En este trabajo exploro las calidades de los vínculos educativos en la formación dancística, los cuales dejan entrever los modos en que se fundan y refundan las tradiciones y la memoria de las comunidades de las escuelas profesionales de danza del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), en especial de la Academia de la Danza Mexicana, a la vez que muestran la dinámica de creación de las identidades de los futuros intérpretes profesionales. Utilizo en ello la mirada de Raymundo Mier sobre el vínculo colectivo y sus modalidades para entender la fuerza de la experiencia y la acción en la génesis de formas de vida y comunidades educativas.
Neste trabalho é explorada a qualidade dos vínculos educativos na formação da dança, os quais deixam transparecer as formas em que são fundadas e refundadas as tradições e a memória das comunidades das escolas profissionais de danca do Instituto Nacional de Belas Artes (INBA), em especial da Academia da Dança Mexicana; escolas que, ao mesmo tempo, mostram a dinâmica de criação das identidades dos futuros intérpretes profissionais. Para isso, utiliza-se o olhar de Raymundo Mier sobre o vínculo coletivo e suas modalidades para entender a força da experiência e a ação na génese de formas de vida e comunidades educativas.
This article explores the quality of educational ties in the study of dance, that suggest the way in which traditions and the memory of communities of professional schools of the National Institute of Fine Arts are created and recreated. And in particular of the Academy of Mexican Dance while showing the dynamics to create the identities of future professional dancers. I used the viewpoint of Raymundo Mier about the collective ties and its modalities to understand the strength of the experience and actions in the origin of forms of life and educational communities.
En un artículo intitulado “Calidades y tiempos del vínculo. Identidad, reflexividad y experiencia en la génesis de la acción social”, Raymundo Mier (2004a: 126) afirma que para comprender los procesos sociales en toda su densidad histórica es necesario estudiar los procesos de creación, conformación y disolución de los vínculos: “reconocer los márgenes de su duración y los linderos en los que se acuñan sus fantasías, sus delirios, sus creencias, sus convicciones, sus desempeños habituales o sus arrebatos”. También sostiene que el estudio de los vínculos permite entender la fuerza de la experiencia y de la acción en la creación de las identidades, de ahí que la noción de vínculo exprese de modo privilegiado la forma en que se entretejen subjetividad y procesos sociales.1 En este trabajo examino el potencial heurístico de las modalidades del vínculo colectivo que Mier propone para explorar las calidades diferenciales de los vínculos educativos en la formación dancística, los cuales dejan entrever los modos en que se fundan y refundan las tradiciones y la memoria de las comunidades educativas de las escuelas profesionales de danza del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) en la ciudad de México, en especial de la Academia de la Danza Mexicana, y la dinámica que toma el proceso de creación de identidades de los futuros bailarines profesionales. Así continúo una reflexión que inicié hace ya varios años sobre la práctica educativa en la educación dancística profesional, pero ahora enfoco la mirada en los vínculos que se generan entre maestros y alumnos y su fuerza para crear formas de vida2 y comunidades educativas.3
Vínculos educativos y formación dancísticaSegún Kant (citado por Mier, 2004a), el vínculo se constituye a partir de dos impulsos antagónicos: la gregariedad y el aislamiento; mismos que dan fuerza al deseo, como energía motora del vínculo. Esta condición dual del vínculo permite, según Mier (2004a: 128), explorar dos enigmas: las condiciones cognitivas de la acción y “los regímenes de la afección involucrados tanto en el vínculo colectivo como en los apegos a un orden colectivo, sus índices y símbolos”.
Los vínculos humanos, continúa Mier (2004a), no se crean ni preservan a partir de estructuras simbólicas unívocas, ni se sostienen por regulaciones homogéneas, ni tampoco a partir de marcos normativos explícitos y uniformes, pues junto a las leyes, normas y regulaciones sociales, inciden sobre la acción social múltiples tramas y regímenes apenas reconocibles en trazas, huellas, referencias y evocaciones calladas de alianzas, complicidades o memorias mutuas, que unen o excluyen, que crean comunidad o disgregan a los grupos. Un aspecto cardinal del vínculo, cuando se encuentra sometido a la norma, es la fuerza jurídica con que modela los cuerpos y los hábitos de forma invisible, intangible, ajena a la reflexividad; se trata de vastas tramas normativas que imperan en el silencio y operan bajo una eficacia tácita que logran asumir una apariencia de naturalidad. En los vínculos humanos coexisten, entonces, lo tangible, lo normado y lo inadvertido y silencioso del secreto, de las alianzas y complicidades apenas reconocibles. Pero el silencio no sólo refiere lo tácito, también interviene lo ausente: “lo que se funde y eclipsa en la síntesis y en las invenciones de la memoria”. Las normas tácitas son eficaces no sólo por “lo silencioso de sus prescripciones, sino por lo inadvertido de sus exclusiones” (Mier, 2004a: 135). De este modo, en las normas que orientan los vínculos se revela una conjugación estratégica de zonas de visibilidad y de silencio. De ahí su doble eficacia: “lo explícito, lo destinado al control abierto, pero también las estrategias oblicuas del control, la incidencia de lo no dicho, la particular obligatoriedad que se expresa en lo indecible” (Mier, 2004a: 136).
En la formación dancística, en los vínculos educativos que entraña,4 es observable esta doble condición. De un lado, la normatividad de la técnica, del género de danza, de la institución y su proyecto educativo; y del otro, una producción incesante de tramas de significación silenciosas que operan cuerpo a cuerpo, entre miradas, gestos y contactos, entre acciones e interacciones mudas, cuya huella define las identidades de los futuros bailarines. En la enseñanza de la danza, como mostré en Escenarios rituales (Ferreiro, 2005), existe una preeminencia del orden semiótico de la corporalidad, que da lugar a una complej a comunicación no verbal, en la que los sentidos y los afectos tienen una amplia participación.
En ese estudio realicé una exploración sobre la práctica educativa que ya dejaba entrever la fuerza del vínculo educativo, del contacto físico, la mirada del maestro, su voz y sus gestos, en la conformación de la subjetividad de los futuros intérpretes profesionales de danza. En aquella indagación me enfoqué en la eficacia de las estrategias educativas de los maestros para lograr que los estudiantes habitaran su cuerpo y lo disfrutaran, creando así un poso de experiencias al cual recurrir en situaciones de representación escénica. Ahora me interesa profundizar en la eficacia de esas estrategias y de otras más en la conformación de los vínculos y las alianzas que se han expresado en los proyectos educativos de las escuelas profesionales de la ciudad de México. Para ello, es necesario explorar en esas tramas inadvertidas, silenciosas, que dejan marcas indelebles en los cuerpos y en la memoria, y en las que tal vez sea posible leer la fuerza de las alianzas y de las exclusiones que imperan en el medio educativo dancístico profesional. Ya no se trata de estudiar sólo la relación educativa sino de comprender cómo se produce el vínculo, puesto que la primera se limita a operar en un campo simbólico regulado, mientras que el segundo apunta al encuentro, al enlace, a la creación, al engendramiento de nuevas miradas en una profunda experiencia colectiva (Baz, 2006). El vínculo más que una representación, como algunos han sugerido, es una experiencia gracias a la cual atribuimos sentido al mundo, a los otros y a nosotros mismos. Se refiere, según Baz (2006: 21), “a los sentidos que se forjan en la trama múltiple, siempre abierta, de las pequeñas historias que van constituyendo nuestra singularidad, troqueladas desde la dimensión pasional.
Esta experiencia de sentido se manifiesta en una doble faceta, positiva y negativa a la vez, que permite la identidad: el sujeto se vincula y se somete al otro en un deseo de identidad, de reconocimiento de sí a partir del otro. Pero simultáneamente esa experiencia da lugar a la diferencia y a la exclusión. De ahí que la fuerza del vínculo se exprese no sólo en lo que une, también en lo que excluye, pues la afirmación de sí supone la exclusión de lo ajeno, de lo diferente.
Para realizar un estudio de los vínculos en la formación dancística conviene explorar las tres modalidades de existencia del vínculo social a las que se refiere Mier (2004a): interacción, intercambio [como don] y solidaridad.5 Porque estas tres modalidades permiten comprender cómo de un vínculo aprehendido desde la primacía de las regulaciones (jerarquías, deferencias y procederes estrictamente regulados) se puede transitar hacia uno cuya relevancia surge del orden jurídico del don (dar, recibir y devolver), para finalmente arraigarse en la solidaridad, cuya aparición se da a partir de un acontecimiento “en el ámbito de la gratuidad, la generosidad, la hospitalidad, la apertura del vínculo y su duración al devenir, a lo intempestivo” (Mier, 2004a: 147), vínculo que da lugar a la creación de comunidades, en este caso, las educativo-dancísticas.
La interacción educativa: rostros y líneas que dan forma al vínculo educativo en danzaLa interacción es un vínculo que se aprehende a partir de las regulaciones. En la interacción, el diálogo entre acción y reacción está orientado por convenciones e identidades normadas. No obstante su carácter previsible, en el proceso de interacción mismo se engendra una tensión que abre la significación a la potencia y exégesis de lo significado. En la interacción siempre es posible iluminar con otros matices la identidad de los sujetos y dar una nueva significación a la experiencia recíproca (Mier, 2004a).
Uno de los estudiosos más importantes de la interacción es Erving Goffman, quien en sus investigaciones mostró que existen rituales en actos que no concebimos como tales, pero que tiñen todos los aspectos de la interacción social cotidiana. Afirmaba que en éstos se representan pequeñas idealizaciones del yo y de los demás, se negocian vínculos sociales y se controlan personas, por lo que es posible descubrir en ellos implicaciones como la deferencia hacia los otros y el estatus de quienes los escenifican (Collins. 1995). Advirtió que en cada relación interpersonal el sujeto pone en juego la imagen que ha construido de sí mismo y de los demás, que se reafirma o deva-lúa de acuerdo con el éxito o fracaso de los vínculos que establece (Goffman, 1967: 176). Por ello, caracterizó la interacción como una “cosa sagrada” digna de un tratamiento ritual;6 según él, este proceso está constituido por un conjunto de acciones cuyo componente simbólico permite a las personas mostrar y exigir el nivel de respetabilidad que ellas o los otros participantes de la interacción merecen. El ritual de interacción entraña, entonces, una serie de reglas de conducta que guían la acción para que ésta resulte adecuada; estas reglas establecen el tipo de comportamiento al que está comprometida la persona7 en una relación interpersonal (obligaciones), pero también definen la manera en que otras personas deben comportarse al relacionarse con ella (expectativas). La interacción también compromete un conjunto de estrategias de control: control externo y autocontrol. Este control supone la articulación de una serie de acciones que acotan, contrarrestan, suspenden o bien descartan el sentido de otras acciones. Esas acciones tienen como finalidad disipar la ambigüedad y apuntalar la correspondencia entre norma e identidades.
Ahora bien, toda relación educativa (maestro-alumno) supone un proceso de interacción regido por un conjunto de normas y valores que la orientan, de las cuales derivan estrategias de control específicas. Aunque sea posible establecer algunas pautas generales comunes a todas, cada cultura posee su propio repertorio normativo y axiológico, por lo que para conocer las características que singularizan a un proceso formativo, en este caso el dancístico profesional, es necesario describir sus peculiaridades. Para escudriñar en las interacciones y explorar el carácter sagrado del rostro8 que se muestra en actos simbólicos, Goffman (1970) propone analizarlas a partir de dos conceptos: la deferencia y el proceder.
La deferencia: entre el congelamiento y la mística educativaLa noción de deferencia permite estudiar las conductas en las que se expresa el aprecio de una persona hacia otra: saludos, cumplidos y disculpas que tiñen las relaciones sociales, conjunto de actos que denomina “rituales de estatus” o “rituales interpersonales”. En la deferencia existen interacciones simétricas y asimétricas, por lo que Goffman (1970: 59) advierte la tendencia errónea a considerar la deferencia como una acción de auto subordinación a una autoridad (rituales de obediencia o sumisión), que limita el concepto en dos sentidos: primero, porque existe una gran cantidad de formas de deferencia simétricas en las cuales el deber social es igual entre pares y también porque hay formas de deferencia asimétricas en las que los superiores tienen consideraciones especiales hacia los subordinados; segundo, dado que las formas de respeto son múltiples y la cortesía no sólo se expresa por temor (característica de las relaciones superior-subordinado), también hay rituales interpersonales en los que se muestra confianza, estima a la posesión de una capacidad, afecto y sentimiento de pertenencia, etcétera.
De la diversidad de formas de mostrar aprecio, por su relevancia Goffman (1970) sólo describe dos: los rituales de presentación y los rituales de alejamiento. Los primeros detallan las conductas apreciadas en una interacción que favorecen su continuidad, los comportamientos que expresan el respeto o consideración de una persona hacia otras y el trato que les concederá en la interacción por venir. Los segundos especifican comportamientos que deben evitarse cuando se interactúa con otros, los comportamientos prohibidos que salvan de las ofensas. Al distinguir entre comportamientos prohibidos y permitidos, este sociólogo subraya el conflicto y la oposición entre estas dos formas de deferencia.
La révérence: un ritual de presentaciónEn el medio educativo dancístico, tal vez más que en otros medios, hay una tendencia a investir al maestro con un aura de saber,9 la cual adquiere intensidades variables de acuerdo con el género de danza y las características de la enseñanza; el aprendizaje tiene que demostrarse cotidianamente, y es por intermedio de la mirada “docta” del maestro que se confirma o no lo afortunado del proceso; a menudo, el acartonamiento de estas expresiones deferenciales exterioriza la asimetría de las interacciones educativas. Un ejemplo de ello es la révérence, un gesto deferencial de saludo o agradecimiento que se realiza al inicio y final de la clase.
En un salón de danza, particularmente de danza clásica, la deferencia adquiere una dimensión más amplia que la simple interacción cotidiana, observable en los saludos, cumplidos y disculpas. Desde el ingreso al salón, los estudiantes asumen una actitud muy acentuada de respeto hacia el maestro, sobre todo en los primeros grados. La clase inicia con una serie de movimientos conocidos como révérence,10 a los que el maestro responde con la misma solemnidad, aunque sólo con un leve movimiento de cabeza. Este mismo gesto se repite al finalizar la clase, momento que algunos maestros aprovechan para expresar su agrado o desagrado por el desarrollo de la clase, para lo cual usan los movimientos y el ritmo de la révérence. Pero también en la ejecución de la révérence final es observable en los gestos de los estudiantes el agrado o desagrado por la clase, emociones que expresarán con mayor claridad al concluir este momento, cuando mediante un fuerte aplauso reconocen la buena clase o bien con un gesto estereotipado y sin entusiasmo, sólo cumplen con la formalidad de darla por terminada. De ahí que la révérence puede ser una simple ceremonia congelada e impuesta en una clase monótona y aburrida, o por el contrario, convertirse en un momento de comunicación plena entre los estudiantes y el profesor, cuando la clase ha sido fuente de disfrute y placer estético. Algunos docentes aprovechan el momento de la révérence para montar trozos breves de danza, que sirven al alumno de aproximación o bien de evocación de la experiencia vivida en el escenario. Aquí, la deferencia se desplaza hacia un público y una situación de representación imaginaria. Este cambio en la significación del gesto entraña una transformación en su valor para los estudiantes. Ya no sólo agradecen al maestro sus enseñanzas, sino que incluyen a un público imaginario, al cual deberán conmover para ganarse su aplauso y reconocimiento.
Alejamiento en la relación educativaLos rituales de alejamiento se refieren a las conductas con que una persona evita violar lo que Simmel (citado por Goffman, 1970: 61) llama la esfera ideal (una especie de autoprotección del valor personal), y la obligan a mantenerse a la distancia adecuada. Sugieren la distancia física o psicológica que una persona cuida en sus interacciones con otros para preservar a su yo (rostro) de la destrucción, por lo que asumen la forma de proscripciones, interdicciones y tabúes que protegen el derecho de una persona de mantenerse a distancia de otras y salvaguardar su intimidad (Goffman, 1970: 70). El ejemplo más claro de estos rituales en la enseñanza de la danza son las correcciones corporales.
Esta categoría tiene particular relevancia en el caso de la danza, en virtud de que el alejamiento invierte su valor social “normal”: entre los bailarines mantenerse a distancia es sinónimo de indiferencia, de rechazo o del castigo que algunos profesores imponen cuando los alumnos no han “cumplido” con sus exigencias; de esta manera, la forma de expresar aprecio o interés hacia un estudiante de danza implica un contacto corporal muy estrecho que traspasa continuamente la esfera espacial individual. Más aún, en ocasiones el maestro corrige muy cerca de zonas erógenas, lo que introduce un ingrediente moral que puede variar significativamente en cada estudiante, según las normas socioculturales aprendidas en su familia y su interpretación de este tipo de contacto.
Por ello, uno de los primeros aprendizajes culturales del futuro bailarín es aceptar la cercanía física del maestro, inusual en otras interacciones sociales, y entenderla como una condición básica para su perfeccionamiento corporal.11 El maestro toca al alumno para que éste comprenda lo que verbalmente aquél no ha podido transmitir.
A modo de ejemplo, veamos la importancia que una maestra de danza da a las correcciones corporales y subraya cómo éstas ayudan al niño a identificar las sensaciones con las cuales valorar si está haciendo un trabajo “correcto”: Yo las toco muchísimo, y las toco justo para que entiendan por dónde va el movimiento, porque la sensación sólo ellas la pueden tener. Yo no le puedo decir verbalmente al niño, siente tal cosa; puedo guiarlo, pero la sensación en sí va a ser única, sólo él la va a sentir en su cuerpo: […] en danza se trabaja con sensaciones corporales muy distintas. Yo siento que es muy importante tocar al alumno, porque es la manera en la que él sabe que está haciendo lo correcto y tú como maestro también puedes saber que [él] está haciendo lo correcto. Por ejemplo, los niños a veces aprietan la rodilla, la empujan hacia atrás; al estarlos tocando uno sabe que lo están haciendo, y se les puede decir: “¡no, no es ahí, tienes que alargar, tienes que elevar la rodilla!”, y hasta que no lo logre, no sueltas a ese niño, porque tiene que llegar a sentir lo que le estás pidiendo. A lo mejor a la siguiente clase y una semana y todo el año se la pasa tratando de empujar la rodilla, pero tú también todo el año te la pasas tratando de que sienta lo que es alargar y no presionar la rodilla (González con Ferreiro, 2005: 351).
Mas este quebrantamiento del espacio íntimo es una experiencia paradójica para el estudiante, pues si bien “sabe” que gracias a las intervenciones físicas y verbales del maestro logrará conciencia de su esquema corporal (sustento básico en el dominio de la correcta colocación del cuerpo que favorece un adecuado desarrollo muscular y técnico), en ocasiones dichas intervenciones, en apariencia ecuánimes, son formas sutiles de agresión, pues a través de ellas el maestro deja entrever sus sentimientos de aceptación o rechazo hacia un alumno. Así, al quebrantamiento de la intimidad corporal se agrega la interpretación, siempre vaga, de los sentimientos que el maestro le transmite cuando lo corrige, en los cuales cree descubrir la valoración de su desempeño y logros.
En suma, la categoría de alejamiento permite mostrar un juego paradójico de acercamientos y distanciamientos que rompen con las convenciones sociales de respeto al espacio individual (kinesfera) y visibilizan la relevancia educativa de este quebrantamiento, pero también sus riesgos y manifestaciones negativas cuando los docentes utilizan esas necesarias correcciones para transmitir su desaprobación hacia el trabajo del alumno y las convierten en modos sutiles de agresión.
Diferencias y jerarquía: el procederEl concepto de proceder agrupa las conductas ceremoniales a través de las cuales una persona expresa que posee ciertas cualidades deseables o indeseables con respecto a los hábitos comunitarios. Estas conductas son observables en el porte, la vestimenta y las “maneras”. Como en la deferencia, en el proceder existen interacciones simétricas y asimétricas; las primeras identifican a los miembros de un grupo y las segundas señalan las diferencias entre grupos sociales; de ahí que en cualquier caso romperlas conlleva a la marginación.
Las formas de proceder de una persona son evaluadas continuamente por los miembros de su grupo, lo que define el nivel de eficiencia con el que establece interacciones sociales, pero también alude a su propia valía. Una persona no puede determinar los atributos de su conducta sólo declarando que los posee, aunque a veces lo haga irreflexivamente; en cambio, sí puede arreglárselas para comportarse de modo que los otros, mediante la interpretación de su conducta, le asignen los atributos que hace ostensibles y así crear una imagen pública. Si bien esta imagen pública se destina a la valoración de los otros, de ella se pueden hacer inferencias sobre la valoración que una persona tiene de sí misma, debido a las resonancias de la estima social en la autoestima.
Esta peculiaridad del comportamiento humano de hacer depender la imagen propia de la interpretación de los otros, en la danza se exacerba. Desde muy pequeño el estudiante de danza deposita lo que Freud denomina “ideal del yo” en un ideal técnico, lo que lo lleva a adecuar su formación corporal a este ideal que, pese a las variaciones en los géneros de danza, siempre está presente. Este proceso de adecuación se realiza frente a la mirada escudriñadora del maestro que confirma o no su ajuste, de ahí la intensa dependencia del estudiante en la construcción de su imagen de bailarín respecto de los comentarios del maestro, que con frecuencia lo vuelven frágil y sensible. Pero además del ideal técnico, el aprendizaje y desarrollo corporal concreto, al menos durante los primeros años, está enteramente asentado en la opinión de otros, puesto que algunas partes del cuerpo son inaccesibles a la percepción del estudiante y la valoración de su mejora corporal no la puede hacer él mismo, sino que depende de una opinión externa; de ahí que deba mostrar continuamente en sus modos de moverse que ha asimilado los aprendizajes corporales y las formas de ejecución aceptadas en el género de danza que estudia. Con este proceder expresa el grado de desarrollo técnico y corporal alcanzado.
Por otro lado, en la educación dancística profesional los rituales de proceder evidencian las diferencias entre los géneros de danza. Por los rasgos de comportamiento de unos y otros, y su modo de vestir,12 es fácil distinguir un estudiante de danza clásica de uno de contemporáneo. Los movimientos del cuerpo son los atributos más representativos,13 pero también son visibles las diferencias en el tono emocional, la expresividad, el aplomo, etcétera. En las escuelas profesionales de danza es posible identificar ciertos estereotipos. El refinamiento, las buenas maneras, el orden, la gracia y todos aquellos valores que apuntan a la “distinción”, son promovidos en una clase de danza clásica más como un elemento diferenciador que por su calidad educativa. En cambio, en una clase de danza contemporánea las formas de ruptura (en el vestido, el peinado y algunos gestos del cuerpo) son apreciadas, por algunos maestros, como condiciones para el desarrollo de su creatividad y expresividad.14 De manera que en ciertos casos, basta con algún gesto de ruptura con lo tradicional dancístico para que el profesor lo considere una expresión creativa.
Como advierte Goffman (1970: 78), hay una íntima vinculación entre la deferencia y el proceder; sin embargo, la relación analítica entre ambos conceptos es de “complementariedad” y no de identidad, lo que significa que la imagen que una persona debe a las otras no es del mismo tipo que la que esas mismas personas están obligadas a mantener de ella, puesto que las imágenes de deferencia subrayan la jerarquía que la persona ha conquistado en el grupo social; en cambio, las imágenes de proceder destacan las cualidades que la posición social permite a sus ocupantes exhibir durante una interacción, pues dichas cualidades corresponden más a la manera como la persona maneja su posición, que al rango y lugar de dicha posición en relación con otras jerarquías. La deferencia permite entonces elaborar un perfil de las formas jerárquicas que prevalecen en una institución educativa y el enfoque de éstas en el sometimiento o la igualdad y la liberación; mientras que el proceder apunta más a la configuración de los estilos educativos, que se pueden documentar a partir de las actitudes y actividades que organiza el docente para orientar el proceso educativo.
Hasta aquí he pretendido mostrar cómo la noción de interacción visibiliza una gran cantidad de detalles de comportamiento que se han institucionalizado en las interacciones educativo-dancísticas; sin embargo, no revela las formas singulares que asume la experiencia de la obligatoriedad, no genera pautas de comprensión de la constelación y las composiciones de afectos en situaciones inéditas, ni de las interpretaciones y desplazamientos de la significación en los espacios colectivos. La interacción sólo sustenta una ética de la acción institucionalizada, por lo que conviene explorar las posibilidades de la noción de intercambio para analizar esas otras calidades que puede asumir el vínculo educativo en la formación dancística.
El don y los vínculos educativos“En el marco mismo de los procesos de interacción, se origina a su vez un juego de intercambio: vínculo duradero, secuencia alternada de prestaciones obligatorias, incesantes, invención de identidades y paridades, engendramiento de estratos, diferencias, desigualdades, formas asimétricas del reconocimiento” (Mier, 2004a: 144).
El intercambio, en su forma canónica, proviene de los estudios de Marcel Mauss acerca del don, que permiten entender el orden jurídico del cual se desprende la fuerza imperativa de la reciprocidad: dar, recibir y devolver. Como sugiere Mier (2004a), en el don, como forma privilegiada y acaso primordial del intercambio, se atestigua la creación y la ratificación simultáneas de atributos de identidad y de prestigio; del don surgen relaciones jurídicas antes inexistentes, que crean una red de obligaciones y de efectos agonísticos; el don subraya la firmeza de los compromisos, de ahí que ratifique y consolide los lazos afectivos y exija afección recíproca. De esta exigencia de reciprocidad surge “un vínculo singular, creador de obligatoriedad moral, de imperativos jurídicos, de fisonomías de identidad, de esferas de valor, de metáforas cosmogónicas, de conjugación de afectos, pero también de asimetrías, de tensiones, de jerarquías, de sometimientos, de exclusiones engendradas por la creación del vínculo” (ibid.: 145).
El intercambio define identidades: “quien da y quien recibe, quien habla y quien escucha, quien actúa y quien reacciona, quien solicita y quien responde”. Pero también valores, jerarquías y criterios de diferenciación de los linderos y las exclusiones. De ahí que el intercambio y la interacción se conjuguen y a momentos se confundan, pero también se confronten, incluso se excluyan o cancelen (Mier, 2004a: 145). Sin embargo, la peculiaridad del intercambio como don radica en que: “hace posible la experiencia de significación común, compartida, de las cosas y de los otros, una significación estructurada en términos locales y relativamente excéntrica respecto de los códigos generales, las prescripciones uniformes, los hábitos reiterativos que parecen encuadrar la conducta entera de una comunidad imaginaria” (Mier, 2004a: 146, subrayado del autor).
Esta fuerza de la experiencia de significación común es la que me interesa explorar en los vínculos que se generan en la formación dancística. Parto de la premisa de que en dicho proceso hay un intercambio incesante de saberes, de significaciones, de ideales, de modos de concebir el movimiento y la danza que, a la vez que crean identidades, excluyen otras posibilidades de pensar el cuerpo en movimiento. Las reflexiones de Mier (2004a, 2010) sobre el intercambio y el don, permiten indagar cómo surge esa obligatoriedad moral de formar a los estudiantes en un sentido específico: de transmitirles la tradición y revelarles formas de vivir el cuerpo y de bailar que los orientan a pensar la danza y la creación artística de un modo peculiar. De ahí que en este espacio presente algunos testimonios de estudiantes y sus maestros en los que se muestra la capacidad de estos últimos para crear significaciones compartidas y conseguir que los aprendizajes que se viven en las aulas se diseminen a otros espacios y lugares. Lo anterior, con la finalidad de documentar algunas condiciones y circunstancias en que se transita de la simple interacción al intercambio educativo.15
El intercambio, dice Mier (2010a) supone una composición serial entre dar, recibir y devolver, en la cual además de presupuestos jurídicos (obligaciones y derechos), se engendran identidades diferenciadas (donante, receptor y quien devuelve), que estratifican las posiciones de los sujetos en la comunidad, les dan valor y supremacía: prestigio.
En cada fase del intercambio, subraya Mier (2010a: 160), se funda entre los participantes una diferencia constitutiva, “incluso una asimetría jerárquica”, mas paradójicamente en el trayecto del don se instaura “una igualdad potencial, futura”. La realización del don suscita “múltiples resonancias simbólicas”: se cre a juridicidad y prestigio, pero también “modos de subordinación y reclamos de condescendencia”. En el acto de dar se preserva y ahonda la asimetría, pero al mismo tiempo se instaura una obligatoriedad en el otro, un imperativo en quien recibe: la de “devenir potencialmente donador”.
Los vínculos educativos que emanan de la primera fase del don (dar-recibir) pueden entreverse en las experiencias y recuerdos de los estudiantes de aquellas clases que los conmovieron: La maestra Lavalle dejó una huella que sigue ahí […]. Ella desde un principio se entregó en toda su persona, no sé de algún recoveco que pudiera haber dejado fuera, ella era total, total en su pasión, en su puntualidad, en la preparación de sus clases; no por ser la gran coreógrafa y bailarina, dejó de trabajar como si fuera una principiante. […] y eso generaba un gran compromiso […] Ella trabajaba con personas individuales, independientemente de que éramos un grupo […] sí nos exigía, pero sin olvidarse de que cada uno teníamos cualidades muy particulares. […] Y eso que la maestra te mostraba en su persona, pues yo diría que fue su gran ejemplo (Entrevista grupal con Baz, 2009).16
Esa entrega del maestro es la que obliga al estudiante a responder con la misma fuerza y compromiso. Como sugiere Steiner (2004: 13), “desde la autoridad pedagógica se ha sostenido que la única licencia honrada y demostrable para enseñar es la que se posee en virtud del ejemplo. […] La enseñanza ejemplar es actuación y puede ser muda”. Era tal su compromiso y su entrega, que no había de otra para dialogar con ella, más que en el mismo nivel. Y no era de rollo, no era del maestro que llega a la clase y dice, bueno muchachos éste es el curso […]. No, nunca dijo eso. Era, ¡estoy aquí, empezamos! Y te quedabas sorprendido de la capacidad de cómo estaba ahí entregada con toda su preparación de clase, con toda su emoción, y si tú querías estar delante de ella, tenía que ser así, no podías estar distraída […] estoy aquí con todo mi ser, te voy a acoger con mis brazos abiertos, pero tú tienes que […] estar igual. Tú no te puedes escurrir si es que estás delante de mí (Entrevista grupal con Baz, 2009).
Este testimonio expresa cómo no basta con el simple hecho de dar clase para que el intercambio educativo se genere, y los estudiantes lo saben, por eso diferencian entre quienes son “ignorantes disfrazados de maestros” y quien “en razón de sus conocimientos […] los está heredando amorosamente”. De ahí que sólo con estos maestros la donación de sus saberes los estimula “a arriesgar, a dar más”, al punto que puede transformar su modo de mirar la danza y la formación”: Pienso que Fandiño es muy noble, como maestro y como persona. Nos dedica un tiempo específico a cada uno para correcciones; nos atiende y apapacha […]. Nos trata como personas que entienden y piensan. Yo he avanzado gracias a su nobleza porque te enseña también a ser noble en tu mismo movimiento; te enseña a moverte con nobleza, a que te vean, que al fin y al cabo es lo que hacemos (Tortajada, 2000: 240).17
En esta fase del intercambio se reconoce otra calidad en el vínculo educativo que no visibilizan los comportamientos normados de la interacción educativa. Como sugiere Mier (2010a: 161) en la “tran-sitividad imperativa del acto del don” se revela otra modalidad del vínculo en la que el dar al otro y recibir del otro plantea una condición de extrañeza, a la vez que de intimidad en el momento mismo de la donación.
Sin embargo, destaca Mier (2010a: 161), en sus estudios Marcel Mauss advierte la existencia de una condición extraña, suplementaria, a esta fase del don sin la cual la donación pierde todo su sentido: el devolver. Sin ella la reciprocidad se extingue, “El acto de don involucra así una condición abierta en el tiempo, una discontinuidad temporal, una tensión que guarda el sentido de la promesa”. Y esta promesa, que “es potencial, conjetural”, desborda la situación del don porque deberá realizarse más allá de sí mismo, de ahí que invoque el futuro, la incertidumbre (Mier, 2010b: 241). Mas ese acto futuro sólo encuentra su fundamento en el acto pasado. “Los tiempos se trastocan”. El don no es un ciclo sino una composición, “una serie de actos de tiempos inconmensurables, enlazados, aunque cada uno de ellos suponga una condición propia” (Mier, 2010a: 161–162).
El aparente ciclo en que se conjuga la secuencia de acciones del don, continúa Mier (2010a), es “más una derivación recurrente”. El don permanece inacabado. Incluso en la realización del acto de devolver-restituir se engendra un dualismo irresoluble: la devolución involucra irremediablemente la donación. Es decir, a la vez que realiza el imperativo de su aparente clausura, en la devolución se repite el acto inaugural del don. Por ello, Mier (2010a: 162) afirma: “no hay don en sí mismo, todo don es devolución”.
Esta fuerza de la devolución se puede percibir en las estrategias educativas que algunos maestros han desarrollado recuperando las experiencias de sus propios maestros. Esos saberes permitieron su desarrollo como bailarines, coreógrafos y maestros, pero al generar procedimientos educativos que continúan el legado de sus maestros se han convertido a su vez en donadores. Veamos cómo lo expresa Luis Fandiño: En mi experiencia personal nunca tuve una lesión, ni siquiera por accidente, porque mi cuerpo aprendió bien, me enseñaron bien, entonces, por más que ejecutaba un paso difícil técnicamente, tenía el sustento corporal con el que podía, en un momento de descuido, resolver la situación para no lesionarme. Esto mismo pretendo enseñar en mis clases; transmitir toda mi experiencia para que mis alumnos ejerzan la danza sanamente: con un cuerpo dúctil pero consciente; con un cuerpo sabio que sepa lo que está haciendo (Fandiño, en Ferreiro, 2005: 296).
Tampoco Josefina Lavalle pudo sustraerse a los dones de su maestra: Waldeen bailaba diferente de todo lo que había visto antes; por primera vez percibí mi cuerpo y experimenté en él la sensación de un movimiento inédito; ella nos traía un nuevo lenguaje, a cuyo encantamiento no pude sustraerme. Me llevó de la mano al mundo de la danza profesional, entonces naciente en México (Lavalle, 2002: 104). […] [Waldeen] Afirmaba enfáticamente que la técnica no era un fin, sino el medio para expresar ideas y sentimiento. De ahí que diera mayor importancia al momento creativo que al entrenamiento muscular. Explorar el lenguaje de cada parte del cuerpo, decía, desarrolla el músculo, no la repetición constante de un mismo movimiento. Señalaba que la técnica se construye mediante la exploración de un motivo, de sus elementos desplegados hasta sus últimas consecuencias, (ibid.: 148-149).
Y más tarde ella sedujo con su danza y sus enseñanzas a los estudiantes de la Academia de la Danza Mexicana (ADM): En sus clases Josefina nos ofrecía generosamente estas vivencias. A pesar de que estructuraba su clase de acuerdo con la secuencia y movimientos que exigía la técnica Graham (porque en la ADM ésta había sido elegida como la técnica formativa para el género contemporáneo), no se limitaba a las cualidades de movimiento características de esta técnica […] En los ejercicios que proponía descubro diferencias que, ahora comprendo, provienen de los principios de movimiento postulados por Waldeen, en los que sin duda aparece la huella de la escuela alemana de danza moderna, la influencia japonesa de Michio Ito y su propia exploración creativa. […] Las clases de Josefina estaban igualmente coloreadas por sus experiencias como coreógrafa. Además de su maestría para fusionar movimiento y sonido, la intuición poética siempre la ha desbordado. Casi cualquier música o movimiento, aun el más estereotipado, cuando Josefina lo elabora, transforma y manipula desarrollándolo hasta sus últimas consecuencias, lo devuelve en su plenitud poética, creativamente enlazado en una estructura coreográfica cuyo sentido de totalidad logra atrapar y desencadenar una experiencia estética. Así, los ejercicios, que para muchos […] maestros eran simples rutinas técnicas ocasionalmente transformables, en Josefina se convertían en materia prima para la elaboración de verdaderas coreografías que se estrenarían el día del examen (Ferreiro en Camacho, 2009: 95–96).
En la devolución, afirma Mier (2010a: 162), se confirma la exigencia implacable del cumplimiento de la reciprocidad, pero también ese reclamo señala una extrañeza. “Quien ‘devuelve’ no restituye el mismo objeto ni su destinario es estrictamente quien ha recibido el don. No hay propiamente restitución ni devolución, sino exigencia de repetir el acto de don eligiendo otro receptor, otro bien”. El acto se repite pero sin identidad de objeto ni de participantes, entonces se abre una nueva serie de dones. […] estábamos muy entusiasmados con hacer las cosas bien, por trabajar en equipo, por ayudarnos los unos a los otros, por compartir nuestros materiales, nuestras experiencias, nuestros ejercicios, nuestras invenciones […]. Quizá lo más importante, conseguir que otros jóvenes encontraran en la danza un medio de disfrute y de gozo. […] para nosotras era más que evidente que bailar era un privilegio que nos permitía relacionarnos unos a los otros con mucha alegría, con mucho entusiasmo y eso es lo que queríamos compartir con los jóvenes […]. Nosotros queríamos en nuestra incursión como maestros ahí en [el Colegio de] Bachilleres, convencer que hasta el más torpe que se pudiera considerar, no lo era, y que todo mundo podía bailar, eso era como una meta muy común, nuestro mayor reto era ése. [..] ese ánimo que fue todo un gran privilegio vivirlo, de ver la danza así, como una posibilidad [de darla] a los demás, pues yo creo que fue el sello de la maestra Lavalle. (Straffon con Ferreiro, 2009). [Cuando era estudiante] conocí a la maestra La-valle como coreógrafa, trabajó conmigo era muy estricta […], muy musical […], muy, muy precisa. Ella montó con música de Villalobos unas caminaditas, el prólogo [de la Familia del hombre], que eran unas caminadas, que yo decía, cómo unas caminadas, caminar, caminar y caminar, unas por un lado, otras por otro. ¡Cómo estuvo insistiendo en las caminadas! Y recuerdo la música bellísima con las Baquianas de Villalobos, todo iba sincronizado, […] sabía lo que quería, […] ahí aprendí que el caminar es lo más difícil en escena. Aprendí a conocer a la maestra Lavalle, ya no como la directora, sino como una coreógrafa que sabía manejar a los estudiantes y sabía [incentivarnos] para lograr movimientos, y yo creía plenamente en lo que ella hacía. […] Esas evidencias sí me marcaron mucho, entendí que un trabajo que va al escenario no puede ser al ahí se va, no puede ser muévanse a ver cómo les sale, no, no, no, todo tiene que ser perfectamente planeado, musicalmente estructurado, y permitir al estudiante que aporte el aspecto emotivo de la interpretación, pero no puedes llegar a improvisar cuando estás montando. Aparte de eso, la manera, el respeto que ella tenía en el trato con los estudiantes, sí fue de exigencia, pero nunca de agresión, ni de insolencia, ni de maltrato, nunca la escuché en los ensayos decir una mala palabra o una ofensa, como se daba en el caso de otros maestros […], la maestra Lavalle jamás, entonces yo creo que eso me marcó mucho […] y ahora procuro hacer lo mismo con mis estudiantes (Entrevista grupal con Ferreiro, 2009).
En la reflexión de Mauss, Mier (2010a) descubre un elemento decisivo en la comprensión del don que revela su dimensión compleja y dinámica: “el objeto del don no es el bien intercambiado”, éste sólo es el vehículo, la señal de una potencia vital, indeterminada, el maná. La función de la donación, entonces, no es sino el “otorgamiento incesante de la potencia al otro”, entrega que asegura la preservación de lo social. Ahí, en ese suplemento móvil, fugaz, de la potencia, de la capacidad virtual del hacer, queda “la huella y la memoria del donador”, pero transformada en tradición y memoria de una comunidad. Yo sí creo que la Academia [ADM] me dio, con la presencia de la vida de varios de mis maestros […] una herencia; una herencia que tuve que tomar, recibir y continuar […] Esa herencia se puede traducir en ¿qué tipo de bailarín queríamos formar? un bailarín completo, un bailarín que pudiera tener una preparación lo mejor posible en varios aspectos […] fui producto de ese ideal y me identifiqué mucho con seguir las pautas, los caminos; esa herencia que recibimos de todos ellos, y desde luego bajo la dirección de la maestra Lavalle, de construir una escuela que pudiera sacar un individuo bailarín como lo soñamos, como lo soñó la maestra Lavalle (Entrevista grupal con Ferreiro, 2009).
Estando ahí [dando clases] empiezo a sentir esta idea de que tengo un legado, la Academia [ADM] tenía ese legado [que] atravesaba por muchos lugares, [sabía] que la danza es mucho más que bailar, la danza es la vida, a través de ella se puede mostrar cómo vivir, cómo pasar por el mundo, gozar y sufrir a plenitud, […] con esa pasión que surge [al] bailar (Entrevista grupal con Baz, 2009).
En la tradición de las comunidades educativas, en la memoria de los estudiantes y los maestros, se condensa la historia de su comunidad: sus recuerdos invocan la fuerza comunitaria de la cual ha emanado la posibilidad, en este caso, de compartir con otros el don, la potencia de la danza sin importar el espacio o el lugar en donde se enseñe, pero sobretodo sin dejar la marca de algún género de danza (clásica, contemporánea o folclórica) por encima del placer de bailar. Pero esa memoria revela las alianzas y complicidades, a la vez que las exclusiones. El modo en que los estudiantes y maestros de la ADM (quienes fueron formados o participaron en el proyecto del bailarín integral encabezado por Josefina Lavalle)18 se apropiaron de esa narrativa fundacional, “porque había que hacerlo”, porque su proyecto era “lógico, coherente, profundo, evidente, inevitable y vital” (Torres con Ferreiro, 2009),19 apuntaba a un modo de concebir la danza y la creación artística que se distancia enteramente de una visión especializada en la que sólo se enseña un género dancístico (clásico, contemporáneo o folclor) y las posibilidades de moverse y bailar se limitan a los parámetros institucionalizados por las técnicas dancísticas en que se forman los estudiantes.
La noción de intercambio desvela los lazos afectivos que se van generando durante la formación dancística profesional y que exigen reciprocidad, pero que ésta no tiene necesariamente como destinario al donador originario, sino que trasciende los linderos incluso de la comunidad en que se generó y se ha diseminado a otros ámbitos del campo dancístico mexicano. Las significaciones compartidas que emergen de las experiencias educativas vividas en un salón de clase, en este caso, lograron enmarcar los comportamientos de algunos bailarines y maestros de la ADM y formar una comunidad imaginaria en torno a las ideas del bailarín integral.
Ahora bien, Mier (2004a) menciona la existencia de otra modalidad del vínculo que surge en el seno mismo del intercambio, cuando la juridicidad se enrarece y ya no hay espera ni devolución, en ese momento se genera una experiencia peculiar de potencia colectiva de la capacidad de acción: la solidaridad.
La solidaridad: el vínculo como experiencia de potencia colectiva de acción. La preeminencia de la gratitudLa idea de solidaridad, como ha señalado Duvignaud (1990), puede ser comprendida de diversas formas, pero además vivida en forma diferencial. No es lo mismo el vínculo de sangre, que el vínculo de nacionalidad o bien el vínculo de amistad o el amoroso. Lo cierto es que la solidaridad entraña una de las condiciones radicales de la comprensión del vínculo y de la constitución de lo social. Como el intercambio, podemos pensar en la solidaridad como un vínculo que surge del don, pero del cual no se espera nada, pues es desinteresado: hay gratuidad, generosidad.
La experiencia de la solidaridad, afirma Mier (2004a: 147), está enteramente apuntalada en otra experiencia: la que surge de la invención dialógica de sus propios vínculos. La solidaridad, continúa Mier, es sólo un momento en el proceso de recreación incesante de los vínculos, pues su fragilidad, surgida de la experiencia humana de la finitud, reclama las afecciones de la presencia o bien la refundación o reinvención de la memoria. Esta experiencia es al mismo tiempo comunitaria, singular e incalculable: opaca, reticente a la autorreflexión, pero a la vez y paradójicamente “sustentada en un proceso simbólico, autorreflexi-vo, radicalmente autónomo, plenamente comunicable” (ibid.: 148). Sólo que esta comunicabilidad, esta comprensión común, mutua, emerge de la fuerza ritual, de la confirmación y arraigo de los mitos, de las narrativas comunes construidas en diálogos fáticos, de las concordias disciplinarias, de las identificaciones corporales y las concordias disciplinarias.
Las relaciones educativo-dancísticas parecen desprovistas de vínculos solidarios; el alto nivel de competencia y estratificación del medio dancístico tiende a destruirlos; sin embargo, han existido momentos y circunstancias en las que ha prevalecido un alto sentido de comunidad, proyectos individuales o institucionales en los que se alcanza un alto grado de cohesión grupal. Durante la emergencia de la danza moderna, baste recordar la fuerza de los coros de movimiento de Rudolf Laban y sus experiencias grupa-les en Monte Veritá, las cuales fueron replicadas más tarde en las múltiples escuelas de danza fundadas en Alemania en el periodo de entre guerras. También las comunidades educativas, cuando ven amenazada su sobrevivencia y cuentan con un proyecto educativo que las unifique, crean fuertes lazos de solidaridad. Un ejemplo lo encontramos en nuestro país, en 1978, en los maestros de la ADM que respaldaron el proyecto del bailarín integral y mostraron la fuerza de esa comunidad educativa.20 En ese momento 43 maestros se apropiaron de las narrativas fundacionales de la escuela, defendieron su proyecto educativo frente a la imposición de la Dirección de Danza del INBA de crear otra institución en sus instalaciones y durante cuatros años se sostuvieron en el “exilio”, hasta que en 1982 “lograron que le fuera restituida a la ADM su dignidad como escuela profesional de danza y se reconociera su capacidad para definir su vida académica” (Ferreiro, 2009: 11).
La experiencia de la solidaridad crea comunidad, comunión con los otros. Más no hay trascendencia de la solidaridad, sólo acaso su memoria: no hay otro imperativo de solidaridad que la del deseo de preservación surgido del vínculo mismo.
Sin embargo, la solidaridad no sólo surge de un acontecimiento, puede hacerlo durante el proceso educativo mismo en las situaciones educativas que organiza el docente y de las que emergen experiencias educativas. En otro lugar he señalado que la práctica educativa no puede calificarse como tal si no promueve un proceso de autoconstrucción del individuo que potencie su capacidad de acción, 21 amplíe su horizonte significativo22 y le permita constituirse en un individuo libre y autónomo, lo que supone la habilidad y sensibilidad del educador para crear las condiciones en que se produzcan experiencias significativas que conecten al individuo con el mundo y la vida (Ferreiro, 2005). De ahí que la solidaridad, entendida como creación de vínculos que potencian la capacidad de acción de los sujetos, sea una condición de toda relación que pretenda denominarse educativa. Ella [Josefina Lavalle] me decía, “yo siempre gocé la danza, fue el lugar más pleno de mi vida, ha sido el amor más grande de mi vida”. Y sí creo que ella me contagiaba su pasión, y se empeñaba en atarme al placer, al gozo, al disfrute [de la danza]; lo que a mí me dejó como educadora y creadora, fue una invitación a crear mi vida. […] porque me enseñó que la danza es mucho más que bailar, la danza es vida (Entrevista grupal de Baz, 2009).
Una comunidad educativa sólo puede emerger de la generosidad del proceso formativo, de la capacidad del docente de darse sin esperar retribución alguna, de entregarse al placer “de compartir la experiencia, desalojarla de la idea del saber cómo posesión privada, y [de la] confianza en el potencial del prójimo, del que se acerca a aprender, a desarrollar su capacidad de entender su mundo y a sí mismo” (Mier, 2004b). E. 1. La maestra Lavalle fue […] como mi impulsora, mi proyectil, mi madre en la danza. Hubo otros maestros muy importantes también, pero ella digamos fue el centro, porque además hubo el contacto corporal que se necesita y la aprobación de alguien que valora quién eres corporalmente, pero también hubo la identificación psicológica, el acompañamiento en el crecimiento de ese transitar de la pubertad a la juventud y después a la adultez. Hubo también la entrega intelectual, la reflexión intelectual. […] Veníamos de ese mundo, de ese estigma, de que ustedes no van a ser bailarinas de primera, quedaron relegados a la danza regional, y no porque la danza regional y, menos en la maestra Lavalle, fuera algo de segunda. Pero sí en la conformación de los grupos, era como todos aquellos rechazados. […] Eran grupos muy, muy heterogéneos. Porque todas veníamos como de haber brincado un trauma, de haber superado el hecho de que el camino no iba a ser fácil […] unos por la edad, otros por la situación física, otros por el rechazo de otros. E. 2. Sin embargo, […] con ella esta sensación se fue diluyendo, [porque] en ese espacio había que bailar, disfrutar y gozar […] Y que la maestra Lavalle hubiera logrado al final del curso que bailáramos todos, fue [sorprendente]. Lo que hizo fue decirnos […] disfruta, observa […] cómo puedes bailar en grupo y cómo esto es un placer. E. 1. Nunca fue indiferente, y esa es la mejor manera de querer a alguien. Decirle aquí estoy contigo y eres aceptada y eres importante. […] Ella organizaba las clases de tal manera que formaba subgrupos, las secuencias las dividía para que en un momento fuéramos tres las que estábamos en una secuencia y luego en canon entraban otros dos y luego entraban otros tres […] y luego a la mejor te tocaba hacer una parte como solista, mientras el otro grupo hacía un desplazamiento y luego te volvía a integrar. Ella creaba, como si fuera a hacer una coreografía ya para escenificarse, pero dentro de la clase. Y ahora lo pienso. Por una parte, [hacernos sentir] parte del grupo, pero por otra parte sentirnos indispensables […] era muy importante el espacio que yo ocupaba, ése era insustituible, entonces nos hacía sentir que llegar a la clase era imprescindible. […] Yo no sé de dónde sacaba la cabeza y la creatividad para hacernos sentir únicos, no para el examen final, sino para la primera, para la segunda, para la tercera clase, no había una clase que fuera igual para todos. Y ella yo creo que se daba sus mañas para escoger los movimientos más adecuados para cada quien, para que sin dejar de dar cada vez más, no tuviéramos una sensación de frustración. […] Nunca nos avergonzó […] y nos evitó vergüenzas. Porque ponía a bailar [a cada quien] donde se sintiera muy segura y se viera bien, y se sintiera contenta. […] Y más allá de evitarnos la vergüenza, nos dio mucho ánimo, tú puedes […] y de verás que lo que lograba, cuando bailábamos, cuando presentábamos nuestros exámenes, a veces en el Teatro de la Danza, como clase abierta y con público, todo mundo decía qué bárbaras, qué bonito. Ella lograba cosas maravillosas. E. 3. Tenía mucho orgullo de nuestro trabajo (Entrevista grupal de Baz, 2009).
La generosidad intelectual del docente, de la que habla Mier (2004b), es la condición moral en que se fundan los procesos de intervención en la tarea de formación (Baz, 2006). La buena enseñanza entraña compromiso y responsabilidad del docente, pero ésta no puede emerger más que del profundo placer de compartir las propias pasiones y a proponer alguna obsesión a sus alumnos. Siempre tuve la idea de que los bailarines de danza folclórica debían aprender las bases clásicas y contemporáneas. Entonces era una manera de entusiasmarlos, de cambiarles la perspectiva, de darles un camino diferente. […] Tenía la intención de buscar otras cosas. Otra manera de moverse. […] Me encantaba dar esa clase. […] Tenía mucho interés en ver qué sucedía. Y sentí que de inmediato se engancharon. […] sentía que les gustaba y hacían con verdadero placer la clase, con mucho empeño y eso me daba mucha satisfacción. Me obligaba a pensar más en la clase, a pensar más en qué montar, qué música. Pensaba en que la clase podría ser como un encuentro, algo que se fusiona. […] No había oposición mental al trabajo que estaba haciendo. Se movían de manera diferente. Aunque las rutinas fueran más o menos las mismas de contemporáneo o casi las mismas. Se movían de forma distinta. […] Trabajaba mucho la coreografía. Montaba muchas secuencias con todos, como trabajo de una danza. Y me respondían muy efusivamente. Era un estímulo, [..] me entusiasmaba mucho trabajar nuevas cosas, nuevas secuencias, nuevas ideas. Por eso, porque yo me sentía plena, me sentía muy bien con el grupo. [¿Qué les transmitía?] Mi convicción de dedicarme a la danza y que la danza es una actividad que ensalza, no es una actividad que denigra, que hay muchas cosas que hacer en la danza y con la danza. Puede ser que esa pasión que tengo, quizá algo de eso les comuniqué, les contagié (Lavalle con Ferreiro, 2008).
Pero también la generosidad del docente supone la capacidad para persuadir y solicitar atención, acuerdo, al tiempo que disconformidad colaboradora. Para construir un espacio de intercambio resguardado por la confianza, pues como afirmaba Marx “sólo se puede cambiar amor por amor y confianza por confianza” (citado en Steiner, 2004: 33). […] el gran apoyo de la maestra Lavalle fue también el dejarnos ser, porque no faltó nunca el aliento, la motivación y la confianza de ella en que nosotros podíamos hacerlo y cada vez mejor [..] Tampoco hubo limitación alguna para que nosotros propusiéramos cosas, creciéramos, trascendiéramos lo que habíamos aprendido en la escuela, porque incluso nos rebelamos contra muchas formas de enseñanza que nos negamos a perpetuar, como aquellas clases que tuvimos que se basaban en la repetición constante de los pasos hasta que por cansancio se dominaran, y nosotros nos rebelamos en eso que no nos había gustado. Nos negamos también a querer hacer rutinas establecidas […] siempre queríamos innovar, hacer cosas diferentes, inventar, utilizar música distinta y […] que a pesar de haber tenido nuestras principales bases en la escuela éramos capaces y estábamos obligados a trascenderlas y hacer cosas diferentes (Straffon con Ferreiro, 2009).
En suma, en la generosidad del docente radica la capacidad para crear una comunidad en que acontezca una composición de afecciones y una promesa de intensidad que suscite el mutuo reconocimiento de un régimen pasional concurrente. En una ocasión leí que el “verdadero arte es el que está hecho con gusto, con pasión, con fuego, con audacia: es el que nace de lo más profundo del artista”. Ese es el arte de la maestra Lavalle, quien ha logrado transmitir, en cada uno de los que hemos tenido la suerte de colaborar con ella, el compromiso, la búsqueda y toda esa pasión que se requiere para poder enfrentar este azaroso camino de la danza y la educación artística (Martínez en Camacho, 2009).
Así, el vínculo educativo en que surge la experiencia de la solidaridad, a la vez que suscita en el estudiante un deseo de comunidad, le reclama una respuesta singular de radical autonomía, en que se transfigure su forma de vida y asuma el compromiso ético de autoconstruirse.
Reflexiones finalesEn este trabajo utilicé la perspectiva analítica de Mier (2004a) sobre el vínculo colectivo, para realizar una exploración de las calidades de los vínculos educativos en la formación dancística, a partir de los cuales se pueden entrever los modos en que se fundan y refundan las tradiciones y la memoria de las comunidades educativas y examinar la fuerza de la experiencia y la acción en la creación de las identidades de los futuros bailarines profesionales. En especial, me interesaba indagar los regímenes de afección involucrados en el vínculo colectivo y escudriñar en aquellas trazas, huellas, referencias y evocaciones de alianzas, complicidades o memorias de los estudiantes y maestros que los unen y crean comunidad.
Enfoqué el estudio primordialmente en las tres modalidades que Mier (2004a) propone: interacción, intercambio y solidaridad. La noción de interacción me permitió identificar detalles de comportamiento en que se expresan algunas de las normas orientadoras de las interacciones en los salones de las escuelas profesionales de danza y en las que se funda la ética de las acciones institucionalizadas, la cual hace perceptible el modo en que operan las jerarquías y los estilos educativos en la formación dancística. Mas estas observaciones no permiten comprender la composición de afectos que surgen en las situaciones educativas ni las interpretaciones y desplazamientos de las significaciones a otros espacios educativos, por lo cual fue necesario valerse de otra noción: la de don. Esta noción revela la fuerza de la obligatoriedad y muestra la trama densa de relaciones y de efectos en el juego educativo, a partir de los cuales se consolidan lazos afectivos que exigen reciprocidad. Pero sobre todo esta noción permite comprender cómo la significación compartida que emana de las experiencias educativas vividas en el aula no sólo encuadra el comportamiento de los estudiantes y maestros en el espacio en el que surgió sino que se disemina a otros espacios y lugares, proceso que crea alianzas y funda tradiciones y comunidades educativas. Finalmente la noción de solidaridad visibiliza aquellos vínculos en los que la fuerza jurídica se enrarece y cancela la exigencia de reciprocidad, por lo cual ya no hay espera, sólo gratuidad: generosidad. Esta modalidad del vínculo permite documentar experiencias en que la generosidad del docente potencia la capacidad de acción de los estudiantes, amplía su horizonte significativo y los lanza a un proceso de autoconstrucción que se abre a la libertad y la autonomía.
Ferreiro-Pérez, Alejandra (2015), “Calidades de los vínculos educativos en la formación dancística profesional”, en Revista Iberoamericana de Educación Superior (RÍES), México, UNAM-IISUE/Universia, vol. VI, núm. 15, pp. 108–128, http://ries.universia.net/article/view/1054/calidades-vinculos-educativos-formacion-dancistica-profesional [consulta: fecha de última consulta].
Mexicana. Doctora en Ciencias Sociales (Sociedad y Educación) por la Universidad Autónoma Metropolitana campus Xochimilco, México. Investigadora de tiempo completo Titulare del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de la Danza (CENIDI-Danza) José Limón del INBA. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Temas de investigación: prácticas educativas en danza en el ámbito profesional, no profesional y escolar.
Como señala Margarita Baz (2009: 18), la “subjetividad es el universo de sentido generado en toda sociedad y cultura y que recrea cada miembro de éstas, en un proceso incesante de creación de formas y mundos”.
Forma de vida la entiendo en un sentido convergente con el de Wittgenstein, como aquellos patrones recurrentes de acción (de hacer y sentir, de actuar e interactuar) en que se expresan los significados de ciertas nociones compartidas por un grupo social. Las formas de vida son el “fundamento” no expresado de nuestros actos de lenguaje, de ahí que definan los alcances de nuestros intentos de dar sentido a un acontecimiento (Mier, 1999).
Entiendo por comunidad educativa aquellos grupos unidos por vínculos de solidaridad y formas de vida conmensurables.
De acuerdo con Baz (2006: 2), la “formación compromete las formas del dar y el recibir en la creación de vínculos e identidades, en procesos de apropiación y transformación, lo que implica una tensión inevitable, quizá una auténtica conmoción que pasaría por interrogar las huellas, armar los diálogos posibles y construir los propios caminos”.
Considero pertinente subrayar que la noción de intercambio de Mier está claramente sustentada en las reflexiones de Marcel Mauss sobre el don, por lo que habrá que distinguirla de la concepción de Lévi-Strauss sobre ese término. Para este último autor, las nociones de interacción, don y solidaridad podrían considerarse como modalidades del intercambio, puesto que es el intercambio lo que funda lo social.
Goffman (1970: 56) aclaró que utilizaba el término ritual “porque esta actividad, por informal y secular que sea, representa una forma en que el individuo debe proteger y designar las consecuencias simbólicas de sus actos, mientras se encuentra en presencia inmediata de un objeto que tiene valor especial para él”. Subrayaba además que en esta definición seguía la de Radcliffe-Brown, pero ampliando el término respeto, en la que se muestra la existencia de una situación ritual “siempre que una sociedad impone a sus miembros cierta actitud hacia un objeto, actitud que implica determinada medida de respeto expresado en el modo tradicional de conducta con referencia a dicho objeto” (citado por Goffman, 1970: 57).
Goffman emplea el término persona en el sentido etimológico de máscara de actor. De ahí que afirmara que en nuestras interacciones asumimos el rostro (máscara de la cara) que corresponde con la línea o comportamiento específico que el otro demanda.
El rostro es una expresión de la propia imagen acorde con los atributos sociales aprobados; es un perfil que se comparte y ajusta a las expectativas de los otros. No obstante, esa imagen involucra toda la gestualidad del cuerpo, la cual en la danza cobra una peculiar relevancia. Ahora bien, la identidad de una persona la forma el conjunto de rostros que asume en sus interacciones; nunca está acabada, se va formando en los procesos de interacción que establece durante su vida con diferentes grupos sociales. Elegir un rostro implica destacar un valor social específico, asumir una posición frente a un sistema de valores; el rostro se refiere al “valor social positivo que una persona reclama para sí” (Goffman, 1970: 13), el cual es percibido al advertir las reacciones que causa en los otros la línea asumida. En las interacciones las personas se observan mutuamente y actúan para que otros miembros del grupo adviertan su conducta; así, el rostro no se elige arbitraria ni caprichosamente, sino en función de la línea con la que se entra en contacto. Cuando se produce una interacción eficaz, las personas buscan sostener su rostro y el del otro: realizan acciones tendientes a salvaguardar su yo; el mantenimiento del rostro es una condición de la interacción mas no su objetivo; sin embargo, cuando la línea seguida ofrece una imagen de la persona coherente con su interior, el sostenimiento del rostro es exitoso. La adecuada elección del rostro y su mantenimiento durante la interacción obliga a una continua recomposición del yo que genera tensión; por ello, las nociones de línea y rostro también favorecen el estudio de la tensión social que surge durante las interacciones y la dinámica social derivada de ella.
El término investimiento está relacionado con el concepto freudiano de catexis, el cual se refiere a la energía psíquica o carga afectiva del sujeto, que éste reparte en forma variable entre sus objetos y consigo mismo (Laplanche y Lagache, 1996).
Por lo general, un movimiento en que se flexionan ambas piernas (una, la de apoyo en posición abierta y la otra en tendu atrás), a la vez que se realiza una ligera inclinación de la cabeza hacia delante. Estos movimientos pueden ligarse con el primer ejercicio de la clase cuando los estudiantes ya están en la barra, o bien constituir una secuencia por separado que se realiza en el centro del salón.
La formación profesional en la danza clásica se inicia a una edad muy temprana, entre los 9 y 11 años, edad en la que los estudiantes tienen un incipiente conocimiento de la anatomía y funcionamiento del cuerpo. Por ello, el maestro generalmente recurre a la manipulación corporal como recurso didáctico, en tanto el alumno obtiene este conocimiento e incorpora los principios básicos de la postura corporal. Sin embargo, incluso cuando el proceso formativo está avanzado, la mayoría de los alumnos de danza experimenta asombro cuando en la realización de un ejercicio que no había logrado dominar, el toque oportuno y preciso del maestro permite su correcta ejecución.
“En las clases de danza clásica de la [Academia de la Danza Mexicana] adm, los primeros cinco años las niñas utilizan un leotardo blanco con un amplio escote en la espalda que se prolonga hasta debajo de los omóplatos, diseño cuya finalidad es favorecer la visibilidad del cuerpo, además de calcetines y zapatillas blancos. A partir del tercer o cuarto año, cuando se ha logrado la formación de la musculatura de las piernas, usan mallas y zapatillas color de rosa. En invierno se les permite usar un suéter especial, y en caso de frío extremo emplean calentadores o pants, pero sólo en la fase de la barra. Los últimos tres años de la carrera, las alumnas usan leotardo negro, lo que diferencia los niveles, pero también ayuda a atenuar los problemas de imagen en las alumnas con “sobrepeso o exceso de busto” (Ferreiro, 2005: 182). También el arreglo del cabello caracteriza a este género: las estudiantes recogen su cabello de modo escrupuloso, al que aplican goma y lo peinan en un chongo que rematan con el uso de alguna red para fijar el cabello y adornan con algún moño o flor. “En la adm, los dos primeros años las niñas se peinan con dos chonguitos laterales, para facilitar la colocación del cuerpo en el trabajo de piso en la clase de gimnástica” (p. 183).
Los modos de caminar en las estudiantes de danza clásica se caracterizan por la abertura de los pies, una amplia extensión del torso, los ademanes delicados, la mirada altiva y a veces arrogante; en cambio en los estudiantes de danza contemporánea la caminata es más natural, y en ocasiones un tanto cuanto desfachatada, sus ademanes son naturales y su mirada es tranquila, tal vez distraída.
Una de esas expresiones se da en la vestimenta, que por lo general contrasta con el rigor exigido en las clases de danza clásica. En la Escuela Nacional de Danza Clásica y Contemporánea (en la carrera de ejecutante de danza contemporánea) el relajamiento en la vestimenta y peinado contrasta con los de danza clásica; aunque también existe uniforme reglamentario, tanto maestros como alumnos lo relegan con cierta regularidad. “El atuendo diario se limita a leotardo y mallas en colores blanco y negro, a los cuales los alumnos suelen añadir calentadores, camisetas de color y figuras variadas, licras, etcétera, de cualquier color, en particular en invierno. […] Tampoco el peinado es riguroso; basta, para las mujeres, con una coleta que evite la molestia continua del pelo y, por supuesto, no hay ningún tipo de adorno específico para el cabello” (Ferreiro, 2005: 183).
Al plantear esta perspectiva, no ignoro que existen algunas reflexiones que cuestionan la posibilidad de pensar la relación educativa en términos de don, puesto que la noción alude en algún sentido al intercambio económico y puede entenderse como “un dar a cambio de otra cosa”, lo cual invalida su carácter ético (Mèlich, 2001: 82). Esta lectura se ha sustentado en la crítica de Derrida (1995) al Ensayo del don de Mauss, en el que subraya que la obligatoriedad que entraña este acto anula la donación. No obstante, me interesa explorar los matices que Mier (2004a) advierte en la noción de intercambio, dado que permiten visibilizar calidades del vínculo entre maestro y alumno que apuntan a la creación de tradiciones y de la memoria en la educación dancística. Pero también porque Mier (2010a: 158) subraya que el don es un proceso abierto, en devenir infinito, “como una mutación sin término de los imperativos y las identidades, capaz de hacer surgir significaciones propias y valores autónomos, sin origen ni finalidad, transicional, condición dinámica de la organización social”. De ahí su afirmación de que con “la reiteración abierta del proceso del don se expresa socialmente la consolidación de las tramas de reciprocidad que no son sino génesis potencial de vínculos simbólicos” (ibid.: 163). Precisamente gracias a esa condición abierta del don, a su dinámica incierta, en su interior puede surgir otra modalidad del vínculo social: la solidaridad, en la cual ya no hay espera sólo gratuidad. Y en esta modalidad del vínculo ambos autores, Derrida y Mier, coinciden al señalar que el don surge del acontecimiento.
Josefina Lavalle (1924–2009) fue una destacada bailarina, coreógrafa, maestra y directora de la Academia de la Danza Mexicana, escuela profesional de danza del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), una de las iniciadoras del Movimiento Mexicano de Danza Moderna y fundadora de varias instituciones de enseñanza e investigación de la danza en nuestro país, a la vez que guía intelectual y artística de varias generaciones de maestros, coreógrafos y bailarines en nuestro país.
Luis Fandiño, bailarín, coreógrafo y maestro de danza contemporánea en la Escuela Nacional de Danza Clásica y Contemporánea del inba, fue un destacado miembro del Ballet Nacional de México y de Alternativa, grupo independiente de danza contemporánea fundado y dirigido por él durante diez años (1978–1988).
Yo encuentro [continúa Torres con Ferreiro, 2009] que mi manera de ver el mundo presta atención a todo lo que puede juntarse […], lo que se puede sumar y donde la suma finalmente acaba siendo más que las partes de la que está hecha esa suma. Por eso creo que me enamoró del [proyecto], aunque en ese momento yo era muy joven y no reconocía realmente esto que ahora puedo decir con toda claridad. Porque […] yo veo el mundo y el universo como una sola cosa, como una sola tela entretejida donde todo depende de todo y todo está conectado con todo y eso a nivel […] ético, espiritual, intelectual […] y entonces justo el bailarín integral es una parte de ese tejido para mí y me [conecto].
Considero que todo proceso educativo entraña la orientación de los deseos del estudiante, como sugiere Spinoza, a perseverar en la vida y abrir la capacidad de ser afectado, lo que supone “un esfuerzo por experimentar alegría, aumentar la potencia de acción, imaginar y encontrar lo que es causa de alegría” (Deleuze, 2001: 123), y también coraje para evitar la tristeza, conjurar y destruir todas sus causas. Si los deseos se dirigen hacia la vida, se desea ser afectado y entrar en conexión con los objetos que acrecientan la capacidad de actuar, no con aquellos que la disminuyen; se vuelven deseables los objetos del mundo de los que sobrevienen afectossentimientos que vinculan al sujeto con la vida, los que para Spinoza son la alegría y todas las pasiones alegres. Esta idea resuena también con la de Freire que señala que “educar exige alegría y esperanza” (Freire, 1998: 70).
Aquí recupero la diferencia que hace Dewey (1995: 75) entre una experiencia auténticamente educativa y una rutinaria, pues para este filósofo, aunque la rutina, la acción automática, pueda aumentar la habilidad para hacer algo y en este sentido tener un efecto educativo, si no conduce a nuevas percepciones y conexiones, “limita más que amplía el horizonte significativo”. De ahí que distinga entre procesosde instrucción, en los que se desarrollan habilidades mecánicas que no favorecen la conexión con otras experiencias, y educativos, en los que se pretende que los sujetos amplíen sus capacidades y expectativas. En esta misma línea argumentativa subrayo la enorme distancia que existe en la educación dancística profesional entre: a) una práctica docente que se reduce a la modelación del cuerpo y olvida que la técnica es medio y no fin, por lo que rutiniza, robotiza, automatiza el cuerpo del futuro bailarín y, aunque incrementa sus habilidades corporales, finalmente limita su capacidad expresiva; y b) una práctica educativa enfocada en la formación de un intérprete que busca transformar el entrenamiento en una incesante experimentación del cuerpo en movimiento, para impulsar al alumno a lograr una continua sensación de habitar el cuerpo propio.