el propio cuidador.

En cualquiera de los casos anteriormente señalados, y en otros parecidos, la toma de decisiones en pacientes nonagenarios, en ancianos con demencia Alzheimer, y en ancianos con insuficiencia renal crónica en grado avanzado, plantea cuestiones relacionadas con el pronóstico y la calidad de vida del paciente, y también de tipo moral. Pacientes nonagenarios que hacen vida cama-sillón, con cifras analíticas, pongamos por caso, de BUN 69 mg/dl, creatinina 2,1 mg/dl, albúmina 2,5 g/dl y hemoglobina 7,5 g/dl, ¿tendrían que ser hospitalizados? ¿Hay que tratar activamente el cáncer en un anciano con Alzheimer? Idealmente, este tipo de decisiones no deberían ser tomadas en los servicios de urgencias, ni tan siquiera en consultas de especialidades, sino por el médico habitual del paciente. Lo mismo podríamos decir de decisiones sobre transfusiones de sangre, alimentación enteral o colocación de sonda por gastrostomía, y también, porque es una cuestión que sucede todos los días aunque el procedimiento sea más banal, de la colocación de una sonda nasogástrica permanente.

INSTRUMENTOS DE EVALUACION DEL ESTADO FUNCIONAL

El primer índice de incapacidad fue publicado por Sheldon en 1935 (1), y el término «actividades de la vida diaria» lo acuñó Buchwald en 1949 (2). En los años cuarenta y cincuenta, un movimiento reformista que más tarde se conocería como geriatría, puso como objetivo solucionar el estado de abandono de una mayoría de ancianos postergados en camas de larga estancia en los hospitales y asilos. Pronto se comprobó que el estado funcional era el factor más importante en el pronóstico del paciente geriátrico. A finales de los cincuenta, Sokolow publicó un interesante artículo en JAMA acerca de la valoración de la incapacidad funcional (3).

En 1963, Sidney Katz (4) inició la época de la valoración funcional física con escalas generalmente construidas de forma jerárquica, desde las funciones humanas más básicas (comer y uso del water) hasta las más complejas (vestirse y caminar). En la introducción al artículo publicado en JAMA, Katz señalaba que cada día era más evidente la necesidad de mejorar los sistemas de medición funcional para quienes se preocupaban por los problemas de los ancianos y de los enfermos crónicos. «Tanto los investigadores como los cuidadores necesitan instrumentos que evalúen los resultados de los tratamientos, así como una información cuantitativa acerca de los cambios naturales de la función, en sanos y enfermos.» El Índice de Katz fue desarrollado a partir de las observaciones de un gran número de actividades realizadas por un grupo de pacientes con fractura de fémur. Permitía clasificar a los sujetos de acuerdo con el resultado obtenido, expresado como grados A, B, C, D, E, F, G, u otro, en la ejecución de seis funciones: bañarse, vestirse, ir al servicio, levantarse, continencia de esfínteres y comer. Independencia en la ejecución significaba no necesitar supervisión, dirección o asistencia personal activa, excepto que se especificase lo contrario.

En 1965, Mahoney y Barthel (5) diseñaron un instrumento de evaluación funcional que se ha convertido en la escala más ampliamente divulgada y utilizada en la medición de la incapacidad física en pacientes geriátricos. La escala evalúa 10 actividades básicas de la vida diaria (AVD), con puntuaciones de 10,5,0 por ítem según sea el paciente independiente, necesite ayuda o sea totalmente dependiente. La máxima puntuación posible es 100 puntos. El paciente que puntúa 100 es continente, come por sí solo, se viste solo, se desplaza de la cama y de las sillas, se baña sin ayuda, camina al menos la distancia de un bloque de viviendas y puede subir y bajar escaleras. Quien puntúa por debajo de 60 necesita supervisión o ayuda. Una puntuación de 35 o menor indica que hay incapacidad funcional importante. A partir de la versión original han ido apareciendo otras versiones con modificaciones respecto a la puntuación. Existe una versión de 20 puntos y una de 10, e incluso, una versión del Barthel de tres ítems.

En 1966, Meer y Baker publicaron la Stockton Geriatric Rating Scale (6), diseñada para la valoración de pacientes geriátricos en el medio hospitalario. Esta escala se basa en el comportamiento diario del paciente. Comprende 33 ítems, puntuando cada uno de 0 a 2 («nunca», «a veces», «frecuentemente»). Más de 1.000 pacientes fueron evaluados en el Hospital del Estado de Stockton, California. Mediante el análisis factorial se identificaron cuatro factores: incapacidad física, apatía, fracaso en la comunicación y conducta socialmente irritante. El coeficiente de correlación interobservador de los cuatro factores oscilaba entre 0,7 (fracaso en la comunicación) y 0,88 (incapacidad física). La validación se hizo mediante comparaciones con resultados medidos en términos de tasa de mortalidad en un año y número de días fuera del hospital.

Posteriormente han surgido distintas escalas derivadas de la Stockton, como la versión francesa de Pichot (7), la Geriatric Rating Scale de Plutchik (8), la escala PAMIE de Gurel y Linn (9) y CAPE, la versión inglesa de Gilleard y Pattie (10, 11).

Tres años después de la aparición de la escala Stockton, Lawton y Brody (12) construyeron una escala de valoración de actividades instrumentadas que se ha hecho clásica. Consta de los siguientes ítems: capacidad para usar el teléfono, hacer la compra, preparar la comida, cuidar la casa, lavar la ropa, utilizar el transporte, responsabilizarse de la medicación, manejar dinero.

El Servicio de Geriatría del Hospital Central de la Cruz Roja de Madrid elaboró una escala de incapacidad física y psíquica que ha sido muy divulgada en medios de habla hispana. La escala física valora la incapacidad es seis grados: 0, se vale totalmente por sí mismo; 1, realiza suficientemente las AVD; 2, tiene alguna dificultad en las AVD; 3, tiene mucha dificultad en las AVD; 4, precisa ayuda para casi todas las AVD; 5, está inmovilizado en cama o sillón (13).

En los últimos 15 años se ha disparado la producción de instrumentos de medición de la capacidad funcional. Actualmente el médico tiene a su disposición un innumerable número de instrumentos entre los que poder elegir, lo cual puede ser más un incoveniente que una ventaja.

INSTRUMENTOS DE EVALUACION DEL ESTADO MENTAL

En 1960, tras finalizar un estudio en personas institucionalizadas, encargado por el «Office of the Consultants on Services for the Aged» de Nueva York, Robert Kahn (14) afirmaba que había sido posible desarrollar técnicas para la medición del estado mental que tenían la ventaja de ser breves y objetivas, logrando resumir en sólo diez preguntas una lista de treinta y dos. Estas preguntas eran: ¿Cómo se llama este lugar (o dónde está usted ahora)? ¿Dónde está localizado este lugar (dirección)? ¿Qué día es hoy? ¿En qué mes estamos? ¿En qué año estamos? ¿Qué edad tiene usted? ¿En qué mes nació? ¿En qué año nació? ¿Quién es el actual presidente del país? ¿Quién fue el anterior presidente? Las cinco primeras se relacionaban con la orientación/desorientación del sujeto, y las cinco últimas con la alteración cognoscitiva. Un anciano que no cometía errores, o que a lo sumo cometía dos, podía considerarse que no tenía un síndrome cerebral; de 3 a 8 errores, síndrome cerebral moderado; 9 o 10 errores, síndrome cerebral grave. Se hablaba entonces de trastornos orgánicos del cerebro ante la presencia de cinco síntomas «representativos de una alteración del intelecto o comprensión, memoria, orientación, capacidad de juicio e inestabilidad». Para identificar un síndrome cerebral agudo había que buscar un nivel fluctuante de conciencia, desde el estupor al delirio activo, con alucinaciones, más visuales que auditivas, y desorientación. Los síndromes cerebrales orgánicos crónicos incluían la presbiofrenia (cerebro viejo) y la arteriosclerosis cerebral.

Una obra que contribuyó en gran manera a lanzar la idea de utilizar tests cognitivos validados fue The clinical psychiatry of late life, de Félix Post (de los hospitales Bethlem Royal y Maudsley, de Londres), publicada en 1965 por Pergamon Press (15). Decía Post que, en su opinión, las técnicas proyectivas e interpretativas utilizadas por los psicólogos clínicos no eran suficientemente prácticas para su uso en la clínica geriátrica: «En relación con los tests de función cognitiva, desgraciadamente no existe un solo test con capacidad para distinguir pacientes con daño cerebral de los sujetos sanos. Tras excluir a sujetos no colaboradores, hemos encontrado en ciertas pruebas de aprendizaje que algunos pacientes ancianos muy deprimidos dan puntuaciones que sugieren lesión cerebral. En comparación con el grupo control de sujetos normales, el psicólogo estará de acuerdo con el médico en incluir a estos pacientes en el grupo de los dudosos, pero ello no excluye que la puntuación que sugiere organicidad se deba a depresión, ansiedad o perplejidad.» Para valorar la función cognitiva, Post utilizó cuestionarios sencillos de orientación general, memoria para hechos recientes y memoria para hechos remotos, un tipo de preguntas que discriminaba a los ancianos que presentaban alteración cognitiva de quienes no la presentaban, independientemente del nivel cultural. Las pruebas basadas en la repetición de cifras, tests verbales, o la comprensión de un grabado, utilizadas clásicamente en psicología clínica, resultaban complicadas para la generalidad de los ancianos, aun cuando estuvieran mentalmente sanos.

Hay que decir que los primeros en clasificar a pacientes ancianos fueron psiquiatras, y que el interés se desarrolló en instituciones para crónicos o de larga estancia. La historia comienza cuando Barbara Hopkins y Martin Roth (16, 17) publicaron dos artículos en el Journal of Mental Science exponiendo los resultados de las pruebas con el subtest de vocabulario del Wechsler, una versión corta de las Matrices Progresivas de Raven y un Cuestionario de Información. Las pruebas habían sido aplicadas a pacientes mayores de 60 años que sufrían alguna de las cinco categorías clínicas conocidas hasta el momento: psicosis senil, psicosis arteriesclerótica, psicosis afectiva, parafrenia y estado confusional agudo.

Blessed, Tomlinson y Roth afirmaron el camino al descubrir la relación entre la puntuación en el test cognitivo y el número de placas seniles en el cerebro de pacientes con demencia (18, 19), placas que habían sido visualizadas por vez primera por Blocq y Marinesco y llamadas «seniles» por Simchowicz. El test comprendía 50 ítems, de los que 28 eran preguntas dedicadas a evaluar el nivel de información, memoria y concentración, y 22 a la observación de hábitos, rasgos de la personalidad y nivel de actividad espontánea. La puntuación se distribuía entre 0 y 37 puntos. El estudio anatomopatológico se realizó en secciones de áreas de los lóbulos frontal, parietal, temporal y occipital, teñidas con el método Von Braunmühl. La demencia estaba presente de forma clínica evidente en los sujetos con una puntuación superior a 8/9, observándose en la mayoría de ellos un contaje medio de 10 placas por campo microscópico. De ahí surgió la llamada «teoría del umbral», reforzada en nuevos trabajos por Roth, que colocó el «umbral» de la demencia senil en 12 placas por campo microscópico.

A finales de los sesenta, las dos escalas Blessed (la cognitiva y la de demencia) fueron incorporadas a las historias clínicas de los pacientes ingresados en las unidades de geriatría de los hospitales ingleses, unidades que en aquella época estaban en plena efervescencia en el Reino Unido, siendo desde entonces la referencia para los servicios de geriatría europeos. Tras completar la parte de la exploración neurológica (pares craneales, fondo de ojo, reflejos, etc.), el residente encontraba en la hoja impresa la relación de los ítems de la Blessed, debiendo anotar el resultado de las puntuaciones, operación que, en este caso, se realizaba a partir del tercer día del ingreso por indicación del jefe de la unidad. Una evaluación global del estado mental se obtenía al momento del ingreso, a través de preguntas sencillas que daban idea del nivel de orientación del paciente, y se dejaba para más adelante la prueba puntuable. Debe siempre seguirse este método de evaluación progresiva en días sucesivos, tanto para la función mental como para la física, pues es sabido por todos los que se han formado en geriatría que la exploración de un anciano requiere tiempo y paciencia, que no debe agotarse en una primera intención, que los pacientes ancianos muestran cambios inesperados para sorpresa de familiares, enfermeras y médicos, y que lo que hoy nos parece una demencia, mañana no lo es, y lo que nos parece un irremediable cuadro de incapacidad se convierte en pocos días en una situación recuperable.

El Mental Test Score (MTS) fue desarrollado a partir de la escala Blessed y utilizado en más de 700 pacientes bajo los auspicios del Royal College of Physicians de Londres. Un estudio previo había mostrado que una puntuación de 25 o superior (sobre 34), se encontraba dentro de los límites de la normalidad. El punto importante es que no discriminaba entre demencia y delirium. Basándose en este hecho se diseñó el Abbreviated Mental Test Score (AMTS) (20), que consta de 10 preguntas. El punto de corte 7/8 sugiere alteración cognitiva. El AMTS (o Test Abreviado de Hodkinson) está siendo utilizado de forma rutinaria en la valoración de la función cognitiva en los servicios de geriatría del Reino Unido.

En 1975, Pfeiffer (21) dio a conocer una prueba rápida de función cognitiva que también ha resultado popular. Entre las preguntas incluidas está la de preguntar por la dirección del paciente en el caso de que no disponga de teléfono. De 0 a 2 errores significa que no existe alteración; 3 a 4, que la alteración es leve; 5 a 7, que la alteración es moderada; 8 a 10, que la alteración es grave.

El MMSE de Folstein (22) es, sin duda, el instrumento más universalmente utilizado para medir la función cognitiva. Tiene una puntuación máxima de 30 puntos, con diez que valoran la orientación temporoespacial, tres el registro de tres palabras, cinco la atención y el cálculo, tres la memorización de palabras, ocho la comprensión del lenguaje oral y escrito, y uno la capacidad para la construcción espacial. En las versiones adoptadas en distintos países se han hecho modificaciones utilizando palabras diferentes, más apropiadas a cada contexto cultural, y se ha discutido si restar de siete en siete es procedente.

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